Eva

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Esa noche no vi a Carol. No tenía ganas de verla. No tenía deseos de hacer nada tras la forma en que le había gritado a Merle. Al tranquilizarme comprendí hasta qué punto había estado loco. Merle era la mejor agente de Hollywood. Las estrellas y los escritores se la disputaban para que se encargara de sus asuntos. Merle sólo se interesaba en ganancias de cinco cifras, y todo el mundo lo sabía. De modo que si alguien la tenía como representante, el crédito que le acordaban era elevado en cualquier parte. Al gritarle como le había gritado, era posible que Merle me abandonara. Y en estos momentos yo no podía permitirme prescindir de Merle. Si se presentaba algún trabajo, éste iba a llegar por intermedio de ella. De hecho Merle era quien me daba de comer. En cuanto comprendí lo imbécil que había sido y el lío en el que me había metido, le telefoneé. La secretaria contestó que Merle había salido y que ignoraba cuándo iba a regresar. Tuve la impresión de que me trataba con desdén. La cosa no se presentaba bien y escribí a Merle una nota, disculpándome por lo que había hecho y alegando las consecuencias de una borrachera. Dije que esperaba que entendiera la cosa. Ofrecí todo en la carta, excepto besarle los pies. Después la mandé a su oficina por un mensajero especial.

Después de almorzar seguía sintiéndome como el diablo. La idea de haber perdido tres mil dólares me corroía. Pero, lo que más me preocupaba, era que no podía sentarme y escribir un simple artículo si me lo pedían con apuro. Era algo como para preocuparse. Aquello me indicaba, mejor que nada, que yo carecía de condiciones para ser un escritor de primera categoría. El pensamiento se me clavó en la garganta como el gancho de un anzuelo.

De todos modos, no tenía ganas de ver a Carol. Como prendía que ella iba a empezar a hablar de Eva y estaba con los nervios demasiado alterados para tolerar nada de nadie. La llamé y le dije que debía ir a Los Ángeles por un negocio urgente. Ella quiso que nos viéramos el sábado, pero le dije unas mentiras para librarme. Por la voz me di cuenta de que estaba deprimida y desilusionada, pero yo estaba decidido a pasar el fin de semana con Eva, y nadie iba a cambiar mis planes. De todos modos me sentí como una anguila cuando Carol intentó convencerme.

Después le escribí a Eva. Le dije que pasaría a buscarla a las seis y media del día siguiente, que iríamos al teatro y aprovecharíamos el resto del fin de semana para conocernos. Incluí un billete de cien dólares, diciéndole que era para gastos de desayuno y cama. Era la primera vez que pagaba a una mujer para que salera conmigo. La cosa no me gustaba. De algún modo empecé a compararme con Harvey Barrow, aunque me dije que en poco tiempo Eva empezaría a salir conmigo nada más que por puro gusto. Eso cambiaba las cosas.

A la mañana siguiente, cuando Russell preparaba el desayuno, me puse a descansar en el gran sillón junto a la ventana y a mirar distraído el diario.

—Russell —dije cuando él me trajo el café y los huevos—. Voy a pasar fuera el fin de semana. Quiero que vaya a Three Point y embale mis cosas. No pienso seguir manteniendo esa casa. Vea a los encargados y arregle con ellos.

Él deslizó la silla detrás de mí cuando me senté a la mesa.

—¿No le parece una pena dejar esa casa, señor Clive? —dijo, tendiendo sobre mis rodillas una servilleta blanca como la nieve—. Creí que le gustaba ir allí.

—Claro que me gustaba, pero tengo que hacer economías y Three Point me resulta demasiado caro.

—Comprendo, señor —sus cejas treparon por su frente—. Ignoraba que tuviéramos dificultades financieras. Lo lamento, señor.

—Bueno, tal vez la cosa no esté tan mal —dije, no queriendo alarmarlo—. Veamos la situación, Russell.

Seguro de lluvia sólo me da actualmente doscientos dólares semanales. La semana pasada la pieza no fue representada. Los libros no me darán nada hasta fin de septiembre y, cuando me paguen, será bastante menos. Tendré que reducir gastos por un tiempo.

