Eva

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Laurel Canyon Drive era una callecita estrecha con escasas construcciones de estilo pueblerino, ocultas en parte por cercos y matorrales. Conduje el coche lentamente hasta que vi el número de la casa de Eva pintado en una tranquerita blanca. Me detuve y bajé.

No había nadie a la vista y la casa tenía aire discreto. Tras haber pasado la tranquera, el alto cerco me ocultó de la calle. Marché por el sendero que trepaba hacia la puerta principal que, a su vez, estaba semioculta por un pórtico. Las ventanas a ambos lados de la puerta tenían cortinas de muselina crema. Tuve que subir varios escalones de madera antes de llegar a la puerta.

El llamador era un anillo de hierro que pasaba a través del cuerpo de una mujer desnuda. El diseño era bonito y lo examiné unos segundos antes de llamar. Esperé, dándome cuenta de que el corazón golpeteaba con reprimida excitación.

Casi enseguida, oí el clic de una luz eléctrica y se abrió la puerta. Una mujer alta, angulosa, casi de mi estatura, se plantó tiesa en la entrada.

La luz del corredor me iluminaba, dejándola a ella en sombras. Sentí que sus ojos recorrían mi silueta; después, satisfecha con lo que veía, se hizo a un lado.

—Buenas noches. ¿Tiene cita?

Tras seguirla al vestíbulo, la examiné con curiosidad. Era una mujer coloradota, de unos cuarenta y cinco años más o menos. Su cara era aguda, con una mandíbula puntiaguda, una nariz puntiaguda y unos ojos brillantes. Su sonrisa tenía la mezcla justa de servilismo amistoso.

—Buenas —dije—. ¿Está la señorita Marlow?

Sentía aguda timidez e irritación. Deseaba que esta mujer me viera y supiera para qué yo había ido a esta sórdida casita.

—Por aquí, señor —avanzó por el corredor y abrió una puerta.

Yo tenía la boca seca; el pulso latía en mis sienes cuando entré al cuarto.

No era un cuarto grande. Frente a mí había una mesa de tocador con un espejo aplicado; en el suelo, frente al tocador, una tupida alfombrilla blanca. A la izquierda de la alfombra había una cómoda, sobre la que se veían varios animalitos de vidrio. En el extremo de la derecha había un ropero barato, pintado de blanco. Un gran diván-cama, cubierto por una colcha rosada, ocupaba todo el espacio libre.

Eva estaba junto a la chimenea vacía. Cerca de ella un silloncito y una mesita de noche, sobre la que había una lámpara para leer y varios libros.

Llevaba el mismo salto de cama azul de mangas cortas, y su cara parecía de madera bajo el cuidado maquillaje.

Nos miramos.

—¿Qué tal? —dije, sonriendo.

—¿Qué tal? —su expresión no cambió y no se movió. Era un saludo desconfiado, indiferente.

Yo seguí mirándola, algo cohibido, intrigado de que no mostrara sorpresa al verme, irritado por el salto de cama. Pero, pese a la atmósfera hostil, la sangre corría rápida por mis venas.

—¿Así que volvemos a encontrarnos? —dije un poco torpemente—. ¿No te sorprende verme?

Ella meneó la cabeza.

—No… reconocí tu voz.

—Juraría que no es así —dije—. Estás bromeando.

Ella torció la boca.

—Te reconocí… además… te esperaba.

Debo de haber delatado mi tremenda sorpresa, porque ella rió de pronto. La tensión disminuyó de inmediato.

—¿Me esperabas? —repetí—. ¿Por qué?

Ella apartó la mirada.

—¿Y eso qué importa?

—A mí me importa —insistí, pasando junto a ella y sentándome en el sillón. Saqué mi cigarrera y le ofrecí fumar.

Levantó las cejas, pero aceptó el cigarrillo.

—Gracias —dijo. Vaciló y luego se sentó en la cama, cerca de mí.

Yo también saqué un cigarrillo, tecleé en el encendedor y, cuando ella se inclinó hacia mí para encender el cigarrillo, dije:

—Quiero saber por qué me esperabas.

Ella meneó la cabeza.

—No te lo voy a decir —dejó que el humo surgiera por los hoyos de su nariz y miró inquieta alrededor. Estaba a la defensiva y sentí instintivamente que estaba nerviosa y poco segura de sí misma.

