Eva

Eva


9. Necesidades operativas

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Se deshizo de la maleta en unos depósitos de basura junto a la tapia del puerto y subió hasta el Continental. Empezaba a dolerle la cabeza, así que lo primero que hizo fue ir al comedor y encargar al camarero una jarra de leche caliente, pan tostado y aceite, y mientras llegaban ingirió una cafiaspirina con un sorbo de agua. Desayunó sin prisas, hojeando los periódicos.

El mercante republicano, en su plazo final. La tragedia parece inevitable.

Así titulaba

L’Écho de Tanger en primera plana, y los otros lo hacían de modo parecido.

El Porvenir y

La Dépêche mencionaban, además, las presiones diplomáticas que el Comité de Control estaba sufriendo por parte de las autoridades nacionales y republicanas. Falcó dejó a un lado los diarios, y como el analgésico empezaba a hacerle efecto, encendió un cigarrillo.

Reflexionaba sobre los pasos siguientes a dar. Hipótesis más probables, hipótesis más peligrosas, ataque y defensa. Tenía que enviar un mensaje al Almirante dando cuenta de lo ocurrido durante la noche y planear una reunión con Rexach y el comandante del destructor

Martín Álvarez a fin de tener previstas las eventualidades, incluido un asalto al mercante republicano si las cosas se torcían o había resistencia de la tripulación. Siempre y cuando, claro, el capitán Quirós aceptase entregar el barco. Lo que aún estaba por ver.

También debía prepararse, pensó luego, para la reacción de la mujer y el norteamericano. En cuanto comprobaran que el comisario político había desaparecido, la idea de una posible deserción los mantendría despistados durante algún tiempo, quizá solo unas horas; pero tarde o temprano iban a atar cabos. Tampoco el conserje del Majestic tardaría en hablar del

amigo enviado por Trejo a recoger sus cosas. El que se había ido con una maleta.

Eva. La imagen vista a través de los prismáticos, en el puerto, seguía dando vueltas en su cabeza. Ella, desenvuelta, segura de sí, conversando con los hombres en el alerón del

Mount Castle. Y aquella mirada dirigida hacia el lugar desde el que él la espiaba. Un gesto penetrante, como motivado por la intuición o la certeza de que estaba cerca, observándola.

Dijo que tal vez haya que matarte, había contado Trejo. Y Falcó sabía que era verdad.

Durmió casi tres horas después de encargar a Yussuf, el conserje, que lo despertase a las doce. Lo hizo con una silla bloqueando la puerta y la pistola bajo la almohada, pues ahora estaba en guerra abierta y no era momento de poner fáciles las cosas.

Tras lavarse, estuvo un buen rato trabajando con

El buque ante el derecho internacional como libro de claves. Al terminar la cifra del mensaje se puso una camisa limpia y un traje gris de entretiempo —el otro se había ensuciado con la caída en la rampa—, escondió el dinero de Trejo detrás de la cómoda, metió la pistola en la funda de la cintura, cogió gabardina y sombrero y bajó por la escalera.

Paquito Araña estaba sentado en el vestíbulo, limándose las uñas. Su aspecto era tan fresco, pulcro y bien afeitado como si acabara de salir de la peluquería. Solo los ojos tenían cercos de cansancio. Esta vez no olía a pomada ni a perfume. Al ver a Falcó se levantó y vino a su encuentro.

—Asunto arreglado —dijo.

—¿El pozo?

El sicario esbozó una sonrisa ajena a la piedad.

—Buen muchacho, ese Kassem —se pasó la lengua por los labios—. Eficiente y machote.

Falcó le miraba los párpados abolsados de fatiga.

—¿Has descansado algo?

Araña encogió los hombros.

—Pasé un momento por la pensión a refrescarme. Ahora iré a dormir, si no me necesitas.

—No te he dejado respirar desde que llegaste anoche.

El sicario compuso una mueca siniestra.

—Valió la pena. Tuvo su encanto lo del rojo flaquito —miró a Falcó con curiosidad—. ¿Has informado a Salamanca?

