Eva

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Encontré a Carol y Peter en una mesa un poco apartada de la orquesta. Los acompañaba un hombre grandote, de miembros alargados, con un esmoquin inmaculado. Tenía una mata de pelo gris acero y su cara era larga y amarilla, con el labio inferior grueso y caído, y una ancha nariz aplastada. Fácilmente habría podido ser el nieto de un león.

Peter me vio cuando me abría paso entre las mesas repletas. Se levantó para saludarme.

—¡Eh, caramba —dijo, sorprendido y contento—, te las arreglaste después de todo! ¡Mira quién llega, Carol! ¿Ya has comido?

Tomé la mano de Carol y le sonreí.

—No —dije—. ¿Puedo acompañarlos?

—Naturalmente —dijo ella—, ¡me alegro tanto de que hayas venido!

Peter me tocó el brazo.

—Creo que no conoces a Rex Gold —dijo. Se volvió hacia el hombre con cara de león que seguía comiendo su sopa con expresión concentrada.

ȃste es Clive Thurston, el escritor.

¡Así que éste era Rex Gold! Como todo el mundo en Hollywood, yo había oído hablar de él, y sabía que era el hombre más poderoso del cine.

—Encantado de conocerlo, señor Gold —dije.

De mala gana él dejó de comer la sopa y se levantó a medias, tendiéndome una mano floja, como sin huesos.

—Tome asiento, Thurston —dijo. Sus ojos hundidos, leonados, me miraron a través de la piel—. ¡La sopa de langosta es excelente! ¡Mozo! —chasqueó los dedos, impaciente—. Una sopa de langosta para el señor Thurston.

Hice un guiño a Carol mientras el mozo deslizaba una silla detrás de mí.

—Ya ves, no puedo estar lejos de ti —le dije en un murmullo.

—¿Acaso los editores no quisieron verte hoy? —dijo ella en voz baja.

Meneé la cabeza.

—Yo los llamé —bajo la mesa busqué su mano y la apreté.

»Resultó que se trataba de algo sin importancia, y decidí verlos mañana. Quería venir a festejar contigo.

Mientras charlábamos, Gold siguió llevándose la cuchara a la boca, con los ojos fijos en una mirada de hielo. Era evidente que no le gustaba combinar la charla con la comida.

—Creí que habías ido a ver a esa mujer salvaje —murmuró Carol traviesamente— y creí que ése era el motivo por el que me habías plantado.

—No te plantaría jamás por nadie —contesté, procurando que mi sonrisa apareciera sincera. Carol tenía una aterradora manera de adivinar la verdad en todo lo que a mí se refería.

—¿Qué están comentando ustedes? —preguntó Peter.

—Son secretos —contestó Carol rápida—. No seas curioso, Peter.

Gold terminó la sopa y dejó caer la cuchara con un tintineo. Después miró alrededor en busca de un mozo.

—¿Dónde está la sopa del señor Thurston y qué viene después? —exclamó cuando el mozo llegó corriendo. En cuanto quedó claro que no nos habían olvidado ni a él ni a mí, se volvió hacia Carol.

—¿Viene usted esta noche al club? —preguntó.

—Por un rato —dijo Carol—. Pero no quiero demorarme. Tengo mucho que hacer mañana.

El mozo me trajo la sopa.

—Debe usted dejar siempre que el mañana se resuelva solo —dijo Gold, clavando los ojos en mi sopa.

Tuve la sensación de que de buena gana me la hubiera quitado y la hubiera tomado él, en caso de alentarlo en lo más mínimo. Ese sentimiento me perturbó.

—Usted debería aprender a divertirse al mismo tiempo que a trabajar —prosiguió—, no se pueden separar las dos cosas.

Carol meneó la cabeza.

—Necesito mis siete horas de sueño, especialmente ahora.

—Esto me recuerda —dijo Gold haciendo una mueca con sus gruesos labios—: Ingram irá a mi oficina mañana por la mañana. Me gustaría que usted lo conociera —se dirigía ahora a Peter.

—Perfecto —dijo Peter—. ¿Nos dará mucho trabajo con la adaptación?

