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Primera Parte: Edad de Formación » 2. El Imperio romano y su cultura

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El Imperio romano y su cultura

Las magnas victorias romanas tuvieron inesperadas consecuencias ideológicas, políticas y económicas, no solo en los territorios conquistados, también en la metrópoli. Uno de ellos fue la propagación de las ideas y formas de vida refinadas o lujosas del helenismo en Roma. El idioma griego cobró tal pujanza que amenazó con eliminar al propio latín como lengua de cultura. El griego predominaba en todo el Mediterráneo oriental y en el sur de Italia y Sicilia (Magna Grecia), parcialmente helenizadas desde siglos atrás. Numerosos intelectuales y escritores griegos afluyeron a Roma, a veces como esclavos; los romanos cultos leían literatura y filosofía en griego, y llegaban a escribir en él; y el mismo Escipión, héroe mayor de las victorias romanas, y su amplio círculo de influencia, promovieron con entusiasmo la helenización.

Esa corriente chocó con resistencia encabezada por Catón el Viejo o el Censor, que había participado en la guerra contra Aníbal en Hispania y luego impulsado la definitiva destrucción de Cartago. Era un militar hábil e inclemente, también escritor y orador notable y enemigo de Escipión, a quien logró procesar acusándole de corrupto. De cuna plebeya, defendía las antiguas y vigorosas tradiciones campesinas a las que atribuía el carácter y los éxitos de la ciudad, personificadas en el héroe Cincinato de los primeros tiempos republicanos: piedad religiosa, trabajo duro, sentido primario y estricto de la justicia, rechazo a las ambiciones particulares… Cualidades opuestas a la moda helenizante, que Catón juzgaba corruptora y charlatanesca. Con su actitud y escritos de historia, moralistas, sobre las labores del campo, etc., en su mayor parte perdidos, contribuyó a salvar al latín como lengua culta y literaria de brillante futuro.

Desde luego, la helenización avanzó imparable, y el latín, pese a su dominación política, nunca lograría desplazar al griego del Mediterráneo oriental. Pero llegaría a ser la lengua corriente en casi todo el resto: la cuenca occidental, las Galias, Britania y otras zonas. En ella se expresarían grandes literatos y pensadores, luego la Iglesia católica y la ciencia y la cultura superior en toda Europa Occidental durante muchos siglos después de la caída del Imperio romano.

Dada la helenización de Roma puede hablarse de una cultura clásica grecolatina, a pesar de las muchas diferencias entre los respectivos espíritus. Los romanos eran más aficionados a la técnica que a la ciencia, menos a las densas filosofías griegas que a los asuntos prácticos sociales y políticos. Admiraban a los griegos del helenismo y los despreciaban simultáneamente como graeculi (grieguillos) por su poca vitalidad y propensión a especulaciones fútiles. Propios del genio romano fueron el talento normativo de su derecho, su destreza para unificar y pacificar a otros pueblos, aun si a menudo a un alto coste («llaman pacificar un país a destruirlo»), su escaso sentimentalismo y su genio constructor de ciudades, edificios y comunicaciones.

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También en el terreno económico fueron profundos los cambios. Las victorias bélicas aportaron a la ciudad enormes riquezas, incrementaron extraordinariamente el comercio y con él las prácticas bancarias, pero también derivaciones impensadas y perturbadoras. El inmenso botín benefició especialmente al grupo social del Senado, aumentando la concentración del poder económico y la expansión de los latifundios. Decenas de miles de esclavos traídos de todo el Mediterráneo fueron empleados en las fincas de los ricos, con las que no podían competir los pequeños y medianos propietarios rurales que habían asegurado las victorias romanas. Al lado de quienes se enriquecían se multiplicaban los pobres, aunque durante un tiempo el asentamiento de soldados en colonias en otros países atenuó el mal. La corrupción aumentaba al mismo ritmo, y la Roma vencedora de Cartago iría quedando como irrecuperable objeto de nostalgia, visible en las muy posteriores sátiras de Juvenal y sus incitaciones un tanto en vano: «Que el arado os dé, jóvenes, el pan que necesitáis; tenéis el cobijo de esas cabañas y el alegre sosiego de estos campos. Vivid contentos».

