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Tercera parte: Edad de Estabilización » 13. Cisma de Occidente y nuevas ideas teológico-políticas

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Cisma de Occidente y nuevas ideas teológico-políticas

En el siglo XIV continuó desarrollándose el gótico, y también la profunda crisis de la Iglesia marcada por el traslado del Papado a Aviñón, que no se resolvería hasta entrado el siglo siguiente. El traslado se hizo invocando el peligro de las perniciosas y violentas presiones de los nobles romanos, que ya habían estado cerca de hundir al Papado en el «siglo de hierro». El peligro era cierto, pero poner al Papa en dependencia directa o indirecta del rey de Francia no parecía un buen remedio a muchos cristianos. La maniobra se completó con otra, que convertía a dicho monarca, a la sazón el autoritario y cínico Felipe IV el Hermoso, en máxima autoridad religiosa no solo de Francia, sino de Europa.

El Papado sostenía la consabida doctrina de la supremacía del poder espiritual sobre el político, pero se iba abriendo paso la teoría contraria, expuesta en 1324 por el teólogo Marsilio de Padua en su obra Defensor Pacis. Según Marsilio, las sociedades humanas son anteriores a la Iglesia y completas, orientadas a la paz, de la que era defensor auténtico el monarca, sin necesidad de una autoridad universal sobre él. Por el contrario, sería el rey o emperador quien delegaría en el clero las funciones que mejor le acomodasen. La Iglesia era también una sociedad humana igualitaria, sin preeminencia de los clérigos sobre los fieles comunes. Tampoco debía la Iglesia perseguir herejías, pues la religión vendría a ser un código ético interior e individual elaborado a partir de la interpretación personal de las Escrituras. Solo el monarca podría castigar a los herejes que juzgase dañinos para la paz social. El Papa no pasaría de ser un primus inter pares, un obispo más sin autoridad especial. Por el contrario, el monarca o emperador sería la verdadera cabeza de la cristiandad, con potestad para convocar concilios de clérigos y laicos, que estarían por encima del papa. Así, un rey sería a la vez jefe religioso en su propio territorio, con capacidad hasta para destituir y apresar a un papa, previa decisión de un concilio que el monarca podía organizar sin demasiada dificultad, como había hecho el francés Felipe IV.

La crisis eclesiástica empeoró por las dificultades económicas, al perderse muchas fuentes de rentas por la depresión económica de finales del siglo XIII, agravada en el XIV por las calamidades naturales. Por ello los altos dignatarios eclesiásticos tendieron a concentrar numerosos cargos, los atendieran o no, pero que les procuraban sustanciosos beneficios, mientras los sacerdotes de a pie vivían en una pobreza a veces indigna. El traslado a Aviñón facilitó una reorganización administrativa más eficiente, racionalizando los impuestos y manejada por banqueros italianos. Otros reinos imitaron el modelo papal. Parte de los ingresos provenían de la venta de «indulgencias», pagos efectuados para lograr una remisión temporal de las penas por los pecados, al aplicarse ese dinero a fines en principio piadosos. El incremento de las rentas eclesiásticas, y en particular las indulgencias, generaría sátiras que acusaban al alto clero de apego excesivo al dinero y darían lugar más tarde a agrias polémicas.

A finales de los años sesenta el cardenal Gil de Albornoz elaboró unas Constituciones racionales para sanear la situación política en Roma con vistas al retorno de los papas. En 1377 por fin se instaló allí Gregorio XI, pronto fallecido. Entonces la plebe romana amenazó con matar a los cardenales si no elegían un pontífice italiano, y salió nombrado Urbano VI. Los cardenales franceses lo acusaron de despotismo e ilegitimidad, al deber su cargo a la conminación de las turbas, por lo que eligieron a otro, Clemente VII, el cual volvió a Aviñón. El cisma desató protestas de intelectuales, sacerdotes y políticos, así como conflictos diplomáticos y militares. El imperio, Inglaterra, Polonia y países escandinavos aceptaron al papa de Roma; Francia, Escocia y Nápoles, al de Aviñón; los españoles vacilaron hasta 1381, cuando secundaron a Clemente. En 1389 murió Urbano y los romanos eligieron a Bonifacio IX; cuando murió Clemente en Aviñón, en 1394, sus partidarios nombraron al español Benedicto XIII (el Papa Luna), con apoyo de Portugal, Castilla, Aragón, Escocia y Francia; pero los franceses pronto lo rechazaron, por ser aragonés y poco influenciable. En 1398 los obispos franceses acordaron retirarle los beneficios e impuestos eclesiásticos y pasárselos al rey, convirtiendo a este, de hecho, en la cabeza de una iglesia nacional. Sitiaron a Benedicto en Aviñón, pero no lo doblegaron. El cisma iba a empeorar todavía a principios del siglo siguiente.