—A eso voy. Tenemos un operador de radio, un tal Villarrubia.

—Me lo dijeron.

—Es gente de Lisardo Queralt.

—Ah. Eso no me lo dijeron.

—De todas formas, los mensajes son cosa mía.

—Claro —Araña le guiñó un ojo, guasón—. Tú eres el jefe, cielo… Para ti son la gloria o el oprobio.

—¿No te ibas?

—Abur, guaperas.

Se separaron en la calle Dar Baroud. No lloviznaba, pero el cielo tenía un aspecto opresivo y ceniciento. Falcó miró el reloj y entró en el Rif, donde comió sin prisa un guiso de pescado. Después de fumar un cigarrillo pagó la cuenta, fue hasta el Zoco Chico, y de allí atajó por el mercado de carne y verduras hacia la ciudad europea. Dos veces se detuvo a comprobar si lo seguían; y una tercera, ya cerca del consulado de Francia, desanduvo camino una veintena de metros, estudiando los rostros que estaban detenidos o venían en su dirección. Por fin, tranquilizado sobre eso, cruzó la calle, eludió un tranvía, pasó junto al policía que regulaba el tráfico de carruajes y automóviles, y entró en el Café de París, dirigiéndose a la caja como si fuera a hacer una llamada telefónica.

Villarrubia estaba sentado en una de las primeras mesas. Vestía informal, con pantalones de golf y camisa de cuello abierto sobre las solapas de la chaqueta. Parecía un estudiante. Apenas vio entrar a Falcó se puso en pie, y este le fue detrás. Caminaron por la acera izquierda del bulevar Pasteur, manteniendo la distancia. Y cuando frente al número 28 el operador de radio cruzó la calle, Falcó dirigió una mirada precavida a uno y otro lado y cruzó a su vez.

Lo alcanzó en la escalera y llegaron juntos ante la puerta.

—¿Todo en orden? —preguntó el joven.

—Todo.

Villarrubia hizo girar el llavín en la cerradura y se detuvo, formal, para que Falcó entrase primero.

—Anoche cené en un sitio estupendo —dijo en tono ligero—. Se llama Bretagne, frente a la playa… Te lo recomiendo.

—Tomo nota.

El otro se mostraba locuaz. Parecía con ganas de agradar.

—La ciudad tiene un ambiente colosal, ¿verdad?… No se creería uno en África. Comparado con esto, Tetuán es más triste que un ciprés. Y qué señoras, oye.

—Sí.

Pasaron al comedor. Como de costumbre, el aparato de radio estaba sobre la mesa, con el cable de la antena cruzando de lado a lado el techo, sujeto a la lámpara. Villarrubia colgó su americana en el respaldo de una silla y conectó la fuente de alimentación.

—Lo desmonto cada noche y lo guardo, por seguridad —miró a Falcó, inquisitivo—. ¿Qué tenemos hoy?

Le pasó este el mensaje cifrado, y el joven lo leyó por encima con mirada profesional. Para él, aquello no eran más que grupos de letras y números que otros debían convertir en palabras, y que se limitaba a transmitir, indiferente a si contenían informes rutinarios o detalles sobre la muerte de un hombre. Nada de lo que enviaba era asunto suyo. Al menos, en principio.

—Dos minutos —dijo.

Se había quitado el reloj de la muñeca. Fue a sentarse ante el equipo y lo puso todo a la vista, junto al manipulador Morse. Después se colocó los auriculares.

—Treinta segundos.

Me cae bien, concluyó Falcó. Respetuoso, disciplinado, competente en su trabajo. Consciente de lo que corresponde a cada cual. Por un momento se preguntó qué clase de información estaría pasando por su cuenta a la gente de Lisardo Queralt. Cuáles serían los informes privados que, sin duda, le pedían. A fin de cuentas, a Villarrubia no lo habían mandado a Tánger solo para echar una mano al SNIO en la operación del oro. Era una forma de seguir al corriente de todo, y Falcó estaba lejos de hacerse ilusiones sobre eso. No le cabía la menor duda de que el mensaje que estaban a punto de transmitir llegaría de forma simultánea a manos del Almirante y a manos de su rival político. En el sucio mundo de los espías, todos mojaban en la misma salsa. Aquel chico era tan peligroso como cualquiera.

