Eva

Eva


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Cuando llegué con el coche a la esquina de Beverly y Fairfax vi que se había juntado una gran multitud. El bulevar estaba bloqueado por los autos y la gente. Parecía que había ocurrido un accidente y por eso me acerqué a la acera y esperé. Pero la multitud aumentó. Dije:

—¡Mierda! —salté del coche y fui a ver qué pasaba.

Un pequeño coche estaba atravesado en la calle; uno de los guardafaros delanteros estaba aplastado. Cuatro hombres empujaban un gran Packard sobre la vereda; tenía un faro roto, muchos arañazos en su inmaculada carrocería y una goma reventada.

Peter Tennett estaba en medio del grupo de hombres que discutían. Hablaba con un hombre maduro, y me di cuenta de que estaba preocupado y enojado.

—Hola, Peter —dije, abriéndome camino entre la multitud—. ¿En qué puedo ayudarte?

Su cara se iluminó al verme.

—¿Has venido en tu coche, Clive? —preguntó esperanzado.

—Claro —dije—, está allí parado. ¿Qué ha sucedido?

Él señaló el Packard con la mano.

—Estaba poniéndome en marcha cuando nuestro amigo, aquí presente, se me vino encima y me chocó de frente.

El hombre maduro murmuró algo acerca de los frenos. Estaba pálido y parecía asustado.

En aquel momento llegó el sonido de la sirena policial y un coche con radio se abrió paso. Un policía grandote, con cara colorada, descendió y se abrió camino entre la multitud.

Reconoció a Peter.

—¿Qué pasa, señor Tennett? —preguntó.

—Me chocaron —dijo Peter—, pero no quiero armar líos. Me doy por satisfecho si este caballero opina lo mismo.

El policía miró con frialdad al viejo.

—Si el señor Tennett se da por satisfecho, yo no digo nada. ¿Usted tiene algo que decir?

El hombre maduro retrocedió.

—Estoy de acuerdo, oficial.

Peter miró el reloj.

—¿Quiere usted encargarse de esto, oficial? —dijo—. Ya estoy retrasado para llegar al estudio.

El policía asintió.

—De acuerdo, señor Tennett. Yo me encargo de llamar al garaje del estudio.

Peter le dio las gracias y se me acercó.

—¿Puedes llevarme corriendo al estudio o vas por otro camino?

—Encantado —dije, empujando a la gente—. ¿Seguro que no te ha pasado nada?

Peter rió.

—Sí, pero no creo que el viejo esté tan bien como yo. Espero que se ocupen de él.

Oí que una muchacha que estaba allí cerca decía a una rubiecita en una bicicleta:

—Ése es Peter Tennett, el director.

Miré a Peter mostrándole los dientes, pero él no había oído.

Cuando íbamos hacia el estudio, Peter dijo:

—¿Por dónde has andado, Clive? Hace días que no te veo.

—He andado un poco por todas partes —dije—. ¿Qué tal marcha la película?

Peter levantó expresivamente las manos.

—Ya estamos dando en la tecla —dijo—. Las primeras semanas son siempre las peores. Todavía es demasiado pronto para saber lo que va a ocurrir… —saludó casualmente con la mano a Corrine Moreland, la estrella de cine, que pasaba en su coche color crema—. Quería telefonearte, Clive. Estoy muy contento de que hayas empezado a trabajar para Rex Gold.

Le lancé una rápida mirada.

—¿Te ha hablado él de la cosa?

—Me dijo que quería que dieras forma a esa idea de Carol, pero no entró en detalles. ¿De qué se trata?

Me esquivé.

—Estoy trabajando ahora en eso —dije—. Se trata de una sátira acerca de los hombres. No puedo decirte más porque todavía la cosa está en el aire.

—¿Pero hay algo serio en la cosa? Rex Gold generalmente me habla de sus argumentos: sólo esta vez se ha hecho el misterioso.

—En cuanto tenga algo hecho —contesté— te lo mostraré.

Disminuí la marcha frente a las puertas del estudio. El portero abrió y se llevó la mano a la gorra para saludar a Peter.

—¿Estás seguro de que no te he desviado de tu camino? —dijo Peter, mientras avanzábamos por el camino bordeado de palmeras hacia las oficinas del estudio.

