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Quinta parte: Edad de Apogeo » 36. Los años treinta, la II Guerra Mundial y la paz perpetua

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Los años treinta, la II Guerra Mundial

y la paz perpetua

Durante los años treinta, las perspectivas mundiales no hicieron sino empeorar. La Gran Depresión causaba estragos por doquier, y en Alemania hacía pasar hambre seria a unos quince millones de personas. Y planteaba cuestiones de fondo sobre un fenómeno tan extraño: que una economía quedase de pronto semiparalizada pese a mantener intacta la capacidad productiva y las pulsiones de consumo de la gente: la «mano invisible» de Adam Smith parecía no funcionar.

El fenómeno originó disputas en la corriente liberal, la más famosa entre los economistas Hayek y Keynes en 1931. Hayek, afecto al liberalismo clásico, achacó las crisis a la tendencia de los bancos a dar un crédito excesivo, superior al ahorro y al final improductivo, causando lo que posteriormente se han llamado «burbujas». El mercado, funcionando con libertad, se desharía de las empresas irrentables e iría saneando la economía con más o menos rapidez. El Estado no debía interferir, porque cualquier intervención suya distorsionaba los precios, generaba inflación y alejaba la cura; y porque tal intervención dañaba inevitablemente la libertad e iniciaba un «camino de servidumbre», según el título de una obra suya posterior. Keynes achacaba la crisis a lo contrario: un ahorro excesivo limitaba el consumo y mermaba las expectativas de ganancia, y con ello la inversión. Por tanto, el Estado podía y debía suplir la insuficiente inversión privada por medio de programas de obras públicas y similares que dieran empleo y reimpulsasen la demanda y nuevas inversiones. No veía peligro de tiranía en el hecho de que millones de personas consiguiesen empleo gracias a la intervención estatal, pues la libertad de pensamiento y acción tenía mucho que ver con la prosperidad individual. Keynes proponía abandonar la ortodoxia liberal que había causado tal situación, y Hayek acusaba de la crisis a distorsiones de dicha ortodoxia.

Ninguno de los dos ganó el debate desde el punto de vista intelectual, si bien los gobiernos prefirieron a Keynes, acuciados por los peligros sociales generados por el desempleo masivo. Italia antes y Alemania después aplicaban independientemente una política económica con rasgos keynesianos, y en Usa el presidente Franklin Roosevelt, después de intentar frenar la depresión con ortodoxia liberal, recurrió a la intervención directa del Estado (New Deal, Nuevo Trato). Sin embargo Usa no superó la crisis en toda la década de los treinta. Después de la II Guerra Mundial, en Europa (y en todo el mundo occidental) se aplicaron doctrinas keynesianas, que no produjeron los efectos supuestos por Hayek, sino que dieron lugar a una expansión económica sin precedentes, hasta que nuevas crisis en los años setenta y posteriores volverían a poner de actualidad el debate y originar políticas más hayekianas. La economía no era del todo una ciencia, ni la razón económica conducía a conclusiones unívocas, una vez más.

En los años treinta, los marxistas entendían la depresión como prueba de la anarquía productiva propia del sistema liberal. Este había intentado superar el desorden económico mediante la concentración y racionalización del capital en empresas gigantes que controlaban al Estado, pero en realidad solo habría conseguido empeorar sus males y darles una dimensión mucho mayor: para salir de la crisis, el capitalismo debía recurrir a una nueva «guerra imperialista». El fascismo interpretaba la crisis, de modo en parte similar, como un producto del conflicto entre los intereses de los pueblos y los de la plutocracia internacional, que de hecho gobernaba por encima de los estados.

