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Cuarta parte Edad de Expansión » 16. La era de los descubrimientos

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La era de los descubrimientos

La significación histórica del descubrimiento de América radica en que por primera vez desde el origen del ser humano iba a conocer este el planeta tal como era en la realidad, en todos sus continentes; e iban a entrar en contacto más o menos estrecho, fructífero o traumático, todas las civilizaciones y gran parte de los pueblos del mundo. Y la inmensa América iba a transformarse en el territorio principal de ultramar donde se asentaría la civilización europea.

El mundo era entonces muy distinto del de diecisiete siglos antes, cuando Escipión llegaba a Tarragona, iniciando el cambio de rumbo de la II Guerra Púnica. Desde entonces se habían desvanecido en el aire del tiempo innumerables culturas precivilizadas, como la céltica, la ibérica, la germánica, la huna, la vikinga o la eslava primitiva, la búlgara, la magiar y muchas más, unas aniquiladas, otras absorbidas, si bien algunas habían dejado huellas sobre culturas y civilizaciones posteriores. Y habían perecido civilizaciones poderosas, que parecían hechas para vencer al tiempo, como la cartaginesa, la helenística, la romana; y acababa de caer la bizantina. Por Asia, varias civilizaciones persas e indias y otras menores habían sido demolidas; la china había sufrido desórdenes, invasiones y conquistas que no habían llegado a destruirla; permanecía Japón al abrigo del mar, que lo había salvado de los mongoles. La oscuridad del Asia Central había engendrado una y otra vez mareas de pueblos nómadas que habían aplastado a grandes imperios y sacudido a todos: ya no volvería a ocurrir, pero eso era imposible adivinarlo entonces. Muchos elementos culturales, en especial el legado latino y griego, permanecían, aun si harto transformados o reinterpretados en Europa; el judaísmo, pese a carecer de territorio propio, persistía en comunidades dispersas por Europa, Asia y África, e influía en el cristianismo a través de la Biblia. Había nacido la civilización islámica en permanente contienda con otras, especialmente con la europea.

También el mundo conocido en Europa a finales del siglo XV difería mucho del de cinco siglos antes, cuando comenzaba la Edad de Asentamiento y solo arribaban noticias vagas de más allá de los Urales o Mesopotamia. De tiempos antiguos, la Ruta de la Seda, desde China, había abierto tráfico comercial, pero los conocimientos mutuos eran escasos y en buena medida fabulosos, incluso después de que viajeros como el veneciano Marco Polo trajeran noticias del interior de Asia, a principios del siglo XIV. Contados europeos, comerciantes o misioneros, se arriesgaban por aquellas tierras sin fin, tan distintas de las propias, y hay pocas noticias de un interés recíproco hacia Europa. Las victorias otomanas volvieron a taponar o encoger las relaciones.

Y ya que los contactos entre pueblos y civilizaciones iban a intensificarse por mar, podemos trazar un breve esbozo de la situación. Al principio de la Edad de Asentamiento europea, la dinastía Song había reunificado China e inaugurado un período de prosperidad, expansión urbana y actividad cultural; aunque perdiendo regiones en el siglo XII, su dinámica había continuado hasta la invasión mongólica, completada en 1279, por el tiempo del final de las Cruzadas en Tierra Santa, de las discusiones de dominicos y franciscanos, etc. Los mongoles habían desarticulado la economía y causado terribles hambrunas, pero habían terminado por adoptar la cultura china. China era, con diferencia, el país más poblado de la Tierra, pero la Peste Negra habría matado a la mitad de sus 120 millones de habitantes.

La dinastía Ming había expulsado en 1368 a los mongoles, y permanecía cuando el descubrimiento de América. Unas décadas antes, los emperadores chinos habían construido una enorme flota de cientos de buques mucho más grandes que los europeos. Con ellos, los chinos exploraron y entablaron tratos comerciales y diplomáticos por el sur de Asia y hasta África. Tenían medios técnicos y materiales perfectamente capaces de cruzar el Pacífico y descubrir América desde el este, pero no lo hicieron, seguramente por la inmensidad asustante del mar, misma razón por la que no se había cruzado nunca el Atlántico (quizá lo habían hecho ocasionalmente los vikingos por la parte norte, mucho más fácil y corta, y sin sentar precedente). Pero incluso sus expediciones al sur de Asia se detuvieron, fuera porque los beneficios no compensaran o porque un redoblado confucismo fomentase una política de aislamiento. En el siglo XVI China iba a recibir la visita de portugueses y españoles partiendo del Índico y del Pacífico, este último nunca antes cruzado.