—No. Si es difícil de manejar, hágamelo saber enseguida —Gold me miró de pronto—. ¿Ha escrito alguna vez para el cine, Thurston?

—No… aún no —contesté—. Tengo algunas ideas que pienso desarrollar cuando tenga tiempo.

—¿Ideas? ¿Qué ideas? —Su cara quedó colgando sobre la mesa cuando se echó hacia adelante—. ¿Algo que pueda serme útil?

Busqué locamente en mi mente algún tema descartado que pudiera servirle, pero no se me ocurrió nada.

—Probablemente —dije, decidido a mentir—, le mostraré unos temas si está interesado.

Sentí que sus ojos penetraban en mí, como taladros.

—¿Me mostrará qué? No entiendo.

—Unos argumentos —dije, súbitamente acalorado e irritable—. En cuanto tenga tiempo de preparar unos argumentos se los haré llegar.

Él lanzó una mirada vacía hacia Carol. Ella deshacía migajas de pan distraídamente, y no miró.

—¿Unos argumentos? —repitió él—. Los argumentos no me interesan. Lo que deseo es una historia. Usted es escritor, ¿verdad? Lo único que deseo es que me cuente una historia… ahora mismo. Usted dice que tiene ideas. Está bien. Cuénteme.

Deseé no haberme sentado a aquella mesa. Noté que Peter me observaba con curiosidad. Carol seguía deshaciendo migajas, pero había ahora un leve rubor en su cara. Gold seguía mirándome fijamente mientras se pellizcaba las flojas mejillas con su mano carnosa.

—Aquí no puedo hablar —dije—. Si está usted de verdad interesado, yo podría ir a verlo.

Justamente en ese instante nos rodearon varios mozos y empezaron a servir el plato siguiente. De inmediato Gold perdió interés en mí y empezó a fastidiar a los mozos. Todo tenía que ser perfecto, incluso la temperatura del plato en el que iban a servir la comida. Por varios minutos hubo una actividad febril alrededor de la mesa. Finalmente él quedó satisfecho y empezó a devorar como un lobo que no ha comido hace varios días.

Peter pescó mi mirada vacía e hizo una débil mueca. Parecía inútil iniciar una conversación cuando Gold estaba comiendo. Ni Carol ni Peter hicieron esfuerzo alguno, y yo decidí seguir su ejemplo. Todos comimos en silencio. Yo me preguntaba si, cuando terminara de comer, Gold iba a insistir en que le contara un argumento. No creí que lo hiciera. En cierto modo estaba enojado conmigo mismo por haber dejado pasar la oportunidad, pero, como no tenía nada que decirle, quedé agradecido por la interrupción.

En el momento en que Gold dejó de comer apartó de inmediato el plato y sacó un palillo de dientes del bolsillo del esmoquin. Lentamente se limpió los dientes mientras miraba alrededor de la sala repleta.

—¿Ha leído usted el libro de Clive,

Ángeles con tapado de marta? —preguntó bruscamente Carol.

Gold frunció el ceño.

—Nunca leo nada —dijo cortante—, usted ya lo sabe.

—Pues creo que es un error. El argumento no me parece adecuado para una película, pero sí la idea que hay detrás.

Eso era nuevo para mí, y le lancé una mirada penetrante. Ella me ignoró cuidadosamente.

—¿Qué idea? —La cara amarilla de Gold mostró interés.

—Por qué los hombres prefieren a las mujeres degradadas —contestó Carol.

Quedé atónito: no recordaba que se presentara una situación semejante en

Ángeles con tapado de marta.

—¿De verdad las prefieren? —preguntó Peter suavemente.

—Claro que sí —dijo Gold, agitando el palillo entre los dedos—. Carol tiene razón. Y le diré por qué. Las prefieren porque las mujeres buenas son muy aburridas.

Carol meneó la cabeza.

—Yo no opino eso, ¿y tú, Clive?

