Eva

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Vi a la mujer, esbelta y de pelo oscuro; estaba en cuclillas en el suelo, junto al fuego. Se había puesto el salto de cama de mangas cortas que yo había visto sobre una silla en mi cuarto. Aunque debió de haberse dado cuenta de que yo había entrado, no se volvió para mirar. Cuando tendió las manos hacia el fuego vi que llevaba un anillo de matrimonio. También percibí que sus hombros eran apenas más anchos que sus caderas, y es así como me gusta que esté hecha una mujer.

No me molestó que no prestara atención a mi entrada. Tampoco me importó el anillo de bodas. Me molestó, en cambio, el salto de cama.

Ninguna mujer queda demasiado bien en salto de cama. Aunque ella no estuviera enterada de quién era yo, por lo menos, habría podido vestirse. No me pasó por la cabeza que su aspecto le importaba un comino. La juzgué de acuerdo con las otras mujeres que conocía.

Ellas hubieran preferido que las vieran desnudas y no con un salto de cama.

Con mi reputación, mi físico, y mi dinero, era inevitable que las mujeres me mimaran. Al principio me agradó ese interés, aunque comprendí que la mayoría me trataba como se trata a cualquier soltero elegible en Hollywood. Me buscaban por mi dinero, mi nombre, mis fiestas: por todo, menos por mí mismo.

Casi todas las mujeres, si eran atractivas, me interesaban.

Las mujeres bonitas, bien vestidas, eran parte esencial de mi posición. Me estimulaban, me divertían y levantaban mi yo. Me gustaba tenerlas alrededor como alguna gente quiere tener buenos cuadros en las paredes. Aunque, últimamente, me aburrían. Mi relación con ellas se había transformado en una serie de movimientos estratégicos, en los que ambas partes eran expertas, para obtener, por parte de ellas, el máximo de diversión, regalos y atenciones, y, por mi parte, unas pocas horas de desilusionado éxtasis.

Carol era la única excepción. Nos habíamos conocido en Nueva York cuando yo esperaba el estreno de

Seguro de lluvia. Ella era, en esa época, la secretaria particular de Robert Rowan. Le gusté y, bastante curiosamente, ella me gustó también. Era ella quien me había alentado a ir a Hollywood, donde estaba trabajando ahora como guionista para International Pictures.

Dudo ser capaz de poder amar a una mujer mucho tiempo. En cierto modo, supongo, debería ser compadecido por esto, ya que, evidentemente, debe de haber alguna ventaja en lo que a mí me parece la estancada rutina de tener una mujer al lado por el resto de nuestros días. Si no hay alguna ventaja, ¿por qué se casa la gente? Por lo tanto yo sentía que me habían privado de algo, ya que no soy como los hombres vulgares que se encuentran en la calle.

En un tiempo, antes de ir a Hollywood, pensé seriamente en casarme con Carol. Me gustaba su compañía y la consideraba más inteligente que todas las mujeres que había conocido.

Pero Carol estaba muy ocupada en el estudio, y rara vez nos encontrábamos durante el día. Yo tenía un montón de mujeres entre las manos, y mi tiempo estaba tomado, no sólo durante el día, sino también casi todas las noches. Carol me hacía bromas con esas mujeres, pero la cosa no parecía importarle. Una noche estaba un poco borracho y le dije que la quería, que se entregara. Es posible que ella también estuviera algo borracha, aunque lo dudo. Por unas semanas me sentí como una porquería cuando iba con otras mujeres, pero después dejé de preocuparme. Creo que me había acostumbrado a la idea de que Carol me quería, del mismo modo que me acostumbro a todas las cosas si duran bastante tiempo.

Mientras yo contemplaba a la mujer, el hombre, que había estado preparando unos tragos junto al armario, se acercó y me dio un whisky con soda. Parecía algo borracho y, ahora que teníamos buena luz, me di cuenta de que necesitaba afeitarse.

—Mi nombre es Barrow —dijo, lanzándome oleadas de aliento con olor a whisky en la cara—. Harvey Barrow. Realmente me molesta haberme metido aquí de este modo, pero no había otra solución… —estaba de pie cerca de mí, su grueso cuerpo entre la mujer que estaba junto al fuego y yo.

El hombre no me interesaba. No habría prestado atención si se hubiera caído muerto a mis pies. Avancé unos pasos para poder ver a la mujer. Ella seguía junto al fuego como si no se diera cuenta de que yo estaba en el cuarto y, curiosamente, sentí que su actitud de deliberada indiferencia era gratamente excitante.