En India, árabes y persas islámicos se habían asentado en el norte y valle del Ganges a finales del siglo XII, y en el XIII los turco-mongoles habían impuesto desde Delhi un sultanato musulmán sobre gran parte del subcontinente. Sus presiones islamizadoras habían tenido poco éxito sobre la población afecta a la religión hindú traída de muy antiguo por los arios, con su sistema de castas. A finales del siglo XIV, Tamerlán arrasó Delhi, pero su poder duró poco. Por el centro y sur del país permanecieron un imperio indio (Vijayanagara) y un sultanato islámico (Bahmaní). La civilización india difiere de la china, entre otras cosas, en que la china absorbió a sus conquistadores mientras que la india, no menos productiva, fue obra de sucesivas mareas invasoras, con frecuente formación de imperios y reinos, sin forjar una unidad política duradera. Al terminar el siglo XV, los indios estaban a punto de encontrarse con un pueblo lejanísimo con el que nunca habían tenido trato: en 1487 el portugués Bartolomé Díaz descubría el límite entre el Atlántico y el Índico, y once años más tarde Vasco de Gama contorneaba la costa oriental africana y llegaba al suroeste de India.

Al Islam, sus divisiones y luchas intestinas no le habían impedido resistir bien a las Cruzadas, que a su vez frenaron largo tiempo el empuje musulmán hacia Europa. Y su religión había seguido expandiéndose por India, islas de la Sonda y, a finales del siglo XV, por Filipinas; en África descendía hasta la actual Tanzania, teniendo en la isla Zanzíbar una base esencial y centro de un activo tráfico de esclavos, habitualmente castrados para impedirles reproducirse. Así, el Islam se había impuesto en el contorno de la mayor parte del Índico y expulsado al cristianismo de Asia y África. A mediados del siglo XIII, el Oriente Próximo, centro histórico de la expansión musulmana, sufrió la invasión mongola, que arrasó la zona, aplastó a los últimos abasidas, diezmó a la población y dejó en ruinas Bagdad y otras ciudades emblemáticas. Aun así, el Islam ganaría una nueva batalla al convertir a los mongoles a su doctrina; pese a lo cual, Tamerlán volvería a arrasar Bagdad. En el Mediterráneo, los retrocesos moros en España fueron de sobra compensados cuando los otomanos conquistaron Anatolia y la Europa suroriental. De modo que cuando tenía lugar el descubrimiento de América, el Islam amenazaba a Europa con más peligro que cuando en el siglo VIII los árabes alcanzaban España y Francia.

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La historia del Descubrimiento[7] empezó en el monasterio de La Rábida, situado en una pequeña altura dominante sobre la desembocadura de los ríos Tinto y Odiel y una gran extensión de mar, bien al oeste de las «Columnas de Hércules», en un paisaje de fuerte dramatismo. Los fenicios habían dedicado allí un templete a Melkart, dios protector de la navegación. Roma lo había sustituido por otro consagrado a Proserpina, la diosa que vivía seis meses bajo tierra. Más tarde sería un ribat, especie de monasterio de los monjes-caballeros almorávides, de donde viene el nombre (ribat-Rábida), para pasar por breve tiempo a los templarios y más tarde a los franciscanos. Según la leyenda, un día de otoño o invierno de 1485 llegarían al lugar, en condiciones precarias, el marino Cristóbal Colón y su hijo Diego, aún niño. Venían de Portugal, donde Colón no había hallado eco a su plan de llegar a Las Indias por el oeste. Los frailes Antonio de Marchena y luego Juan Pérez, astrónomos, lo acogieron con interés, y de ahí derivarían los contactos y tenaces empeños en la corte de los Reyes Católicos hasta que fue aceptada la propuesta de Colón. Nuevas técnicas, en especial la brújula y tipos de embarcaciones más ligeras y resistentes a los temporales, como las carabelas, un invento portugués, permitían ya largas travesías por alta mar, pero la desconocida vastedad del océano seguía impresionando los ánimos. Colón encontró también dos coprotagonistas en los hermanos Pinzón, avezados marinos andaluces.