No supe qué decir. No había pensado en la cosa. Entonces Eva se presentó en mi mente. Pensé en ella y en Carol. Eva era una depravada, y Carol era buena en el sentido que es buena una persona sincera, en quien se podía confiar, honesta y que vive de acuerdo con un buen código moral; yo dudaba que Eva supiera lo que significaba la moral. Esta comparación era la mejor de todas: yo había dejado a Carol, le había mentido, para permanecer unos minutos junto a Eva. ¿Por qué había hecho esto? De saberlo, habría podido contestar a Carol.

—Una mujer depravada posee ciertas cualidades de las que carece una mujer buena —dije lentamente—. Esas cualidades… no necesariamente deben ser buenas… atraen el instinto primitivo del hombre. Los hombres han quedado detrás de las mujeres en lo referente al control de los instintos y, mientras las mujeres tengan mejor control, los hombres irán tras las mujeres degradadas. De todos modos, al hombre no le agrada una mujer degradada por mucho tiempo. Es alguien que se toma hoy y se abandona mañana.

Carol dijo agudamente:

—Eso es una absoluta tontería, Clive, y tú lo sabes.

La miré con expresión vacía. En sus ojos tenía algo que yo no había percibido antes. Estaba herida, enojada, y dispuesta a pelear.

—Yo estoy bastante de acuerdo con Thurston —dijo Gold, con complacencia. Sacó un gran cigarro de una caja y lo examinó pensativo.

—El instinto es algo importante en el hombre.

—Eso nada tiene que ver con la cosa —interrumpió Carol—. Le diré por qué los hombres prefieren a las mujeres degradadas… —Lanzó una mirada a Peter como para excluirlo de la conversación—. Hablo ahora de la mayoría de los hombres, a quienes, si les sueltan la cadena, corren y se portan con promiscuidad de perritos. No tengo nada contra los hombres que aceptan un código de comportamiento moral y que a él se someten.

—Mi querida Carol —dije, comprendiendo que eso podía convertirse en un ataque personal—. Tendrías que estar en un púlpito.

—Quedaría encantadora predicando —dijo Gold, tendiendo un cigarro a un mozo para que se lo cortara—. Déjela seguir.

—A los hombres les gustan las mujeres degradadas porque son vanidosos —dijo Carol, dirigiéndose directamente a mí—. Las mujeres degradadas son generalmente decorativas. Son sofisticadas y llamativas. A los hombres les gusta ser vistos con esta clase de mujeres porque sus amigos los envidian… ¡Los pobres cretinos! Una ramera generalmente no tiene inteligencia. Claro que no necesita tenerla. Lo único que necesita es una linda cara, un buen par de piernas, buena ropa y buena voluntad.

—¿Y usted cree que los hombres están más a gusto con las mujeres tontas? —preguntó Gold.

—Usted sabe que así es, Rex Gold —dijo Carol cortante—. No crea que puede echarme tierra en los ojos. Usted es como los otros.

La cara amarilla de Gold se dulcificó en una sonrisa.

—Adelante —dijo—, todavía no ha terminado, ¿verdad?

—Me fatiga ver las mujeres indignas que los hombres arrastran a todas partes. La mayoría de los hombres sólo piensan en el aspecto, la ropa, el cuerpo. Una muchacha que no tiene buen aspecto no va a ninguna parte en Hollywood. Es asqueante.

—Eso no interesa. Sigue hablando de las rameras… —dijo Peter, con los ojos brillantes de interés.

—Está bien… las rameras. Al hombre le desagrada que su mujer sepa más de lo que él sabe. Allí es donde la ramera se anota un tanto. Son mujeres haraganas por naturaleza y sólo tienen tiempo para ser rameras. Sólo saben hablar de sí mismas, de sus ropas, sus molestias y, naturalmente, su aspecto físico. A los hombres les gusta eso. No encuentran ahí una competidora. Si lo desean pueden sentirse protectores. El hombre es, para sí mismo, un pequeño dios de lata, aunque la ramera lo debe de encontrar aburrido. Lo único que a esas mujeres les importa es divertirse y ver qué pueden sacar de los hombres.

—Muy interesante —dijo Gold—, pero ¿dónde está la idea para la película? Yo no la veo.