Russell parecía vagamente inquieto.

—¿No piensa escribir pronto alguna otra cosa, señor?

—Estoy preparando algo —dije, tomando la taza de café que me tendía—. Cuando termine estaremos en la cresta de la ola… o deberemos estarlo.

Él no pareció impresionado.

—Me alegro de oír eso, señor —dijo—. ¿Piensa escribir otra pieza de teatro?

—Se trata de esa película de la que le he hablado… la que preparo para Rex Gold.

—Oh, comprendo, señor. —Su cara se puso sombría.

Yo seguía pensando en Merle, de modo que la llamé a su oficina. La secretaria dijo que se había ido para el fin de semana. Pedí una cita para el lunes, pero la secretaria contestó que Merle tenía compromisos toda la semana. Dije que volvería a llamar.

A las seis, cuando salía a buscar a Eva, telefoneó Carol.

—Oh, Clive, tenía miedo de no encontrarte —dijo. Su voz estaba tensa por la excitación.

—Dos minutos más y no me habrías encontrado —dije, preguntándome de qué se trataba ahora.

—Tienes que venir enseguida, Clive.

Con el ojo en el reloj contesté que era imposible.

—He estado hablando con Jerry Highams sobre

Seguro de lluvia —siguió diciendo ella, precipitando las palabras—. Dice que Berstein está buscando un argumento. Ambos vendrán a verme esta noche. Si vinieras, podrías interesar a Berstein en tu pieza. Jerry cree que es justamente lo que está buscando. Le dije que ibas a venir.

Me pregunté si Carol habría adivinado lo que yo pensaba hacer y se le había ocurrido esto para evitar que viera a Eva. Si Berstein estaba de verdad interesado en

Seguro de lluvia, sería ridículo dejar pasar semejante ocasión. Berstein era apenas inferior a Jerry Highams, y tenía gran reputación por sus películas sofisticadas, rápidas.

—Oye, Carol —dije, procurando hablar en tono razonable—, esta noche tengo un compromiso. ¿No puedes arreglar una entrevista con Berstein para el lunes?

Ella contestó que Berstein debía decidir ese fin de semana, porque Gold estaba impaciente. Tenía entre manos otros dos argumentos que estaba estudiando, pero que, si todos nos poníamos en la cosa, era fácil que los desechara para hacer

Seguro de lluvia.

—Es justamente su tipo de película —insistió Carol—. Berstein escuchará a Jerry y, si tú estuvieras presente y pudieras darle un resumen, estoy segura de que aceptará. No seas tonto, Clive: se trata de algo importante.

Pero Eva también lo era. Si la dejaba plantada a último momento era difícil que volviera a tener ocasión de salir con ella.

—Me es imposible —dije, sin cuidar de disimular la impaciencia de mi voz—. ¿Cuántas veces quieres que te lo diga? Tengo que ir fuera de la ciudad.

Hubo una larga pausa y oí que Carol contenía el aliento con una leve exclamación. Eso demostraba que ella también se estaba enojando.

—¿Qué es esa cosa tan importante que debes hacer, Clive? —preguntó con agudeza—. ¿Acaso no quieres escribir para el cine?

—Estoy escribiendo, tesoro, ¿te acuerdas? —dije—. ¿Acaso no estoy trabajando para Gold? ¿Estaba yo trabajando para Gold? Sólo Dios y Gold lo sabían.

—Sé razonable, Clive —había algo cortante en su voz ahora—. ¿Qué van a pensar si no vienes?

—Eso me importa un pepino —contesté—. Yo no hice el arreglo. ¿Acaso no sabías que estaba ocupado?

—Claro que lo sabía, pero pensé que tu trabajo te importaba más. De todos modos, que te diviertas… —y cortó la comunicación.

Esto significaba que había dos mujeres resentidas conmigo. Golpeé el teléfono, después eché tres pulgadas de whisky en un vaso y lo tragué de golpe. Recogí el sombrero y me dirigí a mi coche.

