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Quinta parte: Edad de Apogeo » 35. De la «belle époque» a los locos años veinte, pasando por una guerra mundial

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De la «belle époque» a los locos años veinte,

pasando por una guerra mundial

Las tensiones europeas de más difícil control se centraban en el «avispero balcánico», zona de nacionalismos a flor de piel y de fricción entre intereses austrohúngaros, otomanos y rusos. El Imperio otomano seguía decayendo, pese a algunas medidas reformistas; el ruso, con problemas internos, terrorismos, etc., se industrializaba con rapidez, pero en 1904-05 padeció una humillante derrota naval a manos de Japón, seguida por una conmoción revolucionaria que sacudió sus estructuras.

Y por encima de luchas y conflictos menores planeaba la rivalidad entre Inglaterra, Francia y Alemania. El bienestar material de capas crecientes de población provenía de la revolución industrial, y esta imponía el acceso a fuentes de materias primas, dependencia también creciente del comercio exterior y competencia por los mercados, que empujaban a las potencias a reforzarse militarmente. Inglaterra partía con ventaja por su enorme imperio y su marina mercante y armada, muy superiores a las de cualquier rival, pero su preeminencia iba mermando. En 1898 pudo estallar la guerra con Francia por el «incidente de Fachoda», en Sudán, resuelto a favor de Londres: Francia aspiraba a unir sus posesiones africanas desde el Atlántico al mar Rojo e Índico, e Inglaterra planeaba dominar la franja de Egipto a Sudáfrica. Ese mismo año, el káiser Guillermo II, que había prescindido del prudente Bismarck, se jactaba de su programa naval, capaz de amenazar el predominio inglés. Ello estaba lejos de ser cierto, pero enconó la hostilidad entre los dos países (Berlín apoyó políticamente a los boers). En 1907 Lord Balfour, uno de los políticos británicos más relevantes, comentaba a un embajador useño: «Creo que somos estúpidos por no buscar un pretexto para declarar la guerra a Alemania antes de que ese país construya demasiados buques y se apodere de nuestro comercio». Ante el escándalo de su interlocutor, preguntó: «¿Se trata de una cuestión del bien y el mal, o más bien de mantener nuestra supremacía?». No obstante, era convicción corriente que una guerra general era imposible dada la interrelación económica.

En 1911 otro «incidente», en Agadir, donde Berlín quería disputar el protectorado francés sobre Marruecos, estuvo cerca de provocar la guerra entre Alemania y Francia. Ante el apoyo de Londres a París, Berlín retrocedió. La política alemana era militarista y arrogante, con un fuerte racismo, y de hecho no difería demasiado de la practicada por Inglaterra y Francia. Esta última ansiaba, además, la revancha por su derrota de 1870 y la recuperación de Alsacia y Lorena, objeto de disputas históricas.

Las cambiantes relaciones diplomáticas cuajaron en una Triple Alianza de Alemania, Austria-Hungría e Italia para aislar a Francia, y una Triple Entente de Francia, Rusia e Inglaterra, dirigida contra Alemania. De hecho existía un equilibrio de poderes, imaginado desde Westfalia como seguro contra la guerra. Todos los estados, menos Rusia, eran liberales y parlamentarios, y Alemania más democrática que Inglaterra, pues esta no generalizaría el voto hasta 1918. La competencia entre ellas no excluía una estrecha interpenetración económica a través de grandes capitales. Todos albergaban, además, potentes partidos internacionalistas y revolucionarios, salvo Inglaterra. Los marxistas teorizaron que el capitalismo entraba en su etapa final, «imperialista», previa a su derrumbe, caracterizada por la concentración monopolista del capital industrial y financiero, según había predicho Marx, proletarizando a las capas burguesas intermedias y agravando las crisis económicas. Los intereses monopolistas determinarían la política de las naciones y abocarían a una conflagración general por el reparto de los mercados y del mundo. Mezclaban observaciones reales e ilusorias, pero la guerra fue real.

Y así, el 28 de junio de 1914, el asesinato del príncipe heredero de Austria-Hungría y su esposa en Sarajevo por un nacionalista serbio, obró como la chispa en una pradera seca. En un par de meses los países de la Entente y los de la Alianza se declararon la guerra. Guerra europea que se haría mundial por las acciones en otros continentes y la intervención de potencias como Usa y Japón. Los turcos se alinearon con sus viejos enemigos austrohúngaros y Alemania; Italia se contuvo, para pasarse a la Entente. Los rusos planeaban confluir con el ejército francés sobre Berlín, acabando con la amenaza germana, y algunos líderes alemanes proyectaban ocupar el resto de Polonia y Rusia, desalojar a millones de eslavos y establecer allí colonos alemanes, una política que podía remontarse a la lejana Orden Teutónica.