La estudié unos segundos. En cuanto sintió que le clavaba los ojos en la cara, me miró de frente.

—¿Qué hay? —preguntó agudamente.

—Es una lástima que te maquilles así. No te sienta.

Ella se puso de pie enseguida y fue al espejo encima de la chimenea.

—¿Por qué? —dijo, mirándose atentamente—. ¿No estoy bien? Dime qué es lo que no te gusta.

—Claro que sí, estás bien, pero estarías mejor sin toda esa porquería en la cara. No la necesitas.

Ella siguió mirándose al espejo.

—Quedo horrorosa sin esto —dijo, mitad para sí misma; después se volvió hacia mí con el entrecejo fruncido.

—¿Te ha dicho alguien que eres una mujer interesante? —Pregunté, sin dejarla hablar—. Tienes carácter, y eso es algo que no poseen muchas mujeres.

Apretó la boca y se sentó. Por un momento la había pescado con la guardia baja: ahora volvía la expresión de madera.

—No has venido aquí para decirme que soy interesante, ¿no es así?

Sonreí.

—¿Por qué no? Si nadie te lo ha dicho antes, ya es hora de que alguien lo haga. Me gusta dar a las mujeres lo que les corresponde.

Ella arrojó ceniza en la chimenea. Fue un movimiento nervioso, irritado; comprendí que no sabía qué hacer conmigo. Mientras pudiera mantenerla en ese estado de ánimo, la iniciativa era mía.

—¿No vas a pedirme perdón por esto? —dije, señalando el moretón que tenía en la frente.

Ella dijo lo que yo esperaba que dijera.

—¿Por qué? Te lo merecías.

—Supongo que así es —dije, y reí—. La próxima vez tendré cuidado. Me gustan las mujeres animosas. Lamento la forma en que me porté, pero quería ver cuál iba a ser tu reacción… —volví a reír—. Pero no creí que iba a sentirla en carne propia…

Ella me miró, vacilando, después sonrió y dijo:

—A veces me enfurezco… pero te lo merecías.

—¿Siempre tratas así a los hombres?

Ella me esquivó.

—Los trato… ¿cómo?

—Si les das un golpe en la cabeza cada vez que te molestan…

Esta vez tuvo una risita.

—A veces.

—¿No me guardas rencor?

—No.

La observé. Se agobió al sentarse, con la cabeza hacia adelante y los esbeltos hombros curvados. Nuevamente me miró con intensidad cuando sintió mis ojos fijos en ella.

—No te quedes ahí mirándome —dijo, irritada—. ¿Para qué has venido?

—Me gusta mirarte —contesté, extendiéndome en el sillón y sintiéndome al fin totalmente cómodo—. ¿Acaso no se puede hablar contigo? ¿Te parece tan raro?

Ella frunció el entrecejo. Comprendí que pensaba dos cosas. No sabía si yo estaba allí para hacerle perder el tiempo o si había ido como quien dice, profesionalmente. Era evidente que le resultaba difícil controlar su impaciencia.

—¿Sólo has venido aquí para hablar? —dijo, mirándome y apartando los ojos de inmediato—. ¿No te parece una pérdida de tiempo?

—No lo creo. Me interesas y, además, me gusta hablar con mujeres atractivas.

Ella miró el techo con exagerada expresión de exasperación.

—Bah, todos dicen lo mismo —contestó, impaciente.

Eso me enojó.

—Si no te molesta, prefiero que no me metas en el mismo canasto con los otros —dije, con acritud.

Ella pareció sorprendida.

—Tienes muy buena opinión de ti mismo, ¿no es así?

—¿Por qué no voy a tenerla? —me tocaba el turno de impacientarme—. Después de todo, ¿quién creería en mí, si yo no creyera?

Su cara se oscureció.

—No me gustan los hombres engreídos.

—¿Acaso no eres tú engreída?

Sacudió la cabeza con énfasis.

—¿Por qué voy a serlo?

—Espero que no seas una mujer más con un complejo de inferioridad.

—¿Conoces a tantas?

—Bastantes. ¿Tú también sufres de un complejo de inferioridad?

Ella miró con fijeza la chimenea vacía, con una expresión súbitamente malhumorada.