Cuando llegué a Laurel Canyon Drive el whisky me había acicateado, y me sentía espléndido. Me detuve frente a la casa de Eva y toqué la bocina. Después encendí un cigarrillo y esperé. Esperé exactamente un minuto y quince segundos, cuando las manecillas del reloj del coche marcaban las seis y media. Entonces Eva salió de la casa.

En cuanto la vi salté del coche, y abrí, en medio segundo, la tranquera blanca, para dejarle paso.

Llevaba un traje azul marino, de saco y falda, una camisa de seda blanca, no tenía sombrero, y, bajo el brazo, pendía una gran cartera con sus iniciales en platino, sobre la tapa. El atuendo no parece demasiado sorprendente, pero, si ustedes hubieran visto el corte de aquel traje, como yo lo veía, también habrían quedado atónitos. Su severidad y la forma en que moldeaba su esbelto cuerpo lo convertían en la ropa más elegante que yo había visto en mucho tiempo.

Luego vi sus piernas. En Hollywood, las lindas piernas son cosa común. Las piernas feas son tan escasas como las rubias platinadas naturalmente. Pero las piernas de Eva significaban algo. No sólo eran lindas, bien hechas, hermosamente torneadas: tenían también personalidad.

Me di cuenta, con atónita sorpresa, de que tenía entre las manos a una mujer elegante, sofisticada, de buen porte. Tampoco parecía ahora fea. Estaba cuidadosamente maquillada… no demasiado… y sus ojos brillaban.

—Caramba —dije, tomándole la mano—. ¿Eres siempre tan puntual?

Ella retiró la mano y me preguntó:

—¿Estoy bien?

Abrí la puerta del coche, pero Eva no hizo movimiento alguno para entrar. Permaneció allí con el ceño adusto, mientras los dientes mordían nerviosamente su labio inferior.

—Estás fantástica —dije, mirándola—. Elegante como un figurín. Ese traje es como para matar a cualquiera…

—No mientas —dijo ella agudamente, aunque dejó de fruncir el entrecejo—. Es algo que dices superficialmente, nada más.

—Hablo en serio… ¿Pero qué esperas…? Entra. De haber sabido que ibas a estar tan linda me habrías tenido ayer aquí…

Subió al coche. Su falda era muy ajustada y subió cuando ella se acomodó en los mullidos almohadones. Me tomé cierto tiempo para cerrar la portezuela.

—¿Te ha dicho alguien que tienes unos ojos preciosos? —dije, mostrándole los dientes.

Rápidamente ella se acomodó la falda.

—Vamos, pórtate bien, Clive —dijo, con una risita.

—Será difícil con lo linda que estás —contesté, deslizándome tras el volante.

—¿Estás seguro de que estoy bien? —abrió la cartera y se miró en un espejito de mango esmaltado.

—Seguro —dije, ofreciéndole un cigarrillo—. Podrías ir a cualquier parte, y con quien fuera.

Ella me miró, divertidamente maliciosa.

—Apostaría que creías que iba a presentarme como una turra, ¿no es así? —preguntó. Me di cuenta de que estaba contenta de haberme sorprendido.

Reí.

—Lo reconozco… —y le ofrecí fuego.

—¿Sabes una cosa? —hizo pasar el humo por los hoyos de la nariz—. Estoy nerviosa como una gata.

Yo también estaba nervioso. Tal vez no nervioso: tímido. Para mí era una nueva experiencia y la disfrutaba en grande.

—No lo creo. ¿Por qué vas a estar nerviosa conmigo?

—Porque lo estoy. ¿Dónde vamos?

—Primero al Manhattan Grill; después iremos a ver

Mi hermana Eillen. ¿De acuerdo?

—Hum… —arrojó la ceniza del cigarrillo—. Espero que hayas elegido una mesa contra la pared.

—¿Por qué? —pregunté intrigado—. ¿Por qué prefieres una mesa contra la pared?

—Me gusta ver entrar a la gente —dijo, sin mirarme—. Tengo que tener cuidado, Clive. Mi marido tiene amigos por todas partes.

Yo empezaba a descubrir cosas.

