Eva

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Yo había olvidado a Harvey Barrow. Me había parecido una criatura tan barata e insignificante que lo había expulsado de mi mente tras echarlo de Three Point. No se me había ocurrido que pudiera volver a tener contacto con Eva. Ella lo había tratado tan brutalmente, yo lo había humillado tanto ante ella, que era inconcebible que se atreviera a volver a mirarla de frente. Sin embargo allí estaba, iba a verla, la compartía conmigo, me hacía descender hasta su sórdido nivel.

Todavía estaba chocado y deprimido cuando abrí la puerta de mi casa. Russell avanzó por el corredor para recibirme. Una mirada a su cara angustiada bastó para mostrarme que se presentaban más dificultades.

—La señorita Bensinger lo está esperando, señor —me dijo.

Lo miré atónito.

—¿Me está esperando? —repetí. ¿Cuánto tiempo hace que me espera?

—Acaba de legar. Dijo que era urgente y que iba a aguardar diez minutos.

Me pregunté por qué Merle Bensinger se había tomado el trabajo de venir desde su oficina a verme. Evidentemente se trataba de algo urgente e importante, ya que ella casi nunca dejaba su oficina.

—Está bien, Russell —dije, tendiéndole el sombrero—. La veré enseguida.

Me dirigí a la sala.

—Hola, Merle —dije, acercándome—: ¡Qué sorpresa!

Merle Bensinger era alta, de pelo colorado y tosca. Llevaba bien sus cuarenta años y no había mujer de negocios más hábil que ella en Hollywood. Se había plantado frente a la chimenea vacía; me miró con ojos tormentosos.

—Si

ésta es una sorpresa es mejor que te prepares tomando un cognac —dijo, fingiendo no ver la mano que yo le tendía y sentándose en el brazo del sillón—. De verdad vas a necesitarlo.

—Vamos, Merle —dije—, lamento mucho lo ocurrido con el artículo del

Digest

—El artículo del

Digest no interesa —exclamó—, ya tendrás bastantes problemas sin necesidad de añadir ése —revolvió su cartera y extrajo un arrugado paquete de Camels—. No tengo tiempo, así que vayamos cuanto antes al grano. Dime sólo una cosa… ¿trompeaste a Frank Imgram?

Me pasé los dedos por el cabello.

—Y si así fuera… ¿a ti qué te importa?

—¡Y todavía el tipo pregunta si me importa! —exclamó Merle, elevando unos ojos implorantes al techo—. ¡Es cosa de risa! ¡El hombre echa a perder la mejor propuesta monetaria de Hollywood, destroza su medio de trabajo, y todavía me pregunta si eso importa! —me miró y sus ojos verdes eran casi salvajes—. Oye, Thurston, has sido un cretino. ¡Un cretino tan grande que me pregunto qué padres te han concebido! Lo del

Digest estuvo bastante mal… ¡Pero esto…! ¡Es un crimen!

—Vamos —dije con impaciencia—, ¿por qué está tan mal?

Arrojó su cigarrillo y se acercó a la ventana.

—La cosa no puede ser peor, Thurston. Te has puesto en contra del hombre más importante, más inescrupuloso del cine… Gold. Está decidido a destruirte y lo hará. ¡Entre tú y yo y las pulgas de mi perro, lo mejor que puedes hacer es preparar las valijas y disparar! En lo que a Hollywood se refiere… ¡estás terminado!

Fui al armario y me serví un whisky fuerte. Lo necesitaba.

—Sirve por partida doble —exclamó Merle—. ¿Crees que sólo tú tienes nervios?

Le di un whisky y me senté.

—¿Y qué pasa con el contrato entre Gold y yo? —dije—. No vas a dejar que me trampee en eso…

Merle meneó la cabeza desesperada.

—¡Hay que ver cómo habla este tipo! —dijo, dirigiéndose a un florero lleno de claveles—. ¡Contrato! ¡Cree que tiene un contrato…! —se volvió hacia mí—. Ni un bebé de dos meses ciego y débil mental cumpliría un contrato como ése. Ese contrato no tiene ningún valor. Si a Gold no le gusta la historia, el contrato no existe.

—Tal vez le guste —dije, incómodo—. No vas a decirme que Gold va a rechazar un buen argumento para vengarse de mí.

