Eva

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12. Ojo por ojo

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Fernando Quirós Galán, capitán del

Mount Castle, declara entregar voluntariamente el buque bajo su mando a la Marina Nacional Española, bajo las condiciones que a continuación se enumeran…

Leía despacio, moviendo un poco los labios como si lo hiciera para sí mismo. A su lado, el Negus no prestaba atención al documento. Seguía mirando a Falcó con extrema fijeza.

—Parece en orden —comentó Quirós, dejando el papel sobre la mesita.

—¿No lo firma?

—Esperaremos al comandante del

Martín Álvarez.

El retraso era deliberado. Falcó le había pedido al comandante del destructor que llegara unos minutos tarde, a fin de que él pudiera evaluar antes la situación.

—Es natural —dijo.

Sacó la pitillera y la ofreció abierta a los dos hombres, pero ninguno aceptó. Se puso uno en la boca, accionó el encendedor y fumó con el maletín en el regazo, procurando tener siempre libre la mano derecha.

—¿Qué hay del pasaporte para mí y mi familia? —preguntó de pronto Quirós.

Falcó palmeó levemente el maletín.

—Aquí está todo. Dinero y pasaporte —miró al Negus y se volvió al capitán con aire de disculpa—. No me habló de que tuviera que ocuparme de nadie más.

—No se preocupe por eso. Ya le he dicho que mi tripulación es asunto mío.

Falcó señaló al Negus.

—¿Incluido él?

No hubo respuesta. Quirós había vuelto a cerrar la boca. Él y su contramaestre seguían mirando a Falcó en silencio.

Algo no va bien, pensó este de pronto. Algo no está exactamente donde debe estar.

Iba a analizar aquello más a fondo cuando Navia apareció, descorriendo la cortina, y los tres hombres se pusieron en pie.

El marino nacional vestía de paisano, sin sombrero, con el mismo traje holgado de ocasiones anteriores. También él pareció sorprendido de ver a Quirós acompañado, e hizo un movimiento con la mano derecha hacia el bolsillo de ese lado de la chaqueta. Todos quedaron inmóviles, estudiándose un momento. Después, el Negus miró a su capitán con ojos de perro fiel que espera la orden de atacar, los ojos azules de vikingo parpadearon un instante, y fue entonces cuando en Falcó se dispararon, como movidos por un resorte, los viejos instintos de su vida y su oficio.

—Es una trampa —dijo con frialdad.

En apenas dos segundos tuvo tiempo de ver cómo el recién llegado daba un paso atrás y Quirós sacaba un silbato del bolsillo.

—Evidentemente —dijo este—, ustedes se equivocan conmigo.

Se llevó el silbato a los labios mientras el Negus se abalanzaba sobre Falcó, intentando arrebatarle el maletín, sin otro resultado que un violento tirón del grillete que lastimó su muñeca.

Todo ocurrió muy seguido y muy rápido.

Falcó detuvo a su atacante con un puñetazo en la cara, miró fugazmente a Quirós, que soltaba un estridente y largo pitido con el silbato, y se volvió un instante hacia Navia.

—¡Váyase!… ¡Corra!

Después cuidó de sí mismo, que ya era hora. Rehecho del puñetazo, el Negus volvía a la carga, cortándole el paso hacia la cortina, la tienda y la calle. Se oían pasos atropellados de gente que acudía a la carrera, y Falcó supuso que algunos tripulantes del

Mount Castle, ocultos en las cercanías hasta ese momento, iban en auxilio de su capitán y su contramaestre. O quizá fuese la policía.

Aquí no hay nada que hacer, concluyó. Excepto largarse.

Entonces miró la ventana emplomada que daba a la calle, alzó un brazo para protegerse el rostro y se arrojó contra ella.

Cayó procurando rodar para amortiguar la dureza del golpe, que aun así retumbó en sus huesos. Se palpó el cuerpo, dolorido, confiando en no haberse cortado con las esquirlas de vidrio, ni lastimado nada de cuanto necesitaba para correr y escapar de allí.

La calleja era una trampa oscura, de sombras que se movían con rapidez. Por la parte baja sonaban voces, gritos y ruido de pasos a la carrera. Atrás, al otro lado de la ventana rota, cesó de pronto el sonido del silbato. Por un instante, Falcó pensó en el comandante Navia, deseando que hubiera podido escapar. Pero ese ya no era asunto suyo. Lo que ahora le importaba era ponerse a salvo. Y se planteaba difícil.

Una silueta se recortó en el contraluz de la ventana.

—¡Cogedlo!… ¡Se escapa!

No era la voz del capitán Quirós, así que supuso se trataba del Negus, que le echaba los perros detrás. La jauría husmeando rastro fresco. Como a esa orden, sonaron pasos acercándose rápidamente desde abajo. Eran varios, desde luego. Pero no era cosa de quedarse a contarlos.

—¡Agarrad a ese fachista hijo de puta!

Falcó se puso en pie con viveza y echó a correr calle arriba, a oscuras. Se preguntaba dónde diablos se habría metido Paquito Araña. Y de pronto, como respondiendo al pensamiento, un bulto negro se destacó ante él, entre las tinieblas.

—¡Agáchate, guaperas!

Casi al mismo tiempo resplandeció un fogonazo entre las manos de la sombra, el estampido rebotó en los muros de la calleja y una bala pasó zumbando sobre Falcó, que acababa de tirarse al suelo.

—¡Venga, corre! —gritó Araña casi con el tiro—. ¡Corre!