—Prefiero dejarte aquí si no te es molesto —dije, deteniendo el coche—, tengo montañas de trabajo… —y me interrumpí porque Carol estaba allí de pie—. Hola, perdida… —dije, quitándome el sombrero para saludarla, sonriendo.

Ella llevaba una camisa marrón oscuro y unos pantalones color ladrillo. Se cubría el pelo con un turbante color llama. Estaba elegante, pulcra, pintoresca.

—¿Qué tal, Clive? —sus ojos oscuros eran amplios y graves—. ¿Has venido a verme?

—Ya era hora, ¿no? —abrí la puerta del coche y descendí—. ¿Sabes que te he estado llamando dos veces diarias?

Peter nos interrumpió.

—Bueno, los dejo. Gracias, Clive, por salvarme de este lío —saludó con la mano y desapareció en el gran edificio de vidrio y madera donde estaban las oficinas del estudio.

Súbitamente Carol me tomó la mano.

—Perdona, Clive —dijo apurada—. Pero estaba enojada contigo.

—Ya lo sé —dije, pensando que estaba preciosa—. Lo merezco. Vamos a alguna parte a charlar. Te he echado de menos.

—Yo también te he extrañado —me tomó del brazo—. Vamos a mi cuarto, allí podremos hablar.

Cuando íbamos hacia el edificio llegó corriendo un mensajero.

—Señorita Rae —dijo, sin aliento—. El señor Highams la necesita enseguida.

Carol chasqueó los dedos.

—Oh, Clive, qué fastidio. Acompáñame de todos modos. Quiero que conozcas a Highams.

Yo esquivé la cosa.

—No haría más que molestarte, Carol —dije—, estás muy ocupada, ¿verdad?

Ella me tiró del brazo.

—Ya es hora de que conozcas a la gente —dijo con severidad—. Jerry Highams es una persona muy importante. Es nuestro jefe de producción y tienes que conocerlo.

Dejé que me convenciera y la seguí por el interminable laberinto de amplios corredores hasta que llegamos a una lustrosa puerta de caoba en donde estaba escrito en letras negras y precisas

Jerry Highams. Carol entró directamente.

Peter estaba sentado en un sillón con un montón de papeles en una carpeta de cuero que tenía sobre las rodillas. Junto a la ventana había un gran hombre gordo con el pelo como paja y ceniza de tabaco sobre su tricota amarilla y blanca. Se dio vuelta cuando entramos. Noté sus ojos gris pizarra. Eran divertidos, agudos, penetrantes.

—Jerry, te presento a Clive Thurston, autor de

Ángeles con tapado de marta y de la pieza

Seguro de lluvia —dijo Carol.

Él me lanzó una mirada rápida y sentí que sus ojos hurgaban en mi cráneo. Retiró las manos de los bolsillos del pantalón y se adelantó.

—Me han hablado de usted —dijo, dándome la mano—, Rex Gold me dijo que está usted trabajando en un guión para él.

Daba la impresión de que Gold me estaba haciendo propaganda por todas partes. No supe si esto debía gustarme o no.

—Siéntese. Tome un cigarrillo —prosiguió Highams, indicándome una silla—. ¿De qué trata ese guión? Rex Gold se está haciendo el misterioso.

—Ella se lo dirá —contesté, señalando a Carol—, después de todo ha sido idea de ella.

—¿Idea de ella? —la cara de Highams se iluminó—. ¿Fue idea tuya, Carol?

—Lo único que hice fue sugerir que Clive escribiera una sátira sobre los hombres y que usara su título:

Ángeles con tapado de marta. —Highams volvió a prestarme atención.

—¿Está usted trabajando en eso?

Asentí.

—Así es.

—Pues no me parece nada mal —miró esperanzado a Peter.

—La idea está bien y si Clive produce un guión como

El cielo debe esperar, será fantástico —dijo Peter, dejando la carpeta sobre el escritorio.

—¿Entonces por qué está Gold haciéndose el misterioso? —peguntó Highams.

—Ya era hora de que se anotara un tanto contigo —dijo Carol riendo—, tal vez sabe que el guión es bueno y quiere sorprenderte… —Highams se palmeó el mentón.

