Eva

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11. Era un sombrero nuevo

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Se hurgaba la ropa. Seguramente iba armado, pero Falcó no estaba dispuesto a darle oportunidad de manejar herramientas nocivas. Así que le largó una patada al pecho que lo puso contra la pared, arrancándole un gemido. Se acercó un paso más, dispuesto a darle otra —esta vez apuntaría a la cara—, mas para su sorpresa el otro reaccionó con sangre fría, hurtó el cuerpo a tiempo y se puso en pie con los puños dispuestos. Era un chico duro, sin duda. Tanto que, antes de que Falcó decidiese el modo de sacudirle de nuevo, le colocó a este un puñetazo que llenó sus retinas de lucecitas de colores.

Joder, pensó. Vuelta a empezar.

Maldiciendo en su interior no haber sacado la pistola cuando aún podía hacerlo, tomó aire, esquivó casi de milagro un segundo puñetazo y, en vez de retroceder, como había esperado el otro, volvió a abrazarse a él. Forcejearon, queriendo cada uno derribar al contrario, y al fin rodaron más peldaños abajo, hasta caer junto al moro que, por fortuna, seguía allí tirado e inmóvil. Ahora había conseguido Falcó, al fin, pasar el brazo izquierdo por detrás del cuello del otro, y apretando fuerte liberó la mano derecha y empezó a pegarle puñetazos en la cara, buscándole la base de la nariz y los ojos.

Gruñidos y sangre saliendo de las fosas nasales.

Cloc, cloc.

Luego, gemidos y más sangre.

Cloc, cloc, cloc, sonaba al pegar sobre los huesos de la cara.

No iba mal la cosa. Falcó empezaba a estar muy cansado, pero no iba nada mal.

Cloc.

El tal Garrison, o como se llamara, escupió un diente. Debilitaba su presa en torno a Falcó. El rostro, duro y tenso al principio, se ablandaba con cada golpe.

Cloc, cloc.

Falcó martilleaba, sistemático. Entonces, de pronto, el otro soltó un aullido inhumano, y como si reuniera para sobrevivir cuantas fuerzas le quedaban, arqueó con violencia el cuerpo, golpeó a Falcó con un cabezazo en la frente —que volvió a disparar en este una verbena de chispas de colores— y rodó a un lado, poniéndose en pie.

Ya está bien, pensó Falcó. A tomar por saco.

Echó mano a la cintura y sacó la pistola. Pero cuando fue a apuntar, el otro ya no estaba allí. El rectángulo de luz del zaguán se había cerrado tras él como una cortina.

Vaya mañana llevo, concluyó Falcó.

Se incorporó con dificultad, despacio, tomándose su tiempo. Le dolía desde el pelo hasta las uñas de los pies. El moro seguía tumbado boca arriba. Ahora se removía un poco, recobrando lentamente la consciencia. Emitía un quejido bajo y ronco.

El cuchillo estaba en el suelo, a unos pasos. Falcó se acercó a cogerlo. Tenía una buena hoja, de más de un palmo. Doble filo. Eso le hizo recordar el sonido de su ropa al rasgarse, así que se palpó el costado izquierdo bajo la chaqueta y retiró la mano manchada de sangre propia. No le dolía, ni escocía, ni nada. Tampoco parecía un tajo profundo. Apenas un pinchazo.

Su sombrero también había rodado escalera abajo. El moro había caído sobre él, aplastándolo. Falcó lo empujó un poco a un lado, para recuperarlo. El Stetson de 87,50 francos estaba deformado y hecho una lástima.

El moro seguía quejándose. Tenía los ojos semiabiertos y aspecto de boxeador noqueado. Falcó se inclinó sobre él, mostrándole el sombrero. Mirándolo de cerca con sus ojos duros y grises.

—Era nuevo, cabrón.

Después le asestó un tajo con el cuchillo que le cortó en diagonal la cara.

Tras componerse la ropa y devolverle la forma al sombrero lo mejor que pudo, se lo puso y salió a la calle. Había un bar-tabac bulevar abajo. Entró en los lavabos y se miró al espejo.