Ella me miró compasiva.

—¿No te das cuenta de que tus locuras de borracho le han costado a Gold algo así como cien mil dólares? y un argumento tiene que ser más que bueno para que Gold olvide cien mil dólares. Mi opinión es que no existe escritor en Hollywood capaz de hacerle olvidar esa suma.

Terminé el vaso y encendí un cigarrillo.

—Bueno —dije, procurando no sentirme asustado—. ¿Qué puedo hacer? Eres mi agente. ¿No se te ocurre algo?

—No tengo nada que sugerir. Gold te ha puesto en la lista negra, y eso es todo. Tendrás que escribir novelas. El teatro y el cine se han terminado.

—Oh, no —exclamé súbitamente enojado—. Él no puede hacerme eso. Es una locura…

—Tal vez lo sea, pero yo sé lo que Gold es capaz de hacer. Gold es el único tipo en Hollywood a quien no puedo manejar… —súbitamente chasqueó los dedos—. Pero hay alguien que podría ayudarte…

La miré fijo.

—¿Ayudarme? ¿De qué estás hablando?

—De alguien que te podría reconciliar con Gold.

—¿Quién?

—Tu amiga… Carol Rae.

Me puse de pie.

—¿Qué diablos quieres decir con eso?

Con un gesto me indicó que me sentara.

—No te inquietes —dijo apaciguadora—. Carol Rae podría arreglar la cosa. Ella y Gold están así… —cruzó los dedos.

—¿Desde cuándo? —pregunté, desconfiando de mi voz. Merle me miró fijo.

—¿Estás enterado de que Gold quiere casarse con ella?

—Lo sé, pero eso no significa nada.

—¿Cómo que no significa nada? ¿Pero qué te pasa? Escucha lo que te digo: Gold no se ha casado nunca. Tiene casi sesenta años. De pronto se enamora de una muchacha, ¡y tú dices que eso no significa nada! Para Gold significa todo. Cuando un tipo de esa edad cae, se viene abajo como si fuera una tonelada de hierro desde el Empire State Building. En estos momentos esa muchacha puede hacer lo que le dé la gana con Gold. Repito… incluso podría reconciliarte con él.

Suspiré profundamente y, con un esfuerzo, contuve mi malhumor. Pero tuve que sudar para lograrlo.

—Está bien, Merle, gracias por el consejo. Lo pensaré… —No sé cómo logré no pegarle, aunque sabía que no podía echarme más enemigos encima—. Estaré atento.

Ella se puso de pie.

—Tienes que hacer algo más que eso, Thurston —dijo—. Ya te he dicho lo que conviene hacer. Es cosa tuya. Si yo estuviera en tu lugar, abandonaría ese argumento y escribiría una novela. Ya se han presentado algunos de tus acreedores para saber si te has metido en un lío con Gold. Los he calmado, pero no por mucho tiempo.

Yo estaba demasiado abrumado para hacer otra cosa que mirarla.

—Algo más —dijo, volviéndose desde la puerta—. ¿Qué hay de verdad en eso de que andas saliendo con una ramera?

Sentí que iba a atacarla.

—Ya te he aguantado muchas cosas en lo que va de la mañana, Merle. No metas el hocico en mis asuntos —exclamé, dándole la espalda.

Ella me miró y después levantó las manos en un gesto de terrible exasperación.

—Entonces es verdad —dijo—. ¿Estás loco? ¿Acaso no hay bastantes mujeres en esta brillante letrina, para que tengas que exhibirte con una puta? Están hablando de ti, Thurston. Ningún escritor puede permitirse ese tipo de escándalo. Contrólate, por el amor de Dios, o tendremos que separarnos.

La sangre dejó mi cara.

—Hollywood no va a dictarme órdenes —dije furioso—. Y también lo digo por ti, Merle. Sé con quién tengo que juntarme y, si a ti note gusta, ya sabes lo que tienes que hacer.

—¡Qué imbécil eres! —dijo ella, enojada a su vez—. Creí que podríamos ganar dinero juntos, pero estaba en un error. De acuerdo; tú lo has querido. Para mí perderte no representa nada, porque ya estás barranca abajo. Me conoces, Thurston: soy sincera. Si sigues exhibiéndote con esa mujer tu nombre va a apestar como un cadáver de un mes. No seas loco. Si no puedes dejarla, por el amor del diablo, no te muestres con ella en público. Tenla escondida.

