Eva

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10. «Die letzte Karte»

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10. «Die letzte Karte»

Cuando Falcó cerró la puerta, Eva dio unos pasos por la habitación, observándolo todo, hasta detenerse frente a la vidriera entreabierta del balcón. Lo hizo muy despacio. Ahora le daba la espalda, mirando hacia el puerto y la noche. Ninguno de los dos había despegado los labios.

—Me preguntaba… —empezó a decir Falcó, al fin.

—Yo no me preguntaba nada —lo interrumpió ella.

Siguieron callados un momento. Eva se volvió a mirarlo.

—Nada —repitió, pensativa.

Había una sola luz encendida en la habitación: un aplique sobre la mesilla de noche. La colcha estaba extendida en la cama, aunque arrugada, y sobre ella había documentos y notas —algunos, pertenecientes a Juan Trejo— que Falcó había estado leyendo. La luz iluminaba de costado a Eva, dejándole medio cuerpo en sombra, delineando el perfil de su rostro bajo el ala del sombrero casi masculino que llevaba puesto. Los ojos vagamente eslavos sin maquillar, como la boca. En cuatro meses, su cabello había crecido. Vestía una chaqueta de piel y falda gris. Pañuelo de seda al cuello y zapatos de tacón bajo.

—Solo tenía que ocurrir —dijo ella.

—Claro.

—Un día u otro.

—Sí.

Miraba la pistola que Falcó aún sostenía en la mano.

—No vengo a matarte.

Si era una broma, lo dijo sin sonreír.

—No todavía —añadió tras un instante.

Se mantenía muy seria. Grave y segura de sí. Había estudiado a Falcó de arriba abajo, detenidamente, y ahora lo miraba a los ojos. Él fue hasta la cómoda con la Browning, extrajo el cargador y la bala de la recámara y lo metió todo en un cajón; no por demostrar confianza, sino porque no se fiaba de dejar el arma cargada y a su vista. Ella pareció comprender, pues a sus labios afloró una sonrisa casi invisible con aquella luz. Falcó se preguntó si vendría armada.

—¿Es la misma pistola que utilizaste aquella noche?

Él dudó un momento.

—La misma —dijo.

—¿Y has vuelto a usarla desde entonces?

No respondió a eso. Estaban los dos frente a frente, mirándose. A la distancia de tres pasos.

—Han ocurrido algunas cosas desde aquello —dijo Eva.

—¿Estuviste todo el tiempo en España?

Tardó en responder. Inclinaba la cabeza como considerando si era conveniente. Al cabo hizo un ademán de indiferencia.

—Casi todo —confirmó.

—He sabido cosas sobre ti: Kovalenko, la Administración de Tareas Especiales… El Mount Castle y todo lo demás.

—Yo también he sabido sobre ti.

Ahora fue él quien sonrió. Por primera vez.

—Esta guerra es un lugar pequeño.

—Mucho.

Eva miraba la botella de coñac.

—Dame un poco de eso, por favor.

De nuevo fue Falcó hasta la cómoda, cogió un vaso limpio y vertió dos dedos.

—No tengo sifón.

—Es igual.

Le entregó el vaso, y al hacerlo sus manos se rozaron. Las uñas eran como él las recordaba: muy cortas y descuidadas, roídas. Sin barniz. Manchadas de nicotina.

Señaló Falcó una silla.

—¿Quieres sentarte?

—No.

Se había quitado el sombrero, y la luz del aplique arrancaba reflejos dorados al cabello rubio y lacio que ya casi le cubría las orejas y la nuca. Los hombros seguían siendo fuertes bajo la chaqueta.

Espalda de nadadora, recordó él.

Aquella mujer no parecía la misma a la que había llevado en coche hasta Portugal, torturada, febril y maltrecha. De nuevo era la que conoció en Cartagena cuando aún seguían vivos los Montero: aquellos hermanos a los que ambos —cada uno por distinto motivo— habían traicionado, llevándolos a la muerte como a una veintena de hombres más. Eva Neretva, Eva Rengel. La infiltrada que había disparado en la cabeza a Juan Portela para evitar ser descubierta. La que había protegido, abriendo fuego contra sus perseguidores, la fuga de Falcó cuando corrían por la playa para ponerse a salvo, la noche en la que todo acabó yéndose al diablo y nadie pudo salvar a José Antonio Primo de Rivera.

