Eva

Eva


10. «Die letzte Karte»

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Incluso dormida, desnuda, indefensa, vulnerable como en ese momento, Eva Neretva seguía siendo un enigma. Y Falcó, recobrado el egoísmo vital, la saludable incertidumbre de quien conocía la dificultad de mantenerse vivo, tuvo la clara certeza de que todo aquello, en lugar de atenuar el peligro, lo incrementaba. Su instinto profesional, adiestrado y de nuevo alerta, exigía con urgencia reflexión y cálculo. Alejar la molesta —y muy peligrosa— interferencia de los sentimientos. A él nadie lo iba a llamar a Moscú por dar a estos importancia, pero muy bien podían ser causa de que le volaran la cabeza en Tánger.

Se levantó con precaución, anduvo hasta la cómoda y encendió un cigarrillo. Fumó de pie, desnudo, mirando el bulto de la mujer inmóvil entre las sombras. Luego fue al cuarto de baño, se cepilló los dientes, se enjuagó la boca con Listerine y regresó al dormitorio, metiéndose en la cama con mucho cuidado para no despertar a Eva. Se acercó sigiloso hasta adaptar su cuerpo a las formas de ella, ahora relajadas y cálidas. Y al fin, tras acomodarse allí, se quedó dormido.

Soñó con ciudades extrañas y taxis que nunca se detenían, con hoteles que se veía obligado a abandonar a toda prisa, con trenes y barcos que partían sin él. Eran sueños recurrentes que lo acompañaban desde hacía tiempo, haciéndole sentirse solo y desarraigado; despertándolo bruscamente con una intensa sensación de frustración o de fracaso. Fuera cual fuese el escenario, siempre se trataba de lugares así: calles desconocidas donde unos pocos rostros hoscos o indiferentes pasaban por su lado sin mirarlo, cual si no existiera. Acentuando, con su silencio, un singular ambiente de peligro que lo hacía despertar sudoroso, crispado, tensos los músculos y respirando con violencia. Dispuesto a pelear.

Esta vez lo despertó Eva. Se estremecía en una extraña duermevela, despierta pero sin estarlo del todo. Quejándose débilmente como un animal herido. Pasó de nuevo el brazo en torno a sus hombros y ella se apretó más contra él. Su cuerpo, ahora cálido como si tuviera fiebre, temblaba intensamente.

—¿Qué te pasa? —musitó Falcó.

No hubo respuesta. Eva seguía temblando y se pegaba a él como si temiera que los separasen, o como si alguien lo estuviera intentando en ese momento. Entonces él le acarició el cabello para tranquilizarla. La besó en la frente, y ella alzó el rostro. La besó de nuevo, ahora en la boca, muy suavemente al principio, sintiendo que esta se abría ante sus labios como una brecha húmeda y tibia. El deseo físico surgió de pronto, brusco, inevitable, la carne tensa de Falcó presionando contra el costado de la mujer, que suspendió un momento la respiración como si acabara de despertar en ese instante, y una mano de ella se deslizó por el pecho y el vientre del hombre hasta los muslos y el sexo endurecido y casi vibrante, ahora, de un deseo tan violento que él tuvo que recurrir a toda su sangre fría para no tumbarla boca arriba y clavarse en ella hasta dentro, sin consideración ni freno alguno, adentrándose en aquel cuerpo que de pronto parecía esponjarse cálidamente, abandonado a él. Sin embargo, en vez de hacer eso, Falcó mantuvo la calma, volviendo a besar la boca de la mujer, y también la barbilla y el cuello. Hundiendo allí el rostro para sentir en los labios la pulsación suave y rítmica, el latido de la arteria que no iba a cortar esa noche y quizá ninguna otra.

—Por favor —suplicó ella, muy bajo—. Hazlo con mucho cuidado… Por favor.

Y así ocurrió todo. Despacio, con mucho cuidado. Atento Falcó a las sensaciones de ella y procurando no lastimarla. Ahondando paciente, con toda la ternura de que fue capaz, en aquella carne de mujer tan semejante a una cicatriz todavía no curada.

—Para, por favor… Déjalo ahí. Es mucho tiempo… Para.

Asintió Falcó en la oscuridad, inmovilizándose. Después retrocedió despacio, con la misma delicadeza. Y al fin, saliendo del cuerpo de ella, se apoyó sobre su vientre terso y se derramó allí en tranquilo silencio.

Fingía dormir cuando, con la primera luz del alba, Eva se levantó despacio, recogió su ropa y se vistió en el contraluz plomizo de la puerta vidriera del balcón. La oyó ir y venir por la habitación y estar un rato en el cuarto de baño, y después quedarse inmóvil, de pie frente a la cama; tanto que él llegó a pensar que ya se había marchado. No se atrevió a levantar la cabeza para ver qué hacía, por temor a que descubriese que no estaba dormido.

Al fin ella se movió de nuevo, y un momento después la puerta hizo un pequeño ruido al cerrarse despacio. Falcó encendió la luz y dejó la cama. Todo estaba, en apariencia, como debía estar: la billetera en el bolsillo de la chaqueta, la pistola en el cajón de la cómoda, el resto del equipaje intacto y sin revolver. Eva no había tocado nada, aunque había dejado una hoja de papel escrita con la estilográfica de Falcó: un escueto mensaje de despedida, o tal vez un anuncio de cómo iba a ser el próximo encuentro entre ambos. Era una sola línea, en alemán, y leerla arrancó a Falcó una sonrisa triste.

Die letzte Karte spielt der Tod. La última carta la juega la Muerte.

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