Yo estaba tan enojado que hubiera podido pegarle.

—Adiós, Merle —dije, abriendo la puerta—. Hay muchos otros cuervos que se encantarán de reemplazarte. En lo que a mí se refiere, hemos terminado.

—Adiós —replicó ella—. Cuida tus centavos, Thurston, vas a necesitarlos.

Antes que se me ocurriera una respuesta apropiada, Merle había desaparecido.

Empecé a pasearme de arriba abajo. ¿Por qué se había referido a mis acreedores? Yo no debía grandes sumas a nadie. ¿Qué había querido decirme? Llamé a Russell.

—¿Tenemos algunas cuentas grandes, Russell? —pregunté cuando vino.

—Unas pocas, señor —dijo él, levantando las cejas hasta lo alto de la frente—. Creía que usted estaba al tanto.

Le lancé una mirada dura y me dirigí al escritorio. Abrí uno de los cajones y saqué un montón de papeles diversos.

—Usted debía haberse ocupado de esto, Russell —dije, enojado—. Yo no puedo hacerlo todo en este maldito departamento.

—Pero yo nunca he visto estas cuentas, señor —protestó Russell—. De haber sabido que estaban ahí…

—Está bien, está bien… —contesté irritado, comprendiendo que él tenía razón. Yo tenía la costumbre de meter las cuentas en ese cajón, prometiéndome arreglarlas todas a fin de mes. De algún modo nunca me había llegado el momento de examinarlas.

Me senté ante el escritorio.

—Venga… agarre papel y lápiz y anote las sumas a medida que se las vaya dictando —dije.

—Eh… ¿pasa algo, señor? —preguntó Russell, súbitamente ansioso.

—Haga lo que le digo y, por el amor de Dios, no siga hablando.

Al cabo de un cuarto de hora resultó que yo debía trece mil dólares en diversas tiendas y sastrerías.

Miré a Russell.

—Bastante mal —dije, con una mueca—. Sí, realmente bastante mal.

—Bueno, al menos ellos van a esperar, señor —dijo él, golpeándose inquieto el mentón—. Es suerte que tenga usted una propuesta del señor Gold… Quiero decir, señor, que no puede usted seguir mucho tiempo de esta manera. Yo pensaba que…

—No importa lo que usted haya pensado —estallé—. Yo no le pago para que piense, Russell. Vamos, váyase. Tengo que hacer.

Cuando se fue saqué la libreta del Banco. Disponía de quince mil dólares. Si lo que Merle decía era verdad y mis acreedores estaban inquietos, me iba a quedar sin nada en poco tiempo. Al guardar la libreta noté que me temblaba la mano.

Por primera vez desde mi llegada a Hollywood tuve un sentimiento de duda. Hasta ahora, con la continua renta que me daba

Seguro de lluvia y con la buena venta de mis libros, yo había confiado en el futuro. Pero la obra y los libros no podían seguir marchando eternamente. Simplemente tenía que lograr un éxito con el argumento que iba a escribir para Gold. No había otra salida.

Pasé los tres días siguientes procurando hacer un borrador del argumento. Trabajé duro, pero, al fin del tercer día, comprendí que no había hecho nada de valor. El motivo principal que hacía abortar mi trabajo es que por la primera vez en mi vida, yo sabía que debía tener éxito. Este sentimiento creaba una chispa de pánico que, finalmente, me impedía pensar con claridad y, a medida que me angustiaba más y más, me encontraba llenando páginas con palabras sin sentido.

Finalmente hice a un lado la máquina de escribir, me preparé un whisky fuerte con soda y empecé a recorrer el cuarto.

Miré el reloj. Eran las siete y diez. Casi sin pensarlo fui al teléfono y llamé a Eva.

Ella contestó de inmediato.

—Hola…

Al oír su voz un gran peso desapareció de mi alma. Comprendí entonces que hacía dos días que esperaba llamarla. La necesitaba para compartir mi soledad, necesitaba recobrar la perdida confianza en mí mismo.