—¿Por qué vas a Rusia?

Lo miró casi con sorpresa, como si él acabara de soltar una inconveniencia. Una falta de tacto.

—Tengo una misión —dijo tras un momento—. Lo mismo que tú tienes otra.

—Sé algo sobre esos viajes. Y no hablo del oro.

Ella le dirigió una ojeada burlona. Había interrumpido el movimiento de llevarse el vaso a la boca.

—¿De veras?

—Sí. No todos los que van vuelven.

Era cierto, y Falcó estaba al corriente. Según le había contado el Almirante, el NKVD estaba purgando a sus agentes en España y el extranjero. Había en marcha cierto ajuste político interno. Los hacían regresar y algunos acababan en el sótano de la Lubianka, firmando cuanto se les ponía delante. Incluida su autoinculpación como agentes a sueldo del anticomunismo.

—Yo también sé algo sobre tu gente —dijo ella tras beber un sorbo de coñac—. Sobre las cárceles, las cunetas y los cementerios… Sobre la agresión fascista de tus generales y sus amigos de Berlín y Roma.

Él la miró casi asombrado.

—Increíble… Sigues teniendo fe.

—Pues claro que la tengo; pero no he venido aquí a hablar de eso.

—¿Y a qué has venido?

Inclinó brevemente la mirada sobre el vaso. Cuando la alzó, había desafío en ella.

—No estoy segura de por qué he venido.

De nuevo hizo ademán de beber, pero no llegó a completar el movimiento.

—Hay lazos, supongo —añadió.

—Qué extraño escuchar eso en tu boca.

Ella dejó el vaso sobre la cómoda.

—Creía que no volveríamos a encontrarnos nunca.

—También yo lo creí. En la estación de Coímbra, cuando me miraste por última vez… ¿Adónde te llevaron, desde allí?

Pareció dudar unos segundos sobre responder o no. Al cabo asintió cual si se debiera a una conclusión interior.

—Por mar, a Francia. Allí me recuperé. Luego volví a España.

—Y veo que progresas en lo tuyo. Asciendes. El asunto del barco no es cosa menor. Tengo entendido que las órdenes las das tú.

Ahora lo observaba con prevención.

—¿De dónde sacas eso?

—No sé… Un poco de por aquí. Un poco de por allá.

Ella inclinó la cabeza a un lado, mirando la alfombra.

—También existe la posibilidad, como insinuabas antes, de que me envíen allá para acusarme de desviacionista y contrarrevolucionaria… Eso no podemos descartarlo, ¿verdad?

La sorpresa de Falcó era sincera.

—¿Hablas en serio?

Ella guardó silencio, mirándolo entre irónica y desconfiada.

—¿Está ocurriendo de verdad? —insistió Falcó—. ¿Lo de las purgas de Stalin y la eliminación de la vieja guardia bolchevique?

—Puede ser… No sé.

—¿Y cuál es el pecado?

—Quizás anteponer todavía, de modo burgués, los sentimientos a la idea colectiva de la humanidad.

Alzó él una mano, solicitando una pausa que le permitiera comprender aquello.

—¿Y qué tiene eso de malo? —inquirió al fin.

—Quien antepone los sentimientos es culpable.

—¿De qué?

—Comete errores que ponen en peligro la revolución internacional… Actúa objetivamente como agente del fascismo.

Falcó no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Tú has cometido esa clase de errores?

La vio reír en voz baja.

—Tal vez dejarte vivo fue uno de ellos.

—Bromeas.

—Claro que bromeo.

No era el suyo tono de bromear, pese a la risa. Falcó seguía desconcertado.

—¿De qué errores hablas, entonces?

—Eso correspondería decidirlo al partido.

—¿Y aun así te presentarías en Moscú, llegado el caso?… ¿Para ponerte en sus manos?

Lo miró largamente, con extrema fijeza. Parecía considerar si valía la pena prolongar aquella parte de la conversación.

—La democracia es una forma camuflada del capitalismo, y el fascismo, su forma declarada —dijo al fin—. La paradoja es que para luchar contra ellos hay que vivir entre ellos… ¿Comprendes?

—Más o menos.

—Eso acaba contaminando.