—Una sátira sobre los hombres —dijo Carol—

Ángeles con tapado de marta es un gran título. No importa cuál sea el argumento que ha escrito Clive. Use el título y pídale que le escriba una sátira ciento por ciento acerca de los hombres. Piense cómo se precipitarán a ver el filme las mujeres… y, después de todo, nuestro público es, en su mayoría, femenino.

Gold me lanzó una mirada.

—¿Y usted, qué opina?

Yo miraba a Carol con los ojos muy abiertos. Acababa de darme una idea. Y había hecho algo más. Había encendido mi imaginación apagada desde que había escrito el último libro. Ahora yo sabía lo que iba a hacer. La idea se presentó como un relámpago, iba a escribir la historia de Eva. Iba a atrapar su retorcida, extraña personalidad y la iba a llevar al cine.

—Es muy bueno —dije excitado—. ¡Sí, puedo escribirlo!

Carol me miró súbitamente y se mordió el labio. Nuestros ojos se encontraron y comprendí que ella había presentido lo que yo planeaba hacer. Rápidamente aparté la mirada y me dirigí a Gold.

—Tal como dice Carol, es un gran título, y un gran tema…

Carol echó hacia atrás la silla.

—¿Les molestaría mucho que me fuera? —dijo de pronto—. Tengo un atroz dolor de cabeza. Lo he sentido venir toda la noche…

Peter estaba a su lado antes de darme tiempo para levantarme.

—Trabajas demasiado, Carol —dijo—. Rex Gold te disculpará por hoy, ¿no es así?

Los ojos leonados habían vuelto a ponerse dormilones.

—Vaya a acostarse —dijo un poco cortante—, yo me quedaré aquí con Thurston. Acompáñela a casa, Peter.

Me puse de pie.

—Yo la acompañaré —dije; me sentía enojado y algo asustado—. Vamos, Carol.

Ella meneó la cabeza.

—Quédate con el señor Gold —dijo, sin mirarme—. Peter, vamos a casa.

Cuando ya se daba vuelta yo alcancé a ponerle la mano en el brazo.

—¿Qué sucede? —pregunté, procurando controlar mi voz—. ¿Estás enojada por algo que he dicho?

Ella me miró un momento. La mirada herida, enojada, estaba aún en sus ojos.

—Prefiero que no me acompañes, Clive. Entiéndelo, por favor.

Ella sabe, pensé, lo sabe todo. No puedo ocultarle nada. Ve a través de mí como si estuviera hecho de vidrio.

Hubo una pausa muy molesta. Gold miraba sus carnosas manos, con un gesto de enfurruñamiento en su pesada cara. Peter recogió la capa de armiño de Carol y esperó, inquieto…

—Entiendo —dije, sorprendido de que mi voz sonara tan dura—, si es eso lo que deseas…

Ella procuró sonreír.

—Es eso lo que deseo. Buenas noches, Clive.

—Buenas noches —dije.

—Nos encontraremos en el club, Rex Gold —dijo Peter, despidiéndose con la mano cuando ambos salían.

Volví a sentarme a la mesa.

Gold miraba pensativamente la ceniza blanca de su cigarro.

—Las mujeres son raras, ¿no le parece? —dijo—. Naturalmente, hay algo entre ustedes…

Yo no tenía ganas de comentar a Carol con un individuo casi desconocido.

—Hace tiempo que somos amigos —dije, brevemente. Sus gruesos labios hicieron una mueca y sus cejas descendieron.

—La idea de ella es buena. Una sátira sobre los hombres.

Ángeles con tapado de marta. Atraerá al público… —cerró los ojos y meditó—. ¿Cómo piensa encararlo?

—Haré el retrato de una ramera —dije, echándome hacia atrás en la silla, la mente dividida entre Carol y Eva—. Los hombres que pasan entre sus manos, el poder que ejerce sobre ellos y su regeneración final.

—¿Y quién la va a regenerar? —preguntó Gold casualmente.

—Un hombre… alguien más fuerte que ella.

Gold meneó la cabeza.

