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Segunda parte: Edad de Supervivencia » 5. Reinos germánicos y monasterios

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Reinos germánicos y monasterios

Los nuevos amos de Europa Occidental fundaron numerosos reinos en las actuales Inglaterra, Bélgica, Francia, España, Magreb e Italia. El rey, elegido por oligarquías nobiliarias, tenía carácter político-religioso, lo que no evitaba constantes querellas y lizas entre ellos. Tres siglos antes, el historiador Tácito había descrito a los germanos como un grave peligro para Roma, por su acometividad extrema, aunque ensalzara su sentido moral en contraste con los vicios latinos. Se trataba de pueblos sin una organización o pensamiento político más allá de la lealtad al caudillo y un concepto de la justicia basado en la venganza (aunque también se admitía la compensación económica o wergeld) y en las ordalías. Los romanos desdeñaban la Germania como una tierra fría e inhóspita, cubierta de bosques y pantanos, donde solo querrían vivir precisamente los extraños pueblos que allí moraban.

La religión germánica estimulaba la belicosidad. De modo análogo a la grecolatina, los dioses representan las fuerzas del bien, del orden y el sentido frente a las contrarias que podríamos llamar del caos o del mal (los gigantes y los titanes). Pero en la religión germana y nórtica la lucha entre tales fuerzas esenciales termina con una victoria del mal en la lucha del fin del mundo, el Ragnarök o caída de los dioses. Se trata de una visión cósmica grandiosa y pesimista (aunque posteriormente se concibiera una solución más consoladora y menos convincente): tal como ocurre con el ser humano, que disfruta temporalmente de la existencia y por tanto de un orden, aunque siempre comprometido, así ocurrirá con toda la vida y con el propio mundo, que terminará abolido por el caos del que procede. Los dioses saben de antemano que perecerán, pero se aprestan a la lucha sin vacilar y haciendo acopio de todo su coraje, como deben hacer los hombres realmente valiosos. La muerte más noble es la del guerrero en batalla, después de la cual su alma iría al Valhalla o al Folkvangr, donde, entre banquetes y combates de cuyas heridas se reponían a diario, esperaban el Ragnarök para luchar en él junto a los dioses. La mayoría de la gente fallecería, lógicamente, de muerte más natural y menos estimable, yendo sus almas a lugares harto más sombríos, similares a los del Hades griego, con una zona de mayor tormento para quienes en vida habían sido traidores, asesinos, mentirosos o adúlteros.

Seguramente tiene relevancia el dato de que los dioses, tanto en la mitología grecolatina como en la germánica, no creaban el mundo, sino que surgían de él, de un abismo o caos primigenio, por lo que tiene sentido que finalmente fueran destruidos —aunque ello no ocurre en la mitología griega y latina— por las mismas fuerzas de las que habían nacido, cerrando así un ciclo épico tan ingente como lúgubre. Tiene interés constatar que una concepción semejante al pesimismo de la religión germánica volverá a la conciencia europea en el siglo XIX, como efecto de ciertas ideologías cientifistas, según veremos en su momento. En cambio la concepción de un Dios personal creador de todo, en la religión judía y la cristiana, ofrece un enfoque más reconfortante del destino humano y cósmico: el hombre, por sus rasgos peculiares, no es ajeno a la divinidad, sino formado a imagen y semejanza de ella, bien que a un nivel inmensamente inferior.

Por el tiempo de la caída de Roma, los germanos próximos a la frontera o incluidos en ella habían adoptado algunas costumbres latinas y se habían convertido al arrianismo —una forma de cristianismo—, el cual amalgamaban con sus viejos ritos y creencias politeístas. Otros pueblos mantenían plenamente su paganismo originario.

El folclore germano debía de abundar en cantos y relatos de gestas, mencionados por Tácito y otros. Habría entre ellos los dedicados a sus hazañas más memorables, precisamente la destrucción del poder romano, al que tanto habían hostigado y que tantas derrotas les había infligido; pero esos cantos no se han conservado. Lo que conocemos de ello, así como de su religión, nos ha llegado por recopilaciones siete u ocho siglos posteriores, conservadas mejor o peor por tradición oral.