—Hola —dije—, ¿cómo estás?

—Muy bien, Clive, ¿y tú?

—Muy bien. Oye, Eva: ¿quieres comer conmigo? ¿Quieres que pase enseguida a buscarte?

—No… no es posible.

Mi alma volvió a sentirse oscura y pesada.

—No digas eso. Quiero verte.

—No puedo.

—Pero necesito verte esta noche —persistí, sintiendo que la sangre se me subía a la cabeza.

—Esta noche no puedo, Clive.

Por lo menos podría decir que lo lamenta, pensé, furioso contra ella.

—¿Quieres decir que tienes un compromiso para la hora de comer?

—Sí… si eso te interesa.

—Está bien… está bien… pero necesito verte. ¿No puedes cancelar esa cita?

—No.

Casi colgué de golpe, pero, al recordar las largas horas que tenía ante mí, intenté una vez más.

—¿No es posible que nos veamos después de la comida? —pensé que si rehusaba eso, sólo Dios sabía lo que yo iba a hacer.

—Bueno, tal vez —dijo de mala gana—. ¿Realmente necesitas verme?

¿Para qué diablos creía que me estaba arrastrando de pies y manos?

—Sí —dije—. ¿A qué hora quieres que nos veamos?

—A eso de las nueve y media.

—Te propongo que me telefonees cuando vuelvas. Iré enseguida.

—De acuerdo.

Le di mi número de teléfono.

—Entonces, a eso de las nueve y media. Esperaré aquí.

—De acuerdo —y cortó.

Dejé el receptor. La conversación no me había alentado. Había sido una conversación chata, deprimente, impersonal, pero no me importaba. Tenía que verla. Era como un torno que penetra en un diente enfermo, pero no me atrevía a enfrentar otra noche de soledad.

Mientras estaba ensimismado pensando en Eva, se presentó Russell. Me miró, vio el revoltijo de mi escritorio, y torció la boca.

—Está bien, Russell —dije, irritado—. No pongas esa cara de obispo. Las cosas no andan bien. La verdad es que todo se va al diablo.

Las cejas empezaron a trepar por su frente.

—Lamento enterarme de eso, señor —dijo—. ¿Hay algo que ande particularmente mal?

—No consigo hacer nada —dije después de una pausa—. Carol me ha dejado; la señorita Bensinger me ha abandonado, no voy a ninguna parte con el argumento y estoy lleno de deudas. Ese es mi infierno hoy. ¿Qué le parece?

Se frotó la cabeza calva con la palma de la mano.

—No sé qué le ha pasado a usted, señor Clive —dijo—. En una época usted trabajaba todas las horas del día. Ahora hace no sé cuánto tiempo que no trabaja. Esto me preocupa. Si me permite que se lo diga, desde que usted mandó el libro a esa señorita Marlow, no ha tenido más que dificultades.

—Todos quieren echarle la culpa —dije, poniéndome de pie y caminando para una y otra parte—. Pero todos se equivocan. No sé qué haría sin ella.

Él se permitió una respetuosa sonrisa.

—Espero que no se haya ofendido, señor Clive —dijo sacando el pañuelo y secándose la frente. Comprendí que estaba turbado y que hablaba muy en serio—. Espero, señor, que deje usted a esa mujer. A la larga no le hará más que daño. Ahí tiene a la señorita Carol. Es una señorita fantástica, si me permite usted que se lo diga. ¿Por qué no va a verla? ¿Por qué no le cuenta lo que ha pasado y le pide que lo ayude? Ella no lo abandonará si está segura de que usted la necesita.

Pensé en mi cita con Eva. Era inútil: tenía que ver a Eva esta noche. Era inútil escuchar a Russell. Tal vez él tuviera razón, pero, aunque así fuera, yo no podía retroceder ahora que había hecho algunos progresos con Eva.

—Lo pensaré, Russell —dije, poniéndome de pie—. Tal vez todo va a arreglarse. No lo sé. Tal vez vea a Carol. En este momento me parece inútil, pero quizá mañana haya cambiado de idea… —empecé a recorrer el cuarto—. Sea bueno y prepáreme algo para comer, ¿quiere? No saldré hasta más tarde. ¿Me entiende?

