Eva

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6. El cabaret de la Hamruch

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6. El cabaret de la Hamruch

Tras asegurarse de que nadie le seguía los pasos, Lorenzo Falcó se detuvo ante el número 28 del bulevar Pasteur, en la zona moderna de Tánger.

Aún era de día, pero el sol declinante enrojecía ya la parte alta de los edificios. Había estado un momento sentado entre la animación, el humo de cigarrillos y el rumor de conversaciones del Café de París; solo el tiempo de beber un té con hierbabuena mientras daba ocasión a Villarrubia, el operador de radio, de levantarse de la mesa donde aguardaba y dirigirse al piso franco. Después Falcó había caminado sin prisa por la acera derecha de la calle, entre gente vestida a la occidental y a la moruna, vigilando con rutinaria precaución los coches de caballos y los automóviles —no convenía desdeñar las sorpresas que un vehículo detenido junto a la acera podía reservar en su interior—. En aquella parte de la ciudad se veían más chaquetas y corbatas, más sombreros, faldas y zapatos de tacón que chilabas, feces y turbantes. En algunos momentos, de no ser por las mujeres con el rostro velado, menos numerosas allí que en la medina, Falcó habría creído estar en cualquier ciudad mediterránea europea.

El zaguán era amplio y la escalera estaba al fondo. En sombras.

Entró con los sentidos alerta mientras palpaba instintivamente la pistola bajo la chaqueta, en la funda de cuero sujeta al cinturón. Desde su llegada a Tánger, Falcó tenía siempre la Browning con una bala en la recámara y el seguro puesto. Y ahora, el peso familiar del arma —quinientos setenta sólidos gramos con el cargador lleno—, la certeza de tenerla a mano, resultaba tranquilizador, pues llevaba demasiado tiempo moviéndose por Tánger. Dejándose ver. Había hablado con mucha gente, y aquella ciudad era lugar idóneo para la delación, el espionaje, la maniobra sucia. Allí no había casi nadie que no trabajase para alguien, y a menudo para varios a la vez. La salud de un espía solía resentirse de esa clase de cosas.

En aquel oficio, los descuidos podían ser de hola y adiós.

Mientras subía los peldaños rememoró la primera vez que había matado a un hombre. No lo hizo con aquella arma pequeña y manejable, sino con un pesado revólver Webley reglamentario del ejército británico, cuando aún no trabajaba para los servicios secretos españoles. Ocurrió en las afueras de Ciudad Juárez, trece años atrás. Un asunto más bien sórdido, durante la entrega de un cargamento de 500 000 cartuchos Remington y un millar de rifles destinados a los revolucionarios mejicanos, que el presunto comprador —un tal coronel Romero, vestido de paisano y con cara patibularia— había creído, en vista de la aparente juventud del intermediario, poder llevarse, mediante un par de trucos sucios, sin pagar el total de la suma convenida. Cierta insoluble disparidad de criterios se había planteado de madrugada, junto a dos camiones y dos automóviles detenidos en una carretera polvorienta que discurría entre la Unión Americana y México, con una discusión que subió de tono hasta convertirse en amenaza expresa por parte del coronel Romero; cuya sonrisa a la luz de los faros, ancha, depredadora, segura de sí, se borró de golpe con el fogonazo del disparo que Falcó, todavía joven pero precavido —aún no había cumplido los veinticuatro—, consciente de que a quien madruga Dios lo ayuda, le soltó a diez pasos, bang, cuando el mejicano hizo ademán de meter una mano bajo la chaqueta. Se había desplomado el otro sin decir esta boca es mía, doblando las rodillas cual si de pronto estuviera muy cansado, y eso fue todo. Algo más tarde pudo establecerse que, al parecer, lo que pretendía Romero era sacar un cigarro habano que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta; pero para entonces Falcó y sus ayudantes —cuatro exmilitares gringos a sueldo, como él, de Basil Zaharoff— ya se habían puesto a salvo con el cargamento al otro lado de la frontera. Aquella vez, en un hotelucho de El Paso donde terminó la noche con una mestiza de pechos interesantes, Falcó se despertó soñando que el tiro se lo pegaban a él. Muy desagradable, pero eso fue todo. Cuando al fin se durmió, lo hizo a pierna suelta. Y con aquel episodio aprendió una lección que iba a serle útil durante el resto de su vida: en la duda, madrugarle al otro. Mejor era un por si acaso que un quién lo hubiera pensado.

Villarrubia había dejado la puerta sin echar el pestillo, y eso hizo arrugar la nariz a Falcó. Descuidos de novato, sobre todo cuando no estabas seguro de si quien te seguía era amigo o enemigo, o las dos cosas a la vez. Entró y cerró bien detrás de sí.

El piso franco era una casa moderna con ventanas al bulevar. Solo tenía los muebles imprescindibles, lo que no decía mucho a favor de la generosidad con que Lisardo Queralt se ocupaba del confort de sus agentes. Villarrubia había instalado el equipo de radio en el comedor, con el cable de la antena de lado a lado de la habitación, enganchado en la lámpara central. El transmisor-receptor estaba sobre la mesa, en una maleta abierta, con el manipulador Morse y los libros de claves y cuadernos de notas.

—¿Qué alcance tiene? —se interesó Falcó.

—Suficiente para que nos reciban en Tetuán. De allí lo rebotarán a Salamanca.

