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Primera Parte: Edad de Formación » 4. La espantosa revolución

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La espantosa revolución

Si el siglo IV había presenciado el triunfo del cristianismo, el siguiente señalaría el definitivo naufragio del magno Imperio de Occidente. La presión de los germanos y otros sobre las fronteras iba acentuándose. Al no lograr rechazar a algunos de estos pueblos, los romanos los empleaban de tiempo atrás como foederati, contratándolos como soldados a su servicio, o empujando a unos contra otros, o permitiéndoles instalarse dentro de sus fronteras, pensando quizás en asimilarlos a la cultura latina. Desde luego, la asimilación o integración ocurrió solo en pequeña medida, y la comprada lealtad a Roma se diluía conforme aquellos pueblos comprobaban la flaqueza creciente del poder imperial.

Para empeorar las cosas, surgían nuevas fuerzas mucho más allá de las fronteras, en las inmensas e ignoradas estepas del Asia Central y Siberia. Por ellas se movían pueblos nómadas con grandes rebaños de caballos, que hostigaban a los imperios civilizados, en especial al chino y al persa. Una masa de ellos, conocidos como los hunos, se desplazó hacia el oeste, cruzó los Urales hacia mediados del siglo IV y creó un peculiar imperio, dominando al pueblo germano de los ostrogodos y al iranio de los alanos, instalados en el sur de las actuales Rusia y Ucrania. La irrupción de los hunos causó pavor por sus matanzas, y los visigodos, presionados por su implacable avance, penetraron en el Imperio romano, el cual, ante la imposibilidad de contenerlos, les permitió ocupar tierras al sur del Danubio hacia los Balcanes. Pero la convivencia entre romanos y godos resultó imposible, comenzaron las escaramuzas y finalmente la guerra abierta y la derrota romana de Adrianópolis, en 378; a continuación, los godos devastaron los Balcanes y siguieron hacia Italia.

Y el último día del año 406, masas de suevos, vándalos, alanos y otros cruzaron el Rin helado a la altura de Maguncia, rompiendo la resistencia no muy empeñada de los francos que guarnecían la zona para los romanos. A aquellas alturas, la frontera del Rin, como casi todas las demás, estaba defendida por tropas principalmente bárbaras. Superada la barrera militar, los invasores arrasaron durante varios años las Galias en una orgía de matanzas, saqueos y destrucción indiscriminada. Las invasiones germanas habían ocurrido en otras ocasiones y puesto en aprietos a Roma, pero siempre habían sido aniquiladas. Esta vez, en cambio, llegaron hasta Hispania y Mauritania, donde establecieron precarios reinos. Fue ya imposible acabar con ellos para una Roma agonizante, que procuraba salvar la situación con sobornos, utilizando a unas tribus contra otras, o tratando de convertir a algunas en agentes suyos, otorgándoles autoridad y poniendo en juego un prestigio imperial que hacía agua por todas partes, pero aún seducía a algunos invasores.

Y solo cuatro años después, en 410, se produjo el episodio aterrador del saqueo de la misma Roma, la «ciudad eterna», por los visigodos de Alarico. Aunque la ciudad ya no tenía la importancia política y administrativa de antaño, era el símbolo máximo de su civilización, y la conmoción moral y psicológica fue abrumadora. Este episodio no significó todavía el final del imperio, pero lo presagió. «Nos han llegado terribles noticias de exterminios, incendios, saqueos, asesinatos, torturas», escribe San Agustín. Cundió entre la gente la sensación angustiosa de vivir el ocaso del mundo: «¿Qué queda a salvo si Roma perece?», se preguntaba retóricamente San Jerónimo. Otros pensaron que si Roma se había recuperado de otras crisis también superaría esta. San Agustín aducía que el posible derrumbe de Roma, aun siendo motivo de espanto, debía entrar en un plan divino de salvación general.