Barrow me palmeó el hombro. Aparté la mirada de la mujer y me concentré en él. Seguía disculpándose por haberse metido en la cabaña y tuve que decirle brevemente que la cosa no tenía importancia, que estaba bien y que yo habría hecho lo mismo en su lugar. Después, como al descuido, me presenté, bajando la voz, para que la mujer no me oyera. Si estaba decidida a impresionarme, yo iba a guardar el incógnito hasta último momento para después disfrutar de la mirada de desesperación que seguramente iba a poner al enterarse de quién era la persona a la que había estado ignorando.

Tuve que repetir mi nombre dos veces antes que él entendiera, e incluso entonces mi nombre no le dijo nada. Lo ayudé añadiendo, «el escritor», pero creo que nunca había oído hablar de mí. Era ese tipo de ignorante imbécil que jamás ha oído hablar de nadie. A partir de ese momento quedó liquidado para mí.

—Encantado de conocerlo —dijo él solemnemente, dándome la mano—. Es muy amable de su parte no enojarse. Cualquier otro me hubiera echado a patadas.

Nada podía agradarme más, pero dije, mentirosamente:

—No tiene importancia —y miré hacia la mujer—. Dígame: ¿su mujer es frígida, es sordomuda o está enojada?

Él siguió mi mirada y su ruda cara roja se contrajo.

—Usted me pone en un aprieto, viejo —murmuró su voz en mi oído—. No es mi mujer y está enfurecida. Se ha empapado y a una dama como ella no le gusta empaparse.

—Comprendo —bruscamente me sentí desagradado—. No importa. Preséntemela… —me acerqué al fuego y me planté frente a la mujer.

Ella volvió la cabeza, miró mis pies y después me miró bruscamente.

Sonreí.

—Hola —dije.

—Hola —dijo ella, y volvió a mirar el fuego.

Yo lancé sólo una breve mirada a su cara en forma de corazón, con la boca firme, el mentón terco, los ojos extrañamente desconcertantes. Con eso bastó. Tuve una sensación súbita de tiesura, la clase de sensación que se tiene cuando se llega a lo alto de una montaña y comprendí lo que eso significaba.

No es que fuera bonita. Era, más bien, fea, pero había en ella algo magnético, que me excitaba. Tal vez magnético no sea la palabra justa. Instintivamente sentí que, bajo su máscara, era primitivamente mala y había algo casi animal en su arreglo. Mirarla era como recibir una corriente eléctrica.

Comprendí que después de todo, la velada no iba a ser tan aburrida. Lo cierto es que pintaba como extremadamente interesante.

—¿Quiere un trago? —dije, esperando que volviera a mirarme, pero no lo hizo. Se sentó en la alfombra, con las piernas cruzadas.

—Ya tomé —señaló el vaso que estaba junto a la chimenea.

Barrow se acercó.

—Ésta es Eva… Eva… —y vaciló, ruborizándose.

—Marlow —dijo la mujer, con el puño apretado contra su regazo.

—Claro —dijo Barrow rápidamente—, tengo tan mala memoria para los nombres…

Me miró y me di cuenta de que ya se había olvidado del mío. No pensé ayudarlo. Si un hombre no recordaba el nombre de su querida… ¡que se fuera a la mierda!

—¿Así que se mojó mucho…? —dije a la mujer, y reí.

Ella me miró. No creo en las primeras impresiones, pero comprendí que era una rebelde. Supe que tenía un carácter endiablado, rápido, violento, incontrolable. Aunque era delgada, todo su cuerpo —sus ojos, la manera de mantenerse erguida, su expresión— daba la sensación de fuerza. Tenía dos profundas arrugas a los lados de la nariz. En cierto modo esas arrugas eran responsables del carácter de su cara: sólo podían venir de las preocupaciones y de haber sufrido mucho. Sentí una curiosidad intensa por saber algo acerca de ella.

—Vaya si me empapé —dijo ella, y también rió.

Su risa me sorprendió. Era inesperadamente grata a la vez que contagiosa. Cuando reía miraba y su expresión cambiaba, las líneas duras desaparecían y se volvía más joven. Era difícil adivinar su edad. Algo más de treinta; tal vez treinta y ocho, tal vez treinta y tres; cuando reía parecía tener veinticinco.

Barrow pareció sentirse mal. Nos miró a los dos, con desconfianza. Y tenía motivos. Si hubiera escuchado atentamente hubiera oído el palpitar de mis glándulas.

