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Tercera parte: Edad de Estabilización » 11. La era del gótico. franciscanos y dominicos

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La era del gótico. franciscanos y dominicos

Entre los muchos rasgos del siglo XIII pueden señalarse el final del peligro islámico a partir de Al Ándalus y el Magreb, el fracaso de las Cruzadas a Tierra Santa, la semirruina de Bizancio, la afirmación nacional de Francia, los comienzos del parlamentarismo inglés, la detención de la evolución rusa por las invasiones mongolas, los conflictos persistentes entre el Papado y el Imperio, la expansión de las comunas italianas y del comercio, sobre todo el marítimo, el despegue cultural de las lenguas romances y germánicas, sobre todo en literatura y legislación, aunque el latín permanecía como el idioma de la Iglesia, de la ciencia y del pensamiento…

La reforma del Císter había propugnado un espíritu evangélico de sobriedad y trabajo opuesto al boato y riqueza alcanzados por Cluny; pero conforme la sociedad prosperaba, el vigor vital de la caballería y los gustos de los potentados fueron reorientando al propio cisterciense hacia la criticada ostentación de Cluny. Hacia finales del siglo XII esa tendencia se acentuó en un nuevo estilo, llamado posteriormente gótico, aunque no tuviera que ver con los godos. Incidían en la misma dirección el aumento demográfico y el crecimiento y fundación de muchas nuevas ciudades, aunque la población siguiera afincada muy mayoritariamente en el agro. El gótico, nacido en el norte de Francia a partir de edificios románicos, se impuso casi por completo en el siglo XIII por todo el oeste y centro del continente, con variantes nacionales; y continuaría hasta el siglo XV. Expresaba un nuevo espíritu en el que la devoción popular se combinaba con el orgullo de la riqueza urbana en la construcción de grandes catedrales. En estas, la luz, elemento juzgado inmaterial que acercaba a la divinidad, se filtraba, coloreada por rosetones y vidrieras, creando una atmósfera de elevación y belleza en un vasto espacio interior bajo los altos techos de nervios artísticamente entrelazados a partir de potentes y esbeltas columnas. Contribuían al efecto los pórticos y una estatuaria y pintura menos rígidas que las románicas. Las imponentes y esbeltas torres de las catedrales destacaban a gran distancia sobre los tejados urbanos, como emblemas de fe, belleza y riqueza, orgullo de las habitantes de todas las capas sociales. El estilo se extendió asimismo a edificios civiles como palacios y lonjas, otro rasgo de los tiempos.

Herencia de los siglos románicos y góticos es el paisaje humano característico de Europa, con sus pueblos pequeños y grandes articulados en torno a una iglesia o catedral, con su plaza. Los centros urbanos más bellos y sugestivos del continente, en la medida en que se conservan, provienen de entonces y todavía hoy atraen a multitud de turistas, estimulando mil negocios y la riqueza de unas poblaciones actuales, para gran parte de las cuales aquellas obras del pasado han perdido toda significación. Salvo, precisamente, la económica.

No por ello debe creerse en una religiosidad robusta y universal. El indudable espíritu cristiano predominante no excluía otros fenómenos. En España, por ejemplo, persistían supersticiones mágicas, la blasfemia estaba extendida en todas las capas sociales, y ocasionalmente, como recuerda Sánchez Albornoz, se producían ráfagas de ataques furiosos al clero por parte de las turbas o de los nobles, asesinatos de personas supuestamente sagradas y hasta quema de templos. Algo que no ocurría solo en España, desde luego. También el estudiantado universitario, con frecuencia y en todas partes aficionado a la taberna y el burdel, solía seguir más el modelo de los goliardos que el marcado por la moral oficial. La predicación cristiana de humildad y pobreza contrastaba con la ostentosa opulencia de parte de la jerarquía eclesiástica, y provocaba el despego religioso, la sátira y violencias anticlericales.

Rebrotaba así la tensión interna del cristianismo entre una espiritualidad que ensalzaba el desprendimiento de los bienes terrenos, y las exigencias de la vida práctica, en la que dichos bienes son indispensables y se vuelven tanto más fascinantes cuanto más arduos de obtener para la mayoría. De modo oscuro, la riqueza de unos pocos supondría hasta una señal de predilección divina hacia ellos. Posiblemente la Biblia lo expone en el episodio de la sustitución de la ley del espíritu (los mandamientos) por el culto al becerro de oro. La difícil conciliación entre ambas tendencias daba lugar, como vemos, a reacciones drásticas. La contradicción implicaba otra, porque quienes quisieran depender de la limosna por creer impuro el dinero, debían aceptar aquella impureza donada por otros: quizá la incoherencia se superaba suponiendo que el dinero se purificaba al servicio del espíritu. Y el ciclo se repetía: si bien los monjes eran pobres, el convento se enriquecía colectivamente con su trabajo y con los donativos de los fieles, hasta convertirse en una verdadera potencia con intereses particulares.