—¿Entonces es por eso que no puedes ir al Brown Derby y a los otros lugares de moda…? —dije—. ¿Crees que mi presencia puede molestar a tu marido?

Ella asintió.

—Todo estará bien cuando yo le hable de ti; pero no quiero que alguien se lo cuente por adelantado.

—¿Quieres decir que a él no le importaría que salieras conmigo si supiera quién soy?

Otra vez asintió.

—Comprendo que le importe. A mí me importaría atrozmente si fuera tu marido.

Sus labios se apretaron.

—Él confía en mí.

Es más de lo que yo haría, pensé. Si yo fuera tu marido no confiaría en ti ni un momento si te perdía de vista.

—Comprendo —dije—. Bueno, ¿cómo vas a ponerme bien con tu marido? Ni siquiera sabes quién soy.

Ella me miró de reojo.

—Estaba esperando que me lo dijeras.

Pensé rápidamente. Me esquivé.

—¿Todos tus amigos te dicen quiénes son?

—No salgo con hombres —contestó—. ¿Comprendes? Debo tener cuidado.

—Supongo que haces bien, dado el juego que haces con un marido confiado —retruqué—. Pero ¿dónde está tu marido? ¿Qué hace, por el amor de Dios?

Ella vaciló un momento.

—Es ingeniero. Paso meses enteros sin verlo. Ahora está en Brasil.

Todo eso no me gustaba demasiado.

—¿Y si se le ocurre volver inesperadamente esta noche? —pregunté en broma, aunque, en el fondo de mi alma, pensaba que iba a encontrarme en una situación muy incómoda si eso sucedía.

Ella meneó la cabeza enfáticamente.

—No volverá. No tengo por qué preocuparme. Siempre me anuncia cuándo viene.

Yo seguía descontento.

—Tal vez algún día quiera darte una sorpresa. ¿No es esto muy arriesgado?

—¿Por qué? Supongo que no crees que ese lugar es mi casa, ¿verdad? Ésa es mi dirección comercial. Pensé llevarte esta noche a mi verdadera casa, pero después decidí que era mejor no hacerlo.

—¿Así que tienes dos casas? ¿Dónde queda la otra?

—En Los Ángeles… —por la forma en que lo dijo comprendí que no iba a sacarle nada más.

—¿Quieres decir que tu marido no está enterado de la existencia de Laurel Canyon Drive?

—Claro que no.

—¿Y debes tener cuidado?

Ella levantó los hombros.

—Me mataría si lo descubriera —y rió súbitamente. Puse en marcha el motor, apreté el acelerador.

—Tienes un raro sentido del humor.

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que algún día lo descubrirá. Siempre digo que mis pecados me delatarán algún día. Y así será. Entonces tendré que correr a pedirte protección.

—Antes de comprometerme quiero saber si tu marido es un tipo grandote —contesté, comprendiendo que bromeaba.

—Es muy grande —contestó ella deslizándose en el asiento hasta que su cabeza tocó el borde del mullido respaldo—. Y es recio y fuerte.

—Pues me estás asustando —dije, mostrando los dientes—. No me digas que te pega palizas.

Ella sonrió de manera secreta.

—Alguna vez lo ha hecho.

Le lancé una rápida mirada sorprendida.

—Jamás habría supuesto que tú eras mujer de tolerar eso.

—A él le aguanto todo, menos que tenga otras mujeres. Comprendí por su voz que hablaba en serio y experimenté una irritada contracción de envidia. No había imaginado que un marido pudiera ser un rival.

—¿Hace mucho que estás casada?

—Oh, mucho tiempo —volvió la cabeza para no mirarme—. Y no sigas haciendo preguntas.

—No las haré —dije, y, para cambiar de tema—: ¿Sabes qué nos vendría bien?

—¿Qué?

—Un gran whisky con soda. ¿No te parece que nos vendría bien… o acaso no bebes?

—Puede ser… pero no bebo mucho.

—¿Cuánto?

Ella rió.

—No resisto el alcohol. Con tres tragos estoy borracha.

—No te creo.