Un documento que probablemente describe aquel espíritu es la canción de gesta Los Nibelungos. Compuesta en el siglo XIII y con numerosos anacronismos, funde relatos mítico-históricos y cristiano-paganos, aunque lo esencial puede retrotraerse a la época de las invasiones y aún anteriores. Trata de una doble venganza femenina con los temas del honor, el destino y el valor guerrero resueltos en una orgía de sangre. El héroe de su primera parte, Sigfrido, se ha apoderado del tesoro de los nibelungos (enanos «de las brumas» o del subsuelo) y matado al dragón que lo guardaba. Al bañarse en la sangre del dragón se había hecho invulnerable, salvo por un pequeño lugar de la piel donde había caído una hoja de tilo. Sigfrido, que quiere casarse con Krimilda (nombre asociable a amenaza o destrucción), hermana del rey burgundio Gunter, ayuda a este, por medios mágicos, a conquistar a Brunilda (nombre asimilable a protección), reina islandesa y eXValquiria de excepcional fuerza y belleza, que solo se casaría con el varón que demostrara ser más fuerte que ella. Brunilda cree haber sido vencida por Gúnter, con quien contrae matrimonio. En la noche de bodas, Brunilda averigua que Gúnter es más débil y lo humilla atándolo y suspendiéndolo de una cuerda, por lo que Sigfrido vuelve a intervenir para dominar a la eXValquiria sin que esta sepa quién lo hizo. A su vez, Sigfrido se casa con Krimilda. Brunilda tiene vagas sospechas, pues atribuye al héroe un rango social inferior, que no le permitiría casarse con la hermana del rey. Las dos mujeres disputan sobre la precedencia para entrar en la catedral de Worms, lo que lleva a Krimilda a revelar a Brunilda la verdad sobre quién la ha vencido. La venganza de Brunilda toma cuerpo por medio del guerrero Haguen, que aspira a quedarse con el tesoro de los nibelungos. Haguen engaña a Krimilda para averiguar el único punto vulnerable de Sigfrido y lo asesina tras tenderle una celada.

El héroe de la segunda parte es Haguen, de quien busca vengarse Krimilda. Esta espera bastantes años hasta que se le presenta la ocasión al casarse con el rey huno Atila (Etzel) y con motivo del bautizo de su hijo invita a la corte burgundia al evento. Haguen sospecha, pero cede para no pasar por cobarde. Al cruzar el Danubio averigua por una ondina que ninguno retornará vivo, salvo el sacerdote. Para comprobarlo, trata de ahogar a este, el cual consigue zafarse y nadar a la orilla de partida. Es el destino, y para evitar que alguien intente volverse atrás, al conocerlo, destroza la barca en que habían cruzado. Llegados a la corte de Atila, pronto empiezan las reyertas con los hunos, culminadas en matanzas brutales. Haguen mata también al hijo de Krimilda y Atila. Apresado, se niega a revelar a la reina el lugar del Rin en que ha ocultado el tesoro de los nibelungos. La enfurecida Krimilda, que ya había ordenado matar a su hermano Gúnter, decapita a Haguen. Otro caballero, Hildebrand, indignado por aquel trato a un guerrero de tal valor, parte a Krimilda en dos con la espada.

Destaca en el relato la ausencia de un sentido de la justicia o del bien y el mal como podría entenderlo no ya un cristiano, sino un romano pagano. Cada persona, al menos la de cierta alcurnia, debe defender su honor, las ofensas al cual justifican la venganza sin medida y cualquier astucia o demora para ejecutarla. La vida misma, por encima de sus aspectos más placenteros, también estimados, se presenta como una lucha con la muerte que termina sin remedio en la muerte, y cuyo valor principal consiste en aceptar el destino con bravura y audacia, como Haguen al conocer la suerte que les aguardaba.