—Conexión —dijo Villarrubia—. Ahí vamos.

Ti, ti-ti. Ti, ti, ti-ti, ti… Punto, raya. Punto, punto, raya, punto. El joven había empezado a pulsar con rapidez el manipulador, y Falcó fue siguiendo mentalmente el envío de cada una de las palabras en clave:

Necesidades-operativas-impusieron-dar-café-tercer-viajero-

stop-Obtenido-material-valioso-

stop-Cambio-guardia-posible-

stop-Respuesta-inminente-

stop-Coordino-modalidades-fuerzas-locales.

—¿Algo que añadir? —preguntó Villarrubia.

—Nada.

Pulsó el otro un punto, una raya y tres puntos. Permanecieron en silencio, mirando el radiotransmisor.

—No hay respuesta —dijo el joven, tras un momento.

Pulsó tres puntos, raya, punto, raya. Fin de la transmisión. Después se quitó los auriculares, recuperó su reloj y apagó el aparato.

Falcó quemaba el papel del mensaje con la llama de su encendedor.

—Mañana no salgas del Café de París —ordenó—. Puedo necesitarte en cualquier momento del día.

El otro le dirigió una sonrisa entre excitada y cándida.

—¿Estamos llegando al final?

Falcó pulverizaba minuciosamente las cenizas en un cenicero.

—Casi.

Al terminar, sacó la pitillera y se puso un Players en la boca. Villarrubia señaló el cigarrillo.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Depende.

—¿Por qué los enciendes siempre por el lado opuesto?

—Para quemar la marca, y que no quede en la colilla. Pueden identificarte por cosas como esa.

El joven lo contemplaba, admirado.

—Joder —dijo.

Cuando regresó al hotel, tenía en el casillero del conserje un sobre cerrado con un mensaje. El sobre no llevaba remite, pero el mensaje iba firmado con las iniciales de Moira Nikolaos:

El marino te contactará esta noche entre ocho y nueve. Pide que estés atento al teléfono.

Todavía eran las siete y cuarto. Falcó entró en la cabina telefónica del hotel, llamó a Antón Rexach a su oficina, y con toda clase de precauciones lo puso al corriente. Había que tomar medidas preventivas, señaló, tanto si el capitán Quirós decidía aceptar la oferta y entregar el barco, como si se negaba. También pidió a Rexach que informase al comandante del

Martín Álvarez y preparase una reunión por la mañana temprano, a fin de poner a punto la táctica a utilizar según saliera cara o cruz. Tampoco estaría de más, añadió tras pensarlo un momento, que a esa reunión asistiera el cónsul nacional en Tánger. Rexach se mostró de acuerdo, asegurando que todo estaría dispuesto a primera hora.

Tras colgar el teléfono, Falcó le dijo a Yussuf que estaría en el bar marroquí. Fue allí, pidió un

gin-fizz y se sentó en un diván, hojeando números de

Voilà y

Estampa de antes de la guerra —

Notas de Hollywood: Claudette Colbert combina los films históricos con la comedia psicológica—. Por un rato pudo concentrarse en un artículo sobre la moda masculina en Londres, que incluía calzado rematado en punta que el zapatero —salía su risueña foto— llamaba

a la española. Y al terminar, dejando a un lado la revista, Falcó concluyó que alguien capaz de llamar

a la española en 1937 a unos zapatos de hombre acabados en punta merecía sufrir la misma suerte que el comisario político Juan Trejo. Incluido el pozo de Kassem como final de fiesta.

A las ocho y diez apareció Yussuf en la puerta del bar. Lo llamaban al teléfono. Falcó se quedó inmóvil un instante, vaciando la cabeza de todo cuanto no fuese a decir o escuchar en los próximos minutos. Después se levantó y fue hasta el vestíbulo. Antes de cerrar la puerta acristalada comprobó que el conserje, al que podía ver desde allí, no estaba pendiente de la centralita.