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El nacionalsocialismo, una vez llegó legalmente al poder en 1933, desató una brutal represión contra comunistas, socialistas y judíos, proscribió los partidos, excepto el propio, e implantó una política económica dirigista con frutos espectaculares: en pocos años acabó con el paro y convirtió de nuevo a Alemania en gran potencia. Llamó a su régimen Tercer Reich, y su designio más ambicioso consistía en ocupar Polonia y la Unión Soviética como Lebensraum o «espacio vital» para Alemania, que colonizaría aquellas tierras con arios puros, y crearía una nueva civilización reduciendo a servidumbre a los infrahombres eslavos. La base doctrinal del nazismo era un biologismo racista que le daba una base cientifista, junto con una filosofía en gran medida procedente de Nietzsche. Su mística aria cultivaba como virtud suprema la voluntad de poder y el heroísmo o disposición a sacrificar la felicidad y la vida en aras de la comunidad racial, destinada a dominar a los inferiores y generar una humanidad superior.

Por su parte, el análisis comunista preveía una próxima y segunda guerra mundial «imperialista», y su estrategia al respecto consistía en procurar que estallase entre Alemania por un lado y Francia e Inglaterra por el otro, dejando a Moscú en posición de árbitro. Pero la subida de Hitler al poder destruyó al Partido Comunista Alemán, el más potente de la Komintern, y causó la máxima alarma a Stalin. Dado el público designio nazi de ampliar su Lebensraum hacia el este, se hizo muy real la posibilidad de que la guerra tuviese lugar entre Alemania y la URSS, en beneficio de Francia e Inglaterra. Para evitarlo, Stalin diseñó en 1935 la línea de «frentes populares», a fin de movilizar a las democracias y partidos socialistas (hasta entonces «socialfascistas») contra «el fascismo», palabra con que identificaba a cualquier régimen, partido o persona opuestos a la URSS. Esa estrategia agitó aún más las nada tranquilas aguas europeas, pero no alcanzó éxitos decisivos porque las democracias temían a Stalin más que a Hitler, en quien veían un posible dique contra la inundación soviética.

Así, el destino del continente se dilucidaba entre tres grandes ideologías (más otras intermedias como la socialdemocracia o el conservadurismo autoritario) representadas a su vez por grandes potencias: el demoliberalismo de Inglaterra y Francia, el fascismo de Italia y Alemania, y el marxismo de la URSS, con numerosos partidos agentes en los demás países. Tienen interés las críticas mutuas entre ellas. Los liberales acusaban a fascistas y comunistas de representar ideologías y regímenes de fondo similar, generadores de miseria y tiranía; y se veían a sí mismos como adalides de las libertades y la prosperidad, aunque esta sufriera una crisis transitoria. Los comunistas se decían la vanguardia de la humanidad secularmente oprimida, en rebelión contra el capitalismo y su manipuladora democracia liberal, y entendían el fascismo como último recurso del capital imperialista acosado por la lucha de clases, para detener o aplastar la revolución. A su vez, los fascistas denunciaban que el liberalismo no solo se mostraba incapaz para hacer frente a la barbarie comunista, sino que de hecho la había engendrado; y se entendían a sí mismos como los salvadores de la civilización occidental en una situación histórica de gran dramatismo. Dentro de ello, la danza de acuerdos abiertos o tácitos, incluso alianzas entre países y partidos, marcarían la década.

Comunistas y liberales acusarían también al fascismo de irracional, por primar el sentimiento y la voluntad sobre el cálculo económico u otro. Pero se trata de una falsa crítica, pues una razón que pretende prescindir de los sentimientos no es razonable, y desde luego los fascismos razonarían profusamente sus puntos de vista. En definitiva, los tres eran hijos de la Ilustración.