El plan suponía que la Tierra no era plana, como creía el vulgo, sino esférica, según pensaban muchos navegantes y científicos (aun con problemas como el de explicar cómo andarían los antípodas cabeza abajo), y sin imaginar siquiera la existencia de un continente gigantesco entre la costa atlántica europea y Cipango (Japón). Los expertos de la corte consideraban erradas las distancias calculadas por Colón, como así era, y no favorecían la empresa; pero el proyecto sugestionó a cortesanos influyentes y fue por fin aceptado y financiado. Así, unos cálculos erróneos y una idea equivocada sobre las tierras a encontrar, darían lugar, no obstante, a uno de los descubrimientos más transcendentales de la historia humana.

Colón era un personaje singular. Su designio tenía clara vertiente económica, pues abriría una nueva ruta, seguramente provechosa, hacia la fuente de las especias, la seda y otras mercancías con que se habían enriquecido algunas ciudades italianas. Portugal buscaba lo mismo rodeando África. El interés utilitario se mezclaba, incluso supeditaba a propósitos místicos y espirituales: el religioso de cristianizar aquellas tierras y de recuperar Jerusalén, ambición permanente en Europa. En su Libro de las profecías, el descubridor indica que «había de salir de España quien había de reedificar la casa de Sion»: se refería a sí mismo, pues creía profético su nombre, Cristóbal, «el que lleva a Cristo». Y pensaba hallar el Paraíso Terrenal de la Biblia. Creyó haber llegado a la India, y de ahí el inadecuado apelativo de Las Indias a las nuevas tierras y de indios a los aborígenes. Por otro error, el nombre del continente le fue hurtado por unos cartógrafos alemanes que lo bautizaron «América» en honor de Américo Vespucio, un navegante florentino secundario y fantasioso, naturalizado castellano como otros italianos asentados en España.

Otra peculiaridad de Colón es el misterio de que rodeó siempre su origen. Se dijo a veces genovés, pero no hay en su trayectoria conocida, en sus escritos, lenguaje y actitudes —muy identificadas con España—, nada que lo confirme, a pesar de los documentos italianos de la Raccolta. Ello ha originado especulaciones de lo más variopinto, sin solución clara hasta hoy.

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Al descubrimiento de América el 12 de octubre de 1492 siguieron expediciones en cadena. En 1498 Colón llegaba a la desembocadura del Orinoco, al año siguiente Alonso de Ojeda a la actual Colombia. Hacia 1509 terminaba la conquista de las grandes Antillas; en los años siguientes Núñez de Balboa y otros exploraban América Central y descubrían el Pacífico, y Ponce de León exploraba la Florida. En 1515-16 Díaz de Solís, llegaba a las costas de los actuales Brasil, Uruguay y Argentina. En 1519 zarpaba la flotilla de Magallanes, que descubrió el paso del Atlántico al Pacífico por el sur y diversos archipiélagos, en particular las Filipinas, donde murió en lucha con los indígenas. Su sucesor al mando, Elcano, completó la primera vuelta al mundo en 1522. Un año antes Hernán Cortés emprendía la conquista de Méjico, ampliándola luego con exploraciones hacia el norte y el sur. En 1526 Francisco Pizarro resolvía intentar la conquista del Perú. En 1528 Cabeza de Vaca naufragaba en las costas de Florida y empezaba con unos pocos compañeros una odisea de ocho años a pie por el sur de la actual Usa y norte de Méjico; también sería el primer europeo en avistar las cataratas del Iguazú, después de explorar el río Paraguay…

La relación de navegaciones, descubrimientos y conquistas de aquellos años podría hacerse interminable. Al contrario que otras acciones semejantes, fueron realizados por grupos pequeños de exploradores-soldados y marinos, entre dificultades nada comunes, desde tormentas o enfermedades hasta las flechas envenenadas de los indios, debiendo recorrer enormes distancias, por tierras desconocidas, con medios materiales muy escasos. Solían ir acompañados de misioneros, y sus motivaciones eran claras: cristianizar a las poblaciones, ganar gloria y, por supuesto, fortuna. Esto último lo conseguirían pocos, y la mayoría morirían pronto, en combate o por los ímprobos sacrificios, soportados «con ánimo esforzado».