—Puede ser… —me amenazó con el dedo—. Oiga, amigo —dijo—, quiero que entienda bien una cosa. La gente que va a hacer su película somos Peter y yo… no Gold. Antes de entregarle el argumento a Gold, déjeme que yo lo vea. Lo ayudaré en todas las formas posibles. Sé lo que podemos y lo que no podemos hacer. Gold no lo sabe. Y, si a Gold no le agrada un argumento, lo destroza. Deje que yo vea primero el argumento y lo lanzaré. Usted tiene una buena idea para trabajar. No la estropee y no escuche a Gold. ¿De acuerdo?

Asentí.

—De acuerdo.

Comprendí que podía confiar en él. Era sincero y, si decía que iba a ayudarme, estaba seguro de que lo haría, sin esperar nada en cambio.

Se oyó un golpecito en la puerta, y, cuando Highams dio permiso para que pasaran, un hombrecito delgado, con un traje gastado, se deslizó cautelosamente por la puerta.

—¿Me he retrasado? —preguntó mirando ansiosamente a Highams.

—Hola, adelante —dijo Highams, acercándosele—. No, no se ha demorado. Le presento a Clive Thurston. Thurston, éste es Frank Imgram.

Apenas pude creer que aquel hombrecito insignificante fuera el autor de

La tierra es estéril, el libro que se habían disputado todas las compañías cinematográficas y que, según rumores, Gold había adquirido finalmente en doscientos cincuenta mil dólares.

Me puse de pie y le tendí la mano.

—Encantado de conocerlo, Imgram —dije, mirando con interés su cara pálida y sensitiva.

Tenía unos grandes ojos azules y saltones, una gran frente y un pelo escaso, color ratón.

Me miró interrogativamente, sonrió con nerviosidad y se volvió hacia Highams.

—Estoy seguro de que Gold está equivocado —dijo, con una especie de ansiedad febril—. He pensado en la cosa toda la mañana. Helen no puede estar enamorada de Lancing. Es demasiado ridículo. Helen nunca podría experimentar ningún sentimiento por un personaje tan complejo como Lancing. Es simplemente buscar el final feliz.

Highams meneó la cabeza.

—No se preocupe —dijo, tranquilizándolo—, yo hablaré con Rex Gold… —se volvió hacia Carol.

—Tú proponías una solución, ¿no es así?

Ingram se volvió precipitadamente hacia ella.

—Estoy seguro de que usted me dará la razón —dijo—. Hasta ahora usted siempre ha estado de acuerdo conmigo. ¿Usted comprende, verdad, que lo que Gold propone es imposible?

—Naturalmente —dijo Carol con suavidad—. El tema es tan importante que estoy segura de que debemos dejar el final tal como es. ¿No estás de acuerdo, Peter?

—Sí, pero ya sabes lo que opina Rex Gold de esa clase de finales. —Peter parecía preocupado.

Sentí que yo quedaba fuera de la discusión.

—Bueno —dije—, los dejo para que…

Imgram se volvió hacia mí de inmediato.

—Perdón —dijo—, ¿comprende? Tengo tan poca experiencia de todo esto que estoy preocupado. Pero le ruego que no se retire por culpa mía. Tal vez usted pueda ayudarnos. Usted comprende…

Lo detuve. Ya tenía bastante cosas en qué pensar y no me iba a echar encima las jaquecas de Imgram.

—Sería una pérdida de tiempo —contesté, sonriéndole—. Entiendo menos que usted de estas cosas. Además tengo infinidad de cosas que hacer —me volví hacia Carol—. ¿Cuándo te veo?

—¿Te vas? —preguntó ella desilusionada.

—Ustedes quieren adelantar en el trabajo y yo tengo que hacer —dije—, pero fijemos una cita.

Los tres hombres nos observaban. Comprendí que Carol deseaba que me quedara, pero yo estaba harto de aquel concentrado interés en Imgram.

—Hoy es jueves, ¿verdad? —echó una ojeada al calendario de la pared—. ¿Qué te parece mañana? ¿Quieres venir mañana por la noche? Hoy tengo que trabajar.

—Perfecto, no faltaré —saludé con la cabeza a Highams, di la mano a Imgram y me despedí de Peter con un gesto—. No se preocupe —dije a Imgram— está usted en muy buenas manos… —procuré no darme aires de superioridad, pero el tonito estaba allí presente. Tal vez era su traje gastado lo que provocaba mi complejo de superioridad.

Carol me acompañó hasta el coche.

—Es tan honesto y sincero —dijo, cuando yo me deslizaba tras el volante—. Me da pena ese hombre, Clive.