A la luz del día, en mangas de camisa y sin corbata, el operador de radio parecía aún más joven. Limpio, bien afeitado, peinado con la raya en medio. Pese al bigotillo trigueño, más estudiante que policía en activo. Falcó observó que tenía un hematoma violáceo en la parte posterior del cuello, donde lo había golpeado la noche anterior. Pero no aparentaba guardarle rencor por aquello. No demasiado, al menos. O lo justo. Lo miraba con una mezcla de curiosidad, reserva y respeto.

—¿A qué hora podemos transmitir? —quiso saber Falcó.

Consultó el otro su reloj de pulsera.

—En tres minutos.

Falcó le pasó el texto que traía cifrado en clave —lo había redactado usando como base el manual de derecho naval— y el joven le echó un vistazo minucioso. Grupos de letras y números.

—¿Complicado?

Villarrubia se permitió una sonrisa segura de sí. Profesional.

—En absoluto. Conozco el sistema de cifra C8… Es nuevo, como dijiste. Y es verdad que los rojos no lo tienen aún.

—He procurado que no haya grupos de más de diez letras.

—Mejor así.

Se había sentado el joven ante el manipulador, poniéndose los auriculares. Falcó observó que todo lo hacía con soltura, y comprendió que no lo habían engañado respecto al técnico que le enviaban. Parecía competente, pese a su juventud. Un buen operador de radio.

—Medio minuto —dijo Villarrubia.

Se había quitado el reloj de la muñeca para colocarlo a la vista, junto al manipulador. Falcó, de pie a su lado, lo miraba hacer.

—Ya —concluyó el joven.

Ti, ti-ti. Ti, ti-ti. Ti, ti, ti-ti… Punto, raya. Punto, raya. Punto, punto, raya. El sonido se fue prolongando en rápidas secuencias, a medida que Villarrubia pulsaba hábilmente el manipulador. Concentrado en su tarea, el joven seguía con un dedo los grupos cifrados, convirtiéndolos en signos telegráficos. Para él no eran más que letras agrupadas, sin sentido, que transmitía mecánicamente; pero Falcó sabía que cuando, reenviadas desde Tetuán, fuesen recibidas y descifradas por el Almirante —y también por la gente de Lisardo Queralt—, el mensaje estaría claro:

Fondos-recibidos-stop-Contacto-propio-positivo-stop-Contacto-contrario-máximo-nivel-previsto-hoy-noche-stop-Viajeros-hostiles-pueden-necesitar-café-stop-Informo-mañana-tiempo-uno.

—¿Es todo?

Villarrubia había levantado la cabeza, interrogante. Hizo Falcó un gesto afirmativo y el joven pulsó un punto, una raya y tres puntos antes de poner el conmutador en modo de recepción. Se tocaba los auriculares, atento a la señal. Falcó pudo oír, amortiguado, el repiqueteo de la respuesta; tres puntos, una raya, un punto y una raya. Fin de la transmisión. Tetuán no tenía mensaje para ellos.

—Es todo —dijo el operador.

Se había quitado los auriculares y miraba a Falcó como si esperase de él una calificación. Asintió este de nuevo.

—Buen trabajo. Rápido y claro.

—Gracias.

—¿Dónde te adiestraron?

Dudó un momento el otro antes de responder.

—En Ceuta.

—¿Tienes allí la base, o estás destinado en Tetuán?

La duda se hizo más prolongada. Al cabo, el joven movió la cabeza.

—No puedo responder a eso. No estoy autorizado.

—Claro —Falcó se hizo cargo, comprensivo, mientras sacaba la pitillera—. ¿Te apetece uno?… Son ingleses.

—No fumo.

Sonó el chasquido del Parker Beacon.

—¿Cómo diablos se te ocurrió hacerte policía?

—¿Qué tiene eso de malo?

Falcó hizo una mueca divertida mientras expulsaba el humo.

—Depende de quién lleve la placa, y para qué la use.

El otro le dirigió una ojeada suspicaz.

—No creo que alguien como tú —dijo tras pensarlo un momento— pueda ir por ahí dando lecciones a nadie.

—¿Y cómo soy yo?

—Un espía… Eso es lo que eres.

—También tú, aquí, estos días.

—No es igual. Sé qué hacéis los del Grupo Lucero.

—Ah… ¿Y qué hacemos?

Villarrubia no respondió, aunque parecía tener ganas de añadir algo.

—¿Qué hacemos? —lo animó Falcó.

Torció el otro la boca con desagrado. Casi desafiante.

—Ya te dije anoche lo que algunos piensan de ti.

Se echó a reír Falcó.

—¿Un hijo de mala madre?

—Sí.

—No pretendo darte lecciones —aún sonreía, amistoso—. Solo ocurre que no estoy acostumbrado a trabajar con un policía tan cerca… Por lo general, a los de tu oficio suelo tenerlos en el otro bando.

El joven pareció reflexionar sobre eso.

—Mi padre fue comisario —dijo tras un instante.

—¿Fue?

—Lo fusilaron los rojos, en Málaga.

—Lo siento.

—Era policía y era un buen hombre.

—Claro. Estoy seguro de eso.