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Un suceso que atrajo interés apasionado en toda Europa fue la guerra civil española, comenzada en octubre de 1934 y reanudada en julio de 1936. Cuatro años antes se había instalado en el país la II República, inmediatamente seguida de violencias de las izquierdas como la quema de un centenar de iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza. La izquierda intentó algunas reformas en principio bien enfocadas, pero aplicadas con tal dosis de sectarismo e ineptitud, que el propio Azaña, el líder izquierdista más significado, las descalificó amargamente. Los disturbios, atentados y rápido aumento de la miseria habían hecho que en 1933 ganaran las elecciones las derechas, por amplia mayoría. La respuesta de la izquierda y los separatismos consistió en intentos de golpes de Estado, desestabilización y por fin una insurrección, en octubre de 1934, que amenazaba romper el Estado e imponer un régimen de estilo soviético. En febrero de 1936, tras unas elecciones fraudulentas, gobernó una liga de izquierdas que pronto se convertiría en Frente Popular. Siguió un proceso revolucionario con una oleada de atentados, incendios, huelgas salvajes que hundían la economía, y destrucciones, hasta culminar en el asesinato del jefe de la oposición Calvo Sotelo.

En tal situación, una parte del ejército, seguida por numerosa población, se sublevó y en una contienda de tres años logró vencer a la contraria alianza de revolucionarios y separatistas. El Frente Popular resultó una amalgama de stalinistas, socialistas revolucionarios, izquierdas golpistas y racistas separatistas, que no excluyó persecuciones entre ellos mismos ni, sobre todo, una persecución religiosa peor que las de la Revolución Francesa o Rusa, llevada a cabo con sistematicidad genocida y un sadismo escalofriante. Le precedían largas campañas de propaganda anticatólica y anticlerical, compuesta mayormente de calumnias, y cuyo tema de fondo podía describirse así: «El cristianismo impide que construyamos el cielo en la tierra».[8]

La guerra de España podía ser una buena ocasión para provocar un incendio europeo. Stalin trató de aprovecharla, convirtiéndose prácticamente en tutor y orientador del Frente Popular, gracias a disponer de las reservas financieras españolas y de un Partido Comunista español que pronto se convirtió en hegemónico. Por su parte, el bando contrario, que pronto eligió al general Franco como máximo dirigente, recibió ayuda de Mussolini y de Hitler, pero mantuvo plena independencia de ambos. Ninguno de estos había cometido para entonces los genocidios que Stalin ya tenía en su haber. La política soviética insistió en retratar la guerra como una lucha entre demócratas y unos fascistas que amenazaban la retaguardia de Francia e Inglaterra y trataba de envolver a estas en el conflicto. Pero las dos democracias no se identificaron con el Frente Popular, y prucuraron impedir que las llamas de España alcanzaran a otros países. Así, Stalin no tuvo éxito, por lo que, cuando la victoria de Franco se hizo inminente, cambió de orientación buscando el acuerdo con Hitler para repartirse Polonia. A todo el mundo le asombró, pero la estrategia staliniana permanecía idéntica: procurar a toda costa que la guerra empezase por Occidente, lejos de sus fronteras. Y esta vez ganó la partida: el Pacto Germano-Soviético rompió todos los equilibrios y expectativas.

Mientras tanto, en el Extremo Oriente, Japón, un país sin casi materias primas, muy afectado por la Gran Depresión, proseguía una política agresiva. En 1931 invadió Manchuria, donde instaló un gobierno títere, y en 1937 atacó directamente a China, donde cometió atrocidades como la masacre de Nankín. Para finales de la década, el conflicto chino-japonés había llegado a un punto muerto. China sufría al mismo tiempo una larga guerra civil causada por su Partido Comunista, fundado en 1921, que había intentado varias insurrecciones. La invasión japonesa sirvió también para reforzar a los comunistas, que por entonces se hallaban acosados en una región pobre del centro-norte del país. La combinación de la guerra civil con la invasión japonesa tendría efectos cruciales en la década siguiente, no solo en China, sino en Asia y el resto del mundo.