Él se puso de pie y me lanzó una mirada, rápida, audaz. Vi que sus labios se habían contraído y que su cara se nublaba de pesar, pero salió sin decir nada.

Sentí súbito cariño por Russell. Sabía que quería hacerme bien y que estaba realmente preocupado por mí. En mi estado actual de ánimo era reconfortante sentir que por lo menos había alguien a quien le importaba de mí.

Seguí inquieto la próxima hora y, cuando el minutero giró hacia el otro lado de la esfera, mis nervios se acrecentaron.

Miré de nuevo el reloj. Eran las nueve y treinta y siete. Naturalmente, me dije, no podía esperar que fuera puntual; en cualquier momento iba a sonar la campanilla.

Ya no pude concentrarme en la lectura y permanecí esperando, con un cigarrillo entre los dedos y un horrible vacío en el estómago.

Russell se presentó a preguntarme si necesitaba algo. Impaciente, lo despedí con un gesto de la mano.

—¿Quiere que haga guardar el coche, señor?

—No, voy a salir en cualquier momento. Dé orden de que lo dejen fuera.

—¿Nada más, señor?

Me contuve para no gritarle.

—Sí, gracias, Russell —dije, con estudiada calma—. Buenas noches, y no se alarme si vuelvo tarde.

Cuando él se fue yo iba a mirar el reloj, pero me contuve a tiempo. Espera a que llame, me dije. Es inútil mirar el reloj. Eso no te lleva a ninguna parte. Va a llamar. Dijo que iba a llamar y llamará.

Cerré los ojos y esperé. Esperé largo rato, sintiendo que la duda, la desilusión, y la frustración crecían en mi mente como un coágulo de sangre. Incluso empecé a contar: cuando llegué a ochocientos, abrí los ojos y miré el reloj. Eran las diez y cinco.

Fui al teléfono, marqué el número de Eva y esperé. Dejé sonar largo rato la campanilla, pero no hubo respuesta. Corté.

—Maldita —dije—, maldita de mierda.

Después me serví un whisky y encendí un cigarrillo. Mientras hacía esto mi alma se arrastraba en medio de una furia helada, frustrada. La maldije. Siempre había sido así. Una mujer indiferente, egoísta, en quien no se podía confiar. Había prometido llamarme. No había pensado que me arruinaba la noche. Simplemente no le importaba lo que me pasaba.

A las diez y media volví a llamar, pero no contestaron. Empecé a pasearme de arriba abajo, temblando de rabia.

A ella le importaba un comino. ¿Acaso no era independiente? ¡Ya me las pagaría la muy puta! ¡Ya le enseñaría que no me podía tomar de sonso! Después arrojé lejos el cigarrillo, en medio del asco y la frustración. ¿Cómo podía enseñarle algo? Ni siquiera podía herirla. No había ni una maldita cosa que pudiera hacerle y creara una diferencia. Ni una sola.

Si alguna vez te atrapo como quiero atraparte, Eva, me dije, me las vas a pagar.

En el momento mismo de decirlo, comprendí que no iba a atraparla como quería atraparla. Si seguíamos viéndonos, yo era quien iba a sufrir. Yo iba a tener que ceder siempre, porque a Eva yo no le importaba un comino, y nunca iba a interesarle.

Volví a marcar su número diez minutos después. Estaba decidido a hablar con ella, aunque tuviera que seguir llamando toda la noche. A las once y media contestó.

—Hola…

—Eva… —me interrumpí porque no podía poner mis pensamientos en palabras. La rabia, el alivio y un agotamiento histérico me habían dejado mudo.

—Hola, Clive…

El tono chato, indiferente de su voz me galvanizó y dije:

—Te he esperado. Dijiste a las nueve y media. Mira la hora. He esperado, esperado…

—¿De veras? —hubo una pausa; después dijo entre dientes—: Dios, estoy borracha…

—Estás borracha, ¿eh? —casi grité—. No has pensado ni un momento en mí…

—Oh, Clive, basta. Estoy cansada… no puedo hablar.

—Pero teníamos que vernos… ¿Por qué has hecho esto?

—¿Y por qué no iba a hacerlo? —replicó—. Tomas las cosas demasiado en serio. Te digo que estoy cansada…

Va a cortar dentro de un momento, pensé, presa de súbito pánico.