Villarrubia se había puesto en pie y desconectaba los aparatos. Falcó le puso una mano en un hombro. Había llegado el momento de acariciarle el lomo, pensó. De vincular lealtad y reconocimientos. En materia de seguridad, confiaba más en convencer que en dar órdenes. Aquello no fallaba casi nunca, y le convenía tener al joven de su parte. En realidad, para atraerse afectos se manejaba bastante bien. Dominaba la técnica. Era una herramienta más, probada mil veces, utilísima en su turbio oficio.

—Eres bueno en tu trabajo, amigo; de lo mejor que he visto —dijo en tono casi solemne—. No me engañaron contigo… Realmente eres muy bueno.

Con gesto maquinal, el joven se frotó la nuca mientras dirigía a Falcó una sonrisa agradecida. Repentina y sincera. Le recordaba, confirmó este, a un cachorrillo que acabase de recibir una caricia.

Eran las nueve y quince minutos de la noche.

El capitán Quirós parecía tan poco simpático como su barco: ancho, duro, chato, pequeño y compacto a la manera de un ladrillo. Vestía con pantalón de dril muy arrugado y chaqueta gris que le quedaba un poco estrecha al abotonarla en la cintura. Zapatos de lona blanca. El cráneo calvo y curtido por el sol se veía equilibrado por una barba entrecana y rojiza. Tenía pecas en la frente y el dorso de las manos, y sus ojos eran azules, de vikingo. Hablaba en raras ocasiones, y cuando lo hacía miraba a través de su interlocutor con aire distraído, como si se estuviese dirigiendo a alguien situado a espaldas de este. Cada vez que Falcó hacía un comentario o aventuraba una pregunta, el capitán del Mount Castle tardaba un rato en responder, hasta el punto de que parecía no haber escuchado lo que se le decía.

—Posiblemente —dijo.

Falcó reprimió una mueca de impaciencia. Conversaban desde hacía diez minutos en una sala de estar de la casa de Moira Nikolaos —ella los dejó a solas apenas llegó Quirós—, y había comprobado que el uso de adverbios aislados era frecuente en su interlocutor, cual si cada uno fuese conclusión o inicio de un largo proceso de reflexión interna; de unas lentas ruedecillas que se habían puesto en marcha en su interior, o iban a hacerlo.

—Posiblemente —repitió Quirós, con una arruga en el entrecejo que parecía un hachazo, y Falcó sintió una oleada de inquietud suponiendo que iba a ser un hueso difícil de roer. Lo había visto llegar por la escalera que ascendía desde el pie de la muralla, balanceándose al caminar como si no confiara en la sospechosa estabilidad de la tierra firme y de un momento a otro esperase el bandazo traidor que le hiciera perder el equilibrio.

—Va a ser una guerra larga y desagradable —insistió Falcó, ofreciéndole un cigarrillo—. Y la República acabará destrozada, tanto en los frentes de batalla como por sus contradicciones internas.

El capitán Quirós miraba, impasible, algún punto situado tras la nuca de Falcó.

—Puede que sí —murmuró— y puede que no.

Había cogido, al fin, un Players de la pitillera que le mostraba abierta. No uno al azar, sino el fruto exacto, o esa impresión daba, de una elección que al menos le había llevado cinco segundos. Después se echó hacia atrás en el asiento —una butaca de cuero repujado— y lo encendió con su propia caja de fósforos.

—Su barco es como la República —remachó Falcó—. No tiene ninguna posibilidad.

—Eso no es asunto mío.

Falcó no ocultó su asombro.

—¿Se refiere al barco?

—Me refiero a las posibilidades de la República.

—Pero usted navega para ella… La sirve.

—Evidentemente.

Estudió Falcó a su interlocutor con renovado interés, como si una lucecita parpadease de pronto en un bosque oscuro. Así que era eso, pensó. O podía ser. En el vuelo de Sevilla a Tetuán había leído la biografía del capitán Quirós elaborada por el departamento de información del SNIO. Aunque abanderado en Panamá, el Mount Castle pertenecía a la naviera asturiana Noreña y Cía, y Quirós había embarcado como grumete en esa compañía siendo un chiquillo. Desde que obtuvo su primer mando —un petrolero torpedeado por un submarino alemán durante la Gran Guerra—, su trabajo consistía en que todo transcurriese a satisfacción del armador: ir de un puerto a otro transportando carga, plátanos de Canarias o mineral de hierro, armas para la República o lingotes de oro para Rusia. Lo mismo según los reglamentos marítimos internacionales, en tiempo de paz, que burlando bloqueos en tiempos de guerra. Nada hablador, poco imaginativo, quizá también poco inteligente para asuntos ajenos a la navegación, Quirós no se hacía preguntas ni buscaba respuestas, limitándose a cumplir con su rutina profesional: su deber. Nada era sin su barco, y el barco pertenecía al armador. Todo debía de resultarle de una confortable simplicidad.

—Ese destructor nacional los destrozará apenas abandonen el puerto… Nadie va a socorrerlos. Y no les permitirán seguir amarrados aquí.

El otro miraba las espirales de humo del cigarrillo cual si comprobase si microscópicos fogoneros y engrasadores, allí dentro, estuvieran haciendo bien su trabajo.

—Por supuesto —dijo, neutro.

—Usted y sus hombres están sentenciados si se hacen a la mar.

Quirós dio una chupada al pitillo y, tras un largo instante, sus ojos se alzaron hasta Falcó. Su azul parecía decolorado por el sol y el viento, enmarcado entre cercos de profundas arrugas. Aquellos ojos habían contemplado durante cuarenta y seis años el mar desde la cubierta o el puente de mando de un buque.