Ante tal situación, muchos concordaban en la necesidad de una reforma a fondo en la Iglesia, pero el sentido de la misma variaba mucho entre quienes seguían la doctrina de Tomás de Aquino y quienes secundaban a Duns Scoto o Marsilio. En gran medida, el problema consistía en definir el poder espiritual: ¿debía este descansar en la autoridad del Papa, o en la de los concilios? ¿Y cuál sería su relación con los estados?

Al respecto continuaban las disputas entre dominicos y franciscanos, a las que se añadió la que oponía al Papado y al sector llamado «espiritual» de los franciscanos. Los espirituales querían sustituir la Iglesia jerárquica por otra fundada radicalmente en la pobreza, a imitación de Cristo, renunciando a los corruptores bienes materiales y viviendo de limosna (pero alguien debía dar la limosna, implicando aceptar donativos corruptos). Ni el Papado ni los dominicos admitían tal idea. La oposición, intrínseca a la Iglesia, entre el afán de riquezas, en principio para potenciar la evangelización, y la prédica de la pobreza, causaba una vez más querellas y reformas internas. La solución propuesta por los espirituales disgregaría probablemente a la Iglesia; pero encontraba pie en el Evangelio, y la conciliación no era fácil.

En otro orden de cosas, franciscanos y tomistas admitían la división entre el conocimiento accesible a las facultades humanas y el obtenido necesariamente por revelación divina; pero a partir de ahí divergían. Sería el franciscano inglés Guillermo de Occam (Ockham) quien llevara más lejos las discrepancias. Defendió a los espirituales hasta acusar de herejía al papa Juan XXII, sucesor de Clemente V. Huyendo de este, buscó la protección del emperador Luis IV de Baviera, y fue excomulgado, un precedente de lo que ocurriría en el siglo XVI con Lutero. Murió en Múnich en 1349, víctima de la peste, y unos años después la Iglesia lo rehabilitó.

A la versión tomista, según la cual la razón podía acceder a gran parte de la realidad divina con una ética basada en el libre albedrío, Occam, en la línea de Duns, oponía que Dios desbordaba por completo la razón humana y que, en su libertad y omnipotencia, podía haber hecho un mundo distinto. Solo la voluntad guiada por la fe, y no la razón, podía vislumbrar la verdad divina. Al ser tan impenetrable la voluntad de Dios, el hombre no podía saber si sus actos le hacían merecedor de la vida eterna, y las enseñanzas de la Iglesia y el Papado se reducían a opiniones sin autoridad definitiva; la fe —no el libre albedrío— sustentaba la ética, y la revelación estaba en la Biblia, que cada cual debía leer e interpretar por su cuenta (la Iglesia consideraba que el vulgo no sabría dar el sentido justo a la Biblia, de ahí el magisterio y la tradición).

En cambio el mundo, creado por Dios y accesible a los sentidos, podía ser estudiado empíricamente y al margen de la teología, apartando a esta de la filosofía natural. Al respecto expuso el principio conocido más tarde como navaja de Occam: «No debe proponerse innecesariamente la pluralidad de causas», es decir, debe preferirse la causa más simple, por ser probablemente la más acertada. Idea expuesta también por Tomás de Aquino, Maimónides y otros, y presente en el dicho latino «la sencillez es la marca de la verdad». Se la ha interpretado como evitación de una entidad hipotética si un fenómeno puede explicarse sin recurrir a ella. Llevada a sus últimas consecuencias la navaja permitiría concluir, como Laplace siglos después, que el mundo puede explicarse sin la hipótesis de Dios. Occam no llegaba tan lejos, pues consideraba a Dios —por fe— la única entidad realmente necesaria; pero al separar razón y fe podía reducir esta a mero fanatismo, al entenderla como manifestación de la simple voluntad.

El occamismo, en el plano político, conducía al desvanecimiento de la ley natural, pues la voluntad divina era incognoscible. Al no existir los universales fuera de la mente, no cabe distinguir una esencia humana ni derivarse derechos de ella. Solo existen los individuos, y los derechos y leyes concretas se limitarían a convenciones entre individuos sin ninguna ley natural detrás que les diese validez. Así, el poder secular se alejaba del eclesiástico, pues si en teología Occam achacaba a la Iglesia solo opiniones discutibles, más aún en política. De hecho, el emperador superaba al Papa, pues gobernaba almas y cuerpos, mientras que el Papa se limitaba a las almas. La soberanía de quien tuviera la potestad de elaborar leyes se hacía indiscutible. Occam abogaba por la monarquía, pero proponía su poder compartido con los parlamentos para asuntos de interés general. La idea reflejaba una tendencia que venía extendiéndose por Europa desde las Cortes de León, y causaría pugnas entre reyes y parlamentos por decidir quién ostentaba la soberanía efectiva.