—Eso es mala psicología. Carol opinaría lo mismo. Si su personaje es una verdadera ramera, sólo otra mujer podría regenerarla.

—No estoy de acuerdo —dije con terquedad—. Un hombre puede lograrlo. Si una ramera puede llegar a amar, caerán las barreras y se podrá hacer cualquier cosa con ella.

Él echó en un plato la ceniza del cigarro.

—Creo que usted y yo pensamos de manera distinta —dijo—. Descríbame cuál es su idea de una ramera.

—Le describiré la ramera en la que pienso. Es la única que puede interesarme, porque la conozco. Existe y puedo estudiarla.

—Siga —el humo salía en volutas de sus labios y tapaba en parte su cara.

—La mujer en la que pienso vive de los hombres. Es despiadadamente egoísta y muy experimentada. Es antisocial, amoral y se interesa sólo en sí misma. Los hombres sólo cuentan para ella porque le dan dinero… —apagué la colilla de mi cigarrillo en el cenicero—. Ésa es mi ramera.

—Interesante —dijo Gold—, pero demasiado difícil. Usted no sabe de qué está hablando. Una mujer de ese tipo nunca podrá amar. Ha perdido el sentimiento del amor… —levantó los ojos y me miró fijamente—. Usted dice que conoce a esa mujer…

—Un poco. No puedo decir que la conozca realmente, pero voy a conocerla.

—¿Está usted experimentando con ella?

Yo no tenía ganas de decirle tanto. Él podía contarle la cosa a Carol.

—Sólo me interesa para escribir sobre ella —dije con descuido—, en mi oficio hay que mezclarse con toda clase de gente.

—Ya veo —sus labios húmedos se cerraron sobre el cigarro—. ¿No pensaba lograr que esa mujer se enamorara de usted?

Lo observé de reojo.

—Tengo mejores maneras de perder el tiempo —dije agudamente.

—No me interprete mal —dijo él, con un gesto de las manos—. Usted dice que esa mujer es el personaje que ha elegido para su argumento. También ha dicho que, si alguien logra hacerla amar, podrá hacer cualquier cosa con ella. ¿No es así?

Asentí.

—Entonces, ¿cómo puede estar seguro de tener razón psicológica si no hace el experimento? Yo no creo que usted tenga razón. Creo que esa mujer, tal como usted la ha descripto, está más allá del sentimiento del amor. Esto a mí me parece lógica pura: usted no hace más que teorizar.

Me apoyé en el respaldo de la silla. Súbitamente vi la trampa que me había tendido. No me quedaba más remedio que retroceder o hablarle de lo que estaba planeando.

—Espere —dijo Gold—, no diga nada. Déjeme hablar primero. Siempre es mejor conocer los hechos antes de comprometerse… —llamó con la mano al mozo—. Tomaremos un cognac. El cognac ayuda en este tipo de conversaciones.

Después de pedir el cognac hundió la cabeza entre los hombros y prácticamente se desplomó sobre la mesa.

—Estoy interesado —dijo—, me gusta

Ángeles con tapado de marta. Me gusta la idea de una sátira acerca de los hombres. Hace tiempo que no hago una película psicológica. Atraen al público. Les gustan a las mujeres. Carol tiene razón cuando dice que las mujeres son nuestro público —hurgó en el esmoquin y extrajo la cigarrera—. ¿Quiere un cigarro, Thurston?

Acepté el gran cigarro, aunque en realidad no lo deseaba. Algo, de algún modo, me decía que Gold sólo ofrecía cigarros a la gente que pensaba favorecer.

—Ese cigarro me ha costado cinco dólares —dijo—. Los preparan especialmente para mí. Le va a gustar.

Trajeron el cognac. Gold olfateó la copa en forma de balón y suspiró.

—Excelente —murmuró sosteniendo la copa entre ambas manos.

Yo no estaba apurado. Corté con cuidado el extremo del cigarro y lo encendí. Era suave, dulce, satisfactorio.