Falcó no se lo hizo decir dos veces. Se puso en pie de nuevo, pasó junto al pistolero, que en ese momento disparaba de nuevo, y volviéndose de soslayo vio que abajo, al extremo de la calle, relucían fogonazos y sonaban otros tiros. Zuuuum. Un moscardón de plomo pasó junto a su oreja y dos impactos resonaron contra una pared. Clac, clac. Demasiado cerca. Araña volvió a disparar, esta vez contra la ventana rota, y la silueta allí asomada desapareció.

Siguió corriendo Falcó cuesta arriba, con la respiración desollándole los pulmones. Sujetaba con una mano el maletín contra el pecho mientras con la otra buscaba la Browning en la funda. Ahora sentía los pasos precipitados del pistolero corriéndole detrás. No veía un carajo, pero había estudiado bien el terreno con luz diurna, en previsión de lo que acababa de ocurrir. Sabía que unos metros más allá había una bifurcación, y que el camino bueno quedaba a la izquierda.

—¡A la izquierda! —le gritó a Araña, casi sin aliento.

Se detuvo dejando pasar al otro, puso una rodilla en tierra y disparó cuatro veces hacia la parte baja de la calle. Pumba, pumba, pumba, pumba, hizo en la oquedad de la calleja, lastimándole los tímpanos. Pero abajo dejaron de disparar y buscaron resguardo. Entonces se incorporó y corrió de nuevo.

Al llegar a la esquina, vio que el bulto oscuro de Araña estaba en posición, agachado.

—Tuyos —dijo al pasar.

Se metió a la derecha mientras a su espalda sonaban dos nuevos disparos. Buen chico, Araña. Pensó. Maricón hasta las orejas, pero peligroso como una serpiente de cascabel. Le encantaba tenerlo de su parte.

Ahora la calle tomaba pendiente hacia abajo y podía correr con más rapidez, pero se detuvo en el hueco de un portal para esperar al pistolero, apuntando la Browning en dirección a la esquina que acababa de dejar atrás. El bulto negro llegó tras un momento, a la carrera. Pasitos cortos y rápidos, olor a perfume y pomada mezclado con el reciente de la pólvora.

Todo muy estilo Araña.

—Creo que ya no vienen —dijo el pistolero.

También él respiraba sibilante, sofocado. De cualquier modo, no se quedaron a comprobarlo. Reemprendieron la carrera, juntos esta vez. Se detuvieron al fin, tras varias vueltas y revueltas, en una pequeña terraza también a oscuras, encajonada entre dos arcos y llena de ropa tendida, desde la que una escalera estrecha conducía a las pocas luces del puerto y a la playa. Permanecían atentos a todo sonido sospechoso, pero no se oía otra cosa que el rumor distante del mar.

—Por los pelos —dijo Falcó, enfundando la pistola.

—¿Tienes todavía el dinero, o llegaste a dárselo?

Falcó hizo sonar los grilletes.

—Lo tengo.

—Menos mal.

Tras el corto diálogo, se quedaron callados mientras recobraban el aliento. A su alrededor, la ropa tendida semejaba sudarios blancos. Fantasmas pálidos agitados por la brisa nocturna.

—Cuéntamelo —dijo al fin Araña.

Falcó había sacado la pitillera. Al hacerlo notó que tenía sangre entre los dedos. Se palpó la muñeca izquierda y encontró allí la herida.

—Mierda.

—¿Qué pasa?

Se quitó la chaqueta y remangó el puño de la camisa. Gotas tibias le corrían por la palma de la mano.

—Me he cortado al romper la ventana.

—¿Mucho?

—No parece.

—A ver. Trae —Araña le revisó a tientas la muñeca—. Es superficial, pero podías haberte seccionado un tendón o una vena… ¿Tienes un pañuelo limpio?

Falcó se sacó el que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta. En ese momento recordó que su sombrero se había quedado en la tienda de alfombras. No lo lamentó. Era un sombrero con mala suerte.

—Sana, sana, culito de rana —Araña le vendaba la muñeca, apretando el nudo del pañuelo—. Luego te lo miras y lo limpias bien… Todavía no me has contado lo que pasó allí dentro.

—Hay poco que contar —suspiró, resignado—. Quirós nos ha tomado el pelo. Nunca pensó entregarnos el barco.

—No puedes reprochárselo. Cada cual juega a lo suyo.

—No se lo reprocho. Pero casi me trincan esos cabrones. El contramaestre y los otros.

—¿Habrá sido ocurrencia de la rusa?

La voz del pistolero tenía un tono zumbón. Falcó se tocó el vendaje y encogió los hombros. El ademán hizo que le doliesen el cuello y la espalda, resentidos del golpe al caer al suelo.

—Es posible que lo haya organizado ella —admitió.

Oía silbar entre dientes al otro.

—Menudo agente de pacotilla estás hecho.

Falcó no respondió. Miraba las luces del puerto, calculando los próximos movimientos. Necesitaba tiempo para calmarse y pensar.

—¿Y qué pasa con el capitán del destructor? —preguntó Araña tras un momento—. ¿Pudo escapar también?

—No tengo ni idea.

—Menudo papelón el suyo, ¿no?… Con tiros y todo. Tendrá que dar unas cuantas explicaciones a las autoridades.

—Es su problema —Falcó hizo una mueca áspera—. Yo tengo los míos propios.

—Y que lo digas, cielo. Todo tu plan se ha ido a hacer puñetas.

Falcó se puso un cigarrillo en la boca.

—Eso parece.

—A ver cómo se lo toman en Salamanca.

—Sí.

Amparándose entre las sábanas tendidas, haciendo hueco con las manos para ocultar la llama, Falcó prendió el encendedor. Al penetrar en sus pulmones irritados, el humo lo hizo toser.

—Deberías tener cuidado —Araña reía en la oscuridad—. Dicen que el tabaco mata.

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