En consecuencia la ciudad acumuló una población parasitaria, sin apenas medios de vida, de unas 200.000 personas, un peligroso venero de revueltas. Para ganarse su apoyo, y más en general para mantenerla en calma, se recurrió a la entrega de grano a precios muy bajos o incluso regalada y a organizar frecuentes espectáculos y juegos de circo, a menudo brutales como los de gladiadores y fieras. De ahí la frase panem et circenses con que Juvenal execraría una costumbre demagógica, que degradaba a las masas y a los políticos, minando el antiguo espíritu esforzado y laborioso.

Las tensiones entre plebeyos empobrecidos y patricios, caballeros y nobles enriquecidos se envenenaron, y a las guerras externas sucedieron violentos conflictos en Italia y la misma Roma. Los hermanos Tiberio y Cayo Graco recogieron las demandas de los plebeyos, exigiendo redistribución de tierras, derechos ciudadanos para los demás itálicos y otras reformas rechazadas por la mayoría del Senado. En los disturbios subsiguientes los dos hermanos morirían, uno asesinado y otro suicidado en 133 y 121 a. C. La república, incapaz de reformarse, entró en crisis. Más tarde otro general y político, Mario, que había aplastado una invasión peligrosa de tribus germanas y reformado la legión, recogió parte de las reivindicaciones de los Gracos. Tras una guerra entre Roma y otras ciudades itálicas que aspiraban a la igualdad de derechos, surgió una enconada rivalidad entre Mario y Sila, personaje moralmente depravado y cínico, también general talentoso, defensor del statu quo. En la subsiguiente contienda civil los dos bandos recurrieron a las represalias más sangrientas, vulnerando las normas escritas y no escritas. Sila terminó venciendo y se erigió en dictador sin término. Cuando creyó cumplida su misión, hacia el año 80 a. C., se retiró. Había legislado tratando de mejorar y salvar las instituciones republicanas, pero prácticamente las había hundido al establecer un sistema de terror.

Después de él continuó la inestabilidad, incluyendo la gran rebelión de los esclavos acaudillada por Espartaco, entre los años 73 y 71, aplastada después de haber sufrido Roma graves reveses, y dejando maltrecha por largo tiempo la economía agraria de gran parte de Italia. Las luchas civiles llevaban de modo natural a la dictadura, el poder atraía a los más ambiciosos, apoyados en la fuerza militar, y las leyes e instituciones no se respetaban o se utilizaban de forma partidista. Julio César, después de someter las Galias, partes de Britania y de Germania, terminó triunfando sobre sus rivales Pompeyo y Craso y redujo al Senado a un cuerpo consultivo y sumiso. Probablemente pensaba hacerse rey cuando fue asesinado en 44 a. C. por una conjura republicana.

César ha quedado como una figura mítica para las edades posteriores, por su deslumbrante destreza militar, política y administrativa, combinada con una gran audacia, total ausencia de escrúpulos y una crueldad extremada, aunque utilitaria, limitada a la obtención de un fin. Ha sido el modelo propuesto admirativamente, en particular desde el Renacimiento, para el ejercicio de un poder no limitado por supuestos religiosos ni legalistas y solo por el talento de quien lo ejerciera. La palabra «césar» pasó a ser sinónima de la dignidad de emperador, y más tarde un poder supremo, autocrático y benéfico, inspirado en el ejemplo del romano.

Es llamativo que los pueblos sometidos hicieran pocos esfuerzos por aprovechar las luchas intestinas y la aparente descomposición de Roma para rebelarse, señal del prestigio y el temor inspirados por las legiones. Y que, con todos sus problemas internos, la república fuera capaz de derrotar peligrosas agresiones externas. Pues el Imperio se hallaba rodeado de enemigos, bárbaros y civilizados. El más próximo de los últimos, el Imperio persa de los partos, fue capaz de infligir a Roma la dolorosa derrota de Carras en 53 a. C., y de disputar con éxito a Roma el dominio de Mesopotamia. Todos estos enemigos realizaban a veces incursiones muy peligrosas.