Berlín había planeado envolver el norte de Francia desde Bélgica, y París una ofensiva hacia el centro de Alemania. Las dos fracasaron y durante los años siguientes las tropas alemanas, francesas e inglesas se desangrarían en una guerra de trincheras y ametralladoras casi estática, a pesar del uso creciente de aviones y la invención del carro de combate o tanque. El Papa y Washington hicieron propuestas de paz, desoídas, aunque Alemania les prestó mayor atención. Fue crucial el año 1917. Las derrotas rusas indujeron una desintegración social, y en febrero una revolución derrocó al zarismo e instauró la república. La acción submarina alemana amenazaba colapsar el tráfico inglés, pero en abril Usa declaró la guerra a Alemania, recomponiendo la moral aliada.

La población useña era aislacionista o neutralista, y volverla contra Alemania exigió una colosal campaña de propaganda, no a través de la prensa amarilla como la que había llevado a la guerra del 98 contra España, sino desde el gobierno de Woodrow Wilson mediante la Comisión Creel. Esta reunió a miles de artistas, escritores, periodistas y voluntarios, y usó todos los recursos de la publicidad: millones de folletos, carteles y charlas breves, películas, etc., mezclando verdades y mentiras calculadas para conmover al público. Su masividad volatilizó cualquier réplica, mostrando cómo, en ciertas circunstancias, es posible manipular la opinión pública. Sus métodos servirían a las propagandas totalitarias que tanto condicionarían el siglo XX y el actual.

A su vez, en noviembre (octubre según el calendario ruso), los alemanes recibieron un alivio con la Revolución Bolchevique, que acabó con la breve república burguesa y retiró a Rusia del campo de batalla. A ese fin, el estado mayor germano había facilitado el traslado de Lenin a San Petersburgo y subvencionado su propaganda. Este hecho, de tan enormes consecuencias, muestra una vez más la dificultad humana de hacer cálculos utilitarios a medio o largo plazo. De momento, el Reich pudo lanzar al año siguiente una magna ofensiva en el oeste; pero no alcanzó sus objetivos, mientras afluían tropas useñas y el bloqueo sumía en la miseria a la población alemana. En septiembre, octubre y noviembre capitularon Bulgaria, el Imperio turco y Austria-Hungría, dejando sola a Alemania, por donde se extendía una revolución comenzada en la armada. El 9 de noviembre fue proclamada la república y el káiser se refugió en la neutral Holanda.

El 11 de noviembre terminó la contienda, que muchos habían esperado corta y había durado más de cuatro años. Se calcula que perecieron 8 millones de soldados, cifra nunca vista; los civiles, aparte de Rusia y el Imperio turco, llegaron a entre millón y medio y dos millones. Entre 1915 y 1917 se produjo el genocidio armenio, por la política turca de aniquilar a los cristianos dentro de su imperio: los cálculos varían entre medio y un millón y medio de víctimas, y sentaría un precedente para nuevos genocidios en el siglo XX. La mortandad aumentó por una pandemia de gripe en 1918-19, originada en Usa y llamada inadecuadamente «gripe española»: mató a entre 50 y 100 millones de personas, sobre todo en China e India. En Usa murieron unas 600.000, en Europa Central y Oriental unos dos millones, de 200.000 a 300.000 en España, y pudo tener efectos en la posterior epidemia de encefalitis letárgica que causó millones de nuevas víctimas.

El economista inglés John M. Keynes, quizá el más influyente del siglo, definiría la guerra como una lucha económica: «Como en cada siglo de los anteriores, Inglaterra ha destruido a un rival comercial». Pero las consecuencias de todo orden fueron incomparablemente más vastas de lo que tal diagnóstico sugiere.

La guerra liquidó los imperios ruso, austrohúngaro y otomano. El turco se transformó en república en 1922, ceñida a la región de Estambul y Anatolia, si bien para recobrar toda esta península hubo de contender, bajo la dirección de Kemal Atatürk, contra Grecia y los designios de Francia, Inglaterra e Italia, a lo que siguió una «limpieza étnica» de griegos y turcos en los respectivos territorios. Atatürk trató de actualizar a Turquía como estado laico, occidentalizado, bajo el dominio del ejército. Concluían así casi cinco siglos desde la toma de Constantinopla. Para la memoria de Grecia, el año 1922 quedó como el de «la catástrofe de Asia Menor», por la traumática expulsión de los griegos de regiones donde habían vivido durante dos mil quinientos años.