—Ya veo.

—El mundo viejo debe terminar. Si yo estuviera contaminada por él, sería justo que desapareciese con ese mundo.

—¿Justo, dices?

—Sí.

—Estás hablando de morir.

—Eso no es tan horrible. Los seres humanos llevamos millones de años muriendo.

—¿Y tu vida?… ¿Tu felicidad?

—La vida no es más que una preocupación burguesa —lo miraba como si acabase de insultarla—. Y la felicidad, un problema de ingeniería social.

En ese punto, ella hizo una pausa. Cuando habló de nuevo, su voz sonaba dura y arrogante.

—Antes hablaste de fe… Yo tengo fe. Eso incluye saber qué papel juego en el engranaje. Estar dispuesta a aceptar las órdenes.

—¿Todas?

—Todas.

—¿Incluso ser sacrificada por los tuyos, si llegara el caso?

Eva lo miraba como se mira a un niño incapaz de comprender, o a un idiota.

—No se trata de sacrificio, sino de formar parte de algo históricamente tan correcto, inevitable y evidente como los postulados de Euclides.

Conversaban de ese modo, serenos, desde hacía quince minutos. Era el suyo un tono de calma fatigada, cual si cada uno supiera que nunca lograría hacerse comprender del todo por el otro. Se trataba, decidió Falcó tras pensarlo un momento, de mundos opuestos, maneras diferentes de entender la vida, la muerte y los lazos inevitables que relacionaban ambas. Frío método y fe por una parte, tranquilo egoísmo lúcido por la otra. Aquello no era conciliable en absoluto. Y sin embargo, él sabía —estaba seguro de que también lo sabía ella— que continuaba existiendo entre ambos un vínculo extraño y fuerte, hecho de vieja complicidad, de retorcido respeto por algo que era imposible definir. Un extraño combinado de recuerdos, sexo, peligro y ternura. La última palabra encajaba poco, en apariencia, con la mujer lacónica y dura que ahora estaba frente a él; pero correspondía perfectamente con el recuerdo de la noche en que la tuvo desnuda entre sus brazos, mientras las bombas de los Savoia italianos estallaban sobre el Arsenal de Cartagena. Quizá, concluyó tras un instante, la palabra era lealtad. La insólita lealtad de dos enemigos al filo de matarse entre ellos, apenas uno bajase la guardia.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Eva.

Cogió él la pitillera, y cuando se la ofreció abierta ella casi moduló una sonrisa.

—Sigues fumando ese tabaco caro y burgués.

—Sí… Detesto vuestros petardos proletarios.

Prendió el encendedor y aproximó la llama al cigarrillo y a su rostro. Con aquella breve luz rojiza muy cerca, los ojos oscuros lo estudiaban curiosos, y también alerta.

—No has cambiado mucho —dijo Eva.

—Tú sí has cambiado —ahora fue Falcó quien mostró una amplia sonrisa—. Para mejor, desde la última vez.

Se ensombreció el rostro de la mujer, y no solo porque él apagase la llama del encendedor. Dejaba salir el humo despacio, pensativa, sin dejar de mirarlo. Al fin dio media vuelta y salió al balcón. Tras un momento de duda, él fue hasta la cama, cogió los documentos esparcidos sobre ella y los metió bajo el colchón. Eva lo miraba hacer desde el balcón, y siguió mirándolo cuando también encendió un cigarrillo y fue a reunirse con ella.

—Somos lo que somos —dijo con voz ausente, cual si no le hablara a él.

Falcó asintió sin decir nada. Fumaron uno junto al otro en silencio, mirando la noche, el destello de la farola en el espigón y las pocas luces del puerto y de los barcos fondeados en la bahía. El frío húmedo era soportable.

—No todo fue cálculo —dijo él de pronto.

—Lo sé.

Falcó sacudía un poco la cabeza, incómodo. Molesto consigo mismo. No le gustaba aquella súbita congoja que ascendía desde su estómago al corazón: una debilidad extraña que le pedía alzar una mano para apoyar dos dedos con suavidad en el cuello de la mujer, allí donde latía, tibio y tranquilo, el pulso de la vida. En el lugar exacto, sobre la arteria carótida, donde aplicaría el tajo si tuviera que matarla.

—Pasé un tiempo recuperándome.