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Junto con los procesos anteriores, el clima social latino cambió profundamente por la desmoralización y crisis religiosa, la inseguridad jurídica derivada de las frecuentes luchas civiles, con sus asesinatos y confiscaciones, la alteración demográfica causada por la llegada de innumerables esclavos y gentes de variados países, el contraste entre la miseria de unos y la riqueza de otros.

El helenismo introdujo en las capas superiores el escepticismo religioso mencionado por Polibio. No ya los mitos, también los temas metafísicos de Platón y Aristóteles habían cedido a cuestiones más abordables por la razón, buscando una moral capaz de orientar al hombre hacia la felicidad. Pero la ventaja de sustituir relatos míticos por especulaciones razonadas traía inconvenientes, pues desde unas mismas premisas, la razón construye discursos dispares, incluso opuestos. Así, dando por sentado que el bien es el placer y el mal el dolor, la felicidad descansaría en un hedonismo que permitiese lo máximo del primero y lo mínimo del segundo; pero de ahí no deriva una conducta unívoca, pues, ¿cómo practicar con tino la búsqueda del placer? El hedonismo podía entenderse como rienda suelta a los deseos sensuales, o como una selección entre los mil deseos humanos, descartando los más «bajos» o riesgosos; o incluso como una renuncia ascética a los deseos, ya que estos, por incumplibles en muchos casos o por lo breve de su satisfacción, traían consigo la frustración. El hedonismo podía inducir asimismo al suicidio, razonando que las penas en el mundo son a menudo mayores que los placeres. De ahí diversas escuelas como la de Cirene, el epicureísmo o el estoicismo.

Yendo más allá, se hacía difícil eludir la referencia de la moral a algún concepto metafísico. Si la moral dejaba de ser expresión de la voluntad divina, debía buscársele un fundamento distinto y más asequible a la razón, pero con ello la mente entraba en una nebulosa. Se trataba, en definitiva, de vivir de acuerdo con la naturaleza, con el orden cósmico, ya que de ahí vendría el bien y la felicidad; y de ignorar el orden natural procederían los males. Por desgracia, los designios de la naturaleza resultaban tan oscuros como la voluntad de los dioses, y quienes predicaban una vida de acuerdo con ella se encontraban enseguida con diversas opciones y problemas de mala solución.

En general, las costumbres se relajaron. Entre las clases altas había cundido un escepticismo más o menos filosófico que no lograba aplacar una angustia subyacente, manifiesta en desinterés por tener hijos, expansión de la homosexualidad pese a las leyes contrarias a ella, o en la moda de religiones gnósticas. Según estas últimas, el hombre, previa iniciación o iluminación por medio de diversos ritos, accede a un conocimiento profundo del espíritu, identificado como el bien, y contrario al mal, representado por la materia. De la condena de la materia surgían normas morales opuestas, tanto de castigo al cuerpo, por su carácter material, como de un hedonismo irrestricto, ya que en cualquier caso el cuerpo no tenía importancia. Como fuere, el gnosticismo rechazaba la procreación (un mal) y en ese sentido suponía un verdadero suicidio social. En la sociedad romana se extendieron como nunca antes ritos orgiásticos, muchos de ellos importados de Oriente.

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En tales condiciones, el poder de Roma pudo colapsar pronto. Si no ocurrió se debió a la persistencia de otras conductas y espíritu derivados de la fe en las viejas divinidades. Y a un sistema de selección política mediante el cursus honorum (carrera de honores o cargos) que aseguraba una provisión de funcionarios y dirigentes con amplia experiencia militar, administrativa, jurídica y en general política, que garantizaba una presencia eficaz en todas las partes de su imperio, cuya mera extensión lo hacía tan difícil de gobernar. También se debió, en un plano más práctico, a las legiones.

