Eva

Eva


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—Vuelven. No importa cómo los trato. Siempre vuelven. Si no volvieran, no me importaría. Soy independiente, Clive. Hay muchos pájaros de otro tipo.

—Sólo eres independiente porque tienes a Jack —dije, con ganas de abofetearla—. ¿Y si a él le pasara algo? ¿Qué harías?

Su cara pareció colgar.

—Me mataría —contestó—. ¿Por qué?

—Eso es fácil de decir. No tendrías coraje para hacerlo si llega el momento.

—Eso es lo que crees —replicó, picada—. Una vez quise matarme. Tomé una botella de Lysol. ¿Sabes lo que eso significa? No me mató, pero estuve echando por meses pedazos de entrañas.

—¿Por qué hiciste eso? —pregunté, momentáneamente sorprendido más allá de la rabia.

—No te lo voy a decir. Vamos, Clive, no sigas hablando. A la cama… estoy cansada…

Su aliento cargado de alcohol sopló en mi mejilla, y me aparté, bruscamente asqueado.

—Está bien —dije, deseando en este momento encontrar una excusa para abandonar aquel asqueroso cuartito—. Me quedo. Espérame un momento. Voy al cuarto de baño.

Cuando fui hacia la puerta ella se quitó su salto de cama y se deslizó entre las sábanas.

—Apúrate —dijo, cerrando los ojos y soplando entre los labios.

Yo permanecí mirando la otra almohada. Tenía unas leves manchas de grasa y estaba levemente sucia. Eva me invitaba a dormir en sábanas que habían sido usadas por otros hombres. Esto me decidió al fin. Sin mirarla, fui arriba, al cuarto de baño y, sentándome en el borde de la bañera, encendí un cigarrillo. Comprendí que ése era el fin y mi primera sensación fue de alivio abrumador. Acababa de verla como realmente era. Sabía que nada de lo que yo hiciera, nada de lo que dijera, podía crear una diferencia en sus sentimientos hacia mí. Para ella yo era, únicamente, un medio de ganar dinero. Tal vez yo hubiera podido aceptar su falta de corazón y su borrachera, pero la cama sucia había matado de golpe y para siempre mi ilusión.

Me quedé un rato en el pequeño cuarto de baño, después bajé, y lentamente entré en el cuarto.

Eva yacía tendida en la cama, con la boca abierta y la cara colorada. Mientras la miraba, empezó a roncar.

Nada había ahora en mí como no fuera un agotado, débil sentimiento de asco. Saqué dos billetes de veinte dólares de la billetera y los puse entre los animales de vidrio. Después salí en puntas de pie del cuarto y volví a mi departamento.

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