Aquellos tiempos debieron de quedar en la memoria popular como una era gloriosa de aventuras fantásticas bajo jefes legendarios, choque de la osadía y la voluntad contra la arrogancia de un poder romano triunfante durante tantas generaciones. Victoria sobre una civilización decadente y en muchos aspectos innoble, con sus masas de súbditos miserables, de esclavos, de ciudadanos indolentes y de potentados viciosos. ¿Qué valían todos los artificios civilizados frente al ímpetu vital de unos pueblos en pleno disfrute de su fuerza y libertad? Ahora estos se adueñaban de unas riquezas que los vencidos no habían sabido defender; y siguió un tiempo de encanto onírico, sin las pesadas reglamentaciones civilizadas ni más ley que la del valor y la espada. El cantar de Los Nibelungos u otros como el Beowulf retrotraen a esa época. También los relatos célticos sobre la lucha contra los invasores anglosajones, personalizados en el rey Arturo, que originarían la complicada «materia de Bretaña» o relatos como los de Deirdre o Tristán e Iseo, refundidos y desarrollados, desde el siglo XII, por Godofredo de Monmouth y Chrétien de Troyes. Su puesta por escrito, posterior en seiscientos o setecientos años a los hechos referidos, recuerda el caso de la Ilíada y la Odisea, compuestas por Homero siglos después de la guerra de Troya.

Desde que fueron escritos, reinventándolos o mezclándolos, la influencia de estos relatos de fondo pagano ha sido muy profunda. Han inspirado una vasta literatura, origen de la novela europea, con períodos recurrentes de aprecio y otros de desdén. El Romanticismo los estimó con verdadera fruición, y hoy siguen presentes en historias como las de J. R. R. Tolkien o, a un nivel inferior, en literatura vulgar tipo Conan, etc. Incluso cabe percibir una inspiración similar en el cine useño «del salvaje Oeste».

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Los finales del siglo v fueron sumamente turbulentos, pero poco a poco los reinos germánicos se afirmaron, si bien con una evolución muy distinta entre sí. En Gran Bretaña, las tropas romanas habían sido retiradas a principios del siglo, dejándola indefensa ante las invasiones. Anglos, sajones y jutos ocuparon progresivamente gran parte de la isla, venciendo a los celtas romanizados. Muchos de estos huyeron a la futura Bretaña francesa y a Galicia. De estas luchas quedaron las leyendas del rey Arturo, un posible rey celta que habría vencido por un tiempo a los agresores germanos; siglos más tarde, su leyenda daría lugar al aludido género literario. La invasión creó siete u ocho reinos germánicos en lucha entre sí, situación que duraría varios siglos.

En las Galias se impusieron los francos desplazando a los visigodos hacia Hispania. Su rey Meroveo fundó una dinastía y su segundo sucesor, Clodoveo, se convirtió al catolicismo en 496. Fue el primer rey bárbaro que lo hizo, arrastrando a su pueblo y ganándose la lealtad de la masa galorromana y la gratitud del Papado, que titularía a Francia «hija primogénita de la Iglesia». No obstante, la conversión no mejoró las costumbres de la oligarquía merovea, las cuales se hicieron más feroces, contagiando su depravación a la Iglesia. Clodoveo fundó un reino muy extenso que abarcaba la mayor parte de las Galias y zonas de Germania, para dividirlo a su muerte, a principios del siglo VI, entre sus cuatro hijos, originando nuevos reinos en continua querella entre sí. El reino no se repondría hasta mediados del siglo VII con una dinastía en decadencia.