—Yo también me empapé —dije, sentándome en un sillón cerca de ella—. De haber sabido que iba a hacer tan mal tiempo habría pasado la noche en San Bernardino. Ahora me alegro de no haberlo hecho —ambos me lanzaron una rápida mirada—. ¿Vienen ustedes de muy lejos?

Hubo una pausa. Eva miró el fuego. Barrow hizo girar el vaso entre sus gruesos dedos. Casi se podía oír su pensamiento.

—De Los Ángeles —dijo al fin.

—Suelo frecuentar bastante Los Ángeles —dije, dirigiéndome a Eva—. ¿Cómo es que nunca la he encontrado antes?

Ella me lanzó una mirada dura, vacía y después, rápidamente, apartó los ojos.

—No sé —dijo.

Tal vez Barrow comprendió lo que yo estaba por hacer, porque terminó de golpe su whisky y palmeó a Eva en el hombro.

—Es mejor que te acuestes —dijo con voz dominadora. Yo pensé que si ella era como yo pensaba que era, lo iba a mandar ahora a la mierda, pero no lo hizo.

—Está bien —dijo con indiferencia, poniéndose de rodillas.

—No se vaya todavía —dije—. ¿No tiene hambre? En la heladera hay algunas cositas que merecen comerse. ¿Qué le parece?

Barrow miraba a Eva con unos ojos inquietos, posesivos.

—Ya comimos en Glendora, cuando veníamos. Es mejor que ella… ella debe de estar cansada…

Lo miré y me reí, pero él no estaba para bromas. Miró fijamente su vaso vacío y las venas palpitaron en sus sienes.

Eva se puso de pie. Era más bajita y más delgada de lo que yo había supuesto. Su cabeza apenas me llegaba al hombro.

—¿Dónde puedo dormir? —preguntó. Sus ojos miraban por encima de mi hombro.

—Le ruego que conserve el cuarto que ya ha ocupado. Yo iré al cuarto de huéspedes. Pero, si realmente no tiene ganas de acostarse, me agradaría que se quedara.

—Quiero acostarme —ya estaba casi en la puerta. Cuando ella se fue yo dije:

—Voy a ver si le hace falta algo… —y la seguí antes que Barrow pudiera moverse.

Ella estaba de pie junto al radiador eléctrico, con las manos detrás de la cabeza. Se desperezó, bostezó y, al verme en la puerta, su boca hizo una mueca; una expresión calculadora surgió en sus ojos.

—¿Tiene todo lo necesario? —pregunté, sonriendo—. ¿Seguro que no desea comer algo?

Ella rió. Tuve la sospecha de que se burlaba de mí y que sabía por qué yo estaba tan interesado en su comodidad. Yo deseaba que lo supiera, porque esto ahorraría tiempo y evitaría los avances preliminares.

—No quiero nada… gracias.

—Bueno, como guste, pero quiero que se sienta como en su casa. Es la primera vez que una mujer visita esta cabaña y, por lo tanto, esto es casi una fiesta… —comprendí que había cometido un error en cuanto dejé de hablar.

La sonrisa desapareció de inmediato de sus ojos y la expresión de sospecha helada volvió a establecerse allí.

—Ah —dijo, dirigiéndose a la cama. Sacó un camisón de seda rosa de su valija y lo arrojó con descuido sobre una silla.

Comprendí que ella sabía que yo estaba mintiendo. La forma en que había cambiado la expresión de su cara indicaba que, de todos modos, esperaba que yo fuera un embustero. Esto me enojó.

—¿Es eso tan difícil de creer? —pregunté, avanzando un paso más en el cuarto.

Ella metió, en un montón, dentro de la valija, diversas ropas que había desparramadas sobre la cama. Después puso la valija en el suelo.

—¿Qué es difícil de creer? —preguntó, dirigiéndose al tocador.

—Que no han venido aquí otras mujeres.

—¿Y a mí qué me importa que hayan venido o no?

Naturalmente tenía razón, pero su indiferencia me irritó.

—Dicho de ese modo —dije, sintiéndome rechazado— supongo que no es importante.

Ella se acarició el pelo con aire ausente y se miró intensamente en el espejo. Sentí que había olvidado mi presencia en el cuarto.

—Es mejor que me entregue la ropa mojada —dije—. La pondré a secar en la cocina.

—Deje que yo me ocupe de eso —se apartó bruscamente del espejo y se envolvió más apretadamente en el salto de cama. Las dos líneas a los lados de su nariz se habían contraído y tenía el entrecejo fruncido—. Pero, pese a su fealdad —y parecía muy fea con aquella expresión de madera en la cara—, yo estaba intrigado.