—Por supuesto —repitió, y las dos palabras salieron envueltas en una bocanada de humo.

Dicho eso guardó silencio un momento, otra vez fruncido el ceño. Parecía estar obligando a trabajar a su imaginación.

—Ciertamente —añadió al fin, como si temiera no haber sido lo bastante explícito.

Se había inclinado un poco hacia la mesa baja, moruna, donde antes de dejarlos solos Moira Nikolaos había depositado un caneco de ginebra holandesa, un cenicero, dos vasos vacíos y dos vasos de té con hierbabuena.

—Habrá que ir —comentó con sencillez.

—¿A la muerte?

Apenas dicho eso, Falcó se arrepintió. Sonaba melodramático. Pero el otro no pareció reparar en ello. Se limitaba a mirarlo sin curiosidad ni censura. Un silencio estólido, forjado en temporales, naufragios y rutas inciertas.

—¿No contempla usted la posibilidad de rendirse cuando se les acerque el Martín Álvarez?

Seguía mirándolo Quirós, ahora con una expresión de moderada sorpresa, quizá genuina.

—Pues claro que sí, que lo hago —se detuvo, estudió de nuevo el cigarrillo, movió los anchos hombros—. He pensado en todas las posibilidades.

—¿Y ha decidido qué hacer?

Había alargado el marino la mano derecha hacia el vaso de té, llevándoselo a los labios. Los mojó apenas, antes de colocarlo de nuevo sobre la mesa. Falcó se quedó esperando a que dijera algo, pero no lo hizo. Durante un momento, Quirós fumó en silencio. Al cabo apagó el cigarrillo aplastándolo en el cenicero y bebió un sorbo de té más prolongado. Eso fue todo.

—Sabemos lo de su familia —dijo Falcó, arriesgándose un poco.

Quirós se limitó a acusar recibo con un parpadeo. Una sola vez. Aún tenía el vaso de té entre los dedos.

—Creo que están bien —comentó al fin.

—Sí. En Luarca. Zona nacional… Su mujer y sus dos hijas.

Falcó había repasado los nombres en el informe del SNIO: Luisa Munárriz, cuarenta y dos años. Las niñas, Ana y Sofía, de catorce y de doce. Nadie las había molestado hasta entonces, o no demasiado. La mujer, maestra de escuela antes de la guerra, había perdido su trabajo y fregaba suelos en un pequeño hotel. Seguían viviendo en la casa familiar, frente al mar. Un pariente vinculado a Falange las había protegido hasta cierto punto.

—Hay una posibilidad que puede interesarle —dijo.

Inexpresivo, el otro miraba su vaso. Falcó llegó a pensar que no lo había oído.

—Una posibilidad —insistió—. Estoy autorizado para hacerle una oferta. Familiar y económica.

Quirós alzó despacio la cabeza. Ahora miraba con desconfiada atención, cual si acabara de ver un feo nubarrón a barlovento. Pero Falcó no cometió ese error. Conocía a los seres humanos.

—Tranquilícese. No hay segunda intención cuando hablo de su familia —adelantó la sonrisa justa—. No habrá represalias con ellas, haga usted lo que haga.

—Represalias.

Quirós lo había repetido como si estuviese leyendo la marca de algo en un anuncio publicitario. Falcó ensanchó un poco más el gesto, sin excederse.

—Olvide esa palabra. Bórrela. Se le puede garantizar un reencuentro con su mujer y sus hijas. Donde guste. Lo mismo en la España nacional que en otro lugar de su elección.

—¿Qué clase de lugar?

—No sé. Eso sería cosa suya… Francia, México. Ellas podrían viajar con libertad, en caso necesario. Se las proveerá de pasaporte.

Siguió otro largo silencio.

—Hace un momento mencionó una oferta doble —dijo Quirós.

—Así es. Familiar, dije, y económica. Dispongo de fondos… Ahora mismo, en mano, medio millón de pesetas nacionales. Millón y medio si lo convierte en pesetas republicanas.

—A cambio del Mount Castle, supongo.

—Supone bien.

Se rascó Quirós la barba con exasperante parsimonia.

—Y sobre todo de su carga —concluyó.

No estimó Falcó necesario responder a eso. Se limitaba a mirar al marino, esperando que las ruedecillas siguieran girando. Que todo hiciera su efecto.

—Pero no estoy solo en mi barco —dijo bruscamente Quirós.

Había algo especial en el modo en que había dicho mi barco, y Falcó comprendió que se refería a un territorio ajeno a la jurisdicción terrestre. Era obvio que no se trataba de orgullo o vanidad, sino de simple enunciación de un hecho objetivo: el Mount Castle era su barco; el de Fernando Quirós, capitán de la marina mercante, único amo a bordo después de Dios. Y ahora, laica como era, la República simplificaba ese escalafón.

—¿Qué pasará si mis hombres no están de acuerdo?

—Podríamos ayudarle a neutralizarlos.

—¿Podrían?… ¿En plural?

—No estoy solo en Tánger, como puede imaginar. Y en el muelle, pegado a ustedes, tenemos el Martín Álvarez —se detuvo un momento para dejar que el recuerdo del destructor y sus cañones lo permease todo—. Quizá le fuera útil una conversación con su comandante… Es un marino serio. Asturiano, como usted.

—Como yo —repitió Quirós.

—Eso es.