La verdad era que podía haber sido peor, comprobó.

Aparte el dolor por todo el cuerpo —y eso no quedaba a la vista—, la refriega le había dejado un moratón bajo un ojo y unos verdugones en el cuello. También tenía los nudillos despellejados, con manchas de sangre propia y ajena, y algunas salpicaduras en las mangas de la chaqueta. Nada espectacular, en términos generales. El blanco de los ojos mostraba derrames rojizos, y el rostro seguía crispado por la tensión. Se lavó la cara con agua fría y aplastó hacia atrás el pelo hasta conseguir un aspecto más civilizado. Luego se quitó la chaqueta, la corbata y la camisa para comprobar las contusiones y la herida. Tenía cardenales, pero el cuchillo solo había dado un pinchazo superficial en el costado izquierdo. Coagulaba bien y solo escocía un poco. Tampoco el roto en la chaqueta era grande. Disimuló las salpicaduras de sangre frotándolas con un pañuelo mojado, se puso de nuevo camisa y chaqueta, y anudó la corbata. Antes de salir del baño, sacó el tubo del bolsillo e ingirió dos cafiaspirinas, poniendo la boca bajo el chorro del grifo.

La cajera era una francesa vivaracha, madura y rubia oxigenada hasta las cejas. Miró el rostro magullado de Falcó con curiosidad cuando este pidió una ficha para el teléfono, pero la sonrisa espléndida que recibió a cambio eliminó su reserva.

—Una novia celosa —dijo él, guiñando un ojo.

—Yo también lo estaría —comentó ella.

—Con usted cerca, no habría motivo para mirar a otra.

La cajera siguió observándolo, halagada, mientras él iba hasta la cabina del teléfono, introducía la ficha y marcaba el número de Antón Rexach.

—«¿Dónde está?» —preguntó el otro apenas descolgó.

Había ansiedad en su voz, y Falcó supo que algo tampoco iba bien por ese lado.

—Cerca de la casa del amigo al que suelo ver a estas horas —respondió.

El otro se quedó callado un momento. Era un silencio tenso. Inquietante.

—«¿Ha tenido usted algún problema?» —preguntó Rexach al fin.

No era un modo optimista de proseguir la conversación. Sin llegar a encender el cigarrillo que se había puesto en la boca, Falcó sintió que una sombra oscurecía el futuro inmediato. Pensó en el presunto Garrison y en el moro de la cara cortada.

—Algún problema hubo, en efecto… ¿Por qué lo pregunta?

—«Porque su amigo también los ha tenido».

A Falcó se le pegó la lengua al paladar: seca de pronto, como tapizada de arena. Se removió incómodo en la cabina. Los nudillos le blanqueaban de la fuerza con que aferraba el auricular.

—¿Se refiere a problemas serios? —aventuró, temiendo la respuesta.

—«Bastante serios».

Procuraba pensar a toda prisa, imaginando las formas de un posible mal paso. Y no le gustaba lo que imaginaba. Nada en absoluto. Se preguntó si los agentes comunistas habrían actuado por su cuenta, o si el ataque tendría relación con la cita prevista esa noche con el capitán del

Mount Castle. En el primer caso, Falcó solo se enfrentaba a un problema. En el segundo, a un posible desastre.

—Tenemos que vernos ahora mismo —dijo.

Rexach pareció emitir un suspiro de alivio.

—«Precisamente iba a proponerle eso».

—Pues dígame dónde.

—«Delante del consulado de Francia, en diez minutos».

Colgó Falcó el teléfono, salió de la cabina y aún tuvo temple para dirigir otra sonrisa a la cajera. Pero una vez en la calle se sintió profundamente cansado. Se detuvo un momento, el ala arrugada del sombrero sobre los ojos, el cigarrillo aún sin encender colgando en la comisura de la boca. Ojalá las cafiaspirinas hagan efecto pronto, se dijo. Sospecho que no son las últimas que voy a necesitar hoy.

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