—No es necesario que me creas. Simplemente te lo digo —arrojó por la ventana la colilla del cigarrillo.

—De acuerdo… emborrachémonos entonces —dije, enfilando con el coche hacia Vine Street y deteniéndome en el barcito frente al Brown Derby. Ella miró dudosa por la ventanilla.

—¿Te parece que podemos bajar aquí? —preguntó—. Es un sitio que no conozco.

—Me parece que podemos bajar… —dije, descendiendo del coche y dando la vuelta para abrirle la puerta—. Siempre vengo aquí cuando quiero «ligarme» una gran estrella… —cuando bajó volví a admirar sus piernas—. Tranquilízate. De todos modos no hemos hecho nada malo… todavía.

Ella me siguió al bar, que estaba medio vacío.

El mozo negro del mostrador me sonrió.

—Siéntate ahí y te traeré un trago —dije—. ¿Qué deseas? ¿Un whisky? Ella asintió y se dirigió hacia una mesita en el rincón. Vi que varios hombres la observaban con expresión intensa. Todos la miraron hasta que se sentó a la mesa, y uno incluso se dio vuelta en el asiento para poder ver dónde se ubicaba.

—Dos whiskies dobles —dije al mozo. Él los deslizó por el mostrador—. Y un ginger seco.

Cuando el mozo se dirigió a la heladera yo me incliné sobre el mostrador, dando la espalda a Eva, y vacié uno de los whiskies en el otro vaso. Si tres whiskies la emborrachaban, pensé, veamos lo que ocurre con cuatro.

El negro me dio el ginger y yo lo dividí entre los dos vasos.

—Toma —dije, uniéndome a Eva en la mesa—. Por un lindo fin de semana… —bebí un poco de ginger. Era infernal tomado sin whisky. Ella miró su vaso.

—¿Qué es esto?

—Whisky con una gran cantidad de ginger —contesté—. ¿Qué crees que es?

—Parece demasiado whisky.

—Aquí dejan el ginger al sol. Eso le da un tono tostado.

Ella bebió la mitad del vaso, hizo una mueca y lo dejó sobre la mesa.

—Aquí hay más de un whisky.

—No es culpa mía: el mozo los trae servidos. Vamos, otro más y nos vamos.

—Estás procurando emborracharme —dijo ella con acritud.

Me reí de ella.

—Tonterías —dije—. ¿Para qué iba a hacer eso?

Ella se encogió de hombros, terminó el whisky y no protestó cuando yo volví al bar. Repetí la historia. Por el momento al menos me convenía seguir estando sobrio.

Cuando salimos no le quité el ojo de encima. Dentro de lo que podía ver el whisky no la había afectado. «Tres whiskies y estoy borracha», había dicho. Tal vez no debí darle más de tres. Tenía ahora ocho whiskies encima y parecía más seria que un ataúd.

—¿Cómo te sientes? —pregunté, cuando llegamos al Manhattan Grill.

—Muy bien —se deslizó fuera del coche—. ¿Por qué?

—Sólo quería no perder el contacto contigo —contesté, siguiéndola al restaurante.

Había mucha gente en el bar y Eva retrocedió. Sus ojos examinaron las caras y las dos arrugas a los lados de su nariz parecieron dos tajos profundos.

La tomé por el codo y la guié suavemente entre la multitud.

—No hay peligro —dije—, no te asustes.

—No sé si no lo hay —dijo ella conteniendo el aliento—. Esto está demasiado repleto para mí.

Nos abrimos paso hasta el comedor; cuando se acomodó en el sofá que bordeaba la pared, pareció más contenta.

—Siempre soy así —dijo, mientras sus ojos recorrían el salón—. Perdona: pero de verdad debo tener cuidado.

—No siempre —le recordé—. Conmigo no has hecho más que salir. Tus otros clientes no te sacan.

—A veces sí… —dijo ella sin pensar—. No esperarás que me quede en casa todas las noches, ¿verdad?

Era la segunda mentira. Primero había dicho que tres whiskies la liquidaban; ocho la habían dejado helada. Después había dicho que nunca salía con sus clientes, y ahora decía que lo hacía. Empecé a preguntarme si había alguna verdad en lo que me estaba diciendo.