—Un marino serio.

—Sí.

—¿Cuánto de serio?

—Lo bastante para hundirle el barco en cuanto salga del puerto… Lo bastante para explicárselo antes, si usted acepta escuchar.

El otro miraba su vaso de té, donde solo quedaban las hojas húmedas de hierbabuena.

—Probablemente —murmuró al fin.

Había alargado una mano hacia el caneco de ginebra. Era una Bols con el precinto intacto. Lo rompió, quitó el tapón y vertió tres dedos en el vaso vacío que tenía más cerca, ignorando el de Falcó.

—No todos los que llevo a bordo son tripulantes —comentó.

Sonreía Falcó con precaución. Terreno delicado. Más que una sonrisa, el gesto era un modo amable de asentir.

—Lo sé, estamos al corriente… Dos hombres y una mujer: un comisario de la flota republicana llamado Trejo y dos agentes extranjeros, comunistas. Se hacen llamar Garrison y Luisa Gómez.

Si a Quirós lo impresionaba la eficacia del espionaje enemigo, no dio señal alguna.

Seguía mirando a Falcó, o detrás de él, con inexpresiva fijeza.

—¿A esos también —dudó un momento, como si buscara el término— pretende convencerlos?

—También. Soy un hombre persuasivo.

El otro se llevó el vaso a la boca y bebió un buen sorbo.

—Seguramente.

Lo dijo con aquella pétrea neutralidad con que parecía decirlo todo. Falcó se inclinó a coger el caneco y puso un dedo de ginebra en su propio vaso.

—¿Quiere contarme algo sobre esos dos individuos y la mujer?

—No —los ojos inexpresivos del marino aparentaban mirar a Falcó—. Pero pasean mucho por la ciudad… Si le interesan, puede dirigirse directamente a ellos.

Falcó decidió soslayar esa parte del asunto.

—¿Cuánto tiempo necesita para tomar una decisión, capitán?

—No sabría decirle.

—Pues no es tiempo lo que sobra. Pese a los esfuerzos de su cónsul, el Comité de Control está siendo presionado por mi gente. Dudo que amplíen el plazo de asilo.

—Yo también lo dudo —admitió Quirós.

—¿Cree, entonces, que entrevistarse con el comandante del destructor sería conveniente?

Con esfuerzo casi visible, los ojos azules enfocaron de nuevo a Falcó.

—Tal vez.

—Puedo organizarlo para mañana, aquí mismo.

Quirós parecía reflexionar sobre eso.

—Por la mañana tengo que ir con el cónsul a hacer gestiones —dijo—. Después debo ocuparme de unos suministros para mi barco.

Pocos te van a hacer falta, pensó Falcó. Entre soltar amarras, si lo haces, y los primeros cañonazos apenas transcurrirá una hora. Cañonazos, burbujas y fin de la fiesta. Suministros para ir con más lastre al fondo del mar.

—Por la tarde, entonces —dijo—. A última hora. ¿Le parece bien?

Lo pensó el otro un poco más, antes de asentir. Se había puesto en pie. Falcó hizo lo mismo, extendida la diestra. Tras una breve vacilación, Quirós acabó por estrechársela. Un apretón firme, fuerte. Mano corta de uñas romas y anchas. Un puñetazo de esa mano, pensó Falcó, tumbaría a un caballo.

Caminaron juntos en silencio por el pasillo, hasta la escalera secreta. Después, el capitán se fue sin despegar los labios y desapareció en las sombras. Cuando Falcó cerró la puerta y desanduvo camino hasta la sala de estar, Moira Nikolaos estaba allí, sentada en la butaca donde había estado Quirós, fumando un cigarrillo.

—¿Cómo ha ido todo? —se interesó ella.

Falcó se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo, preocupado—. La verdad es que no lo sé.

Caminó medina abajo por la calle de los Cristianos, atento a si el sonido de sus pasos precedía al de alguien que lo siguiera, pero no escuchó nada inquietante. El tramo alto estaba desierto y a oscuras, aunque a medida que se acercaba al Zoco Chico encontró encendidas algunas luces. Varios bacalitos y cafetines seguían abiertos, y en la puerta de una covacha de zapatero charlaban dos hombres en lengua hebrea. Se detuvo un momento a consultar la hora a la luz de una tienda y siguió su camino.

En tres ocasiones se volvió a mirar a su espalda, sin ver a nadie.

Sentía, como de costumbre, el tranquilizador peso de la pistola en la cintura. Sabía que descubrir sus cartas con el capitán del Mount Castle acababa de convertirlo, automáticamente, en objetivo probable para el otro bando; así que a partir de ese momento tendría que andar con más cuidado. La seguridad de cualquier agente disminuía en proporción directa al tiempo de exposición a que se veía sometido. Y él sabía que la mejor manera de sobrevivir en ambientes peligrosos era comportarse como un blanco móvil, y no fijo. Una vez te has hecho notar, si te paras mucho rato estás muerto, solía decir su instructor rumano en Tirgo Mures. Así que recuerda el viejo principio: mira, pica y vete. Ya sabes. El código del escorpión. En aquel turbio oficio de cazadores y presas, donde con tanta facilidad podían invertirse los papeles, la confianza excesiva, la aparente seguridad, el no mirar a la espalda o no acechar siempre el sonido de pasos enemigos mataban con tanta eficacia como el veneno, la bala o el puñal. Precedían el camino sin regreso.