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Con el Pacto Germano-Soviético, solo cinco meses después de terminada la guerra de España, Stalin consiguió su mayor victoria política. Previamente, Hitler había ido destruyendo sistemáticamente los acuerdos de Versalles y Locarno: había militarizado Renania, construido unas potentes fuerzas armadas (Wehrmacht), unido Austria al Tercer Reich y anexionado la región checoslovaca de los Sudetes, de mayoría alemana, usando el «derecho a la autodeterminación» wilsoniano. La cuestión sudete había estado a punto de causar la guerra con Francia e Inglaterra en 1938. Después, Hitler había ocupado Checoslovaquia, desmembrándola en dos estados títere. A continuación reivindicó la ciudad de Danzig y un corredor de comunicación por el norte de Polonia entre la Prusia occidental y la oriental. Hasta entonces, Francia e Inglaterra habían cedido a sus avances, cosa que Stalin interpretó como complicidad con Hitler para empujarle contra la Unión Soviética. Hitler entendía que bajo ningún concepto debía luchar en dos frentes como en la I Guerra Mundial, y por eso antes de invadir la URSS debía asegurar su espalda por el oeste, derrotando a Inglaterra y Francia, si estas le declaraban la guerra con motivo de la invasión de Polonia, iniciada el 1 de septiembre de 1939.

Londres y París, a su turno, quizá hubieran aceptado la conquista alemana de Polonia, como habían transigido hasta entonces, si ello fuera el preludio del ataque alemán a la URSS. Pero había ocurrido lo increíble, que Berlín y Moscú, hasta poco antes enemigos mortales, pactaran para repartirse Polonia (una vez más). Como fuere, declararon la guerra a Alemania (pero no a la URSS), sin apenas actuar en defensa de Polonia; y por fin Hitler tomó la iniciativa y derrotó sucesivamente a Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica y al ejército anglofrancés con tácticas llamadas «guerra relámpago», ocupando Francia. Todos estos países habían mostrado escasa voluntad de lucha. Stalin felicitó efusivamente a su «aliado», pero sin duda con poca sinceridad, ya que habría deseado más bien un empantanamiento que agotase a unos y otros, como en la contienda del 14, y de la que él pudiera extraer máximo beneficio. En cualquier caso, el choque germanosoviético era solo cuestión de tiempo, y para él se preparaban asiduamente ambos países.

Tras la caída de Francia, Hitler creyó resuelta la situación por el oeste y ofreció la paz a Inglaterra (otro país ario, en definitiva). Pero Churchill, ascendido a primer ministro, la rechazó, advirtiendo que pensaba llevar la guerra hasta los últimos extremos. Su estrategia consistía en resistir a toda costa, utilizando los vastos recursos de su imperio, hasta que Usa, con su imbatible capacidad industrial, pudiera venir en su auxilio. Siguió una batalla aérea que terminaron ganando los ingleses, con lo que Berlín debió cambiar de estrategia. Parte de ella consistió en cerrar el Estrecho de Gibraltar, instalar bases en las islas Canarias y asegurar una línea costera en Marruecos hasta el desierto del Sahara, en previsión de un posible desembarco anglosajón (que se produciría). Para ello debía contar con la cooperación de Franco, pero este exigió a cambio unas compensaciones territoriales y económicas tan desmesuradas que equivalían a una negativa. Tampoco encontró Hitler la contribución deseada del gobierno de Pétain, que controlaba un tercio de Francia y una poderosa escuadra. Para colmo, su aliado Mussolini emprendió una ofensiva descabellada en Grecia, que obligó al alemán a invadir los Balcanes en socorro de su amigo. Estos tres graves reveses se produjeron en octubre de 1940. Mussolini con sus aventuras malhadadas en Grecia y norte de África, iba a retrasar la prevista ofensiva contra la URSS.

Atacar a la URSS en tales circunstancias suponía aceptar el combate en dos frentes, pero se trataba por el momento de un riesgo menor, pues Inglaterra no tenía la menor posibilidad de invadir el continente y en África y Grecia llevaba la peor parte, de modo que si Hitler conseguía repetir en Rusia sus relampagueantes victorias, el frente del Atlántico quedaría a su vez resuelto.