Italia fue ocupada por los ostrogodos, cuya oligarquía asimiló bastante cultura de los vencidos. Su rey Teodorico el Grande, muy latinizado, derrotó en 493 a Odoacro, que diecisiete años antes había depuesto al último emperador. Dominó toda la península y al otro lado del Adriático, bajo autoridad formal de Constantinopla. Como pasó con Clodoveo, aunque por otras razones, el reino entró en descomposición a la muerte de Teodorico, y los bizantinos aprovecharon la oportunidad para intervenir al mando de su general más brillante, Belisario, que ya había aplastado el reino vándalo del actual Magreb. Para mediados del siglo VI, los bizantinos se habían impuesto en Italia, pero otro pueblo germánico, el lombardo, los expulsaría de gran parte de la península poco después. Pese a estas guerras continuas y ruinosas, Italia permaneció como el país más culto de Occidente; pero tardaría mil trescientos años en alcanzar su unidad política.

Tras la invasión de Hispania por suevos, vándalos y alanos, los visigodos expulsaron a los dos últimos, derrotaron a los suevos y acosaron a los bizantinos. Si en Inglaterra, Italia y Francia predominó la disgregación, en Hispania o Spania, los godos centraron su capital en Toledo y pusieron tenaz empeño en unificar la península, sobre todo desde Leovigildo (572 - 586). Su hijo Recaredo, dejó el arrianismo por el catolicismo, creando una situación nueva: los godos, hasta entonces un pueblo que había errado desde Suecia por el este y sur de Europa, se identificaron con Spania, se latinizaron a fondo, promulgaron leyes más elaboradas y colaboraron con la organización religiosa hispanorromana (Concilios de Toledo). Si entendemos por nación una comunidad cultural bastante homogénea con un estado propio, el reino de Toledo fundó la nación española, primera de Europa en competencia con Francia. Y también, dentro del empobrecimiento cultural y económico general, fue el país más culto y rico del oeste europeo después de Italia —en cuyo norte habían sobrevivido las ciudades mejor que en el resto—, único capaz de fundar nuevas ciudades (Recópolis, Vitoria, Olite) y el más avanzado políticamente.

En general, los invasores germánicos mandaban sobre sociedades culturalmente superiores, con las que no se identificaban y a las que no sabían gobernar con eficacia. Sus oligarquías se guiaban por las viejas costumbres, al paso que se corrompían por la adquisición de un poder y unos lujos a los que no estaban habituados. De ahí pudo haber derivado una catástrofe todavía más profunda y duradera, si no fuera porque la población dominada, aun diezmada, ruralizada y empobrecida, mantuvo un grado considerable de organización propia: la estructura eclesiástica heredada de la última etapa del imperio, con sus obispados, de los que dependían numerosos sacerdotes y diáconos, y los monasterios, que iban a cobrar relevancia fundamental.

Pues fue la estructura eclesiástica la que permitió salvar en gran parte la cultura grecolatina en literatura, conocimientos, pensamiento, artes plásticas y música. Solo los clérigos y muy pocos más sabían leer y escribir, y se empeñaron en difundir sus saberes. Enseguida emprendió la Iglesia una labor misionera, cuyo mayor éxito inicial fue la conversión de los francos y, ya antes y fuera de los confines del imperio, la de Irlanda, obra de San Patricio. Irlanda creó una robusta tradición monástica, y sus conventos acogían a estudiantes y estudiosos de lugares remotos, hasta de Egipto. Sus monjes extendieron el cristianismo por Escocia e Inglaterra, llegaron a Islandia y fundaron monasterios por Francia, Suiza e Italia (San Columbano) en el siglo VI. Su labor contribuyó a civilizar a los anglosajones y a reformar la degradada Iglesia franca.

Siendo la regla monástica irlandesa, harto áspera y ascética —como ocurría con los monjes españoles—, surgió en Italia un monaquismo más suave, creado por San Benito de Nursia, quien fundó hacia 530 el monasterio de Montecasino, centro de la prodigiosa expansión de la orden llamada benedictina en honor al fundador.[3] Benito elaboró una regla basada en cuatro principios: moderación en comida, bebida y sueño, sin sacrificios excesivos; silencio y gravedad en la expresión; renuncia al mundo y a la posesión de bienes; y cultivo de la bondad evangélica hacia los humildes. Bajo la divisa ora et labora, dividió la jornada en tres partes de ocho horas: oración, que ritmaba la jornada; trabajo manual, estudio y obras de caridad, y sueño. No admitía distinción entre monjes de procedencia noble o adinerada y de origen humilde, incluso servil.