La concepción resultaba aplicable asimismo a la Iglesia, con respecto a la cual Occam defendía el conciliarismo: la autoridad máxima interna no sería el Papa, sino las decisiones mayoritarias de los concilios. Como la mayoría puede errar, Occam recomendaba cautela y procurar que el sector decisorio fuese «el mejor y más sano»; aunque todos los sectores tienden a considerarse a sí mismo los mejores y más sanos. Occam era coetáneo de Marsilio de Padua, y sus doctrinas coincidían en amplia medida. Como Occam, Marsilio atacó al Papa y defendió al imperio, lo que le valió, siendo laico, que el emperador le concediera el arzobispado de Milán. Las concepciones políticas de Marsilio y Occam parecen ajenas a motivaciones y creencias religiosas.

Estas doctrinas, si bien admitidas en la Iglesia, colisionaban con el tomismo mayoritario, y tuvieron un peculiar desarrollo etno-cultural: el occamismo, centrado en la voluntad y la fe, predominó en el mundo germánico, y el tomismo, que valoraba la razón y el libre albedrío, predominó en el latino, donde pronto iba a crecer el movimiento humanista. España, en general, se inclinó por el tomismo o las ideas de Raimundo Lulio (Ramón Llull), que negaban cualquier contradicción entre razón y fe.

Suele decirse que Occam abrió ancha vía a la ciencia y al pensamiento liberal posteriores, si bien estas consecuencias no eran las únicas posibles o exclusivas desde sus posiciones, pues el tomismo tampoco chocaba con la ciencia ni con las libertades políticas. En realidad, las ideas de Marsilio y de Occam admiten desarrollos varios, no solo liberales: también un estatismo nobiliario o comunista, y hasta el anarquismo, y así ocurriría históricamente. A finales de siglo el inglés Wiclef, occamista, contrario a la Iglesia jerárquica, partidario de someterla a los poderes temporales y proclive a concepciones anarquistas, parece haber influido en la revuelta campesina inglesa de 1381. También el occamismo influyó sobre el movimiento husita de Praga, con los mismos rasgos y claro patriotismo checo.

Así, el agudo combate de ideas filosóficas y doctrinales dentro de la Iglesia católica por entonces, iba a tener derivaciones extraordinariamente importantes en la evolución de la civilización europea.

* * *

A pesar de tantas calamidades, el siglo XIV fue para Italia una edad de oro literaria, con las muy destacadas figuras de Dante, Petrarca y Boccaccio. El primero creó la obra considerada más importante de la literatura italiana y una de las mayores de la literatura universal, la Divina comedia. El autor, como representación de la humanidad, se siente, en mitad de la vida, sumido en el pecado. Tratando de encontrar la luz, una pantera, un león y una loba, símbolos de la lujuria, el orgullo y la avaricia, le impiden salir de su postración. En ese trance viene en su ayuda Virgilio, uno de los autores paganos más estimados de la época y personificación de la razón. Virgilio le conduce a visitar el infierno, un abismo hasta el centro de la Tierra, en cuya linde se encuentran los tibios, como Poncio Pilato, incapaces de adoptar una causa y a quienes atacan avispas y gusanos que sorben su sangre. El infierno se encuentra dividido en nueve círculos de menor a mayor tormento. El primero un limbo sin suplicios, acoge a los paganos virtuosos, pero dolientes por estar privados de la visión divina, al no haber conocido a Cristo. En sucesivos círculos descendentes son progresivamente atormentados los pecadores, desde los que menos han usado la razón (los lujuriosos que no han controlado su sensualidad) hasta los más conscientemente malvados, los traidores como Caín o Judas, hundidos en el último círculo.

Del infierno pasan al purgatorio, cuyo castigo no es eterno como el del infierno, sino pasajero, donde las almas de quienes no han fallecido en pecado mortal se purifican de sus faltas. El lugar se presenta como un monte que deben escalar penosamente las almas a través de nueve gradas, correspondientes siete de ellas a los siete pecados capitales, del más grave, la soberbia, al más leve, la lujuria. En la cumbre está el Paraíso Terrenal, símbolo de la inocencia. Para llegar allí y al Paraíso Celestial, no basta la guía de Virgilio (la razón); es preciso el auxilio de la fe, personificada en Beatriz, una joven a la que Dante había amado. También el Paraíso se compone de nueve círculos, señalados por planetas y culminados en el «motor inmóvil». Los bienaventurados gozan de la contemplación de Dios de acuerdo con los rasgos de su propio espíritu, así el amor en Venus, la buena gobernanza en Júpiter, en Marte la fe guerrera, etc., y los círculos no corresponden a los pecados, sino a las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) y teologales (fe, esperanza y caridad).