La nueva reacción contra la ostentación eclesiástica y mundana en el gótico originó las órdenes mendicantes, siendo las más destacadas y fructíferas la franciscana, fundada en 1208 por el italiano Francisco de Asís, y la dominica u Orden de Predicadores, en 2015 por Domingo de Guzmán. Ambas se diferenciaban de los benedictinos en procurar una igualdad interna más estricta, eliminando los rangos sociales de procedencia; en que se instalaban en el interior de las poblaciones, no en las afueras o en lugares aislados; y en que ejercían una predicación más activa e itinerante. Ambas órdenes tenían, además de las ramas masculina y femenina, una tercera laica que admitía a hombres y mujeres, con lo que ganaban en penetración social. Estos cambios respondían asimismo a la mayor urbanización y asentamiento europeo.

Dominicos y franciscanos sustituyeron a los benedictinos como protagonistas de la vida intelectual, centrada en las universidades. Pues otro rasgo clave de la época fue el aumento de estos centros. En los dos siglos anteriores se habían constituido cinco, dos en Italia, dos en Francia y uno en Inglaterra; durante el siglo XIII aumentaron en diez más, cuatro en Italia, tres en España (Castilla cuatro, contando la de Palencia) una en Inglaterra, otra en Francia y otra en Portugal. Por su afán filosófico destacaban las de París y Oxford. Franciscanos y dominicos dominaron la vida universitaria, llevaron al apogeo la escolástica y echaron las bases del pensamiento científico.

Contrariamente a las sectas gnósticas, como la de los cátaros, que distinguían la materia, y por tanto el mundo, como el Mal, para la Iglesia el mundo debía ser bueno, ya que lo había hecho Dios. Bueno aunque nuestra mente no logre percibir con claridad su sentido: problema antiquísimo expuesto en el Libro de Job, probablemente de origen anterior, sumerio; y aludido de otro modo en el Eclesiastés, un tratado sobre la pesadumbre y limitación de la vida. Pero la fe en la bondad del mundo impulsaba a tratar de comprenderlo y explicarlo en lo posible, con ayuda de la razón, otro don divino. El espíritu de la época tampoco restringía la técnica, aunque no la situaba en primer plano; y muchas innovaciones desde la edad anterior en cultivos, molinos, metalurgia, finanzas, etc., habían fraguado en monasterios.

La razón se esfuerza en dar sentido y orden a la anarquía de sensaciones con que se nos presenta en principio el mundo. En la tradición isidoriana, un científico o pensador debía poseer conocimientos enciclopédicos y aplicar sobre ellos la fuerza de la lógica. La variedad de hechos, seres y saberes parecía infinita, lo que hacía preciso centrar el pensamiento en el rasgo más profundo y universal de todos ellos. Y ese rasgo consistía precisamente en «ser», en que todos «eran», por encima de los rasgos que distinguían unos de otros. Ese concepto —la metafísica—, planteado en Grecia, no había dado lugar allí a una disciplina filosófica especial, pero la escolástica lo convirtió en núcleo de su pensamiento partiendo de Platón y Aristóteles y asociándolo a la teología. Suele considerarse aristotélicos a los dominicos y platónico-agustinianos a los franciscanos, pero los dos combinaron ambas filosofías, si bien de distinto modo. El aflujo de textos de Aristóteles, Averroes y Avicena complicó la tradición dominante, platónico-agustiniana, con líneas especulativas nuevas.

El peligro era claramente intuido: la razón ejerce una labor purificadora destruyendo con la lógica numerosas supersticiones y montajes puramente imaginarios o verbales, pero también puede cuestionar la fe o relativizarla con interpretaciones varias o contrarias, pues todo el mundo puede utilizar la facultad racional. Por ello la tensión entre razón y fe se agudizó en el siglo XIII. Los pensadores dominicos más destacados, el alemán Alberto Magno y sobre todo su discípulo italiano Tomás de Aquino, hicieron un esfuerzo gigantesco por conciliar la fe con la razón y la ciencia, integrando a Aristóteles en el pensamiento cristiano, lo que ofrecía dificultades, porque algunas proposiciones del pensador griego colisionaban con los dogmas eclesiales.

Alberto poseía un saber amplísimo, bien fundado para su tiempo, en astronomía, física, química, zoología y otras ciencias, englobadas por entonces como ramas de la filosofía (filosofía de la naturaleza). En su Suma Teológica establece la supeditación de la filosofía a la teología, ciencia máxima, distinguiendo entre verdades conocibles y misterios accesibles por revelación. Fuera de la teología rechazó el argumento de autoridad, propugnó la investigación directa de los fenómenos y estimó el libre albedrío y la responsabilidad personal como fundamento de la ética.