De la parte árabe del Imperio turco surgió Arabia Saudí, y la región entre el Golfo Pérsico y el Mediterráneo se repartió entre Francia e Inglaterra, incumpliendo promesas hechas a los árabes para movilizarlos contra los turcos. Londres (el mencionado Balfour) prometió un hogar nacional judío en Palestina, que llevaría treinta años después a la creación del estado de Israel.

La disolución de los imperios aplicando un «derecho de autodeterminación» auspiciado por Usa debía aplacar los conflictos, pero los aumentó. Se formó un rosario de nuevas naciones en la franja central europea: Finlandia, Países Bálticos, Polonia (que recobró su independencia después de haber sido repartida en 1795), Checoslovaquia, Hungría, Austria propiamente dicha, la poco después llamada Yugoslavia, además de las preexistentes Albania, Bulgaria, Rumania y Grecia: un mapa político sin precedentes. La Europa de las naciones se extendía prácticamente por todo el continente, menos por el Imperio ruso, que subsistiría transformado en el primer régimen socialista del mundo, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

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Precisamente la Revolución Bolchevique dirigida por Lenin sería la consecuencia de mayor relieve de la I Guerra Mundial. El nuevo experimento social, dotado de una fuerza expansiva inigualada desde la explosión árabe posterior a Mahoma, iba a movilizar a millones de personas en todo el mundo, a suscitar inmensas esperanzas y resistencias esenciales, y a gobernar en poco más de treinta años a un tercio de la humanidad. Según las ideas de Marx, una revolución así debía producirse en una nación de capitalismo «maduro», como Alemania, Francia o Inglaterra, y sin embargo estalló en un país en rápida transformación industrial, pero todavía muy agrario. Los bolcheviques lo justificaron afirmando que la revolución rusa sería la espoleta de la alemana. En las décadas anteriores Alemania se había convertido no solo en el capitalismo más dinámico, sino también en la sede del partido marxista más potente.

Sin embargo, el incumplimiento de la profecía de Marx sobre el empobrecimiento creciente de las masas y la inutilidad de fondo de la lucha sindical, habían desviado a los partidos marxistas, generalmente autodenominados socialdemócratas, hacia una acción parlamentaria, sindical y reformista. Lenin y otros condenaban aquella postura «revisionista», afirmando que el peso principal de la explotación se había trasladado a las colonias, de donde sacaba el capital superganancias con parte de las cuales sobornaba a una capa del proletariado, convirtiéndola en agente contrarrevolucionario. Por ello los partidos socialistas habían apoyado a sus respectivos gobiernos en la guerra mundial, en lugar de transformarla en guerra civil contra la burguesía, como había hecho el Partido Bolchevique en Rusia. Pronto Lenin impulsó una III Internacional o Komintern (Internacional Comunista), reivindicando el título de partidos comunistas para desbancar a los degenerados revisionistas socialdemócratas de la II Internacional.

La capital del nuevo estado fue devuelta desde San Petersburgo, donde había radicado durante dos siglos, a Moscú, un hecho de profundo simbolismo. Petersburgo figuraba el espíritu occidentalizante de Pedro el Grande y sus sucesores, con abandono implícito de la «Tercera Roma». Durante ese tiempo, Rusia se había empeñado en aprender de la parte occidental de Europa, mientras que ahora, armada con el triunfo de la doctrina marxista, se convertía en maestra e inspiradora, en faro espiritual (aunque se proclamase radicalmente materialista), no ya solo de Europa, sino del mundo entero. Moscú volvía a convertirse en la nueva Roma, de donde partiría la construcción de una sociedad sin explotadores ni explotados, opresores ni oprimidos: la sociedad científica con que habían soñado tantos desde la Ilustración, sin supersticiones religiosas ni ideologías, volcada en la felicidad del Hombre prometeico. Con un espíritu mesiánico similar al de «la ciudad sobre la colina» de Usa, con mayor amplitud todavía, la Unión Soviética iba a mostrar a la humanidad el camino de la emancipación.