Miré divertido su cara seria, preocupada.

—¿Imgram? ¡Por quién has ido a preocuparte! Le ha sacado un cuarto de millón a Gold… ¿no es así?

Ella hizo un gesto como dejando eso de lado.

—Rex Gold dice que Imgram no tiene ideas… pero está lleno de ideas. Ideas buenas… grandes ideas, pero Rex Gold no las entiende. Si lo dejáramos solo estoy segura de que haría una película mucho más grande que cualquiera que puedan hacer Peter o Jerry. Pero Gold sigue metiéndose.

—Es un tipito bastante curioso, ¿no te parece?

—Me gusta. Es directo y esto significa tanto para él…

—Bueno, algo necesitará —contesté con frialdad—. ¿Te fijaste en el traje que lleva?

—No es el traje lo que importa, Clive —contestó ella, poniéndose colorada.

—Bueno, como quieras —me incliné y oprimí el botón que ponía en marcha el coche—. No te fatigues demasiado. Te veré mañana a eso de las ocho.

—Clive —se apoyó en el coche—. ¿Qué has arreglado con Gold?

—Quiere que escriba un argumento —dije casualmente—. Mañana te contaré…

—¿Acerca de esa mujer?

Me di vuelta en el asiento.

—¿Qué mujer?

—En cuanto sugerí la idea comprendí que había cometido un error —dijo ella, un poco sin aliento—. Buscas una excusa para verla, ¿verdad? ¡Oh, Clive, te conozco demasiado! Finges que quieres escribir acerca de ella, pero no se trata de eso. Es algo mucho más complejo. Ten cuidado, ¿quieres? No puedes impedírtelo… pero ten cuidado…

—No sé a qué te refieres —empecé a decir, pero ella levantó la mano.

—No digas nada, Clive… —dijo, volviéndose y entrando en el edificio.

Manejé lentamente hasta mi departamento. Las manecillas del reloj del coche marcaban las tres y media cuando entré al garaje. En el fondo de mi alma había un sentimiento de inquietud. Aunque me decía que la cosa nada tenía que ver con Carol, comprendí que estaba haciendo un juego peligroso. Yo quería a Carol. Creo que si ella no hubiese trabajado tanto, si me hubiera podido dar un poco más de su tiempo, yo no habría deseado otras mujeres. Pero, con tanto tiempo libre entre las manos, tenía que hacer algo. Tal vez, pensé, es mejor sacarme a Eva de la cabeza. Pero pensar de este modo era engañarme. Yo sabía que, incluso aunque realmente lo hubiera deseado —y no lo deseaba—, no me iba a librar de Eva tan fácilmente.

Entré al departamento, arrojé el sombrero en la silla más próxima y fui a la biblioteca. Sobre el escritorio encontré una carta de la International Pictures. La leí con suma atención. No había trampa en ella. Quizá la única cosa sospechosa era el pedido de Gold de que mantuviéramos el acuerdo en secreto. Pero lo cierto es que esto tanto podía ser por él como por mí. Había puesto en negro sobre blanco que iba a pagarme cincuenta mil dólares por un guión titulado

Ángeles con tapado de marta, siempre que el argumento se basara en nuestra discusión y que contara con su aprobación.

Escribí una apurada nota a Mede Bensinger, incluyendo la carta. Después concentré mi atención en el artículo para el

Digest. «Mujeres de Hollywood», parecía, superficialmente, un tema fácil. Pero yo no tenía la costumbre de escribir artículos y me acerqué al tema con considerable inquietud y muchas dudas.

Encendí un cigarrillo y consideré el problema. Era difícil concentrarse. Seguía pensando en Carol. Me aterraba que ella fuera capaz de leer tan claramente en mi mente. Yo no quería perderla y comprendí que si no tenía cuidado, esto era lo que iba a ocurrir eventualmente. Después Eva arrojó a Carol de mis pensamientos. Pensé en el próximo fin de semana. ¿Dónde iba a llevarla? ¿Cómo iría a comportarse? ¿Qué ropa iría a ponerse? ¿Por qué desconfiaba tanto de presentarse en público? Si alguien debía tener cuidado de mostrarse, esa persona era yo, no ella.