Pedimos la comida.

Como ella me llevaba ocho tragos de ventaja, pensé que había llegado el momento de alcanzada. Tras un par de whiskies puros, decidí decirle quién era yo. Iba a enterarse tarde o temprano y no tenía sentido demorar la cosa por más tiempo.

—Vamos a presentarnos —dije—. Aunque tú conoces ya mi nombre.

Hubo inmediato interés en sus ojos.

—¿De veras? No me digas que eres famoso…

—¿Parezco una persona famosa?

—Dime quién eres… —ya no parecía la Eva que yo conocía. Se había humanizado, estaba curiosa y algo excitada.

—Mi nombre —dije observándola con atención— es Clive Thurston.

Eva no reaccionó como Harvey Barrow. Pude ver enseguida que mi nombre significaba algo para ella. Por un segundo hubo en sus ojos una expresión de incredulidad, después me miró de frente.

—¡Entonces era por eso que querías saber qué me había parecido

Ángeles con tapado de marta! —exclamó—. Naturalmente… ¡y yo que te dije que no me gustaba!

—No tiene importancia —dije—. Yo quería saber la verdad y tú me la dijiste.

—He visto tu pieza

Seguro de lluvia… Jack se entusiasmó. Pero yo estaba ubicada detrás de una columna y sólo pude ver la mitad.

—¿Jack? —pregunté precipitadamente.

—Sí, mi marido.

—¿Y a él le gustó?

—Sí… —me miró vacilando un poco—. Es mejor que yo también me presente: me llamo Pauline Hurst.

—¿No te llamas Eva?

—Para ti siempre seré Eva.

—Sí… aunque me gusta el nombre Pauline. Te queda bien… pero también te sienta Eva.

Después de comer fuimos al teatro. La pieza la divirtió, como yo había esperado. Tomamos varias copas rápidas en los intervalos. Cuando regresábamos del bar, tras el último intervalo, sentí que alguien me tocaba el brazo. Me di vuelta y vi a Frank Imgram detrás de mí.

—¿Le gustó? —preguntó sonriendo.

Tuve ganas de estrangularlo. Seguramente iba a contarle a Carol que me había visto.

—Es una buena obra —dije, saludándolo con la cabeza— y espléndidamente representada.

Sus ojos se clavaron en Eva.

—Así es… ¿verdad?

Después la muchedumbre nos separó y me abrí paso para llegar a mi asiento.

Eva me miró interrogante.

—¿Algún conocido?

—Imgram. El autor de

La tierra estéril.

—¿Te importa que te haya visto conmigo?

Meneé la cabeza.

—¿Por qué iba a importarme?

Ella me lanzó otra mirada y no dijo nada. El resto de la representación quedó arruinado para mí. No podía dejar de pensar en lo que iba a decir Carol.

Tuvimos la suerte de salir entre los primeros. No volví a ver a Imgram. Eva y yo subimos al coche y marchamos por Vine Street.

—¿Quieres tomar una copa antes de volver a casa? —le pregunté.

—Creo que sí.

Volvimos al mismo barcito y permanecimos allí un rato. Bebimos mucho, pero a Eva no se le notaba. Yo me sentía algo borracho y pensé que había llegado el momento de decir basta. Después de todo, yo conducía el coche.

—Una copa más y nos vamos. ¿Quieres un cognac?

—¿Por qué?

—Para ver si lo resistes.

Sus ojos brillaban, pero, fuera de eso, parecía sobria.

—Lo resisto —dijo.

Pedí un cognac doble.

Ella me miró.

—¿Tú no tomas?

—Tengo que manejar.

Ella bebió el cognac puro.

Subimos al coche y yo conduje lentamente hacia Laurel Canyon Drive.

—Puedes dejar el coche en el garaje —dijo ella—, hay sitio.

Abrió la puerta principal y me esperó en el vestíbulo. Yo saqué la valijita del baúl del Chrysler y la seguí escaleras arriba.

Entramos en el dormitorio y ella encendió las luces.

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