Los comunistas asaltaron el poder en Finlandia, Alemania y Hungría. Fracasaron siempre, pero organizaban constantes huelgas, a menudo sabotajes o terrorismo, por todo el continente, fomentando una sensación de inestabilidad. Polonia, recién recobrada su independencia, estuvo a punto de perderla en 1920 por una ofensiva soviética, pero a las puertas de Varsovia la derrotó el general Pilsudski, antiguo socialista revolucionario evolucionado a un nacionalismo conservador. Los partidos comunistas fomentaban revueltas en las colonias y cobrarían impulso en China.

En la propia Unión Soviética, el golpe bolchevique había causado una guerra civil más dañina que la exterior, y la implantación de un terror sistemático mediante la policía política o Cheká. Con la economía destrozada, el régimen debió abandonar el «comunismo de guerra» y abrir la mano a la iniciativa privada (Nueva Política Económica o NPE), que alivió el desastre. Pero la componenda no duró. En 1928 Stalin, sucesor de Lenin, sustituyó la NPE por planes acelerados de industrialización desde el Estado y colectivización del campo, cuyo resultado inmediato fueron hambrunas y más terror, con millones de nuevas víctimas.

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Paralelamente, la posguerra en el resto de Europa generó una euforia extraña y, desde 1925, reactivación económica, mientras continuaba la brillante efervescencia intelectual y científica de preguerra en los círculos de Viena, Berlín, Oxford, Cambridge o Copenhague, y París retenía su prestigio como capital cultural del mundo. Al mismo tiempo, las sociedades sufrían una profunda depresión moral. La gente quería olvidar la guerra, y el liberalismo, doctrina común de los contendientes, entró en crisis, una de cuyas manifestaciones era la admiración hacia la Revolución Rusa, también en medios burgueses. Los valores e ideales tradicionales, lo antes considerado respetable y decente, fueron objeto de escarnio. Fue desdeñado como nunca lo burgués y más aún lo pequeñoburgués, palabras de significado elástico y que apuntaban confusamente al liberalismo y al cristianismo. Proliferaron las drogas y el alcohol, el exhibicionismo sexual, el juvenilismo, el feminismo y los giros de intención revolucionaria en política; y en arte se extremaron las vanguardias, que ya venían de preguerra. El mingitorio exhibido por Marcel Duchamp en 1917 se convirtió en una de las fuentes de inspiración más conspicuas del arte posterior. El entretenimiento se convirtió en gran industria gracias al cine y la radio y la multiplicación de los locales de diversión; llegó a Europa la cultura useña a través del jazz y el cine… Se ha llamado a aquella década «los felices años veinte», aunque en Francia se usó más bien el calificativo de «locos».

La «inversión de valores» cundió con mayor furia en los países vencidos, según describe el citado Zweig:

[En Austria] en vez de viajar como antes con sus padres, los muchachitos de once y doce años cruzaban el país en grupos organizados —llamados «aves de paso»— , sexualmente instruidos (…). En las escuelas se formaron, por ejemplo ruso, soviets de alumnos que vigilaban a los profesores; y se barrieron los programas de estudio, pues los niños querían aprender solamente lo que les gustase. Por el mero placer del rechazo, la gente se rebelaba contra la voluntad de la naturaleza, contra la eterna polarización de los sexos. Las muchachas se hicieron cortar el pelo (…) los jóvenes se afeitaban barbas y bigotes para feminizarse; las exhibiciones de sexualidad invertida llegaron a hacerse moda, no por instinto, sino como protesta contra las formas legales, tradicionales, normales del amor. Cada expresión de la existencia trataba de hacerse radical y revolucionaria, y lo hacía también el arte, claro está.

En Alemania fue más extremado:

Creo poseer nociones bastante sólidas de la historia, pero, que yo sepa, jamás se ha producido semejante época de locuras en proporciones tan enormes. Todos los valores se habían transformado y no se respetaba moral ni hábito alguno. Berlín se convirtió en la Babel del mundo (…) pues los alemanes aportaron a la perversión toda su vehemencia y manía de sistematizar. Una especie de demencia se apoderó, con el derrumbe de todos los valores, principalmente de los círculos burgueses (…). Pero lo más repugnante de todo aquel erotismo patético fue su espantosa falsedad (…). El que vivió aquellos meses, aquellos años apocalípticos, amargado y asqueado, presentía a cada instante que debía producirse una reacción cruenta.