Recogí el diario y miré la lista de lugares de diversión. Había decidido llevarla al teatro y, tras alguna vacilación, me pareció adecuado llevarla a ver

Mi hermana Eillen. El reloj del escritorio marcaba las cinco y cuarto; rápidamente dejé caer el diario y metí papel en la máquina de escribir. Escribí «Mujeres de Hollywood» por Clive Thurston en lo alto de la página y después me quedé mirando fijamente las teclas. No tenía idea de cómo iniciar el artículo, quería decir algo ingenioso y sofisticado, pero mi mente estaba totalmente estéril.

Me preguntaba con inquietud si Eva iría a vestirse de manera llamativa que le hiciera parecer lo que realmente era. Iba a ser bastante incómodo si llegaba a tropezar con Carol estando con Eva. Sabía que me arriesgaba. Nunca había visto a Eva vestida, y no tenía idea de su gusto para la ropa. Llegué a la conclusión de que me convenía escoger algún lugar apartado, donde no me conocieran y donde ningún conocido pudiera verme.

Encendí otro cigarrillo y nuevamente quise concentrarme en el artículo. A las seis de la tarde la página en la máquina de escribir seguía vacía y yo experimenté un leve pánico.

Acercándome bruscamente a la máquina empecé a escribir palabras, esperando que llegaran a tomar sentido. De este modo escribí hasta las siete, después recogí las hojas de papel y las uní. No intenté leerlas.

Russell se presentó para decirme que tenía listo el baño. Echó una mirada aprobadora a las páginas que yo tenía en la mano.

—¿Ha trabajado bien, señor? —preguntó, en su tono más alentador.

—Sí —dije acercándome a la puerta—. Revisaré esto cuando vuelva y usted llevará el artículo mañana por la mañana a la señorita Bensinger, a primera hora.

Hasta la una y diez no regresé de casa de los Wilbur. La fiesta había sido divertida y yo tenía algo pesada la cabeza, a causa del excelente champagne que había bebido casi toda la noche. Había olvidado el artículo que me esperaba sobre el escritorio y fui directamente a acostarme.

Russell me despertó a la mañana siguiente, a las nueve.

—Disculpe que lo moleste, señor —dijo apologético—, pero ¿quiere usted que lleve enseguida el artículo a la señorita Bensinger?

Me incorporé con un gruñido desesperado. Sentía la cabeza pesada y la boca como el piso de una jaula de pájaros.

—Caramba —dije—, me olvidé de revisarlo. Tráigalo, ¿quiere, Russell? Lo revisaré enseguida.

Cuando volvió yo había terminado la primera taza de café. Él me tendió las páginas escritas.

—Voy a lustrar sus zapatos, señor. Vuelvo enseguida.

Lo saludé con la mano y empecé a leer lo que había escrito. Antes de tres minutos había dejado la cama y me había precipitado hacia el escritorio. Comprendí que jamás podía mandar aquel artículo a Merle. Era desesperante. Era tan malo que me parecía imposible que yo lo hubiera escrito.

Empecé a golpear con vigor la máquina, pero me dolía la cabeza y no lograba unir dos frases. Al cabo de media hora, fui presa de una ira furiosa. Por la cuarta vez arranqué el papel de la máquina y lo arrojé rabioso al suelo.

Russell asomó la cabeza por la puerta.

—Son más de las diez, señor —recordó, como disculpándose.

Me volví hacia él, enfurecido.

—¡Fuera! —grité—, ¡váyase y, por el amor de Dios, no me moleste más!

Russell salió del cuarto, con los ojos dilatados de sorpresa.

Salvajemente me volví hacia la máquina de escribir. A las once mi cabeza estaba a punto de estallar y mi humor echaba chispas. A mi alrededor se amontonaban bolas de papel. Comprendí que todo era inútil. No podía escribir el artículo. El pánico, la rabia y la frustración me daban ganas de destrozar la máquina contra el suelo.

Entonces sonó el teléfono. Lo agarré rabioso.

—¿Quién es? —exclamé.

—Estoy esperando el artículo del

Digest… —dijo Merle, en tono quejoso.

—Pues seguirás esperando —contesté, dejando que reventaran mi amargura y mi rabia concentradas—. ¿Quién te crees que soy? ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que perder tiempo con ese maldito artículo para el

Digest? ¡Mándalos a la mierda! ¡Que lo escriban ellos si lo necesitan tanto! —y golpeé con fuerza el receptor.

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