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Lorenzo Falcó cruzó el vestíbulo del Gran Hotel de Salamanca, saludó por sus nombres al portero y al conserje y se dirigió al bar, pasando entre camisas azules y oficiales de uniforme con botas altas y relucientes.

Se preparaba un desfile militar en la calle. Falcó había llegado cruzando con dificultad entre la multitud que, dispuesta a hacer el saludo fascista o el que exigieran las circunstancias, aguardaba el paso de las tropas hacia la plaza Mayor bajo los balcones adornados con banderas nacionales, carlistas y de Falange. Esa mañana estaba previsto un discurso del Caudillo en el balcón del Ayuntamiento. Se celebraba la victoria —relativa— del Jarama para ocultar la derrota —absoluta— de las tropas italianas en Guadalajara. La guerra cumplía su octavo mes, e iba para largo.

Se detuvo en la entrada del bar americano, junto a la vitrina con zarcillos charros coronada por la bandera nazi, la italiana y la portuguesa. Peinado hacia atrás con brillantina, oliendo a loción de afeitar —había salido de una barbería diez minutos antes—, su aspecto habría encajado en cualquier revista masculina británica o en un catálogo de galanes de Hollywood. Llevaba el sombrero gris en la mano y vestía traje gris con chaleco, zapatos de ante y un tono de gris perla más claro en la corbata, los calcetines y el pañuelo cuyas puntas asomaban del bolsillo superior de la americana. Lo suyo era una elegante gama de grises.

Mientras echaba un vistazo a la gente sentada en las butacas del bar, sacó la pitillera y, cogiendo un cigarrillo, golpeó suavemente su extremo en el cristal del reloj antes de llevárselo a los labios. Desde el extremo de la barra, el Almirante le hizo una seña.

—¿Qué tal te llevas con Biarritz? —preguntó cuando Falcó fue a acomodarse a su lado.

Chupaba una pipa apagada. Vestía de paisano y tenía un sombrero Homburg al lado, sobre su cartera de piel muy usada. Falcó lo miró con interés.

—Conozco sitios peores.

—Ya… ¿Qué tomas?

El barman se había acercado y aguardaba, solícito. Falcó encendió el cigarrillo.

—¿Seguimos sin vodka, Leandro?

El rostro picado de viruela del barman se mantuvo impasible, aunque lo delataba el brillo divertido de sus ojos.

—Solo orujo gallego, don Lorenzo —le acercó un cenicero—. Ya sabe. Bebida patriótica.

—Malditos marxistas.

El barman miraba de reojo al Almirante.

—Sí, señor. Y que lo diga.

—Pues ponme un

hupa-hupa a la española, anda. Y otro para este caballero.

—Te he dicho mil veces que no bebo esas mariconadas —protestó el Almirante.

—De acuerdo… ¿Prefiere usted escocés o coñac?

—Coñac.

—Uno francés entonces, Leandro. Si puede ser.

—¿Armagnac, señor? —inquirió el barman.

—Por ejemplo.

—Con sifón —intervino el Almirante.

—Ponerle sifón a un Armagnac es un crimen —objetó Falcó.

—Con sifón, he dicho. Carallo.

Cuando el barman se alejó, Falcó miró inquisitivo a su superior. El único ojo de este lo estudiaba, crítico.

—¿Qué pasa con Biarritz, Almirante?

—Tienes cosas que hacer allí. Un fulano, nacionalista vasco, vinculado al PNV. Tasio Sologastúa. Mal bicho… ¿Te suena?

—¿El millonetis?

El Almirante miró al barman, que agitaba la coctelera, y bajó la voz.

—El mismo. No todo el que tiene dinero está con Franco.

—También estamos con él los que no tenemos. Yo, por ejemplo.

—Tú estás con Franco como podías estar con Greta Garbo.

—Por cuatro duros, dicho sea de paso.

—Te pago cuatro mil pesetas al mes, más gastos —arrugaba el ceño el Almirante, como un profesor severo—. Ni un general cobra eso.

—Era una broma.

—Pues bromea con tu madre.

Se quedaron callados mientras Leandro situaba una copa de coñac y un sifón junto al Almirante, y vertía el contenido de la coctelera en una copa para Falcó.