—Creo que sí… —después me miró desconfiada—. ¿Crees que esto es gracioso?

—¿Por qué va a parecerme gracioso? Creo que es patético, porque no tienes motivos para que así sea.

Ella levantó las cejas, interrogándome.

—¿Por qué no?

Supe entonces que no estaba segura de sí misma: le interesaba lo que yo pudiera pensar de ella.

—Deberías poder contestarlo si fueras sincera contigo misma. Mi primera impresión acerca de ti… pero no importa, prefiero no decírtela.

—Adelante —contestó—, quiero saber. ¿Cuál fue tu primera impresión?

La examiné como si estuviera haciendo un cuidadoso recuento de sus cualidades. Ella me miraba fijamente, con gesto ceñudo, incómoda, aunque quería saber. Yo había pensado tanto en ella en los dos últimos días, que hacía tiempo había olvidado la primera impresión.

—Si realmente quieres saberlo —dije, con pretendida mala gana—, te lo diré. Aunque no pretendo que me creas.

—Vamos —dijo ella impaciente—, no te esquives.

—Bien. Te diré que eres una mujer de considerable carácter, independiente hasta el máximo, iracunda y voluntariosa, extraordinariamente atractiva para los hombres, y, de alguna manera rara, sensible en tus sentimientos.

Ella me estudió vacilante.

—Me pregunto a cuántas mujeres les habrás dicho lo mismo… —dijo, pero comprendí que estaba secretamente halagada.

—A muy pocas… a ninguna, si consideras las cosas en su conjunto. No he encontrado ninguna mujer que tuviera todas esas cualidades con excepción tuya. Pero lo cierto es que aún no te conozco. Puedo estar completamente equivocado. Son primeras impresiones…

—¿Me encuentras atractiva? —hablaba terriblemente en serio ahora.

—No estaría aquí si no fuese así. Claro que eres atractiva.

—Pero… ¿por qué? No soy linda —se levantó y se miró de nuevo al espejo—. Creo que soy horrible.

—Oh, no. Tienes carácter y personalidad. Eso vale más que una hermosura insípida. Hay en ti algo extraordinario. Quizá la palabra para designarlo sea magnético.

Ella cruzó los brazos sobre sus pequeños senos chatos.

—Me parece que eres atrozmente mentiroso —dijo, con rabia en los ojos—, no crees que voy a tragarme todas esas pavadas, ¿verdad? ¿Qué deseas en concreto? Nadie viene aquí a tomarme el pelo de esta manera.

Me reí.

—No te enojes, ¿sabes? Te tengo lástima. De veras tienes un feo complejo de inferioridad. No importa, tal vez llegues a creer en mí algún día… —me incliné y examiné los libros sobre la mesita de noche. Había algunas novelas de detectives, un trajinado ejemplar de

Tener y no Tener de Hemingway, y

La Vida Nocturna de los dioses de Thorne Smith. Se me antojó una curiosa mezcolanza.

—¿Lees mucho? —pregunté, cambiando deliberadamente de tema.

—Cuando encuentro un buen libro —dijo ella, asombrada.

—¿Has leído

Ángeles con tapado de marta? —pregunté, mencionando mi primer libro.

Ella se acercó, inquieta, al tocador.

—Sí… no me gustó demasiado… —agarró un cisne y empezó a empolvarse el mentón.

—¿No te gustó? —la cosa me desagradó—. Me gustaría saber por qué.

Ella se encogió de hombros.

—Simplemente no me gustó.

Dejó a un lado el cisne, se miró en el espejo y se acercó de nuevo a la chimenea. Estaba inquieta, impaciente y algo aburrida.

—Pero debe de haber algún motivo. ¿Te pareció aburrido?

—No me acuerdo. Leo tan rápido que no recuerdo nada de lo que leo.

—Comprendo… de todos modos no te gustó… —estaba irritado porque no se acordaba de mi novela. Me hubiera gustado hablar con ella y conocer sus reacciones, aunque no le hubiera gustado el libro.

Empecé a creer que iba a ser difícil mantener una conversación normal con ella. Hasta que nos conociéramos —y estaba decidido que íbamos a conocernos— los temas de conversación estaban severamente limitados. Hasta ahora nada teníamos en común.

Ella permaneció mirándome dudosa, y después volvió a sentarse en la cama.