El cristianismo, con su pacifismo, universalismo y desdén u oposición al poder, había obrado como un corrosivo del Estado. Todavía a finales del siglo IV algunos obispos cristianos influyentes exhortaban a destruir el Imperio romano, ponderando sus vicios, injusticias y corrupción (críticas también frecuentes desde largo tiempo atrás entre diversos intelectuales paganos). Pero una vez legalizados, los cristianos fueron tomando conciencia de que Roma había creado un complejo entramado de relaciones sociales y significaba orden y civilización en medio de poderosas fuerzas externas hostiles. No obstante, los paganos culparon de los desastres a los cristianos, por el abandono de los dioses tutelares. Frente a ellos se alzó Orosio, en su Historiae adversus paganos: las crisis no venían del cristianismo sino que habían sido comunes en otros tiempos, junto con agresiones injustas de los romanos a otros pueblos. Roma era el instrumento divino para la expansión y seguridad de la doctrina de Jesús, y gracias a esta «tengo en cualquier sitio mi patria, mi ley y mi religión (…). Como romano y cristiano me acerco a los demás sin temor (…). El Dios único que estableció esta unidad de gobierno, es amado y temido por todos» (este universalismo no le impedía glorificar a su patria hispana por la resistencia de Numancia y de Viriato, que habían demostrado virtudes de justicia, lealtad, fortaleza y misericordia que los romanos se atribuían sin razón).

Como fuere, el imperio había quedado gravemente herido. Entre tanto, hacia mediados del siglo V, el imperio huno había cobrado fuerza bastante para someter a tributo a Constantinopla y, dirigido por Atila, lanzar ofensivas a fondo hasta las Galias e Italia. Sus asoladoras incursiones duraron solo unos ocho años, hasta el 453, siendo finalmente derrotados por una alianza de romanos y bárbaros, en especial visigodos, bajo el mando de Aecio, «el último romano»; pero sus hordas causaron una devastación aún mayor que las de los germanos. Muerto Atila, la amenaza nómada se disolvió por sí sola.

El desvanecimiento de la amenaza huna y un mejor acuerdo con los visigodos, a quienes Roma encargó la eliminación de suevos, vándalos y alanos en Hispania, no mejoró la situación. Expulsados los vándalos al norte de África, crearon allí un reino pirático que arruinó en gran parte el comercio en la cuenca mediterránea occidental, y en 455 saquearon Roma, que sufría esa suerte por segunda vez en cuarenta y cinco años. Y aún padecería un nuevo saqueo dieciocho años más tarde. A lo largo del siglo, el Imperio de Occidente se había ido convirtiendo en una ficción; sus emperadores dependían del humor de jefes bárbaros teóricamente subordinados, hasta que en 476 el caudillo hérulo Odoacro depuso al último de ellos, Rómulo Augusto, llamado desdeñosamente Augústulo («Augustillo»). Curiosamente, aquel emperador llevaba los nombres del fundador de Roma y del fundador del imperio.

Odoacro no mostró interés en coronarse emperador a su vez, y reconoció la supremacía, perfectamente inefectiva, de Constantinopla. A su vez, esta intentaría reconstruir el poder romano en Occidente, logrando destruir el reino vándalo norteafricano e imponerse también por un tiempo en amplias zonas de Italia y una pequeña parte del levante-sur de Hispania, en el siglo siguiente.

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De este modo catastrófico terminaba la asombrosa historia romana, la civilización que había moldeado el Mediterráneo y gran parte de Europa Occidental durante casi siete siglos. Algunos autores han sostenido que la caída de Roma hizo salir de nuevo a la superficie las antiguas culturas, pero ello es manifiestamente falso. El panorama étnico y cultural al final del poder romano difería fundamentalmente del existente cuando las guerras púnicas. Los pueblos de entonces (íberos, númidas, etc., y sobre todo los celtas, extendidos antes por las Galias, norte de Italia, Britania y gran parte de Hispania) se habían disuelto en una común cultura, latina y cristianizada en medida principal, aunque conservasen o hubiesen cultivado ciertas particularidades. Lo que surgió del derrumbe fueron una larga serie de reinos germánicos impuestos sobre bases populares latinizadas y empobrecidas. En Mauritania (actual Magreb) y zonas menores como Vasconia en Hispania, montañeses no latinizados descendieron sobre los valles y la costa asolando a su vez la herencia latina.