Había en el ambiente una impresión de decadencia, que algunos autores trataron de analizar. Se hizo popular en varios países la obra de Oswald Spengler, influido por Nietzsche, La decadencia de Occidente, según la cual la cultura occidental («fáustica» en términos goethianos), como otras anteriores, ha seguido una evolución análoga a la biológica, de nacimiento, desarrollo, decadencia y muerte. Ha pasado de una fase «cultural», entendida como vital y creativa, a una fase de «civilización», seca y crítica. En la cultura predominaría el alma y en la civilización el intelecto. El propio optimismo de la Ilustración habría originado un escepticismo general y esterilizante. La evolución era ineluctable y los europeos debían plantearse cómo actuar en tales circunstancias. La democracia, según él el poder del gran capital, de la plutocracia, debía dar paso a un nuevo cesarismo al estilo de Roma. Mussolini, y no Hitler, sería el modelo para él.

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Para evitar la repetición de una guerra como la pasada, se creó en 1919 la Sociedad de Naciones, foro de negociación política y encauce de una mejora económica mundial. Pero la paz establecida en Versalles era resentida en Alemania como un Diktat injusto y humillante. Francia, que había sufrido las mayores destrucciones y perdido el 10 por ciento de su población masculina, trató de cobrar sus deudas ocupando en enero de 1923 el Ruhr, principal región industrial y minera de Alemania. Esta padeció una inflación monstruosa y desmoralizadora que arruinó su economía hasta 1925. La descomposición interna hacía temer el finis Germaniae tras solo medio siglo de existencia como nación. Ello crearía un peligroso vacío en el centro de Europa, que abriría paso a revoluciones, por lo que los vencedores accedieron a rebajar las reparaciones exigidas y Usa concedió préstamos para reactivar su economía. De cualquier modo, la Sociedad de Naciones se revelaría poco útil para dominar las crispaciones y odios de la época.

Si la Revolución Rusa había despertado simpatías por el mundo, también un rechazo inapelable en quienes la entendían como una nueva invasión bárbara sobre la cultura occidental. Finlandia sufrió en 1918 una corta pero muy intensa y sangrienta guerra civil, al intentar los comunistas una revolución que fue derrotada por el general Mannerheim. En el resto de Escandinavia aumentó el peso de la socialdemocracia, gobernante en Suecia desde 1921 y algo después en Dinamarca. En Noruega, las tendencias comunistas ganaron auge durante unos años.

La primera manifestación de rechazo doctrinal al comunismo fue el fascismo italiano, dirigido por el ex socialista Benito Mussolini, que en 1922 tomó el poder en Italia con una «marcha sobre Roma» sin derramamiento de sangre. Previamente, el país había soportado huelgas y luchas sociales enconadas causadas por comunistas y socialistas radicales, que desbordaban a la democracia liberal. El fascismo recogía la frustración de masas que habían sufrido los sacrificios de la guerra para verse premiadas con miseria y desempleo. Sentían, además, que en vez de servir a ideales patrióticos habían sido utilizados por intereses puramente económicos. El fascismo prometía un Estado «totalitario», no en el sentido de que el partido ocupase totalmente el Estado y este la sociedad, como ocurría en Rusia, sino más bien como control político sobre la «plutocracia», el gran capital, para ponerlo teóricamente al servicio de intereses patrióticos superiores. En tiempos de desmoronamiento social, el fascismo cultivó un estilo militar, jerárquico y camaraderil, también porque aspiraba a convertir a Italia en la potencia dominante del Mediterráneo.

Al terminar la guerra se había instaurado en Alemania la República de Weimar. Su principal partido, el Socialdemócrata, reprimió sin miramientos golpes comunistas. En 1923, después de la ocupación del Ruhr por Francia, un desconocido Adolf Hitler intentó un golpe de Estado en Múnich. Fracasó, pero fue solo el comienzo de una carrera que le convertiría diez años después en dictador. Su ideología combinaba el racismo, el nacionalismo y el odio a los comunistas, los judíos y la «plutocracia» internacional, que a sus ojos representaban lo mismo y habían causado la derrota alemana en 1918. Aunque procuraba no enfrentarse a las iglesias, la católica y las protestantes, el fondo de sus concepciones era por completo ajeno al cristianismo, y parecía enlazar mejor con el paganismo germano y su exaltación de la lucha y el heroísmo.