—Bueno —dijo bruscamente—, ¿y ahora qué?

—Háblame algo de ti.

Ella se encogió de hombros e hizo una mueca.

—No hay nada que decir.

—Claro que hay mucho que decir —dije, inclinándome hacia adelante y tomándole la mano—. ¿Eres casada o esto es en broma? —hice girar en su dedo el anillo de oro.

—Soy casada.

Quedé un poco sorprendido.

—¿Tu marido es un tipo bien?

Miró hacia otro lado.

—Hum…

—¿Muy bien?

Ella retiró la mano.

—Sí, muy bien.

—¿Y dónde está?

Sacudió la cabeza, brusca.

—No es asunto tuyo.

Me reí de ella.

—Vamos, no te alteres. Debo decir que, cuando te enojas, eres impresionante. ¿Cómo se te formaron esas arrugas a los lados de la nariz?

Se puso de pie enseguida y se miró al espejo.

—Son feas, ¿verdad? —dijo, procurando suavizar aquellos pliegues con la punta de los dedos.

Miré el reloj que había sobre la chimenea. Hacía exactamente un cuarto de hora que yo estaba en el cuarto.

—Entonces no deberías enfurruñarte tanto —dije, poniéndome de pie—, ¿por qué no te relajas un poco?

Me acerqué a ella y, al hacerlo, la expresión intrigada, incluso preocupada, desapareció de sus ojos: surgió allí una expresión de confianza y diversión secreta. Desató el cordón de su salto de cama; sus delgados dedos se dirigieron al ojalito de seda que sujetaba el único botón que cerraba el salto de cama.

—Es hora de que me vaya —dije, mirando significativamente el reloj.

La mirada de confianza desapareció: dejó caer las manos a los lados. Me alegré de no haberla enfrentado en el propio terreno. Mientras me comportara de manera distinta a los demás hombres que la visitaban, estaba seguro de llamarle la atención y mantenerla intrigada.

—Me gustaría que habláramos de ti cuando tengas tiempo para hacerlo —dije, sonriendo—. Tal vez pueda serte de alguna utilidad para tu complejo de inferioridad —al pasar frente a la cómoda deslicé dos billetes de diez dólares entre los animalitos de vidrio. Uno, la reproducción del Bambi de Disney, se tumbó a un lado.

Vi que miraba rápidamente el dinero; después apartó los ojos. La expresión terca desapareció.

—¿Te veré alguna vez con otra cosa que no sea ese salto de cama? —pregunté en la puerta.

—Es probable —dijo ella con voz vacía—, suelo usar otras cosas.

—Uno de estos días tendrás que tratarme en forma. La próxima vez que te llame, no olvides de sacarte ese maquillaje. No te queda bien. Por ahora adiós… —y abrí la puerta.

Ella se me acercó.

—Gracias por… por el regalo —dijo, sonriendo. Era extraordinario cómo cambiaba al sonreír.

—No tiene importancia. A propósito… mi nombre es Clive. ¿Quieres que vuelva a telefonearte?

—¿Clive? ¡Ya conozco dos Clives!

En aquel cuarto de hora yo había olvidado totalmente que ella era una mujer de la calle, y la frase me fustigó malamente.

—Lo lamento. Pero no tengo otro nombre. ¿Sugieres que use algún otro nombre?

Ella sintió mi irritación y pareció un poco enojada.

—Me gusta saber quién viene a verme —dijo.

—Claro —dije con sarcasmo—. ¿Qué te parece si digo que soy sir Clarence, o Lancelot, o Archibald?

Ella se rió y me miró con curiosidad.

—Está bien. Reconoceré tu voz. Adiós, Clive.

—Bien. Vendré pronto a verte.

—Marty… llamó ella.

La mujer grande y angulosa salió del otro cuarto. Permaneció esperando, con las manos juntas, un débil guiño en los ojos.

—Te llamaré pronto —dije, y seguí a la mujer por el corredor.

—Buenas noches, señor —dijo ella cortésmente, cuando llegamos a la puerta.

La saludé con la cabeza y marché por el sendero hacia la tranquerita de madera blanca. Después de subir al coche, me detuve y volví a mirar la casa. No se veían luces. A la luz del crepúsculo parecía cualquiera de las casitas que pululan en las calles apartadas de Hollywood.