La regla de San Benito es sin duda un documento clave en la formación de la cultura europea. Inspiró pronto la fundación de cientos de centros parecidos dentro y fuera de Italia. A ellos afluían personas de muy diversa condición social deseosas de seguir el consejo evangélico de dejarlo todo para seguir a Jesús; y otros que no encontraban mejor salida en tiempos tan calamitosos e inciertos. La vida monástica implicaba una disciplina rigurosa y serios peligros en tierras paganas, donde no pocos pagarían con la vida su esfuerzo misionero. Para consagrar todas sus energías a su labor, los monjes hacían votos de pobreza, castidad y obediencia. Sus monasterios, como los irlandeses pero con más amplitud, operaban como unidades de un ejército espiritual y jugarían un papel decisivo en la cristianización y civilización de los reinos bárbaros; su influencia llega hasta hoy, siendo la orden religiosa con más conventos expandidos por el mundo.

La difusión del monacato iba ligada a leyendas, milagros y supersticiones, a veces abusos sobre los campesinos y querellas con los señores, pero en conjunto cambió profundamente el panorama eurooccidental. Una de sus tareas más fructíferas, ya desde el siglo VI, consistió en buscar obras latinas y reproducirlas en los scriptoria; trabajo arduo, porque se habían perdido la mayoría de las bibliotecas y los libros eran caros y no fáciles de hallar. Otra ocupación sobresaliente fue el trabajo manual en campos y talleres. A ellos se debió la conservación de técnicas agrícolas, ganaderas y artesanas romanas, mayoritariamente olvidadas, y la aplicación de técnicas nuevas o poco empleadas antes, como los molinos de agua o las norias, la introducción de nuevos cereales, de la mantequilla, etc. Ellos recuperaron tierras de cultivo invadidas por bosques y pantanos, rehaciendo la agricultura y la ganadería en Francia, Inglaterra e Italia. Un monasterio combinaba la empresa económica, el centro de enseñanza y conservación cultural, el hospital y el hospedaje. Si la civilización no cedió a un largo período de oscuridad se debe de modo sobresaliente a los monjes, y si alguien merece el título de «padre de Europa Occidental», es San Benito. En otro sentido lo había sido Escipión, el vencedor de Aníbal.

A finales del siglo VI, el Papado contó con un personaje excepcional, Gregorio Magno, él mismo benedictino y papa desde 590 a 604. Gregorio definió la independencia eclesial respecto de los poderes políticos y desplegó una intensa labor regularizando los modos de predicar, clarificando cuestiones teológicas y morales (de él procede la idea del purgatorio como situación intermedia entre los justos y los condenados en la otra vida); reformó la liturgia, dando importancia al canto que se llamó gregoriano en su honor, a la creación de escuelas, etc. Y patrocinó con el mayor empeño las misiones, siendo su obra más exitosa la evangelización de Inglaterra. El historiador Gibbon, poco amigo del cristianismo, al que achacaba el derrumbe romano, escribió: «Julio César necesitó seis legiones para conquistar Gran Bretaña. A Gregorio le bastaron cuarenta monjes». La isla dependió del Papado más estrechamente que Francia o España, y se convirtió a su vez en foco de cristianización de la Germania y Francia con San Bonifacio (que terminaría martirizado) y otros monjes. Así Roma, que había perdido su primacía política y material, resurgía como un centro espiritual que iba a conquistar a los conquistadores y dar forma a la civilización occidental.