Había hablado ella en voz baja, y él agradecía esas palabras que alejaban la sensación anterior. La debilidad propia.

—No debió de ser fácil —apuntó.

—No.

Se apoyaba Falcó de espaldas en la barandilla de hierro, mirándola. El rostro permanecía en penumbra, apenas desvelado por las débiles luces lejanas. De vez en cuando se intensificaba el botón rojizo de la brasa del cigarrillo.

—Hundirán el barco, o será capturado.

—Puede ser —admitió ella.

—Sería una locura que estuvieras a bordo.

—Tengo órdenes.

—Al diablo con tus órdenes.

Seguía sin verle bien el rostro, pero en los ojos relució un desprecio que era extensible a la humanidad en su conjunto. Al género humano, incluida ella misma. A fin de cuentas, decía aquel brillo, el sacrificio de miles de hombres y mujeres acaba no siendo más que un par de líneas en los libros de historia.

—El diablo no existe —la oyó decir.

Falcó resopló, irritado.

—Pues toma tus propias decisiones.

—Lo mío es una decisión… Se llega a ellas por un impulso positivo o por eliminación razonada de todas las otras actitudes posibles. Y yo no actúo por impulsos.

—Dios mío —la miraba con sincero asombro—… ¿Todo eso lo aprendiste en Moscú?

Siguió un corto silencio.

—Hablas alemán, ¿verdad? —preguntó ella al fin.

—Un poco.

Die letzte Karte spielt der Tod.

—¿La última carta la juega la Muerte?

—Sí.

—¿Y en qué carta estamos?

—Eso pretendo averiguar.

Eva estuvo un momento callada, de nuevo. Al fin hizo brillar por última vez la brasa del cigarrillo y lo arrojó lejos. Falcó vio cómo el punto rojo describía un arco antes de desaparecer en la oscuridad.

—Después de Portugal me llevaron a una casa de reposo, en el sur de Francia —siguió contando Eva—. Pasé allí tres semanas sin hacer nada, sin leer ni hablar con nadie… Me sentaba en el jardín y miraba unos sauces que había junto a un estanque. Los pájaros que bebían en una fuente cercana… Eso era todo.

Se detuvo un instante.

—Todo —añadió.

Después volvió a callar, tanto rato que Falcó pensó que ya no seguiría hablando.

—Un día, alguien fue a verme —continuó ella de pronto—. Un superior.

Se tensó él, alerta. Interesado. Puro reflejo de adiestramiento.

—¿Kovalenko?

—No importa su nombre… Me preguntó si estaba lista para volver a España. Dije que sí. Creía que iban a mandarme en seguida, pero antes había una misión que cumplir: un agente provocador infiltrado en los círculos republicanos en Francia. Sospechábamos que trabajaba para vosotros… Ya nos había hecho perder a dos hombres y una mujer, que enviamos a zona nacional y fueron descubiertos y ejecutados.

Hizo Falcó una mueca cínica. Profesional.

—Son los riesgos del oficio.

—Sí. El caso fue que me aproximé a vuestro hombre, trabé amistad con él y le di información falsa: una supuesta cita en Burgos que nunca se produjo. Picó el anzuelo, detuvieron al señuelo, y al agente lo llevamos a una casa nuestra: juicio sumario y ejecución.

—Bueno, es la costumbre, ¿no?… Fin de la historia.

—No del todo. Fui yo quien le disparó. En la sien.

Falcó tiró su cigarrillo como había hecho ella, mirando desaparecer el punto rojizo bajo el balcón.

—Como a aquel falangista —recordó, objetivo.

—Sí… Podía haberlo hecho otro camarada, pero pedí ser yo.

Pareció estremecerse un poco, cual si el frío de la noche empezara a afectarla.

—Después de aquello me consideraron apta para regresar —añadió tras un momento.

—¿Y dónde has estado?

—Qué más da dónde. Por ahí… Viendo cómo tus compatriotas republicanos prefieren reventarse entre ellos antes que ganar la guerra.

—Menos mal que os tienen a vosotros, ¿verdad?… A los disciplinados comunistas rusos.