Otro país donde la democracia liberal cayó fue España por presión del extremismo marxista, las amenazas separatistas y el terrorismo ácrata. Para afrontar las amenazas, el general Primo de Rivera dio en 1923 un golpe de Estado, saludado con alivio por gran parte de la opinión, e instauró una dictadura poco dura, que en menos de siete años modernizó notablemente al país. También Polonia, constituida en república a imitación de la francesa en 1922, padeció un desorden irreductible, cortado en 1926 por Pilsudski, salvador del país frente a los soviéticos, mediante un régimen autoritario muy popular y no disímil del español. Procesos semejantes se dieron en Hungría, en 1920, con Miklos Horthy tras la experiencia de una república soviética de cien días. La subversión comunista y la incapacidad de muchos regímenes liberales para frenarla, provocaba reacciones hacia gobiernos autoritarios y conservadores

Y en 1929 la crisis liberal empeoró gravemente con la catastrófica caída de la Bolsa de Nueva York. Millones de personas fueron al paro, especialmente en Alemania, se extendió la miseria en muchos países, europeos y de otros continentes, incluso en Inglaterra se organizaron «marchas del hambre»… mientras se quemaban cosechas para sostener los precios, lo que aumentaba la indignación de las masas y la impresión de que la economía liberal conducía a los mayores absurdos. La URSS se presentaba como la demostración práctica de que la anarquía económica propia del capitalismo estaba siendo superada admirablemente por el primer plan quinquenal y la colectivización de la tierra: el Estado proletario organizaba la producción por objetivos racionales al servicio del pueblo y no de los explotadores burgueses. Pero el efecto propagandístico mermaba por las noticias de hambrunas espantosas en Ucrania y otras regiones, noticias que traspasaban la frontera a pesar del rígido control soviético sobre la información.

Mejor salían las cuentas en Italia.

Al haber proporcionado paz, estabilidad social y política, y cierta prosperidad al pueblo, el fascismo recibió aprecio de personajes como Churchill, Gandhi, el papa Pío XI o el mismo Roosevelt, y contó con el apoyo de gran parte de los intelectuales italianos más reconocidos. El régimen, pese a su aparatosidad y sus consignas drásticas, fue poco violento en Italia, donde causó muy pocas víctimas mortales. Ansioso de crearse un imperio, Mussolini invadió en 1935 Etiopía, último país independiente de África, encontrándose con un fuerte rechazo internacional, que sin embargo no impidió el hecho. Un logro del fascismo fue la regularización política del Papado, en situación incierta desde 1870: se constituyó un estado independiente en el Vaticano, una de las siete colinas de la antigua Roma, donde había existido un oráculo etrusco: los Estados Pontificios, que habían llegado a ocupar un cuarto de Italia, se reducían ahora a medio kilómetro cuadrado. Aun así, su irradiación espiritual, e indirectamente política, se mantendría y crecería.

En Inglaterra, como en casi todo el resto de Europa, avanzó la socialdemocracia, y el Partido Laborista desplazó al Liberal como rival del Conservador. Pese a ser la potencia europea más netamente triunfadora, comenzó su declive político. En 1916, en plena guerra mundial, tropas inglesas aplastaron a una insurrección irlandesa en Dublín, pero desde 1919 el IRA (Ejército Republicano Irlandés) organizó guerrillas y actos terroristas que en 1922 alcanzaron la victoria después de tantas revueltas abortadas durante siglos, y la mayor parte de Irlanda se independizó. El mismo 1919, tras la matanza de Amritsar en la India, perpetrada por el ejército inglés (murieron de 400 a 1.500 hombres, mujeres y niños) creció el movimiento de independencia, que Gandhi acaudilló desde 1920 mediante tácticas de no violencia abierta.

La laicista III República francesa fue inestable y cobró fama de corrupta. Temerosa de un revanchismo germano, trató de aislar a Alemania mediante alianzas con Polonia y Checoslovaquia. En 1925 el Tratado de Locarno trató de asegurar las fronteras mediante acuerdos entre Londres, los países vecinos de Alemania y esta misma: la región renana fue devuelta a Alemania, aunque desmilitarizada, y confirmadas las limitaciones que privaban de capacidad ofensiva al ejército alemán; si bien este burlaba el acuerdo con ayuda de la URSS, donde entrenaba a especialistas y probable material.

No solo en Europa se acumulaban nubes de tormenta: en el Lejano Oriente, Japón, después de haber vencido a Rusia en 1905, se había apoderado de Corea y Formosa y, como gran potencia de la zona, aspiraba a desplazar la influencia occidental, al paso que sus instituciones democráticas flaqueaban.

Usa había vivido los años veinte con euforia y ambiente optimista en medio de una expansión económica a la que no se veía fin. Y todo cambió de pronto con la Gran Depresión iniciada por la caída catastrófica de la Bolsa en 1929, que repercutió inmediatamente sobre el resto del mundo y profundizó extraordinariamente la crisis del liberalismo y el capitalismo.

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