De todas formas, la equilibrada arquitectura legal republicana tan admirada por Polibio y muchos otros, se arruinaba por sus propios éxitos, los cuales habían creado nuevas circunstancias que desbordaban a las viejas instituciones. La Roma resultante de las conflagraciones que durante un siglo y medio convulsionaron a la república, ya tenía muy poco que ver con la que había vencido a Cartago. Las leyes e instituciones creadas para encauzar la conflictividad social y particular habían sido rebasadas, hasta parecían fomentar disturbios y luchas abiertas, y la gente deseó un poder fuerte e indiscutido para acabar con el sangriento desorden. A fin de afrontar crisis extremas, la Constitución romana preveía dictaduras limitadas a seis meses, y ya fue indicativo que Sila y Julio César fueran aceptados como dictadores sin limitación de tiempo. El problema acabó de resolverse en nuevas guerras internas, con el triunfo de Octavio Augusto, el año 30. Ya no hubo siquiera la agonizante resistencia republicana que había segado la vida de Julio César. Tras la derrota de su rival Marco Antonio, Augusto gobernaría Roma en solitario hasta su muerte en el 14 d. C.: cuarenta y cuatro años de paz interior, la Pax Augusta. Por ello y por sus numerosas mejoras económicas y sociales, sería honrado como un dios a su muerte.

Roma entraba en una nueva fase histórica conocida como Principado o Imperio (aunque el Imperio, como dominio sobre otros países, había sido creado por la república). Los nuevos autócratas se apoyaban directamente en la fuerza militar, se les haría objeto de culto religioso como garantes del orden social y se les divinizaría al morir. También mantendrían las instituciones republicanas como fuente ideal de legitimidad, si bien vaciándolas de contenido. Los elementos de democracia activa quedaban reducidos a casi nada, el consentimiento popular se hacía pasivo y el Senado perdía su auctoritas frente a la voluntad de los emperadores.

Las conmociones republicanas parecieron justificar el esquema clásico, según el cual la degeneración de la democracia engendraba la monarquía. Tras casi cinco siglos republicanos, Roma volvía a algo semejante a la monarquía originaria. De identificarse con un ideal de libertad, la república había terminado por convertirse en sinónimo de luchas fratricidas. El problema político de fondo podría presentarse al modo de la competencia, en la lejana China, entre el espíritu confuciano que buscaba el buen gobierno cultivando las virtudes de la gente en una armonía jerárquica, y la escuela legista, que sostenía lo contrario: los hombres, aunque puedan estimar la justicia, por lo común son necios y opuestos a ella en la práctica, por lo que solo un gobernante absoluto, cuya voluntad hace la ley, puede manejarlos y mantener la paz.

Pese a esta evolución, el espíritu de la república romana, idealizado y personificado en figuras tipo Cincinato, reviviría en Europa y América dieciocho siglos después como inspiración revolucionaria de las nuevas democracias.

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Un tiempo de grave inestabilidad o un poder autocrático no tienen por qué impedir un florecimiento de la alta cultura, y así el final de la república y comienzo del Imperio señalan las etapas de mayor esplendor de la literatura y el pensamiento latinos. Marcan la época Cicerón, Horacio, Virgilio, Tito Livio, más tarde Séneca el joven, Tácito… todos ellos con enorme resonancia en la cultura europea posterior. El político, orador y pensador Cicerón rechazó el ateísmo y el escepticismo en boga: la creencia religiosa no puede ser errónea, puesto que todos los pueblos la tienen, y sin ella se descompondría la sociedad. Pero no le satisfacía la pluralidad de dioses, y menos cuando se importaban muchos más de los países sometidos. Buscó la clave de la felicidad y la sabiduría, que diera valor a la vida humana: ¿el placer, la virtud o una combinación de ambas? La tercera, a su juicio, con más contenido estoico que epicúreo, sería la mejor. Los estoicos predicaban el dominio de las pasiones mediante la virtud, nacida de la razón y expresión del logos divino inmanente a la naturaleza. El orden natural, cósmico, subyacía a la variedad de las leyes: quien obrase conforme a él se haría dueño de sí y no le afectarían las contingencias de la vida. El espíritu estoico era cosmopolita, pues los humanos serían esencialmente iguales, de acuerdo con ese orden cósmico o logos que los estoicos creían conocer, y el mal vendría de ignorarlo.