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El descubrimiento de América y las expediciones subsiguientes abrieron literalmente un mundo nuevo, desconocido tanto en Asia o África como en Europa, y cambiaron la imagen que del planeta se tenía hasta entonces. El hombre había llegado allí tarde, por Alaska, en fechas tan variantes los 13.500 y los 50.000 años a. C., según estimaciones de estudiosos. La mayor parte de su población se componía de tribus errantes, animistas, dedicadas a la caza, pesca y recolección y con extraordinaria variedad de lenguas. Los que encontró Colón vivían en estado salvaje, semidesnudos, con técnicas rudimentarias. Los grupos tribales solían guerrear entre ellos, siendo asesinados los varones vencidos y esclavizadas las mujeres, como ocurría en las guerras primitivas europeas.

Pero los descubridores hallarían también culturas complejas, asimismo muy distintas de las conocidas en el viejo continente. En los actuales Méjico y Perú, los indios habían accedido a la agricultura y el sedentarismo más o menos por la misma época que en Oriente Medio, y de ahí civilizaciones sucesivas, destruidas unas por otras, o por causas menos identificables. Cuando el descubrimiento, en Méjico dominaba un imperio mexica o azteca, y en Perú el inca o Tahuantinsuyu («Cuatro Partes»), los dos más importantes del continente.

Pese a hallarse incomunicados entre sí por miles de kilómetros de selvas y montañas, ambos imperios tenían semejanzas: habían sido precedidos por otros a lo largo de miles de años, se habían asentado hacia el tiempo de las Navas de Tolosa y del gótico en Europa; habían fundado dos grandes centros urbanos, Cuzco o Cusco los incas, Tenochtitlán los aztecas, bases para la conquista de los pueblos vecinos; habían creado sociedades rígidamente jerarquizadas, clerocrático-militaristas, y adoraban al sol como dios superior (Huitzilopochtli los mexicas e Inti los incas).

Tenochtitlán y Cuzco tenían edificios religiosos y políticos de una monumentalidad que admiró a los españoles, los cuales comparaban a Cuzco con las mejores ciudades de España; y les deslumbró Tenochtitlán, construida sobre islotes de un lago poco hondo, unida por calzadas a tierra firme y con canales llenos de canoas. Se le ha atribuido medio millón de almas y más, pero difícilmente pasaría de 50.000 a 100.000, cifra en todo caso muy alta: en Europa, mucho más extensa y desarrollada agrícola y técnicamente, Londres tendría unos 50.000, y solo París, Nápoles, Venecia o Milán pasarían algo de los 100.000 (estimaciones variables según autores). Los dos imperios dominaban a muchos pueblos mediante ejércitos bien entrenados, y habían construido una red de calzadas de interés militar, comercial y administrativo. Ambos habían alcanzado conocimientos notables en astronomía, matemáticas y medicina, cultivaban la poesía, la música, la canción, y se divertían con fiestas y espectáculos.

Estos logros resultan más sorprendentes habida cuenta de su baja tecnología. Sus aperos agrícolas eran muy rudimentarios, poco más que estacas aguzadas, y sin arado, salvo uno muy primitivo los incas. En algunos lugares obtenían cosechas pingües, con mucho empleo de fuerza humana. Aún más limitador era su desconocimiento de la rueda, por lo que las mercancías se transportaban a hombros de personas, también de llamas y alpacas los incas. Su técnica naval se reducía a canoas los aztecas y balsas los incas. Los primeros ignoraban el empleo de los metales, y los segundos usaron algo el bronce. Los dos trabajaban el oro y la plata con objetivos suntuarios y religiosos, no económicos, por lo que les asombraría la avidez de los hispanos por ellos. El comercio se hacía casi siempre mediante el trueque: la moneda era muy primitiva entre los mexicas (granos de cacao o trozos de tela de diverso tamaño), e inexistente en Tahuantinsuyu. Los aztecas tenían escritura, no así los incas, aunque se servían de quipus, cuerdas anudadas y coloreadas, para recordar datos y cifras (algunos creen que equivalían a una escritura propiamente dicha, pero no está claro).