Ella miró hacia la puerta y después me miró a mí. Lo hizo dos veces antes que me diera cuenta de que, en silencio, me estaba diciendo que me fuera. Esto era para mí una nueva experiencia y no me agradó.

—Quiero acostarme… si no le molesta —dijo ella, apartándose de mí.

No tuvo un gesto de gratitud, ni me dio las gracias, no dijo una palabra por ocupar mi cuarto: no hubo más que un frío y deliberado dejarme de lado.

Barrow se estaba sirviendo un trago cuando volví a la sala. Se tambaleó vacilante al regresar al sillón. Se sentó, me miró fijamente, parpadeando para ver mejor.

—No se haga el vivo con ella —dijo bruscamente, golpeando con el puño en el sillón—. Déjela en paz. ¿Entiende?

Lo miré fijamente.

—¿Me está hablando a mí? —dije, ofendido de que se atreviera a tomar esa actitud.

Su cara roja se distendió un poco.

—Déjela en paz —murmuró—. Por esta noche es mía. Ya sé lo que usted anda buscando, pero permítame que le diga una cosa… —Se adelantó y señaló con su gordo dedo, masticando las palabras—. La he comprado. He pagado cien dólares. ¿Me oye? ¡La he comprado! Así que… ¡campo libre!

No le creí.

—Usted no puede comprar una mujer como ésa. Ésa no es para un pobre tío como usted.

Él derramó whisky sobre la alfombra.

—¿Qué ha dicho? —me miró con ojos vidriosos, mezquinos.

—He dicho que un pobre tipo como usted no puede comprar una mujer como ésa.

—Ésta me las vas a pagar —dijo él. Las dos venas de sus sienes latieron con más fuerza—. En cuanto te vi comprendí que ibas a buscar pelea. Me la piensas quitar, ¿eh?

Le mostré los dientes en una mueca.

—¿Por qué no? ¿Qué puede hacer usted para impedírmelo?

—¡La he comprado, carajo! —exclamó él, golpeando el brazo del sillón—. ¿No se da cuenta de lo que eso significa? Es mía. Por esta noche. ¿No puede portarse como un caballero?

Yo aún no lo creía.

—Llamémosla —dije, riéndome de él—. Después de todo cien dólares no son tanto dinero. Le ofreceré más.

Él se puso de pie con trabajo. Estaba borracho, pero sus hombros eran muy fuertes. Si me atrapaba descuidado podía llegar a hacerme daño. Retrocedí.

—Vamos, no se excite —dije, retrocediendo mientras él avanzaba—. Podemos arreglar este asunto sin peleamos. Llamémosla y…

—Yo le he dado cien dólares —dijo él, con voz baja y furiosa—. Yo he esperado ocho semanas para esto. Cuando le pedí que viniera conmigo, ella aceptó. Pero, cuando fui a su casa, la maldita sirvienta me dijo que había salido. Cuatro veces me hizo esa jugarreta y, cada vez, yo me di cuenta de que ella estaba arriba, riéndose y espiándome por la ventana. Pero yo la deseaba. Me tomó de tonto, ¿sabe? Cada vez que fui a verla aumentó el precio. Finalmente salió conmigo cuando le ofrecí cien dólares. Todo estaba bien hasta que apareció usted. Y ni usted ni nadie va a detenerme ahora …

Me hizo sentir un poco asqueado. Seguía creyéndole a medias, pero lo cierto es que ya no podía tolerar su presencia en la cabaña. Tenía que irse.

Saqué la billetera y arrojé a sus pies un billete de cien dólares. Tras leve vacilación tiré también otro billete de diez dólares.

—Váyase —dije—, ahí tiene su dinero con intereses.

Él miró fijamente el dinero y la sangre desapareció de su cara. Hizo un débil ruido sofocado, como si quisiera librarse de una flema en la garganta. Después levantó la cara y vio pelea en mis manos. No quería pelearlo, pero, si me buscaba, iba a encontrarme.

Avanzó hacia mí, tendiendo los largos brazos, como si fuera a abrazarme. Cuando estuve a su alcance, intentó atraparme. No lo evité: me acerqué y le golpeé la cara con el puño, desgarrándolo. El gran anillo de sello que yo usaba en el dedo meñique abrió un tajo en su cara. El hombre se balanceó lanzando un gruñido que le cortó el aliento y yo volví a pegarle en el hueso de la nariz. Cayó pesadamente sobre las manos y las rodillas. Me acerqué y, tomando deliberadamente puntería, le di una patada en el mentón. La cabeza se sacudió hacia atrás y quedó desmayado sobre la alfombra. Estaba liquidado y ni siquiera me había tocado.