En combinación u oposición al estoicismo cundió un epicureísmo atento a la búsqueda del placer, aunque refinado para excluir los placeres más toscos y materiales, lo que lo hacía más conciliable con el estoicismo. No obstante, poetas como Horacio recelaban del logos cósmico y de la consiguiente piedad religiosa, pues no impedía la vejez ni la muerte; y en definitiva «polvo y sombra somos». No era una concepción de la vida muy consoladora, pero en cualquier caso el hombre sabio debía concentrar sus esfuerzos en disfrutar del día (carpe diem) sin preocuparse por un mañana que escapa a su poder. Contradictoriamente, Horacio y Virgilio expresan una esperanza, similar a la del mesías judaico, en el advenimiento de un hombre-dios que salvaría al ser humano de sus males. Quizá era por entonces una idea extendida.

Por esa época, bajo el imperio o principado de Augusto, nacería Jesús en Belén, una remota aldea judía. Las prédicas de Jesús fundarían una nueva religión llamada a influir de modo inconmensurable sobre la sociedad romana y más tarde la europea, a las que daría forma intelectual y cultural. Pero ello ocurriría bastante más tarde.

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Desde Augusto, la parte occidental del imperio y cuna de este duraría cinco siglos, para derrumbarse finalmente bajo las invasiones de pueblos exteriores; en cambio su mitad oriental o bizantina, permanecería todavía un milenio más.

Hasta el final del siglo I después de Cristo gobernaron siete emperadores. Solo Vespasiano y Tito serán considerados como razonables y positivos; los otros cinco (Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón y Domiciano) han pasado a la historia más por sus vesanias que por sus méritos. Continuó también la eclosión cultural en la llamada Edad de Plata, en la que brillaron especialmente autores provenientes de Hispania, como los dos Sénecas, Marcial, Lucano, Pomponio Mela, Quintiliano o Columela, entre otros. Ello indica la profunda latinización que se extendía por las posesiones romanas de Occidente, desde el norte de África a Britania, incluyendo las Galias y zonas exteriores de la Germania. En cuanto a la Península Ibérica, la ciudad de Cádiz y el valle del Betis eran las zonas más ricas y civilizadas. Plinio el Joven, uno de los mayores científicos de entonces y perseguidor de los cristianos, calificaba a Hispania como la nación más ilustre después de Italia.

Séneca el Joven fue el filósofo romano más destacado, en la línea estoica. Rechazaba el politeísmo, aunque lo admitía como necesario para el vulgo, y criticaba el culto a los dioses como inspirado por el miedo y no por el amor, argumento que emplearían los cristianos. Dios sería «el alma del universo, accesible al pensamiento y no a la vista», identificable con la naturaleza, que se sostiene o justifica por sí sola. Este panteísmo no le impediría concebir, contradictoriamente, un Dios exterior al mundo, sin el cual este no se explicaría. Aquel dios no demandaba oraciones ni ritos, y al hombre sabio le bastaba obrar conforme a sus mandatos, es decir, a la razón. En línea estoica similar, Quintiliano, maestro de retórica y pedagogo adelantado a su tiempo, trataba de forjar un tipo de dirigente social y político sabio, virtuoso y experto, a fin de contener los rasgos degenerativos de la sociedad, denunciados también en las sátiras de Marcial.

Después de Domiciano vinieron «los cinco buenos emperadores» como los juzga Gibbon, durante la mayor parte del siglo II: Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio. La influencia romano-hispánica se refleja de nuevo en el hecho de que Trajano y Adriano procedieran de Hispania, así como el padre de Marco Aurelio, y existiese un número considerable de senadores y caballeros del mismo origen. Fue la época de máxima expansión del imperio y, con la de Augusto, la de mayor prosperidad, prestigio y moderación política de la institución imperial. Uno de los grandes logros imperiales fue el trazado de una magnífica red de calzadas que comunicaban a todos sus territorios. Construidas con fines militares y administrativos, se convirtieron enseguida en vías de comercio y favorecieron las migraciones y mezclas étnicas. También el transporte marítimo y fluvial alcanzó un gran desarrollo. Una administración cuidadosa y un ejercicio moderado del poder tuvieron efectos espectaculares:

El mundo es cada día mejor conocido, mejor cultivado y más civilizado. Se abren caminos por doquier, se exploran las regiones, todos los países se abren al comercio. Los campos labrados han invadido los bosques; rebaños de ganado han expulsado a las fieras; se siembra incluso la arena, las rocas se quiebran, se sanean los pantanos. Ahora hay tantas ciudades como antes había grupos de cabañas…

Este panegírico no se debe a un adulador del poder, sino a Tertuliano, intelectual cristiano y como tal adverso a Roma.

Sin embargo, no todo eran glorias. Ya desde Adriano se observa cierto agotamiento creador o esclerosis cultural en medio de los éxitos económicos y técnicos. Y a veces los éxitos traían consecuencias catastróficas: una victoriosa campaña de Marco Aurelio contra los partos importó de vuelta una peste que azotó durante quince años a gran parte del imperio, diezmando al ejército y a la población.

Para Marco Aurelio, emperador filósofo, el hombre que comprende su ser como parte mínima del Todo —Dios, Naturaleza, Razón…— vive en armonía con él y no se altera por la fugacidad del tiempo o la precariedad de la existencia, pues sabe que vida o muerte son solo cambios en la marcha del universo, que se reproducirán una y otra vez. Ahora bien, ¿está acorde la virtud con la naturaleza?: «Quienes han llevado una vida de implacable enemistad, sospecha, odio… ahora están muertos y reducidos a cenizas», advierte Marco Aurelio. Pero el mismo destino alcanzará a quienes se han esforzado en la virtud, como podría haberle recordado Horacio. Un problema eterno de la moral.

El gobernante estoico que obra conforme a la razón es moderado y sirve a la ley y al interés general, y Marco Aurelio, que cumplió bastante bien sus máximas, se esforzó en inculcarlas a su hijo Cómodo, lo cual demostró las limitaciones de la educación. Pues Cómodo siguió la conducta contraria. El principio de que la legitimidad del gobernante consistía en su servicio a la ley y a la comunidad, podía chocar con la interpretación contraria del gobernante como hacedor e intérprete de las leyes. Ya en la tragedia Antígona se manifiesta el dilema, pues Antígona niega las órdenes del gobernante por contrarias a «la ley eterna de los dioses». Estos dilemas serán permanentes en la historia de las sociedades, y desde luego en la europea. Cómodo volvió a la tradición de los emperadores enloquecidos por el poder, se divinizó a sí mismo como fuente de la moral, la religión y la ley y cometió mil crímenes. Sin embargo, al ir directamente contra las normas de su padre no puede decirse que contrariase al Todo, a la Naturaleza, pues no dejaba de ser parte de ella. Como también lo fue su asesinato, en 192.

Si el siglo II fue, en conjunto, fructífero, el III resultó calamitoso. La voluntad imperial se hizo más absoluta, militar y arbitraria. La Guardia Pretoriana, creada para proteger a los emperadores, llegó a deponer o asesinar a algunos de ellos. Una inflación desbocada, corrupción administrativa, piratería, cortes en el comercio, rebeliones, secesiones, epidemias, tropas en estado semianárquico, se combinaban con las peores amenazas exteriores desde la guerra de Aníbal. Un emperador murió en batalla con los godos y otro fue capturado y ejecutado por los persas sasánidas, sucesores de los partos. A mediados del siglo, Roma parecía naufragar. El emperador Aureliano derrotó a los germanos y otros enemigos y a los secesionistas de la Galia, Britania y Palmira, pero murió apuñalado en 275, tratando de combatir la corrupción.

La sacralización de la figura del emperador perseguía asegurar el orden y la estabilidad social, y en cierto modo lo consiguió, pues el Estado se mantuvo.