Desde un portal oscuro, una mujer vestida a la europea le chascó la lengua.

—Un coup por ocho francos —dijo en español.

Sonrió Falcó, distraído.

—Otro día.

—Tú te lo pierdes.

—Lo sé.

Necesitaba pensar. Necesitaba tomar tranquilo una copa; y, con ella en la mano, reflexionar sobre la conversación mantenida con el capitán Quirós, aquel sujeto singular, compacto, duro y lacónico. Interpretar sus palabras y silencios. Sopesar los pros y los contras del punto en que todo se hallaba.

Tenía eso en la cabeza cuando pasó ante un zaguán abierto, con un farol rojo en el dintel. La Hamruch, podía leerse allí en grandes letras. Olía a zotal. Un moro enorme como un armario, vestido a la europea con aspecto de apache parisién, estaba en la puerta, charlando con un legionario francés.

—Chicas lindas, buena música —le dijo el moro a Falcó en rutinario inglés, sonriendo hasta las patillas.

—¿Y cómo andamos de alcohol y otros venenos?

El legionario le guiñó un ojo, cómplice. Facciones duras. Bajo el quepis blanco era rubio y con la cara picada de viruela. Galones de caporal en la guerrera caqui. Tenía los ojos brillantes y la sonrisa ancha de los fumadores de kif.

—Los mejores de Tánger —apuntó en francés, con fuerte acento alemán.

—Es imposible —respondió Falcó en español, deteniéndose— dudar de vuestra palabra.

El cabaret de la Hamruch era amplio, concurrido y ruidoso. Estaba adornado a base de conchas marinas y arabescos de escayola pintada, y alumbrado por bombillas desnudas que colgaban de cables eléctricos en torno a dos ventiladores que giraban inútilmente en el techo. Era uno de esos antros tangerinos donde podía encontrarse de todo: licor, mujeres, jovencitos y, sin duda, también un pasaporte falso o un desembarco nocturno ilegal en cualquier playa escondida del Estrecho.

Se abanicó Falcó con el sombrero. Hacía calor. Entre vapor de café turco y humo de tabaco mezclado con kif, tan denso que casi podía removerse agitando una mano, dos muchachas moras y una europea, con muy poca ropa encima, bailaban en una pequeña pista central, a los compases de una orquesta apiñada sobre una tarima.

Había una veintena de mesas situadas en anfiteatro y una barra de bar americano: gente en las mesas y en la barra, de variada raza y condición. Casi todas las mujeres, advirtió con una ojeada rápida y experta, eran profesionales. Putas de nivel entre medio y bajo. Así que, rechazando con un movimiento de cabeza a una rubia teñida que apenas entró le salió al paso, y tras sacarse la billetera del bolsillo interior de la chaqueta e introducirla en un bolsillo del pantalón —vieja precaución táctica—, fue a situarse a un extremo de la barra.

—¿Whisky, señor?

El camarero, moro hasta las cachas, sonreía con pinta de rufián. Se parecía mucho al apache de la puerta, y Falcó se preguntó si serían hermanos.

—Sin hielo.

En lugares como aquel, el hielo era la forma más segura de coger un cólico miserere. De ahí para arriba. Probó el matarratas que el camarero vertió en su vaso desde una botella etiquetada como Four Roses y arrugó el gesto mientras aquello se le deslizaba garganta abajo. Los mejores alcoholes de Tánger, habían dicho el apache y el legionario. Hijos de la gran puta.

—Una cerveza —pidió al recobrar el habla—. Sin vaso, en botella.

—Claro, señor.

El camarero le puso delante una Kingsbury americana recién abierta. La etiqueta marrón venía casi despegada por la humedad de la heladera, pero la botella solo estaba tibia. Resignado, Falcó se la llevó a la boca, bebiendo directamente del gollete. Hizo una pausa y volvió a beber, satisfecho. Era una buena cerveza.

Volviéndose, recostado en la barra y con la botella en la mano, miró a las mujeres que bailaban. Eran jóvenes y sinuosas: caftanes cortos escotados y con lo mínimo debajo, pulseras, ajorcas y pendientes de plata. Tres tintineos procaces al compás de la música. Las jaleaban algunos clientes que les metían billetes arrugados en el escote mientras ellas movían las caderas remedando una torpe cópula. Algunos de esos billetes caían al suelo y eran pisoteados por sus pies descalzos. Sudaban los clientes y sudaban ellas, muslos y escotes barnizados con reflejos de las bombillas desnudas en la carne.

Ça va, mon ami?

El legionario de la puerta había venido a situarse junto a la barra, a su lado.

—¿No femmes? —añadió, amistoso—. ¿Tú solo?

Asintió Falcó.

—Ya lo ves… Aquí estoy, a solas con mis recuerdos.

El otro le miraba la botella de cerveza con gesto interrogativo. Debía de andar con los bolsillos vacíos, así que Falcó hizo una seña al camarero para que le sirviera otra a él.

Er ist ein richtiger Gentleman.

Falcó sonrió. No era usual que lo definieran como un perfecto caballero. Y menos un caporal alemán de la Legión Extranjera.

Danke —respondió, dando un taconazo guasón.

Est-ce-que vous parlez allemand?

Ja.

El legionario trasegó media cerveza de un solo trago.

Un fiston sympathique, toi —eructó, satisfecho—. Sympathisch.