—Puedes burlarte, pero es así. De no ser por nuestra ayuda militar, nuestros asesores y nuestra disciplina, el desastre sería aún mayor… Con esos estúpidos anarquistas, más interesados en hacer la revolución que en ganar la guerra, y esos burócratas atrincherados en sus nuevos privilegios, pidiendo armas para que otros luchen por ellos y cárceles para meter a sus adversarios políticos.

Hizo una pausa y volvió a estremecerse.

—Tomaría un poco de ese coñac.

—Entremos —sugirió Falcó.

Ella miraba la noche.

—Prefiero seguir aquí.

Entró él en la habitación, cogió el vaso que Eva había dejado sobre la cómoda, apuró lo que quedaba y vertió otros dos dedos de la botella. Con el vaso en la mano regresó al balcón.

—Durante mi aproximación a vuestro agente, este intentó seducirme.

—Yo también lo habría intentado —comentó Falcó suavemente, pasándole el vaso.

—No llegó a ponerme la mano encima —prosiguió ella como si no lo hubiera oído—. No se lo permití… Y no fue un problema de gustos. Era un hombre atractivo.

Se detuvo con el vaso entre los dedos, cerca de la boca.

—No pude tolerarlo. Ni siquiera la idea.

Bebió un sorbo, largo. Después le pasó el vaso a Falcó, que bebió también.

—Desde lo de Salamanca no me ha tocado ningún hombre… Ante el mero pensamiento, retrocedo como si me pusieran sal en la carne viva.

Esta vez el silencio fue largo de verdad, y él no pudo evitar recordarla desnuda en aquella casa donde él había matado a tres hombres y un perro para liberarla, atada sobre el somier donde la habían torturado y violado, abiertas las piernas en una postura al mismo tiempo indefensa y obscena. Mirándolo con ojos aturdidos, vacíos de cuanto no fuera desconcierto y horror. Una mirada que había hecho a Falcó avergonzarse de ser hombre, y que seguía clavada en su memoria.

—Tengo frío.

La sintió temblar de verdad, con violencia, como si estuvieran compartiendo el mismo recuerdo. Entonces la tomó con suavidad de una mano para hacerla entrar en la habitación, y notó sus manos yertas. Se las frotó para que entraran en calor, y ella se dejó hacer. Ahora, con la luz interior, podía verle bien de nuevo el rostro. Lo miraba con una fijeza de hielo. Casi inhumana.

—Fuiste el último que… Me refiero a antes de aquello.

Siguió mirándolo por un instante, silenciosa y dura: uno de esos gestos que sirven para probar los resortes íntimos de un hombre. Pocas autoestimas masculinas podían sobrevivir a una mirada como aquella, pero Falcó la encajó sin demasiados estragos. De no recordarse a sí mismo caminando por aquella casa medio a oscuras, seca la boca, empuñada la pistola, matando uno tras otro a los hombres de Lisardo Queralt, habría sido incapaz de soportar esa mirada.

—Después todo fue horror y oscuridad —añadió Eva al fin.

Él acercó el rostro sin que ella retirase el suyo. Y la besó. Fue un beso suave, apenas una caricia sobre unos labios fríos como la muerte. Con anterioridad, Falcó había besado a mujeres sobre sábanas más cálidas que sus cuerpos, pero aquello lo superaba todo. Alzó una mano y puso dos dedos en el cuello de ella, sintiendo latir allí el pulso. En ese lugar no hacía frío ninguno.

Ella seguía mirándolo sin despegar los labios, impasible. Entonces Falcó la tomó de nuevo por las manos y la condujo muy despacio hasta la cama. No experimentaba deseo, en realidad. Ni siquiera estaba físicamente excitado, y eso lo asombraba. Solo sentía la extraña necesidad de ser tierno.

—No me hagas daño —dijo ella.

No le hizo daño. O al menos intentó no hacérselo. Fue una extraña sensación, el cuerpo desnudo sobre la cama, rígido al principio, tan tenso como si todos los músculos de la mujer estuvieran dolorosamente anudados. Falcó se tumbó a su lado, también desnudo, acariciándola sin precipitación ni urgencia. Al comienzo, cada vez que él posaba una mano sobre su piel vulnerable —olía neutra, a carne limpia de mujer—, Eva retrocedía de modo instintivo, cual si hubiera recibido una leve sacudida eléctrica. Paciente, él dejó de tocarla y, tumbándose boca arriba, la hizo acurrucarse en el hueco de su hombro derecho. Ella lo hizo de ese modo, quedándose inmóvil mientras Falcó sentía su respiración, muy débil y muy lenta. Le acarició el pelo.