El período de las invasiones transformó drásticamente el paisaje político y en buena medida demográfico en Europa Occidental y el noroeste africano. Las matanzas y pillajes dejaron muchas ciudades destruidas y abandonadas, con sus edificios públicos en ruinas; cientos de bibliotecas ardieron o se perdieron y el analfabetismo se hizo casi general. Las calzadas y vías fluviales vieron menguar su tráfico hasta eliminarlo en algunas zonas, debido a la inseguridad. Los bosques y pantanos invadieron campos antes cultivados. Las hambres y pestes, más mortíferas que la propia guerra, hicieron bajar la población en proporción difícil de cuantificar, posiblemente en un tercio y más, y se produjeron nuevas mezclas étnicas. La población se ruralizó y cambió hasta la indumentaria, extendiéndose el uso de pantalones y otras prendas de los germanos. Las oligarquías de los invasores se apropiaron las mejores tierras, esclavizando a parte considerable del campesinado… No hay razón para poner en duda los relatos coetáneos, impresionados por tantos estragos y alteraciones, aunque en algunos casos pudiesen exagerar. Políticamente, el territorio quedó fragmentado en numerosos reinos en casi perpetua reyerta entre sí, aun si varios de ellos reconocían un ficticio poder a Constantinopla, por dotarse de algún respaldo legal.

Un final tan dramático ha sido y sigue siendo un tema clásico de la historiografía, generador de numerosas hipótesis explicativas, algunas verdaderamente rebuscadas. Encontramos interpretaciones económicas que «explican» la imposibilidad de la subsistencia del imperio desde siglos antes, o bien niegan cambios sustanciales después de las invasiones. Las hay que interpretan las invasiones como simples migraciones de pueblos o niegan la misma caída de Roma a efectos prácticos, ya que lo esencial —economía, comercio mediterráneo, algunas instituciones— habría continuado más o menos como antes, salvando cambios políticos poco relevantes (H. Pirenne). O atribuyen la decadencia y hundimiento a estancamiento en el desarrollo técnico (Wallbank). O a la devaluación de la moneda e intervencionismo estatal en los precios (Mises). O al cristianismo (Gibbon). O a un envejecimiento que, al igual que a las personas, afectaría a las civilizaciones (Spengler, Toynbee). O a la lucha de clases (Rostovtzeff, atenuadamente, y marxistas en general). O a la falta de mano de obra por la insuficiencia demográfica y la creciente manumisión de esclavos u otras medidas. O niegan una decadencia previa al derrumbe, suponiendo que la civilización romana no habría muerto de muerte natural, sino asesinada (Piganiol). O destacan la profunda corrupción económica y sexual, tan reiteradamente denunciada por intelectuales paganos y cristianos. Y otras explicaciones o conjunto de ellas.

Es evidente que en el siglo v hubo una destrucción real, por medios bélicos, del poder político romano, y que la deposición de Rómulo Augústulo señala un final precedido por más de sesenta años de profundo deterioro de dicho poder. Resulta improbable que ello no arrastrara consigo un cambio social significativo, como afirman algunos historiadores, pues el propio y continuado desastre político refleja necesariamente cambios en muchos otros campos. A lo largo de varios siglos, Roma había afrontado valerosamente y con éxito desafíos exteriores e interiores no menos arduos que los del siglo V, por lo que su fracaso final no parece obligado. Además, era muy superior en tecnología, organización militar y medios económicos frente a unos enemigos bastante primitivos. En otras ocasiones las legiones habían aplastado ataques semejantes y de gran peligro, de tribus germanas o bereberes, o de los partos. La causa de su fracaso, entonces, deberíamos buscarla en otros terrenos.