La invasión de Rusia (Operación Barbarroja) comenzó con el verano de 1941, el 22 de junio, y tomó por sorpresa a Stalin, que preparaba su propio ataque y calculaba que Hitler tardaría aún en el suyo, por la resistencia inglesa y por su necesidad de las materias primas que la URSS le suministraba. Para Churchill fue un inmenso alivio: «Si Hitler invade el infierno habrá que pactar con el diablo». Pronto al contento sucedió la inquietud, pues las victorias alemanas se sucedían a una escala nunca vista, augurando una pronta conquista del gigantesco país, lo que volvería insostenible la posición inglesa. Pero a finales de año, cuando las tropas alemanas divisaban Moscú en el horizonte, su ataque se detenía en todo el frente, replicado por una contraofensiva que las llevó al borde del colapso. A los soviéticos les había ayudado el retraso de la invasión ocasionado por Italia y la sorprendente imprevisión alemana que apenas había suministrado a sus tropas ropas de abrigo para el invierno. Pero había sido una absoluta voluntad de resistir y vencer utilizando todos los recursos, lo que había sostenido a la URSS.

En ese momento, Churchill recibió otra ayuda decisiva, el entrar Usa en la guerra tras el ataque japonés a la base hawaiana de Pearl Harbor. Berlín, aliado de Tokio, declaró la guerra a su vez a Usa, mientras que Tokio no lo hacía a la URSS. Había muchos indicios de que Hitler se estancaría en Rusia y reproduciría el sino de Napoleón. Para las dos potencias anglosajonas el aguante soviético era la mejor noticia posible y, como señaló Churchill a Roosevelt, ayudarlo era la inversión más rentable, ya que contribuía a agotar a Alemania obligándola a emplear allí el grueso de su potencial bélico, del que se veían parcialmente libres los anglosajones.

Al año siguiente, 1942, la Wehrmacht, repuesta aunque no del todo, lanzó una nueva ofensiva, al principio victoriosa pero finalmente fracasada catastróficamente en Stalingrado, creando además una trampa mortal de la que el ejército alemán se zafó a duras penas. Entre tanto, useños e ingleses desembarcaban en el Magreb y tomaban entre dos fuegos al Afrika Korps alemán, que en inferioridad de fuerzas había propinado considerables golpes a los ingleses. Y por fin, entre julio y agosto del 43, los soviéticos lograban desbaratar la última ofensiva alemana en Kursk. Batalla ya definitiva, pues el Ejército Rojo recobró en pocas semanas grandes extensiones de terreno, y sus contrarios, incapaces ya de tomar la iniciativa, debieron batirse a la defensiva hasta el fin. Los anglosajones habían abierto a su vez un segundo frente por Italia, aunque sus progresos se volvieron lentos y difíciles, pese a una superioridad material aplastante.

En junio de 1944, las tropas anglosajonas creaban un tercer frente desembarcando en Normandía. Era obvio que Alemania no tenía ya ninguna posibilidad de ganar, pese a lo cual sostuvo una lucha encarnizada hasta mayo de 1945, cuando cayó Berlín en manos soviéticas. Hitler se suicidó el 30 de abril. Dos días antes Mussolini había sido asesinado por partisanos italianos, y su cadáver vejado y colgado por los pies en una gasolinera de Milán, con la cara destrozada a golpes. Japón se rindió el 15 de agosto, después de sufrir en Hiroshima y Nagasaki los efectos de las bombas atómicas useñas.