—¿Estás mejor así?

No respondió.

Continuaba respirando suavemente con la boca pegada a la piel del hombre. Callada y muy quieta. Entonces él dejó de acariciarle el pelo para apoyar con delicadeza la mano en su espalda. Eva seguía teniendo —tenía de nuevo— un cuerpo musculoso y duro, bien formado. Casi atlético.

—Es difícil —susurró ella por fin, casi inaudible.

—Claro.

—Casi no soporto que me toques.

—Dejaré de hacerlo, si lo prefieres.

—No. Continúa.

Caricia tras caricia, Falcó sintió que la carne de la mujer se entibiaba poco a poco y la tensión decrecía. Experimentó entonces la primera punzada de deseo, pero comprendió de inmediato que eso no iba a ninguna parte. No era momento, ni oportunidad. Así que siguió acariciándole la espalda y el cabello. La luz del aplique permanecía encendida, y pudo contemplar muy de cerca, desenfocados por la proximidad, su frente, el arco rubio de las cejas, la nariz. Retiró un poco el rostro para observarle los ojos y comprobó que ella lo miraba.

—Lo siento —dijo él.

Era sincero. Lo sentía de verdad, y era real esa necesidad de solicitar su indulgencia. Su comprensión. Se creía en condiciones de hacerlo, pues ella conocía las reglas. Sabía y había sabido, tan bien como el propio Falcó, los precios de transitar por la vida que ambos eligieron tiempo atrás. Por aquel territorio insalubre poblado de seres humanos y, por consecuencia, pródigo en maldad. Un título al que no eran ajenos ni la mujer acurrucada en el hombro de Falcó ni el hombre que la acariciaba.

—Sí.

Le escuchó decir, fijos en los suyos sus ojos oscuros e inmóviles. Y comprendió que lo creía. Que estaba segura de que en ese momento él decía la verdad.

Alargó la mano para apagar la luz y permanecieron como estaban, mientras la respiración de la mujer se hacía más lenta y regular. Parecía dormida. Sin atreverse a retirar el brazo, para no despertarla, Falcó siguió quieto un buen rato, los ojos abiertos en la oscuridad.

La compasión, la ternura, el deseo, se diluían despacio entre los pensamientos, los cálculos tácticos que de nuevo le ocupaban la cabeza. Intentaba aislar la presencia de Eva en la habitación 108 del hotel Continental, separarla de cuanto había ocurrido en las últimas horas, pero resultaba imposible. Su mente metódica, acostumbrada a ordenar las hipótesis según grados de riesgo y amenaza, no lograba situarla de forma convincente en el conjunto. Y sin embargo, el temblor del cuerpo que ahora dormía a su lado había sido real, y también el antiguo dolor que ella llevaba consigo como una herida abierta, y la tensión, y el desamparo.

Incluso dormida, desnuda, indefensa, vulnerable como en ese momento, Eva Neretva seguía siendo un enigma. Y Falcó, recobrado el egoísmo vital, la saludable incertidumbre de quien conocía la dificultad de mantenerse vivo, tuvo la clara certeza de que todo aquello, en lugar de atenuar el peligro, lo incrementaba. Su instinto profesional, adiestrado y de nuevo alerta, exigía con urgencia reflexión y cálculo. Alejar la molesta —y muy peligrosa— interferencia de los sentimientos. A él nadie lo iba a llamar a Moscú por dar a estos importancia, pero muy bien podían ser causa de que le volaran la cabeza en Tánger.

Se levantó con precaución, anduvo hasta la cómoda y encendió un cigarrillo. Fumó de pie, desnudo, mirando el bulto de la mujer inmóvil entre las sombras. Luego fue al cuarto de baño, se cepilló los dientes, se enjuagó la boca con Listerine y regresó al dormitorio, metiéndose en la cama con mucho cuidado para no despertar a Eva. Se acercó sigiloso hasta adaptar su cuerpo a las formas de ella, ahora relajadas y cálidas. Y al fin, tras acomodarse allí, se quedó dormido.