La obra está repleta de simbolismos (el número tres de la Trinidad, el siete y el nueve, etc.) y alusiones mitológicas, también referencias científicas, como la esfericidad de la Tierra o el valor de la experimentación para adquirir conocimientos. Se le han supuesto influencias musulmanas, nada extrañas porque Averroes o Avicena eran bien conocidos en Europa, y apreciados o rechazados según puntos de vista.

Dante pertenecía al bando güelfo, es decir, partidario del Papa frente al emperador, y su obra puede interpretarse como una magna versión poética del cristianismo tomista, en el que la razón y la fe se mantienen armoniosamente conjuntadas, cada una a su nivel. El conocimiento racional del infierno y el purgatorio permite entender al hombre los peligros que le acechan en la vida, de los que solo puede salvarle la fe.

El tema del descenso a los infiernos, a ultratumba, es clásico en mitologías como la griega (Orfeo, Odiseo…), significando probablemente la adquisición de conocimiento y visión moral profundos. En la Divina comedia puede interpretarse en el mismo sentido. Resulta más misterioso el descenso a los infiernos en Jesucristo, salvo que en este caso aluda simplemente al hecho de una muerte real de la persona Jesús.

Aunque poco apreciada en algunos períodos, como el de la Ilustración, el prestigio e influencia de la Divina comedia ha sido enorme en todas las artes, de la pintura a la literatura.[5]

También los poemas de Francesco Petrarca servirían de modelo a la poesía posterior del resto de Europa, en particular los sonetos, un tipo de composición de origen siciliano, a menudo tenido por el más noble y completo. A Petrarca suele estimársele padre del humanismo, por su devoción por la cultura clásica, cuyas virtudes trataba de conciliar con la tradición cristiana; por su fe en las cualidades humanas como un don de Dios que debía desplegarse al máximo; y por su denigración de los siglos anteriores, desde la caída de Roma, como «Edad Oscura», expresión en sí misma un tanto soberbia e injustificada, pero que haría fortuna hasta hoy.[6]

Amigo de Petrarca fue Giovanni Boccaccio. Su obra más divulgada, el Decamerón, compuesta hacia 1353, es una colección de cuentos eróticos o dramáticos, con un tono desvergonzado, divertidos y anticlericales: para huir de la peste que mató a la mitad de la población de Florencia, tres jóvenes varones y siete chicas se refugian en una villa abandonada, y para entretenerse se dedican a contarse cuentos. La peste hacía extremar las conductas desde una religiosidad obsesiva hasta el libertinaje, y el Decamerón opta por el carpe diem horaciano, el disfrute de la vida sin preocupaciones metafísicas. Se ha sostenido que obras como esta marcan una ruptura con el espíritu medieval, pero la tradición de composiciones procaces es muy anterior, baste mencionar a los goliardos o el Roman de Renart francés; y en los años treinta Juan Ruiz, arcipreste de Hita, había escrito el Libro del buen amor, de estilo burlesco y realista similar al Decamerón. Boccaccio, curiosamente, apreciaba la vida tranquila y un tanto retirada, dedicada a la literatura, y no parece haber sido muy promiscuo. Impresionado por un monje que le exhortaba a dejar las frivolidades, pensó quemar sus obras, de lo que le disuadió Petrarca.

El Decamerón, como las obras antes citadas, influiría en la literatura europea posterior, y de ella sacaron temas o inspiración autores italianos y no italianos, como Lope de Vega, Cervantes, Shakespeare, etc. A su imitación se compusieron Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, la mayor obra literaria escrita en inglés hasta entonces, ya en los años ochenta de aquel siglo.

Boccaccio y Petrarca fueron coetáneos (murieron en 1374 y 1375), posteriores a Dante (muerto en 1321). Pero a los tres les une el más tarde llamado dolce stil novo más refinado e introspectivo que la poesía de los trovadores, centrado a menudo en la veneración de la belleza femenina, idealizada como manifestación de Dios y camino hacia él: un amor espiritual, redentor, ligado a veces al sentimiento de la muerte. A los tres les inspiró el amor a sendas musas, Beatriz, Laura y Fiammeta (Llamita), menos espiritual el de Boccaccio, incluso el de Petrarca: «Me gustaría poder decir que estuve siempre libre de los deseos de la carne, pero mentiría». Su opción por la lengua italiana refleja su patriotismo, explícito en Petrarca, deseoso de una Italia «santísima y querida por Dios, dulce a los buenos y temible a los soberbios» que recobrase la gloria de Roma según la había definido Virgilio. Fundaban una nueva orientación literaria y más aún, vital. Orientación presentada, excepto en Dante, como ruptura con la tradición. Pero eran católicos devotos y no veían oposición entre ello y sus nuevas actitudes e ideas.

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