—Sologastúa —prosiguió el Almirante cuando se alejó el barman— anduvo removiendo bien la mierda separatista vasca, y cuando la cosa se puso turbia se largó a Francia con la familia, a ver los toros desde la barrera… Su mujer va de compras con chófer, las hijas beben cocktails y bailan en el Miramar, y él se da la gran vida. Incordia desde aquel lado de la frontera, sin correr riesgos, mientras sus heroicos gudaris se parten el pecho… O se lo partimos nosotros.

—¿Y cuál es el encargo?

El otro miró la pipa, dándole vueltas entre los dedos. Después se la guardó en un bolsillo, cogió el sifón, y para desolación de Falcó le echó un chorro al coñac.

—Que le eches el guante y lo traigas a este lado de la frontera. Queremos conversar con él.

—¿Secuestrado?

—Los adjetivos son cosa tuya.

Relucieron los colmillos depredadores, húmedos de

hupa-hupa.

—¿Cuándo me voy?

—Ayer.

—Solo llevo dos días en Salamanca.

—Pues ya son demasiados —el Almirante probó su copa y pareció complacido—. Después de tu desastre en Tánger, no sé cómo tienes el cuajo de pasearte por aquí.

—No salió tan mal, señor. Hice lo que pude.

—Pues pudiste bien poco.

—Es la ruleta de la vida —golpeó suavemente con un dedo el cigarrillo sobre el cenicero—. Ya lo dice el tango… A veces se pierde, y a veces se deja de ganar.

—¿El tango?

—Claro. Ese de Gardel, ya sabe.

Tarareó unas notas. El ojo sano del Almirante lo perforaba, asesino.

—Un día te voy a dar yo a ti tango. En una trinchera de la Ciudad Universitaria, con una manta llena de piojos y un Mauser. A ver si distingues un tango de una guerra.

—Hombre, Almirante. En realidad, Gardel…

—Que cierres el pico, coño.

—A la orden de vuecencia.

—Exacto.

El Almirante había apartado el sombrero, abriendo la cartera. Extrajo de ella una hoja mecanografiada con papel carbón.

—Tengo el informe sobre el

Mount Castle, redactado por Tambo Navia. Llegó ayer por la tarde —lo puso sobre la barra, ante él—. Pensé que te gustaría verlo… Al menos esa parte.

Leyó Falcó:

Localizado el mercante rojo 2 millas al WNW de punta Malabata, y desatendida por este la intimación de parar máquinas, se procedió a abrir fuego, entablándose combate a corta distancia a causa de la escasa visibilidad. A los disparos de nuestras piezas principales respondió el enemigo con fuego muy vivo y continuado, procedente de una única pieza de mediano calibre que tenía situada a popa, mientras intentaba escapar hacia el NE aprovechando la niebla. Se pudo apreciar en él hasta una docena de impactos que le produjeron inmediato incendio a bordo, pese a lo que siguió haciéndonos fuego con mucha tenacidad hasta que, silenciada su pieza por las nuestras, quedó en llamas y a la deriva, hundiéndose rápidamente sin arriar bandera en posición 6º 47′ W – 35º 50′ N. Se procedió a continuación al salvamento de los náufragos, dificultado por la poca visibilidad, con el resultado de 11 rescatados, algunos de ellos heridos de consideración. El capitán del mercante rojo no se encontraba entre los supervivientes, y según testimonio de los rescatados fue visto por última vez en el puente cuando ordenaba el abandono del barco. Debido a la gravedad de algunos heridos, tomé la decisión de regresar al puerto de Tánger para que se les prestara asistencia médica, tanto a ellos como a los cinco marineros heridos de diversa consideración que los tres impactos enemigos recibidos a bordo durante el combate causaron entre mi dotación. Una vez en puerto, a requerimiento de las autoridades locales y al hallarme en zona internacional, me vi obligado a liberar a los prisioneros.

Alzó Falcó la vista.

—¿Y qué hay de la profundidad a la que se hundió el barco?

El Almirante hizo un ademán satisfecho.

—Sesenta metros de sonda, más o menos… Al alcance de nuestros buzos cuando todo termine.

—Colorín colorado, entonces.

—Siempre y cuando ganemos esta guerra, claro.

—Claro.

Dejó Falcó el papel sobre la barra y cogió su copa.

—¿Qué sabe usted de Navia?

El Almirante tardó unos segundos en responder. Miró las fotos de actores de cine que decoraban las paredes del bar y emitió algo a medio camino entre un suspiro y un gruñido.