Soñó con ciudades extrañas y taxis que nunca se detenían, con hoteles que se veía obligado a abandonar a toda prisa, con trenes y barcos que partían sin él. Eran sueños recurrentes que lo acompañaban desde hacía tiempo, haciéndole sentirse solo y desarraigado; despertándolo bruscamente con una intensa sensación de frustración o de fracaso. Fuera cual fuese el escenario, siempre se trataba de lugares así: calles desconocidas donde unos pocos rostros hoscos o indiferentes pasaban por su lado sin mirarlo, cual si no existiera. Acentuando, con su silencio, un singular ambiente de peligro que lo hacía despertar sudoroso, crispado, tensos los músculos y respirando con violencia. Dispuesto a pelear.

Esta vez lo despertó Eva. Se estremecía en una extraña duermevela, despierta pero sin estarlo del todo. Quejándose débilmente como un animal herido. Pasó de nuevo el brazo en torno a sus hombros y ella se apretó más contra él. Su cuerpo, ahora cálido como si tuviera fiebre, temblaba intensamente.

—¿Qué te pasa? —musitó Falcó.

No hubo respuesta. Eva seguía temblando y se pegaba a él como si temiera que los separasen, o como si alguien lo estuviera intentando en ese momento. Entonces él le acarició el cabello para tranquilizarla. La besó en la frente, y ella alzó el rostro. La besó de nuevo, ahora en la boca, muy suavemente al principio, sintiendo que esta se abría ante sus labios como una brecha húmeda y tibia. El deseo físico surgió de pronto, brusco, inevitable, la carne tensa de Falcó presionando contra el costado de la mujer, que suspendió un momento la respiración como si acabara de despertar en ese instante, y una mano de ella se deslizó por el pecho y el vientre del hombre hasta los muslos y el sexo endurecido y casi vibrante, ahora, de un deseo tan violento que él tuvo que recurrir a toda su sangre fría para no tumbarla boca arriba y clavarse en ella hasta dentro, sin consideración ni freno alguno, adentrándose en aquel cuerpo que de pronto parecía esponjarse cálidamente, abandonado a él. Sin embargo, en vez de hacer eso, Falcó mantuvo la calma, volviendo a besar la boca de la mujer, y también la barbilla y el cuello. Hundiendo allí el rostro para sentir en los labios la pulsación suave y rítmica, el latido de la arteria que no iba a cortar esa noche y quizá ninguna otra.

—Por favor —suplicó ella, muy bajo—. Hazlo con mucho cuidado… Por favor.

Y así ocurrió todo. Despacio, con mucho cuidado. Atento Falcó a las sensaciones de ella y procurando no lastimarla. Ahondando paciente, con toda la ternura de que fue capaz, en aquella carne de mujer tan semejante a una cicatriz todavía no curada.

—Para, por favor… Déjalo ahí. Es mucho tiempo… Para.

Asintió Falcó en la oscuridad, inmovilizándose. Después retrocedió despacio, con la misma delicadeza. Y al fin, saliendo del cuerpo de ella, se apoyó sobre su vientre terso y se derramó allí en tranquilo silencio.

Fingía dormir cuando, con la primera luz del alba, Eva se levantó despacio, recogió su ropa y se vistió en el contraluz plomizo de la puerta vidriera del balcón. La oyó ir y venir por la habitación y estar un rato en el cuarto de baño, y después quedarse inmóvil, de pie frente a la cama; tanto que él llegó a pensar que ya se había marchado. No se atrevió a levantar la cabeza para ver qué hacía, por temor a que descubriese que no estaba dormido.

Al fin ella se movió de nuevo, y un momento después la puerta hizo un pequeño ruido al cerrarse despacio. Falcó encendió la luz y dejó la cama. Todo estaba, en apariencia, como debía estar: la billetera en el bolsillo de la chaqueta, la pistola en el cajón de la cómoda, el resto del equipaje intacto y sin revolver. Eva no había tocado nada, aunque había dejado una hoja de papel escrita con la estilográfica de Falcó: un escueto mensaje de despedida, o tal vez un anuncio de cómo iba a ser el próximo encuentro entre ambos. Era una sola línea, en alemán, y leerla arrancó a Falcó una sonrisa triste.

Die letzte Karte spielt der Tod. La última carta la juega la Muerte.

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