Puse el motor en marcha y me dirigí hacia un bar en Vine Street cerca del Brown Derby. Súbitamente me sentía desalentado y necesitaba tomar un trago.

El negro encargado del bar me sonrió alegremente; sus dientes brillaban como las teclas de un piano en la violenta luz eléctrica.

—Buenas, señor —dijo, tendiendo sus grandes manos sobre el mostrador, ¿qué desea servirse esta noche?

Pedí un whisky puro y lo llevé a una mesa lejos del bar. Había sólo unos pocos hombres en el lugar, y yo no conocía a ninguno. Esto me alegró, porque quería pensar. Me arrellané en el cómodo sillón, bebí un poco de whisky y encendí un cigarrillo.

Decidí, tras pensarlo un poco, que había sido un cuarto de hora interesante, aunque un poquito caro. El primer movimiento en la partida había sido mío. Eva había quedado intrigada y también, yo estaba seguro de esto, interesada. Me hubiera gustado saber lo que había dicho a Marty acerca de mí cuando me fui. Era bastante inteligente como para darse cuenta de que yo estaba empeñado en una especie de juego, aunque no le había dejado atisbar de qué se trataba.

La había puesto curiosa. Había hablado de ella y no de mí mismo: esto debía de ser un cambio para ella. Seguramente la clase de hombres con los que andaba era de esos que hablan continuamente de sí mismos. Su complejo de inferioridad era interesante. Probablemente se debía a miedo ante el futuro. Quería que la tranquilizaran con respecto a sí misma. Como confiaba en su oficio para ganar dinero, eso explicaba su ansiedad acerca de su aspecto físico. No era joven. No era vieja, naturalmente, pero aunque tuviera treinta y tres años, y me parecía que debía de tener algo más, en ese oficio, ésa es la edad en que una mujer empieza a angustiarse.

Terminé el whisky y encendí un cigarrillo. Al hacer esto rompí la cadena de mis pensamientos y empecé, casi contra mi voluntad, a examinar mi propia conciencia.

Evidentemente me había pasado algo. Unos pocos días atrás, la idea de tener relaciones con una prostituta me hubiera parecido imposible. Siempre he despreciado a los hombres que van con esas mujeres. Todo lo que ellos representaban era para mí repugnante. Sin embargo, yo había pasado un cuarto de hora con una de estas mujeres, tratándola como trataba a cualquiera de mis otras amigas. Había dejado el coche estacionado frente a su casa, cosa que podía ser notable en la vecindad si alguien deseaba identificarme, y había pagado el privilegio de una conversación enteramente vana.

La desgracia es que yo estaba relacionado con gente brillante y de talento. Yo sabía que yo era moneda falsa comparado con mis amigos. Eva, en cambio, nunca había conocido el éxito. No tenía talento y era una paria social. Era la única mujer que conocía a la cual yo podía realmente proteger. Pese a su poder sobre los hombres, a su fuerza de voluntad y a su fría indiferencia, Eva estaba en venta. Mientras yo tuviera dinero, yo era el amo. Comprendí en ese momento que una compañera de este tipo era esencial para mí: necesitaba alguien que fuera moral y socialmente inferior a mí, si no quería perder la confianza en mí mismo.

Cuanto más pensaba en esto, más claro resultaba que debía dejar Three Point. Pensaba ver muy seguido a Eva. El que yo viviera tan lejos no iba a simplificar nuestros encuentros. Tenía que dejar Three Point.

Apagué el cigarrillo y me dirigí al teléfono público. Llamé a mi departamento.

La voz de Russell flotó del otro lado de la línea.

—Sí… es la residencia del señor Thurston.

—Iré esta noche a alguna hora —dije—. Quiero que haga usted una cosa. Busque por ahí uno de mis libros.

Flores para la señora. Quiero que lo mande enseguida a la señorita Eva Marlow, con un mensajero especial. Sin tarjeta ni nada que pueda identificar quién lo envió… —dicté la dirección—. Enseguida, por favor.

Dijo que así lo haría y me pareció percibir una leve nota de desaprobación en su voz. Russell tenía cariño a Carol y siempre desaprobaba a las otras mujeres que yo conocía. Corté antes que expresara su opinión, cosa que era muy capaz de hacer. Después salí del bar y me dirigí al

Brown Derby.

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