Para empezar, la tarea de mantener incólume el imperio frente a unos bullentes enemigos externos era tarea de grande y creciente dificultad. Baste considerar la enorme longitud de las fronteras, extendidas desde las montañas del Atlas por los confines norteños del Sahara, penetrando en el valle del Nilo, Sinaí, Palestina, Siria y norte de Arabia, acercándose a Mesopotamia y el Cáucaso, rodeando partes del mar Negro, el norte del Danubio por Rumania y el curso de dicho río y el del Rin y el norte de Gran Bretaña. No todos los sectores eran peligrosos, pero los europeos y el de Mesopotamia y del actual Magreb sí, y exigían mantener un ingente número de tropas, y el consiguiente esfuerzo económico. Por otra parte, las legiones se habían barbarizado en gran medida, pues el clima social interno se había vuelto poco inclinado a esfuerzos guerreros, y ante la presión externa se había preferido contratar o sobornar a pueblos ajenos para que sirvieran de escudo protector frente a otros. Por tanto, su disciplina y lealtad a Roma habían descendido, máxime si las pagas se retrasaban.

A los cuantiosos gastos militares se sumaban los de un aparato estatal y administrativo cada vez más complejo, el mantenimiento de las larguísimas vías de comunicación, de la policía y los ocasionados por los disturbios internos. El coste se sufragaba con impuestos crecientes, haciendo el caparazón protector de la sociedad más y más gravoso, hasta amenazar desplomarse sobre la propia sociedad. De hecho, el único modo de impedir que las deudas provocasen una ruina generalizada fue cancelarlas en varias ocasiones. El descontento se reflejaba en quejas como que había más gente viviendo de los impuestos que pagándolos, según decía el apologista cristiano Lactancio: sin duda una exageración, pero indicativa. Las tropas, mal pagadas, abusaban a menudo de los civiles y este conjunto de males engendraba rebeldía, manifiesta, entre otras cosas, en la huida de campesinos, el bandidaje y la formación de bagaudas, bandas de labriegos y siervos rebeldes, que llegaron a ocupar amplias zonas, sobre todo en las Galias e Hispania. Se ha dicho que los impuestos excesivos son el cáncer de los imperios, y sin duda bastante de ello hubo.

Todos estos problemas y otros muchos señalados por diversos historiadores eran realmente serios, pero por sí solos no tenían por qué decidir el destino. Lo esencial, en último extremo, es siempre el factor que podemos llamar espiritual: la actitud de las oligarquías y líderes. Remediar las mencionadas señales de descomposición exigía la acción de un poder clarividente y enérgico, pues finalmente lo decisivo es el ánimo y la destreza frente a los retos que la vida plantea constantemente. Pero las clases rectoras del imperio occidental, todavía paganas mayoritariamente —el cristianismo predominaba sobre todo en el oriental—, mostraban poca disposición a arrostrar los peligros. El historiador pagano Amiano Marcelino escribe sobre una visita a Roma por la época: «Hay allí un Senado de hombres ricos (…), cada uno de los cuales podría ocupar un alto puesto, pero prefiere no hacerlo. Se mantienen alejados, prefiriendo gozar tranquilamente de su propiedad»; es decir, disfrutar de las extensas villae campestres y los palacios donde se daban a los banquetes y las delicias de la amistad, el estudio o la divagación artística o filosófica. Les preocupaba más la felicidad personal, aprovechando su privilegiada posición, que los enfadosos problemas políticos y militares. Estas desvitalizadas conductas, desinteresadas también de la familia y la procreación y comunes asimismo en la Galia, Hispania y Mauritania, recordaban a los graeculi, tan despreciados otrora por los romanos. Los desafíos del siglo V no eran probablemente mayores que los de la II Guerra Púnica, pero las cualidades que habían dado a Roma la victoria sobre Cartago se habían desvanecido.

La tesis del cristianismo como causa de debilidad no suena del todo falsa, pues aunque la mayoría de los cristianos habían llegado a adoptar como suya la causa del imperio, su prédica de la mansedumbre y el pacifismo casaban mal con la necesidad de frenar a unos enemigos desdeñosos de tales virtudes. No obstante, se salvó el imperio oriental, más cristianizado, llamado bizantino en tiempos recientes. Cierto que lo hizo aceptando humillantes exacciones y procurando desviar hacia occidente el empuje de los bárbaros. Como es sabido, Constantinopla permanecería en pie, pero su dinamismo cultural sería escaso, mientras que el de la arruinada Europa Occidental adquiriría poco a poco un impulso muy notable.

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