La gigantesca contienda había empezado con un pacto entre los regímenes totalitarios nazi y comunista, y terminado con una alianza entre las potencias democráticas anglosajonas y el totalitarismo staliniano. La rendición alemana había exigido el esfuerzo conjunto del Imperio inglés, Usa y la URSS, una alianza que, dentro de las mutuas desconfianzas, funcionó bien. En cambio el Eje Berlín-Roma-Tokio apenas tuvo eficacia o coordinación, y la contribución italiana supuso mucho más una rémora que una ventaja para Alemania. El escenario ruso fue con diferencia el decisivo, y los soviéticos se impusieron, a un coste enorme en sangre: el primer año sin ayuda anglosajona, y los siguientes con ayuda creciente, aunque los elementos principales, tanques, artillería y aviación, fueron siempre soviéticos. El ejército alemán se mostró cualitativamente superior a sus contrarios, pero llegó a estar en tan abrumadora inferioridad material que ninguna destreza podía compensarla. Al final, Alemania perdió su independencia, repartiéndose su territorio entre la URSS, Usa, Inglaterra y Francia.

Desarrollada con todos los medios técnicos y científicos de la época, estimulados por la lucha a vida o muerte (la lucha por la vida, cabría decir), las víctimas mortales del conflicto se han estimado entre 50 y 60 millones, civiles la mitad de ellas, aunque tal vez estudios más detallados las reduzcan hasta en alguna decena de millones. Cifras enormes, en cualquier caso. La proporción de muertos por relación a la población varía en extremo, entre un 13,5-14,2 por ciento en la URSS o un 8-10 en Alemania, y un 0,32 en Usa y en torno al 1 por ciento en Francia, Italia e Inglaterra. Gran parte de Europa quedó en ruinas, pero Usa superó definitivamente la Gran Depresión y, dueña de la bomba atómica, quedó por unos años imbatible, hasta que la URSS consiguió también dicha arma.

Cabe comparar las dos guerras mundiales. Políticamente, ambas podrían describirse como resultado de la emergencia de nuevas grandes potencias en un mundo ya repartido, pero eso es solo una faceta y no la principal. La primera se libró entre regímenes básicamente liberales y aproximadamente democráticos, y tuvo un marcado carácter comercial. En la segunda, las democracias liberales fueron solo una de las partes, siendo las otras dos regímenes más o menos totalitarios, aunque de opuesta naturaleza, y lo comercial desempeñó un papel secundario. Se trató de una lucha esencialmente ideológica, entre concepciones no solo de la política sino de la vida, opuestas a pesar de su tronco común. Las tres podrían describirse como ramas de la religión prometeica, arraigada en la razón, con sus fes correspondientes en la Humanidad, la Raza, el Proletariado, el poder salvífico de la Economía…

Los vencedores juzgaron en Núremberg a los jefes nazis, acusándoles de guerras de agresión, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Los juicios no eran legales en términos jurídicos, pues se acusaba en nombre de leyes antes inexistentes y con efectos retroactivos. Claro que exigían castigo las atrocidades nazis: asesinatos en masa, deportaciones, el Holocausto judío, trabajo esclavo, hambrunas intencionadas, saqueos, violaciones, torturas, etc. El problema era que aquellas atrocidades, salvo el Holocausto, habían sido perpetradas a su vez por los vencedores, tanto los anglosajones (que hicieron muy poco por rescatar a los judíos o estorbar su exterminio) como, más aún, los soviéticos; de modo que cabía cuestionar su autoridad moral como jueces. Y las guerras de agresión, condenadas al menos desde el padre Vitoria, habían sido una constante en la historia: Usa e Inglaterra las habían practicado, como tantos otros países, en el siglo XX; aquella concreta había empezado con la agresión a Polonia por Berlín y Moscú, pese a lo cual esta última no solo era exonerada, sino que ejercía de fiscal. Y Persia también había sufrido la agresión anglo-soviética. La guerra entre las tres ideologías había dejado al continente en ruinas físicas, pero también en ruina moral.