—Lo han relevado del mando —dijo al fin—. Creo que lo relegan a una oficina de El Ferrol… En el cuartel general de la Armada no ha gustado que desembarcara a los prisioneros rojos en Tánger.

Mojó Falcó los labios en la bebida. Estaba perfecta. El Almirante lo miraba, seco y paciente, esperando la pregunta inevitable. Falcó dio una última chupada al cigarrillo y lo apagó en el cenicero.

—¿Y ella? —inquirió al fin.

El otro cogió la hoja mecanografiada y la devolvió a la cartera.

—Sabemos que embarcó en el

Maréchal Lyautey para Marsella. Allí se le perdió la pista. Pudo regresar a zona republicana por tierra, o viajar por mar a Barcelona o Valencia… No sé. También pudo irse a Moscú.

—¿Es verdad lo de las purgas a la gente que está en España?

—Sí. Están llamando a muchos. Incluso a Pavel Kovalenko, el jefe de la misión soviética, lo han llamado, según parece. Para rendir cuentas. Los procesos de Moscú han alterado el paisaje. Ponen nerviosa a la gente…

—¿Y?

—Pues eso. Que unos vuelven tras su interrogatorio, y otros desaparecen en los sótanos de la Lubianka. Ya sabes cómo hace las cosas esa gentuza.

Pensó Falcó en Eva Neretva enfrentada a sus jefes. Rindiendo cuentas en el cara y cruz de los ajustes internos del NKVD, al modo en que se rendían allí. También pensó en la joven libre, si tenía suerte. Vuelta a la acción en España o en donde fuera. Actuando.

No creo, había dicho ella, que sea verdad que nos amemos.

—¿Me dirá si se entera de algo, señor?

El ojo de cristal y el ojo sano se alinearon en una mirada suspicaz. Reprobatoria.

—No te diré nada —fue la irritada respuesta—. Esa mujer ya no es asunto tuyo.

Había hecho el Almirante una seña al barman y sacado la billetera para pagar la cuenta, pero pareció pensarlo mejor. Tras una breve duda, volvió a guardársela.

—Paga tú, anda.

—Como siempre.

—Se dice a la orden.

—A la orden.

Se pasaba el otro un dedo por el mostacho gris. Pensativo.

—De todas formas, dudo que volvamos a saber algo de ella —añadió tras un momento—. En lo de Tánger fracasó aún más que tú. Si ha ido a Moscú…

Lo dejó ahí. Fuera, en la calle, sonó música militar. Mucha gente empezaba a salir del bar. Se oían aplausos en la puerta del hotel.

—Ya ha llegado el Caudillo —miró el Almirante hacia la puerta—. Tengo que estar en la tribuna. Discretamente, claro, pero para que me vea quien me tiene que ver… ¿Tú no vas al desfile?

Falcó lo miraba guasón, sin responder. El Almirante se puso la cartera bajo el brazo y cogió el sombrero.

—Biarritz, recuerda. Te quiero allí en dos días.

—A sus órdenes.

—Así me gusta. A mis órdenes.

Se quedó Falcó a solas con el barman, en el bar casi vacío, apurando el cocktail. Entró una mujer enlutada y atractiva, acompañada de un hombre grueso, y fueron a sentarse en los sofás del fondo. Ella tenía formas sugerentes y bonitas piernas, enfundadas en medias oscuras bajo la falda que le cubría hasta un palmo más abajo de las rodillas.

—¿Tampoco tú vas a ver el desfile, Leandro? —preguntó Falcó.

—No, don Lorenzo —los ojos seguían chispeando en el rostro melancólico del barman—. Cada cual tiene su puesto. Yo sirvo aquí a la patria.

—A la patria y a mí… También con la coctelera se lucha contra la hidra marxista y sus chatos de vino proletario.

—Me lo ha quitado usted de la boca.

—Ponme otro

hupa-hupa, anda.

—¿De orujo?

Miró Falcó a la mujer, que le sostuvo la mirada cinco segundos más de lo exigido por el pudor. Tras ajustarse el nudo de la corbata, se pasó una mano por la sien para alisarse el pelo. Sonreía como un lobo travieso que, a la luz de la luna, avistara un aprisco bien surtido.

—Qué remedio, oye. Pónmelo de orujo.

Tánger, mayo de 2017

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