Pero no por ello dejó de ser de alto riesgo el oficio imperial: en la crisis del siglo III, veintitrés de veinticinco sufrieron muerte violenta. Antes habían sido catorce de veintidós.

Las invasiones y la inseguridad inducían un círculo vicioso: vigilar las dilatadísimas fronteras y combatir las rebeliones precisaba un costosísimo ejército permanente, lo cual exigía altos impuestos que arruinaban a campesinos y capas medias, provocando revueltas. El comercio mermó, las ciudades perdieron población y se arruinaron muchos suntuosos edificios creados por la fiebre constructiva anterior.

Paradójicamente, serían generales y soldados provinciales o bárbaros quienes salvaran al imperio. Un emperador de origen ilirio, Diocleciano, que rara vez visitó Roma, superó por fin la crisis desde 284: reorganizó el imperio dividiéndolo en cuatro grandes sectores o tetrarquías, bajo su liderazgo; duplicó el número de provincias y asimismo el ejército, hasta aproximarlo a los 600.000 hombres, en gran parte mercenarios. Saneó la Administración y la moneda, racionalizó los impuestos y adoptó medidas totalitarias, obligando a transmitir los oficios por herencia y sujetando a los campesinos a la tierra, precedente de la posterior servidumbre de la gleba; y limitó al máximo la autonomía municipal. Por otra parte orientalizó la corte y sus ceremonias, reforzando el culto religioso al emperador, por lo que iba a desatarse la persecución más sangrienta contra los cristianos, a quienes creyó, erróneamente, haber erradicado. Sintiéndose debilitado, abdicó en 305, un caso realmente excepcional, parecido al de Sila.

A un coste social y político muy elevado, aquellas reformas acabaron con el desorden y abrieron un nuevo período de prosperidad, asegurando la pervivencia del Imperio de Occidente durante más de un siglo, aunque realmente no quedaba casi nada de todo aquello que había caracterizado a la Roma de tiempos de Escipión y Aníbal. La misma ciudad había perdido gran parte de su importancia política y administrativa, aun permaneciendo como una fundamental referencia simbólica. Su decadencia se acentuó cuando Constantino, sucesor no inmediato de Diocleciano, refundó en 324 la antigua ciudad de Bizancio como «Nueva Roma», trasladando a ella la capital, que a su muerte pasaría a llamarse Constantinopla y sobreviviría como capital imperial muchos siglos a la primera Roma. Cuando Constantinopla cayera a su vez bajo poder turco, se elaboraría en Rusia la teoría de «las tres Romas», con Moscú como tercera y definitiva.

El siglo IV, desde 303, se había abierto con una persecución general contra los cristianos, pero solo diez años después Constantino legalizaba su religión. Dado que esta rechazaba el politeísmo y el culto al emperador, el dilema debía resolverse a favor de un culto u otro, y después de un dinámico crecimiento, el cristianismo se convirtió en la única religión oficial el año 380, bajo Teodosio, un emperador de origen hispano. Desde entonces el cristianismo creció con mayor rapidez, pero seguramente la mayoría de la población continuó durante largo tiempo afecta a sus dioses y ritos ancestrales.

También Teodosio, ante las dificultades crecientes para administrar unos territorios tan vastos, dividió definitivamente el imperio en dos, independientes entre sí: el de Occidente, con capital en Milán, más tarde en Rávena, y el de Oriente, con capital en Constantinopla. Con ello se formaron dos estados, con elementos culturales unitarios, en particular el derecho, pero de carácter y evolución muy diferentes: el del oeste, de cultura y lengua latina y el del este, de cultura y lengua predominantemente griega. El imperio seguía siendo una construcción no propiamente europea, sino mediterránea, pero estaban en marcha, desde el exterior y el interior de él, otros procesos que cambiarían radicalmente el panorama de la civilización. Teodosio subió al poder después de la batalla de Adrianópolis, en 378, una derrota aplastante de las tropas imperiales a manos de los visigodos o tervingios. Desastre premonitorio para un estado que, en sus diversas formas, duraba ya más de un milenio y al que quedaba solo un siglo en creciente descomposición e impotencia.

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