Tomás elevó las aportaciones de su maestro en otra Suma Teológica, magno sistema filosófico sobre la naturaleza de Dios, la ética, la ley, Cristo y los sacramentos, y el fin del mundo. El máximo grado de la verdad solo es accesible mediante la fe en la revelación (las Escrituras), pero la razón es también un medio potente para acercarse a ella probando la existencia de Dios. Al respecto ideó las célebres cinco vías (el movimiento de las cosas necesita un primer motor no movido; la cadena de causas exige una primera causa no causada; la contingencia o innecesariedad de lo existente requiere una causa necesaria; la perfección parcial de los seres del mundo exige un modelo total y absoluto de perfección; los cuerpos naturales obran inconscientemente con un fin, lo cual exige un ser superior que se lo imponga). La creación no se realiza en el tiempo, sino que este empieza con la creación, siendo solo propia de Dios la eternidad, sin principio ni fin. La esencia pertenece a todas las cosas que puedan imaginarse, pero la existencia solo a las realmente existentes.

En ética, Tomás atribuyó la finalidad de la vida terrena a la obtención del máximo de felicidad, no mediante el simple placer, sino por un ánimo pacífico, la caridad y la santidad; pero la felicidad plena, la visión beatífica de Dios, solo llega tras la muerte. El hombre debe gobernarse por la ley natural impresa en él, válida universalmente, cimiento de las leyes concretas y piedra de toque para juzgar estas contra las leyes tiránicas. La ley natural refleja la ley eterna de Dios que rige el universo e incluye principios como la búsqueda del bien o el derecho a vivir y a procrear. Su teoría de la ley natural ha influido en casi todos los textos legales europeos. Una derivación de ella, si bien con diferencias significativas, ha sido la concepción de los derechos humanos. El formidable sistema de Tomás de Aquino (tomismo) fue en adelante la principal orientación de la filosofía y la teología católicas.

Tanto Tomás de Aquino como Alberto Magno enseñaron sobre todo desde la Universidad de París, mientras los franciscanos, rivales de los dominicos, teorizaron desde la Escuela de Oxford, fundada por el inglés Robert Grosseteste, el cual distinguió las matemáticas como ciencia principal y clave de las demás y creía el mundo explicable por medio de la geometría (un enfoque platónico). Expresó una clara percepción del método aristotélico: inducción desde hechos particulares para llegar a conclusiones y principios generales, y desde estos hacer predicciones particulares que confirmasen la validez de tales principios. Esa doble vía debía basarse en la experimentación. Dio así un gran paso hacia la sistematización del método científico. De la misma escuela y orden religiosa, Roger Bacon fundamentó más a fondo, teórica y prácticamente, el método experimental y también consideró las matemáticas «la llave de todas las ciencias». Polemista e interesado en la alquimia, pugnó por mejorar las traducciones tanto de Aristóteles como de la Biblia, para evitar discusiones vanas.

La gran cuestión y objetivo consistía en alcanzar la Verdad, así como verdades parciales indiscutibles, por encima de las opiniones. Para ello se aplicaron métodos deductivos, a partir de principios generales aceptados para explicar los hechos particulares, e inductivos, a partir de la observación y la experimentación de hechos particulares para alcanzar principios generales. En realidad ninguno de los dos caminos puede aplicarse de forma pura y exclusiva, ya que son complementarios, pero acaso entre los dominicos predominaba la deducción, y en los franciscanos la inducción, que darían lugar a formas especulativas distintas y caracterizarían respectivamente al racionalismo francés y al empirismo inglés.

El escocés Duns Scoto, también franciscano y formado en Oxford, separó en mayor medida la filosofía de la teología, consideró reales los universales, en la tradición agustiniana, y negó, de modo quizá contradictorio, la distinción tomista entre esencia y existencia. En pro de la existencia de Dios arguyó que la totalidad de las cosas causadas debe ser causada por algo ajeno a ella, pues sería un sinsentido adjudicar a la totalidad la causa de sí misma. Entró en contacto en París con su tutor gallego Gonzalo Hispano (Gonzalo de Balboa), quien, desconfiado del intelectualismo aristotélico, polemizó con el alemán Eckhart (Meister Eckhart) defendiendo la primacía de la voluntad sobre el intelecto, considerando que este conducía a negar la libertad. De modo similar, Duns defendió la primacía de la voluntad, y con ella de la libertad, sobre el entendimiento, ya que el entendimiento es esclavo de las propias verdades que descubre. Contra Tomás de Aquino, adujo que la voluntad, por ser libre, no busca necesariamente el bien. Tampoco el mundo emana de manera forzosa de Dios, que lo creó tal como es pudiendo haberlo hecho del todo diferente. De Dios solo podemos conocer su voluntad efectiva, pero sus designios quedan fuera del alcance de la razón; y lo mismo su justicia, no dependiente del entendimiento humano, sino de la voluntad divina, incognoscible. Estas ideas, ajenas a las tradiciones greco-cristianas, iban a tener largas consecuencias.