Convertir a los paganos resultaba más fácil que a los que habían adoptado una variante cristiana como el arrianismo, acaso porque el carácter sombrío y fantástico de la religión germánica les inclinaba a versiones más consoladoras. Beda el Venerable, monje benedictino inglés del siglo vii-viii y destacado intelectual e historiador, relata una historia interesante. Edwin, rey de Northumbria reunió consejo para estudiar si permitir o no la predicación de un misionero católico. El sacerdote pagano, hombre pragmático, explicó: «Desde que sirvo a nuestros dioses y presido los sacrificios, nunca fui más favorecido por la suerte ni más dichoso que los demás hombres que no rezan, y mis súplicas pocas veces han sido escuchadas. Por tanto, apruebo la venida de un dios mejor y más fuerte, si lo hay». Otro consejero habló con más elevación:

La vida de los hombres en la tierra, si la comparamos con los vastos espacios de tiempo de los que nada sabemos, se parece, a mi juicio, al vuelo de un pájaro que se introduce por el hueco de una ventana dentro de una espaciosa estancia en la que un buen fuego en el centro calienta el ambiente, y en donde tú comes con tus consejeros y aliados mientras fuera azotan la nieves y lluvias del invierno. Y el pájaro cruza rápido la gran sala y sale por el lado opuesto: regresa al invierno y se pierde de tu vista. Así ocurre con la corta vida de los hombres, pues ignoramos lo que la precede y lo que vendrá luego.

El misionero fue autorizado a predicar, aunque Edwin no recibiría premio por ello, pues perecería a manos de rivales anticristianos en una de las frecuentes reyertas entre unos reinos y otros.

Debe señalarse, en suma, que gracias a los monjes pervivió y se expandió por la Europa Occidental la herencia de Roma, su alfabeto, su pensamiento y literatura, su historia, su derecho; y el propio cristianismo. Por su parte, los bárbaros dejarían cierta influencia indefinible de individualismo y vitalidad. Y sus reinos serían el embrión de las naciones características del oeste europeo, que perduran hasta hoy.

El hispanogodo Isidoro de Sevilla, otro de los intelectuales descollantes de la época, contemporáneo de Gregorio (y de Edwin), expresa asimismo dos rasgos que marcarán la evolución europea: un pensamiento político de rechazo al despotismo y el ansia por acumular y sistematizar el conocimiento. En cuanto a la política, el clero debía procurar la paz en buena relación con el poder y predicar la lealtad al monarca, pero a su vez el monarca debía obrar con justicia y servir al pueblo: «Serás rey si obras rectamente, y si no, no», idea que autorizaba, en principio, la excomunión o el derrocamiento del tirano, aunque no lo contemplara expresamente. Por lo segundo, Isidoro trató de reunir el mayor número de libros antiguos y de recoger sus saberes en la primera enciclopedia del mundo occidental, las Etimologías. En esta obra, bien estructurada y con estilo claro, reintroduce a Aristóteles y expone los saberes filosóficos, teológicos, de ciencias naturales y cosmología, artes, derecho, urbanismo, etc. de la época; trata con imparcialidad, asimismo, tradiciones paganas. Desde luego refleja cierta decadencia y pérdida de conocimientos con respecto a la época latina, pero también la voluntad de superar esa pérdida. El libro expone asimismo el sistema de la enseñanza europea, de origen romano, en los siglos siguientes: trivium (gramática, lógica y retórica) y quadrivium (música, aritmética, geometría y astronomía). Etimologías fue profusamente copiado en los monasterios de toda Europa, como el libro de texto más usado durante la mal llamada Edad Media.

Suele despreciarse a estos siglos como «edad oscura» pero más cabría definirlos como una época de recomposición civilizatoria, una epopeya paralela y contraria a las propias invasiones, rescatando en lo posible el legado clásico y aplicando la doctrina católica. Y que, cuando iba asentándose, aún había de sufrir el peligro extremo de una nueva oleada de invasiones entre principios del siglo VIII y finales del X. Desdeñar el esfuerzo ímprobo y heroico de los monjes revela una petulancia muy extendida, no por ello menos absurda.

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