Después de eso, el legionario lo dejó en paz. A un lado de la pista, Falcó reconoció al grupo de marinos nacionales uniformados que había visto la noche anterior en el Zoco Chico. Eran más o menos los mismos, y le fue fácil recordar al suboficial veterano con el distintivo de artillero en el brazo. Estaban sentados ocupando dos mesas juntas. Todos fumaban y bebían, con aspecto de estar metidos en juerga. De vez en cuando dirigían ojeadas provocadoras o irritadas al otro lado de la pista y las bailarinas, donde Falcó vio a varios tripulantes del Mount Castle, identificándolos gracias a que entre ellos estaba sentado el contramaestre de piel bronceada y pelo crespo al que había oído llamar Negus. Unos y otros parecían pasados de copas y de ganas. Se miraban con malas caras; y Falcó, experimentado en lances donde el alcohol y las mujeres empeoraban las cosas, barruntó problemas.

—Rojos cabrones —oyó mascullar a uno de los uniformados cuando este pasó cerca de la barra, camino de los urinarios.

Se retiraron las bailarinas y la orquesta atacó una infame sucesión de foxes, tangos y pasodobles. El trompetista era el único diestro en su oficio, y Falcó estuvo un rato pendiente de él, pues conocía un poco la trompeta. La había practicado en su juventud, en Jerez, en casa de un amigo aficionado a la música que proyectaba crear una jazz-band. Todo se había acabado cuando Falcó preñó a la sirvienta de la casa del amigo: viaje de la muchacha a su pueblo, escándalo familiar y fin de la orquesta. Falcó no recordaba el nombre de la sirvienta, pero cada vez que escuchaba una trompeta rememoraba su propia ingenuidad prebélica ante el primer contacto con una piel morena y unos muslos tersos en torno a un triángulo de vello púbico. Eso y dos frases: una previa, qué locura vamos a hacer, y otra posterior: júrame que me querrás siempre.

Continuaban la música y el baile. Salían a la pista mujeres y clientes, entre ellos algunos españoles de ambos grupos. La pista era pequeña y bailaban apiñados, rozándose unos con otros. Aquello hizo subir aún más la tensión, y Falcó observó que el suboficial artillero y el contramaestre del Mount Castle se miraban uno al otro, casi desafiantes.

—Marxistas hijos de puta —volvió a murmurar el marinero que regresaba de orinar, arrojando con suma precisión un gargajo a una escupidera.

Se va a liar, pensó Falcó. Tan seguro como que me quedé sin abuela. Y no en el mar. Esta noche lleva todas las papeletas de la rifa. Aquello echaba chispas, o iba a echarlas; así que pidió otras dos cervezas para él y el legionario —este le dio las gracias efusivamente— y se recostó más en el mostrador, dispuesto a no perderse el espectáculo. Intentaba calcular sus consecuencias. Lo que un incidente prematuro entre nacionales y republicanos podía significar para su misión.

Ah, merde —dijo el legionario, mirando hacia la puerta.

Miró Falcó también, interesado. En ese momento entraba en el local un grupo numeroso de marinos ingleses, uniformados y con la cinta HMS Boreas en la gorra. Pertenecían a la dotación del destructor británico fondeado en la bahía. Rubicundos, tatuados, grandes y ruidosos, llegaban con ganas de juerga; y era evidente que habían hecho varias paradas en otros bares y cabarets. Fueron a situarse en la barra, y allí se les arrimaron las dos únicas mujeres que quedaban libres, una mora y la europea rubia que antes se había acercado a Falcó. Los recién llegados las acogieron con alboroto, pidieron bebida y empezaron a sobarlas. Después, dos de ellos las sacaron a la pista, entre las parejas, bailando con las manos en las caderas y chorreando sudor. Uno, ancho y rubio, llevaba demasiado alcohol encima y bailaba dando torpes bandazos, molestando a todos. Al segundo o tercer empujón, uno de los marineros republicanos españoles se volvió hacia él, irritado. Falcó no llegó a oír lo que se decían, pero vio perfectamente cómo el inglés alzaba un puño y le asestaba al otro un golpe en la cara.

Kolossal —comentó complacido el legionario.

No fue hasta más tarde, después de que todo acabara, cuando Falcó reconstruyó el orden de los acontecimientos, que se sucedieron con violenta rapidez.

Al puñetazo del inglés al marinero republicano habían reaccionado los compañeros de este como disparados por un resorte: los otros que bailaban dejaron a sus parejas para arrojarse sobre el agresor, que a su vez fue socorrido por los ingleses que estaban en la barra. Eso hizo que el Negus y los demás abandonaran sus mesas y acudieran a defender a los suyos, mientras las mujeres gritaban y los hombres ajenos al asunto procuraban quitarse de en medio. Volaron botellas y sillas por la pista, que había pasado de lugar de baile a campo de batalla. A la embriaguez agresiva, al mal vino, los ingleses unían su habitual desdeñosa suficiencia: golpeaban a mansalva, brutales, sin contemplaciones, a los españoles renegridos, duros, atravesados y tenaces, que atacaban ciegos de furia entre insultos y blasfemias, buscando el cuerpo a cuerpo de manera casi suicida.

Pero los anglosajones eran más robustos y numerosos. El tal Negus recibió un puñetazo que lo puso de rodillas, y otro de sus hombres cayó al suelo después de que le rompieran una botella en la cabeza. Seguros de su superioridad, los ingleses se animaban unos a otros, disfrutando de la bronca.