Así, dentro de la Iglesia crecían versiones teológicas y filosóficas diversas y en parte opuestas. La cuestión de la razón y la fe no es solo el gran tema de la escolástica, sino de toda la filosofía occidental, planteada desde diversas perspectivas: los atributos divinos y su justicia, los universales, el fundamento del mundo y la posibilidad de conocerlo, la materia y el espíritu, el verbo y la acción, la libertad y la necesidad… Y otras derivadas, como el origen y justificación de la moral, el derecho o el poder. Cuestiones sin fin ni solución clara, a menudo sustituidas unas por otras como centro de atención, sin conclusión definitiva, por lo que cabría pensar en un esfuerzo filosófico tan titánico como baldío. Semejan un horizonte nunca alcanzable, pero que permite descubrir paisajes nuevos marchando hacia él: por ejemplo ha alumbrado o más bien profundizado el pensamiento científico, el político, etc. Tales cuestiones derivan con mayor o menor agudeza del esencial desasosiego humano, pero quizá no se habrían desarrollado sin esa tensión entre poder político y religioso, típica de Europa Occidental, y la consecución de cierto desahogo frente a enemigos externos.

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Tanto San Francisco como Santo Domingo tuvieron el mayor interés en evangelizar a herejes y musulmanes. Francisco hizo un intento práctico en Egipto. Allí recibió algunos palos, pero consiguió ver al sultán, que le trató bien; no obstante, sus resultados fueron nulos. Otro intelectual relevante de la época, el español Raimundo Lulio o Ramón Llull, franciscano laico, murió a consecuencia del mismo empeño. Nacido en Mallorca, vivió una juventud disipada en la corte de Jaime I el Conquistador, hasta que unas visiones de Jesús crucificado le impulsaron a cambiar drásticamente de vida y dedicarse a la actividad misional. Su obsesión por convertir a los islámicos le llevó a sufragar un monasterio en Mallorca para preparar misioneros expertos en árabe y con destreza argumental contra las tesis mahometanas. Propuso y parece haber logrado en parte, la creación de cátedras de hebreo, arameo y árabe en las universidades de Salamanca, Bolonia, París y Oxford, a fin de evangelizar el Oriente. Viajó por varios países, haciendo también el casi obligado Camino de Santiago, y predicó en el Magreb, donde escapó por poco de ser lapidado. Cuando cayó el último resto de los reinos cristianos en Tierra Santa, en 1291, agitó en las cortes europeas en pro de una nueva cruzada unificando las órdenes militares bajo un rey guerrero. Y en 1315, ya con ochenta años, volvió a Túnez, donde fue brutalmente golpeado. Murió entonces, o bien en la vuelta a Italia, a causa del maltrato, después de ser salvado por unos genoveses.

Ramón Llull fue un personaje muy singular: aparte de sus esfuerzos misioneros, cultivó la teología y la filosofía, siempre para refutar las tesis de mahometanos o herejes, estudió la Cábala judía y escribió poesía y mística. Parte de su obra la escribió en mallorquín (también en latín y árabe), siendo el primero o uno de los primeros —poco imitado— en emplear la lengua vulgar para obras de pensamiento. Su obra más característica fue Ars Magna, un método para alcanzar de modo mecánico la verdad teológica y filosófica combinando listas de proposiciones básicas en una lógica deductiva, con la que se alcanzarían nuevos saberes, se aclararía cualquier cuestión y se convencería inexorablemente a los infieles (aunque respetaba el pensamiento árabe y el hebreo, y pensó por un tiempo integrar las tres fes). La idea disgustó a otras autoridades eclesiásticas porque colocaba en el mismo nivel verdades naturales y sobrenaturales, siendo sorprendente que estas pudieran alcanzarse por medio de relaciones mecánicas. La idea era original y curiosa. Varias de las proposiciones lulianas fueron condenadas por el Papado y la Inquisición, aunque el autor siempre mantuvo buen trato con la Iglesia. Autores posteriores despreciaron sus métodos: Descartes fulminó el Ars Magna como un método «para hablar sin juicio de cosas que se ignoran». Otros, como Leibniz, lo apreciaron más, y hoy la han visto algunos como un precedente de la lógica combinatoria y de la informática.

Lulio trató asimismo de sistematizar y jerarquizar las ciencias con afán enciclopédico, esquematizándolas en forma de árbol que representaba desde los principios generales de cada ciencia hasta las motivaciones individuales pasando por las estructuras, de acuerdo con el realismo agustiniano o platónico. El emblema del actual Consejo de Investigaciones Científicas español es precisamente el árbol de la ciencia luliano.

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