El castigo de Núremberg no fue muy duro: diez líderes ahorcados. Cerca de un millar más de subalternos y ejecutores lo fueron en otros juicios, pero decenas de miles de supuestos nazis o colaboradores fueron asesinados sin trámite legal en Alemania, Italia, Francia y países del este. En Francia, Bélgica, Holanda y Noruega los alemanes fueron despojados de derechos y bienes. Las poblaciones alemanas dispersas por Centroeuropa, y la de la parte germana cedida a Polonia, unos 16 millones de personas, fueron expulsadas de sus hogares y forzadas a desplazarse al territorio reducido de la Alemania ocupada: más de dos millones fueron asesinados, a menudo entre torturas, sobre todo en la parte checa, o perecieron en marchas penosas. Tal vez dos millones de mujeres alemanas fueron violadas por soldados del Ejército Rojo, y las violaciones tampoco fueron nada extraño en las zonas occidentales, también disfrazadas como prostitución obligada por el hambre. En los campos de prisioneros soviéticos y en Yugoslavia, pero también en los useños y franceses, morirían más de un millón y medio de soldados alemanes. Millones más fueron reducidos a trabajo esclavo por toda Europa (una propuesta de origen inglés).

Roosevelt había dicho: «Hay que enseñar al pueblo alemán su responsabilidad por la guerra, y durante mucho tiempo deberían tener solo sopa para desayunar, sopa para comer y sopa para cenar».

Muchos no tendrían siquiera sopa, y la mortalidad infantil fue muy alta. Millones más habrían muerto de hambre, de mantenerse el Plan Morgenthau de reducir al país a una economía agraria y pastoril, por miedo a su capacidad para reponerse de cataclismos; sin embargo muy pronto la alianza entre la URSS y los anglosajones hizo agua, fue preciso fortalecer la parte ocupada por los occidentales como barrera frente a los soviéticos, y en 1949 se le permitió reunificarse con una independencia relativa. La parte oriental siguió bajo dominio estricto de Moscú.

El despiadado castigo a los alemanes venía dictado en parte por la idea de que aquella guerra debía ser la última en la historia humana, lo cual exigía un escarmiento ejemplar a los tachados de máximos culpables de ella, de modo que nadie cayera en la tentación de imitarlos. Y así, el 25 de abril de 1945, a un paso ya de la victoria, se inauguraba la Conferencia de San Francisco para alumbrar la Organización de las Naciones Unidas (ONU), con participación de cincuenta estados que habían declarado la guerra a los vencidos. Se buscaba mejorar la fallida experiencia de la Sociedad de Naciones, nacida a raíz de la I Guerra Mundial. La ONU no era ni es propiamente una organización democrática, pues los Tres Grandes, Usa, la URSS e Inglaterra, se reservaban el derecho especial de veto sobre cualquier acuerdo tomado por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad. Ese privilegio se fundaba en la atribución a los tres (se les añadirían Francia y China) del papel de garantes mayores de la paz mundial.

La Carta Programática, votada el 26 de junio, afirmaba la resolución de «preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra», ponderaba «la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas», prometía garantizar la justicia y «promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad». Aprobada por unanimidad, siguió una ovación de delegados, periodistas y los 3.000 espectadores puestos en pie. El delegado inglés, lord Halifax, expresó la emoción del momento definiéndola como «la cuestión más importante de nuestras vidas». El documento podía interpretarse como un ejercicio de palabrería grandilocuente, con poca sustancia, o como una exposición de anhelos humanos ancestrales, que por primera vez se juzgaban realizables partiendo de la mejora económica y las libertades ligadas a ella. Una filosofía no compartida, desde luego, por la URSS, y que tampoco tenía fondo cristiano, sino más bien prometeico.

Bien pronto la profunda diferencia de ideología e intereses entre la URSS y sus aliados antifascistas iba a dar lugar a la llamada Guerra Fría. Por temor a la mutua destrucción, la rivalidad se manifestaría en una larga serie de guerras menores, revoluciones, golpes de Estado, terrorismo sistemático, aparte de contiendas regionales no ligadas directamente a la Guerra Fría. Tal vez los fundamentos de la paz perpetua no estaban bien asentados o no había forma de asentarlos.

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