—Dígame.

—«He estado considerando su oferta. Sobre todo lo que se refiere a mi familia… ¿Se mantiene en lo que dijo?».

La voz del capitán Quirós sonaba lejana y fatigada, pensó Falcó. No estaban siendo días fáciles para nadie, pero mucho menos para él.

—Lo mantengo completamente —respondió.

—«¿También la parte… económica del acuerdo?».

—Claro.

Siguió un silencio. El marino parecía debatirse con algunos escrúpulos.

—«Lo quiero en metálico» —señaló al fin.

—Por supuesto —Falcó sentía ganas de aullar de júbilo—. ¿Qué divisa prefiere?

El otro aún pareció dudar un instante.

—«Libras esterlinas» —dijo.

—¿Algún problema en su territorio?

—«Ninguno insoluble, por ahora».

—¿Necesita ayuda?

Nuevo silencio, esta vez más largo.

—«Podría necesitarla».

Un ramalazo de inquietud. Falcó intentaba calcular los posibles problemas, y la lista era enorme. El estado de ánimo de la tripulación, por ejemplo, cuando se enterara.

—¿Quiere darme detalles?

—«No por teléfono».

Falcó se pasó una mano por la frente. Intentaba pensar a toda prisa. No cometer errores, sobre todo. Y no espantar la caza.

—Mañana a última hora estará todo dispuesto… ¿Le va bien?

—«Eso creo».

—¿En el puerto?

—«Mejor en la ciudad —esta vez Quirós pareció pensarlo mucho rato—… ¿La misma casa de arriba?».

También lo meditó Falcó. En aquella etapa, con todo a punto de hervir en la olla, prefería dejar fuera a Moira Nikolaos. No deseaba comprometerla más de lo que ya estaba.

—Hay una tienda de alfombras cerca del Zoco Chico —sugirió—. La calle casi hace esquina con la oficina francesa de correos. El dueño se llama Abdel… ¿Le parece bien a las diez?

—«Me parece bien» —dijo Quirós tras un silencio.

—¿Alguna indicación especial?

—«Sí… Me gustaría que estuviera presente ese caballero con el que conversé la vez anterior».

El comandante Navia, pensó Falcó, sin poder evitar una sonrisa. Debía haberlo pensado antes, claro. De marino a marino. Eso facilitaría las cosas.

—Cuente con ello… ¿A usted lo acompañará alguien?

—«Puede que sí. Tal vez alguien de confianza».

—Como guste.

—«No… Le aseguro que no hay nada de gusto en esto».

Sonó un clic y se interrumpió la comunicación. Falcó se quedó mirando el auricular del teléfono y luego lo colgó despacio. Seguía sonriendo por un lado de la boca, despectivo y cruel. Todos tenemos un precio, pensaba. Más alto o más bajo, aunque no siempre se trate de dinero. También lo tienen, muy a su pesar, los viejos marinos tenaces y cansados.

Hacía frío. Tras un rato en el balcón en mangas de camisa y con el chaleco desabrochado, flojo el nudo de la corbata, mirando las débiles luces del puerto y el destello de la farola al extremo del espigón, Falcó volvió al interior de la habitación y cerró la puerta vidriera. Su cabeza era un laberinto táctico donde se cruzaban todas las eventualidades posibles en las próximas veinticuatro horas. Hipótesis probables y planes específicos para cada una.

Como solía decir su instructor rumano, antes de entrar en un avispero convenía estudiar bien por dónde se iba a ir uno. Y en Tánger, el avispero empezaba a zumbar.

Tiritaba un poco. Para quitarse el frío, fue hasta la botella de Fundador que tenía sobre la cómoda y se puso un dedo en un vaso. Lo bebió sorbiendo entre dientes, sin prisa. Entrando en calor. El sabor de coñac unido a los escalofríos le traía malos recuerdos: doce años atrás había pasado cinco días delirando de fiebre en el cuarto infecto de un hotelucho de Mujtara, en el Líbano francés, con las cucarachas corriéndole de noche sobre la cama y sin otro alivio ni compañía que un tubo de aspirinas y una botella de coñac. Una venta de pistolas Astra a la milicia drusa, que al final se había ido al diablo. Una operación por cuenta de Basil Zaharoff.