Eva estaba en la puerta, mirando. Tenía los ojos dilatados por la sorpresa.

Le sonreí.

—No es nada —dije, soplándome los nudillos—. Vuelve a la cama. Él se va a ir dentro de un momento.

—No era necesario que lo patearas —dijo ella fríamente.

—Es verdad —me gustó el relámpago de furor en sus ojos—. No debí haberlo hecho. Pero me enfurecí. Ahora te pido que te retires.

Ella se fue y oí cómo se cerraba la puerta del dormitorio. Barrow se sentó temblequeando y se llevó la mano a la cara. La sangre le corría entre los dedos y se metía bajo el puño de la camisa. Miró estúpidamente y después se llevó la mano a la garganta.

Me senté sobre la mesa, vigilándolo.

—Hay dos millas de aquí a Big Bear Lake. Las puedes hacer a pie y no hay peligro de que te pierdas en el camino. Hay que seguir derecho bajando la pendiente. Antes de llegar al lago encontrarás un hotel. Te recibirán. Vamos, fuera…

Él hizo algo que yo no esperaba. Se llevó las manos a la cara y lloró. Eso me demostró que era cobarde hasta la médula.

—¡Fuera, rápido! —dije, asqueado—. Me repugnas.

Él se levantó y fue hacia la puerta. Se pasó el brazo por los ojos; lloriqueaba como un chico que se ha lastimado.

Recogí los billetes de cien y de diez dólares y se los metí en el bolsillo delantero.

Lo raro es que me dio las gracias. Era tan cobarde como para hacer eso.

Lo llevé hasta la puerta principal, le entregué su valija, me quedé en el vestíbulo y lo empujé hacia la lluvia.

—No me gusta la gente de tu calaña —dije—, no vuelvas a cruzarte en mi camino.

Lo miré mientras bajaba la barranca; después la lluvia, el viento y la oscuridad se cerraron a su alrededor.

Cerré, atranqué la puerta y permanecí un momento en el vestíbulo. Algo me oprimía el pecho y la cabeza y necesitaba a toda costa un trago. Pero necesitaba antes saber una cosa, y esa cosa no podía esperar. Fui al dormitorio y abrí la puerta de un empellón.

Eva estaba junto al tocador, con los brazos fuertemente cruzados sobre el pecho. Su mirada era atenta.

—Se ha ido —dije desde la puerta—. Le di los cien dólares que le debes, y lo raro es que me dio las gracias.

No hubo cambio en su expresión, tampoco dijo nada. Tenía la quietud de un animal peligroso y acorralado.

La miré.

—¿No te da pena ese hombre?

Su boca se apretó en una mueca de desprecio.

—¿Por qué voy a tenerle lástima a un hombre?

Cuando dijo eso, comprendí quién era ella. Ya no podía seguir engañándome. Lo cierto es que sabía que Barrow no mentía. La historia de la criada y de cómo Eva había regateado era demasiado límpida para ser una mentira. Yo había esperado que fuera una mentira; ahora sabía que no lo era.

Una mujer de cualquiera. Nadie lo hubiera dicho al verla. Me había desdeñado. Ella —una mujer considerada como descastada por la sociedad— había tenido la audacia de ignorarme. Súbitamente tuve ganas de pegarle, como nunca había deseado pegarle antes a nadie.

—Me dijo que te había comprado —dije, entrando en el cuarto y cerrando la puerta—. Eres una mentirosa, ¿verdad? Comprendiste que yo no me había dado cuenta de que te vendes. Fueron cien dólares, ¿no es así? Te he comprado, pero no creas que voy a pagarte más. Y no voy a hacerlo porque no creo que valgas más de cien dólares para mí.

Ella no se movió y su expresión como de madera tampoco cambió. Sus ojos fueron algo más oscuros y las aletas de su nariz se volvieron blancas. Se apoyó contra el tocador; su pequeña mano blanca empezó a jugar con un pesado cenicero de bronce que casualmente había al lado.

Me acerqué.

—Es inútil que me mires así. No te tengo miedo. Vamos, muéstrame lo que sabes hacer…

Cuando tendí los brazos ella tomó bruscamente el cenicero y lo estrelló contra mi cabeza.

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