Fucking Spaniards!Let’s smash these stupid Dagos!

En torno a la pista, clientes y putas hacían corro para mirar, dejando espacio. Interesado, flemático, Falcó pidió otras dos cervezas al camarero, ofreció un cigarrillo al legionario y encendió otro, atento al espectáculo. Mientras dedicaba un vistazo a comprobar cómo se tomaban los marineros nacionales el asunto, observó que estos seguían en sus mesas, que se miraban entre ellos, incómodos, y que algunos hablaban con viveza al suboficial artillero. Movió este la cabeza con ademán negativo y siguió contemplando impasible la pelea. Fue entonces cuando su mirada se cruzó con la del contramaestre del Mount Castle, que se levantaba con dificultad, tambaleante aún, para incorporarse de nuevo a la refriega. A Falcó no le pasó inadvertido el gesto de censura, el mudo reproche que el marino republicano dirigió a su compatriota y enemigo, antes de ponerse del todo en pie y abalanzarse contra el inglés más próximo.

Filthy Spaniards! —voceaban ahora los británicos.

Sucios españoles. Aquello sonó alto y claro en mitad de la trifulca. Entonces el suboficial que estaba sentado, que tal vez entendía el inglés, dijo a los suyos algo que Falcó no alcanzó a oír. Lo hizo moviendo la cabeza dos veces, esta vez de modo afirmativo. Era el suyo un gesto resignado, fatalista, cual si de pronto el marino acabara de descubrir que no le quedaba otra opción que hacer lo que se disponía a hacer. Cuando se puso en pie, casi con desgana, pareció emitir un hondo suspiro. Después agarró por el gollete una de las botellas, la rompió en el borde de la mesa, y seguido por sus hombres se lanzó contra los ingleses.

Los vio Falcó en la calle más tarde; cuando, después del interrogatorio y las reconvenciones de rigor, les permitió irse la policía. Habían llegado los gendarmes con sus feces rojos y las porras en alto, dando toques de silbato, y les llevó un buen rato apaciguar el tumulto.

El oficial al mando, un teniente francés, parecía familiarizado con esa clase de incidentes. Todo se zanjó con la anotación de los nombres de los implicados, ingleses incluidos, la orden de regresar inmediatamente a los barcos y la llamada al servicio médico de urgencias para atender a los heridos. Estos no eran muchos: un descalabrado en el bando español —el que recibió el botellazo en la cabeza— y varios contusos de diversa consideración, nacionales y republicanos, aunque todos podían tenerse en pie. Por parte de los británicos, la superioridad conjunta de sus adversarios se había impuesto al fin: dos heridos de navaja, uno con la cara desgarrada por un casco de botella —se le salía la lengua por una mejilla cuando se lo llevaron— y varias fracturas de maxilar y lesiones diversas.

Victoria española, en fin, por puntos, pensó Falcó. De sutura.

Los ingleses se habían marchado ya. Los marinos nacionales y republicanos se iban congregando en la calle, mezclados todavía entre sí, ante la mirada severa de los gendarmes y la curiosidad de los noctámbulos que andaban cerca. Falcó había salido tras ellos y los observaba desde un cafetín moruno.

Formaban un conjunto curioso. Se agrupaban con la cabeza baja, mostrando en la cara y los puños las huellas de la reciente pelea, e incluso alguno iba sostenido por sus compañeros. En ese momento estaban mezclados, uniformados del Martín Álvarez y marineros en ropa civil del Mount Castle. Algunos comentaban entre ellos las incidencias de la pelea. El Negus y el suboficial artillero estaban próximos, dirigiendo cada uno, primero, una ojeada a su propia gente a modo de pasar revista, luego a la del otro, y al fin, como escolares que acabaran de pelear en el patio del colegio y a los que se forzara a hacer las paces, mirándose entre ellos. Ya no había en sus rostros hostilidad, observó Falcó, sino curiosidad. Una especie de mudo y tranquilo reconocimiento. Se miraban estudiándose como si se vieran por primera vez y pretendieran recordarse en el futuro.

Entonces salió del cabaret el oficial francés, un veterano de bigotes grises que se dirigió a todos en tono severo, recordándoles que quien no estuviera quince minutos después a bordo de su barco pasaría la noche en prisión. Hizo sonar su silbato, se oyeron un par de órdenes en voz alta, y los marinos fueron separándose unos de otros, republicanos a un lado y nacionales al otro. Lo hicieron con desgana, advirtió Falcó. Casi a su pesar. Muchos sonreían, desaparecida la hosquedad, y algunos hasta se estrecharon la mano antes de apartarse con los suyos.

El Negus y el suboficial cambiaron una última mirada. No se habían dicho ni una palabra. El primero inclinó un poco la cabeza, con un apunte súbito de sonrisa en la boca, y el otro asintió a su vez. Después, tomando cada grupo una calle distinta, todos regresaron a sus barcos.

El legionario había salido a la calle, y al ver a Falcó en la puerta del cafetín vino hasta él. Llevaba la guerrera desabrochada, el quepis echado hacia atrás y las manos en los bolsillos del pantalón. Al llegar a su lado se giró a mirar a los marinos que desaparecían calle abajo.

Überraschend —comentó—. Voilà des mecs bizarres, nicht whar?… Extraños españoles.

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