Tales limitaciones convierten en fantasía las estimaciones de población que atribuyen a cada imperio doce, veinte o treinta millones de habitantes. El imperio mexica, con la extensión aproximada de España dentro del actual Méjico (nación que ha tomado de aquel el nombre, aunque abarca al cuádruple de territorio) es más que improbable que llegase a la mitad de los cinco-seis millones que España, con técnica muy superior en todos los órdenes, tenía en el siglo XVI. Lo mismo vale para el Imperio inca, que en su máxima expansión cuadruplicaba al azteca, pero con muy alta proporción de tierras estériles o selváticas y la misma pobreza técnica.

Como base alimentaria, los aztecas tenían el maíz, y los incas la patata, aunque disponían de una variedad de productos y habían elaborado una gastronomía bastante refinada. Entre los aztecas, la tierra era propiedad de los nobles y la trabajaban los campesinos en regímenes diversos de arrendamiento, servidumbre o esclavitud. Entre los incas, la propiedad agraria era colectiva o pertenecía a la familia gobernante, o a Inti.

Ambas civilizaciones valoraban la enseñanza. Al parecer, los aztecas la dispensaban a chicos y chicas de toda condición social desde los quince años, adaptada a su sexo, y los nobles la recibían especial. Sus métodos «espartanos» formaban personas endurecidas, capaces de soportar penalidades. La enseñanza incaica se aplicaba a la élite oligárquica y sacerdotal, durante cuatro años. La gente común se instruía por padres y ancianos en la religión, agricultura, artesanía, etc. Los niños crecían en una disciplina estricta, cuyos mandamientos básicos eran no robar, no mentir y no holgazanear. La transgresión conllevaba penas brutales: fue uno de los sistemas educativos más eficientes para limitar los impulsos e iniciativa de los individuos.

El orden y disciplina de la sociedad inca impresionaron a los hispanos, y algunos la estimaron superior a su propia conducta, forjada en el individualismo renacentista. El conquistador Serra de Leguizamón afirmó no existir entre los incas ni un ladrón ni un hombre vicioso, ni una adúltera ni una persona inmoral, salvo los contagiados por los españoles. Su sistema se ha comparado con una utopía socialista: sociedad muy jerarquizada, sin apenas iniciativa individual ni comercio particular. La actividad de envergadura la planificaba el Estado, una oligarquía con poderes inhabituales en otras culturas, y dentro de la cual la lucha por el poder adquiría auténtico ensañamiento, cosa por lo demás no exclusiva de ella. La población debía construir calzadas, grandes edificios de pesados bloques de piedra encajados con increíble precisión, conducciones de agua, almacenes de alimentos para las expediciones militares y los tiempos de escasez. El matrimonio no parece haber sido objeto de celebraciones, sino un arreglo práctico. Como en el resto de América, existía la poligamia a beneficio de un grupo privilegiado, por lo que la sodomía estaba también muy extendida. El idioma político era el quechua, aunque existían cientos de lenguas más. Toda la población masculina podía ser reclutada para la guerra, lo que proporcionaba a los incas nutridos ejércitos.

Cien años antes de la llegada de los europeos, un estadista azteca llamado Tlacaelel había remodelado el imperio: modificó la religión, destruyó las crónicas anteriores y rehízo una historia de los aztecas como pueblo siempre victorioso. Propios de su cultura fueron los masivos sacrificios humanos, seguidos de canibalismo. Se ofrendaban hombres, mujeres y niños a diversos dioses, especialmente a Huitzilopochtli. El sol, con su paso diario por el firmamento, dispensador de luz y vida, siempre impresionó la psique humana. Para los aztecas, el fin del mundo podía acaecer cada cincuenta y dos años, y para evitarlo y merecer la vida, el sol debía ser nutrido con la sangre de corazones humanos. Alimentar al sol exigía capturar víctimas, a cuyo efecto instituyeron la guerra ritual o «florida». Aunque pocos pueblos llevaron los sacrificios humanos y el canibalismo al extremo de los aztecas, esas prácticas eran comunes por toda América, también entre los incas. Probablemente han sido universales hasta tiempos históricamente recientes.

Otra civilización que compartía muchos rasgos con las anteriores fue la de los mayas de Yucatán y Guatemala, que se había derrumbado por razones desconocidas en el siglo IX. A la llegada de los conquistadores, la mayoría de sus ciudades y monumentos estaban sepultados por la vegetación selvática, y solo persistían en Yucatán poblaciones menores, muy decaídas y enemigas entre sí.

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