Sonrió recordando al viejo

sir Basil. Su barbita blanca puntiaguda y la extrema y dura inteligencia de sus ojos tras los lentes. El encuentro de ambos a bordo del

Berengaria en viaje de Gibraltar a Nueva York había cambiado la vida de Falcó. Recién expulsado de la Academia Naval, enviado por su familia con una breve carta de recomendación para un hombre de negocios neoyorquino con el que tenían relaciones comerciales, el azar de una partida de póker en la

smoking room del transatlántico acabó sentándolo frente a Zaharoff, que a los setenta años aún se encontraba en plena forma. Al viejo traficante le había gustado aquel jovencito apuesto y desenfadado que perdía en el juego con una sonrisa, hablaba idiomas, vestía con educada elegancia y sabía moverse audaz y natural bajo el fuego intenso de las miradas de las mujeres de a bordo. En ese viaje, a Zaharoff lo acompañaba su amante, una española llamada Pilar de Muguiro con la que se casaría poco después. A ella también le había caído en gracia el joven Falcó; y antes de que el barco amarrase en los muelles de Nueva York, este había encontrado un nuevo empleo: doce años traficando con armas en el Mediterráneo Oriental, los Balcanes, el norte de África y Centroamérica, hasta que el Almirante lo reclutó para los servicios de inteligencia de la República.

Figuras paternas, pensó irónicamente tras otro sorbo al coñac. El doctor Freud, aquel austríaco del que tanto se hablaba, habría tenido quizá algo que decir sobre eso.

Sir Basil y el Almirante sustituyendo al padre, con quien se llevó mal hasta su muerte; a la madre pacata y religiosa, de la que todo lo separaba; a las hermanas casadas con imbéciles y al hermano mayor, heredero del negocio —fino Tío Manolo, coñac Emperador—, el humo de cuyos sacrificios domésticos siempre subía derecho al cielo, a diferencia del suyo. Para la familia Falcó, Lorenzo había sido desde niño un caso arquetípico de bala perdida que el sentido común aconsejaba mantener lejos. Sin embargo, Basil Zaharoff y el Almirante, hechos de otra pasta, supieron reconocerlo desde el principio como uno de los suyos, tratándolo a la manera cómplice, hecha de curiosidad y tolerancia, que un profesor perspicaz reservaría a un muchacho brillante, distinto a otros. Y Falcó les había correspondido siempre con serena lealtad personal, matizada con aquel estilo suyo —respeto y disciplina compatibles con un desenvuelto descaro— que a hombres de tal clase no desagradaba en absoluto, sino todo lo contrario.

Iba a encender un cigarrillo cuando llamaron a la puerta. Sorprendido, miró el reloj. Era casi medianoche.

—¿Quién es?

No hubo respuesta.

En el acto, su mente adiestrada apartó todo lo superfluo, concentrándose en la situación inmediata: noche, puerta, Tánger, territorio hostil, peligro.

Avispero, concluyó de nuevo. Oía zumbar el enjambre revuelto.

El pulso se le disparó un instante, así que permaneció inmóvil, respirando despacio hasta que lo sintió latir de nuevo con regularidad. Entonces, sin hacer ruido, abrió la puerta vidriera del balcón para dejar libre una ruta de escape, cogió la Browning de encima de la cómoda y le quitó el seguro. Después, pisando sobre los talones aunque la alfombra apagaba sus pasos, se acercó a la puerta. Allí, con el arma en la mano derecha, la alzó hasta casi la altura del rostro, puso el índice en el gatillo y abrió con la mano izquierda.

Ante él, recortada en el contraluz del pasillo, la frente a un palmo del cañón de la pistola, estaba Eva Neretva.

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