—Espera, Eva, no cortes… —estaba medio loco de rabia, frustración y miedo de no verla—. Si estás cansada… bueno, lo lamento, pero ¿por qué no me telefoneaste? Te he esperado… quiero decir… después del fin de semana… ¿no podrías tratarme de un modo un poco diferente?

—¡Oh, termínala! —exclamó—. Ven enseguida si quieres. Pero no sigas fastidiándome. Todavía no es tan tarde. Ven y deja de hablar.

Cortó antes que pudiera contestarle.

No vacilé. Recogí el sombrero y corrí al ascensor. Unos minutos después estaba en el coche, corriendo hacia Laurel Canyon Drive.

Era una brillante noche de luna y el tránsito en las calles era intenso; logré llegar a casa de Eva en trece minutos.

Cuando llamé, ella abrió la puerta.

—Eres atroz, Clive —dijo, precediéndome hacia el dormitorio—. ¿Qué te pasa? Hace unos pocos días que te he visto.

La enfrenté, luchando para controlar mi furia. Llevaba su salto de cama azul y de ella emanaba un fuerte olor a whisky.

Me miró parpadeando, con los ojos nublados, después hizo unas muequitas.

—Dios —dijo bostezando—, estoy tan cansada.

Se dejó caer en la cama, con la cabeza sobre la almohada, y me miró. Vi que tenía dificultad para enfocar la vista.

Permanecí allí de pie, sintiendo un súbito asco hacia ella.

—Estás borracha —dije acusadoramente.

Ella se llevó la mano a la cabeza.

—Debo de estarlo —dijo, bostezando de nuevo—. De todos modos, ya tomé bastante —y cerró los ojos.

—¿Cómo puedes hacerme esto? —estallé, con deseos de sacudirla, de seguir sacudiéndola—. He esperado y esperado. ¿Acaso no tienes sentimientos?

Ella se apoyó con dificultad en el codo, con la cara de madera y los ojos como piedras mojadas.

—¿Sentimientos? —repitió—. ¿Por ti? ¿Por qué voy a tenerlos? ¿Quién te crees que eres? Ya te he prevenido, Clive. Sólo hay un hombre por el cual yo tengo algún sentimiento… y ese hombre es Jack.

—¡Oh, termínala con ese maldito Jack! —dije, con violencia.

De pronto, ella rió.

—Si vieras lo tonto que pareces —dijo, y volvió a dejarse caer sobre la almohada—. Siéntate y deja de mirarme como si fueras Dios iracundo.

Súbitamente la detesté.

—¿Dónde has estado todo este tiempo?

—No pude librarme. Estaba trabajando. De todos modos, ¿qué te importa?

—¿Quieres decir que te habías olvidado de mí?

—No, no me había olvidado —otra vez tuvo una risita—, me acordaba, pero pensé que iba a hacerle bien a tu vanidad esperar un poco. Por eso te dejé esperar y tal vez ahora no me consideres tan segura…

Pude haberla golpeado.

—Está bien —dije—, si eso es lo que sientes no sé para qué he venido. Es mejor que me vaya.

Ella se incorporó con dificultad y me echó los brazos al cuello.

—No seas tonto, Clive. Quédate… quiero que te quedes.

Quieres decir que necesitas dinero, puta repodrida, pensé; aparté sus brazos y la empujé hacia la cama.

—Estás en un estado… —dije, apartándome de la cama—. No creí que después del fin de semana, pudieras tratarme así.

Ella cruzó las manos detrás de la cabeza y se rió de mí.

—Deja de compadecerte a ti mismo. Te dije lo que iba a pasar si te enamorabas de mí, ¿verdad? Ahora pórtate bien y ven a la cama.

Me senté en la cama, a su lado.

—¿Crees que estoy enamorado de ti? De todos modos te importa un cuerno, ¿verdad?

Ella hizo un gestito con los labios y apartó la mirada.

—Estoy harta de que los hombres se enamoren de mí. No los quiero. ¿Por qué no me dejan en paz?

—Es fácil que te dejen en paz. Si tratas a todos los hombres como me has tratado a mí, mereces que te dejen.

Ella se encogió de hombros.

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