—Me interesa —dijo Gold— una historia basada en la realidad. Me agrada su idea de moldear el carácter de alguien que usted conoce. Ella parece el personaje adecuado. Usted le dará vida, porque ya vive. Lo único que deberá hacer es reflejar el parecido y ponerlo sobre papel. Y quisiera que diera usted un paso más. Quisiera que ocupara usted el papel de su héroe y que antes de escribir, viviera las experiencias que ha planeado para ese héroe.

—Vamos, señor Gold… —empecé a decir, pero él levantó la mano.

—Déjeme seguir. Primero escuche lo que vaya decir. Tal vez usted descubra que sus ideas no dan los resultados que usted había esperado. Pero eso no importa: el resultado será psicológicamente justo. Usted es un hombre de mundo, imagino que ha tenido considerable éxito con las mujeres. La mujer que usted ha elegido como protagonista de su historia es una digna contrincante ¿verdad? ¿Por qué no la enamora? Será un experimento muy interesante.

No dije nada. Él sugería precisamente lo que yo había planeado hacer. De todos modos me sentí incómodo, porque Carol estaba en el fondo de mi mente.

—Yo compraría ese argumento, Thurston —prosiguió Gold apaciblemente—. Salga como saliere, será interesante. El experimento quedará entre usted, yo, y, lógicamente, la mujer en cuestión. No es necesario enterar a nadie más.

Nos miramos y comprendí que él se daba cuenta de que yo estaba inquieto por Carol.

—Reconozco que se me había ocurrido la idea —dije—, pero tratar íntimamente con una mujer de ese tipo es un poco riesgoso.

El chispazo de una sonrisa brilló en los ojos de Gold. Tuve la incómoda sensación de que veía a través de mí.

—¿Entonces lo hará? —preguntó, levantando las cejas.

—Sí, lo haré, como si me propusiera usted un negocio —dije—, pero no deseo perder tiempo si no vaya obtener alguna compensación.

—Cuénteme la historia en pocas palabras.

Pensé un momento.

—Será la historia de una ramera de éxito, que explota a los hombres. Me ocuparé del marco de sus relaciones con los hombres, de manera sólida, firme. En lo único que debemos poner énfasis es en que ella recibe dinero y regalos de los hombres que se interesan en ella. Después llega a su vida un tipo de hombre enteramente distinto, y aquí se inicia de verdad el drama. Al principio, como los otros, él se enamora de ella, pero, al conocerla, se da cuenta hasta qué punto es falsa y decide hacerle una jugarreta. La hace y la derrota al final. Luego, harto del juego, la abandona y se va en busca de caza mayor. Veo algo así como las relaciones entre Red Butler y Scarlett O’Hara[1].

—¿Y realmente cree usted que las cosas serán de esa manera? —preguntó Gold, deliberadamente dudoso.

—Naturalmente. Depende de cuál de los dos tenga más voluntad.

Gold meneó la cabeza.

—Si la mujer de la historia es tan corrompida como la que usted describe, estoy seguro de que la cosa no marchará así.

—Bueno, hagamos el experimento y ya veremos. Como usted dice, sea cual fuere el resultado, el argumento será interesante.

Gold meditó.

—Sí, creo que así será. De acuerdo: hágalo. Le pagaré dos mil dólares por el resumen. Si el argumento es como deseo, le pagaré otros cincuenta mil por la adaptación para el cine. Los estudios le proporcionarán toda la ayuda que necesite, pero, naturalmente, esto será si usted lo desea.

Reprimí con dificultad mi excitación.

—¿Podría hacerme la oferta por escrito?

—Naturalmente. Le diré a mi agente que se ponga en contacto con usted.

—¿Y podrá usted esperar tres meses? Si no logro lo que quiero en tres meses, será inútil perder más tiempo.

Él asintió.

—Tres meses entonces. Será un experimento interesante de la vida real. Tiene usted por delante un período muy excitante, Thurston —hizo señas al mozo—. Y ahora me voy al club. ¿Me acompaña, Thurston?

Meneé la cabeza.

—Prefiero no hacerlo, gracias. Me ha dado usted mucho tema para pensar, y tengo que hacer mis planes.

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