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Cuarta parte Edad de Expansión » 19. Turcos, protestantes y monarcas renacentistas

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Turcos, protestantes y monarcas renacentistas

Entre finales del siglo XV y principios del XVI, españoles y franceses contendieron por el reino de Nápoles. Francia era la primera potencia militar europea, pero su ejército cayó ante tropas hispanas inferiores en número, mandadas por Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán, estimado como el jefe militar europeo más sobresaliente hasta Napoleón. El talento organizador del Gran Capitán no era menor que el estratégico y táctico: estructuró un tipo de unidad nueva, la coronelía, de unos 6.000 hombres (número semejante al de la legión romana), con piqueros, arcabuceros e infantes. De ahí saldrían los tercios españoles, invencibles durante un siglo y medio.

Por entonces, los otomanos se habían convertido en la auténtica superpotencia en Europa. Regiones muy productivas y pobladas, y el control del comercio entre el Mediterráneo y el Índico, les proporcionaban recursos inagotables, y, dato no menor, su imperio superó la tendencia a disgregarse, imponiendo la sucesión en un solo hijo, con homicidio de los demás hermanos. Para 1520 habían conquistado las regiones árabes más ricas, Mesopotamia, Siria, y La Meca, así como Egipto, Crimea y su entorno, más la parte adriática de los Balcanes, a solo 80 kilómetros por mar de Italia en el sur; estaban a punto de vencer al reino húngaro y dominaban Argelia, desde donde impulsaban una activísima piratería contra las cercanas costas españolas (a unos 250 kilómetros), y un intenso y productivo tráfico de esclavos (cautivos). En suma, amenazaban el centro de Europa y a Italia y España por el Mediterráneo, donde eran la fuerza naval dominante.

El sultán Solimán, llamado el Magnífico o el Legislador, emprendió una agresiva política en los Balcanes y en el mar. Aspiraba a sojuzgar a la cristiandad, llevar sus caballos a comer en las aras vaticanas y recobrar Al Ándalus. España, recién concluida la Reconquista, se convirtió bien pronto en la mayor barrera frente al empuje turco, no sin pagar un alto precio. A ese fin, los españoles fueron creando o asaltando diversas plazas en la costa magrebí: Melilla, Orán, Túnez, la isla frente a Argel, o Trípoli.

En 1521, Solimán tomó Belgrado, en camino hacia Transilvania y las llanuras magiares. Los húngaros pidieron refuerzos al resto de Europa, con poco éxito. Por unos años se salvaron, gracias a que los turcos atacaron Rodas, base de la orden de San Juan, y la ocuparon en lucha encarnizadísima.

Mientras, en 1515 el rey francés Francisco I marchó sobre Milán y ocupó la Lombardía. Su gran rival Carlos I conseguía en 1519 el cetro del Sacro Imperio, ambicionado también por Francisco y por Enrique VIII, y se convertía en el primer rey español de la dinastía Habsburgo o Casa de Austria. La estrategia del francés consistió en socavar por todos los medios el poder español, y el mismo año que perdió el trono imperial trató de sublevar a los moriscos o islámicos que seguían viviendo en el sur y el este de España. No tuvo éxito, pero al tiempo que Solimán debelaba Belgrado, los hispano-imperiales expulsaban a los franceses de Milán, mientras que en Castilla los partidarios de Carlos vencían en Villalar a los comuneros, un movimiento de repulsa hacia el emperador por vulnerar las leyes castellanas y dar cargos a extranjeros. Carlos, I de España y V del Sacro Imperio, hijo de un borgoñón llamado Felipe el Hermoso, que reinó muy brevemente en España, y de Juana, hija de los Reyes Católicos, llamada la Loca por su escasa salud mental, se había criado en medios flamencos y tardaría en españolizarse.

Tal como había hecho con los moriscos, Francisco alentó a los comuneros, entre quienes disponía de agentes, y aprovechó la ocasión para invadir España, siendo repelido. Dos de sus agentes, llamados Rincón y Tranquilo, viajaron a Polonia para incitar al monarca Segismundo a atacar al Sacro Imperio, pero los polacos temían más el avance turco. Lograron sobornar, en cambio, a Juan Zapolya, voivoda de Transilvania y a su vez agente de los otomanos. En 1525, en Pavía, cerca de Milán, los españoles volvían a aplastar al ejército francés: Francisco, capturado y llevado a Madrid, consiguió que un croata llamado Francopán, siguiendo la labor de Rincón, suplicase a Solimán le liberase de Madrid y atacase a Carlos. Solimán no pudo hacer lo primero, pero aniquiló al ejército húngaro en la batalla de Mohacs, en 1526, y premió a Zapolya nombrándole rey de Hungría, como vasallo. Mohacs abría la ruta a Viena.

El papa Clemente VII, a su vez, intrigó con los reyes francés e inglés, y con Venecia, Florencia y Milán, contra los hispano-imperiales. De ahí una nueva guerra, que volvió a salir mal a la coalición, siendo su episodio más famoso el vandálico Saco de Roma, en 1527, por soldados hispanos y alemanes, muchos de ellos protestantes. Clemente, apresado, fue liberado tras pagar una cuantiosa multa, y no volvió a conspirar.

Dos años después los turcos asediaban Viena, capital del Sacro Imperio, cuya caída habría dado paso a la invasión de Alemania. La ciudad, con pocos defensores, se salvó in extremis, por un mal tiempo que perjudicó a los turcos y por una resistencia empeñada, en la que intervino una unidad de los eficaces arcabuceros hispanos.

Francisco fue, pues, un monarca típicamente renacentista, culto y mecenas, en cuyo ánimo pesaban más sus intereses y gloria particulares que la misma causa cristiana, y que establecería con los turcos una alianza dirigida principalmente contra España. Una vez liberado en Madrid bajo promesas que no cumpliría, Francisco alertó a Solimán de los planes españoles y cedió a los turcos bases en la costa francesa para incursionar y piratear por España e Italia (también saquearon poblaciones francesas). Llegó a confabularse con Solimán para repartirse Italia. En el último momento no aplicó el acuerdo, quizá temió estar yendo demasiado lejos.

La lucha en el Mediterráneo se hacía principalmente mediante galeras, impulsadas a remo por cautivos o presos, y los turcos retuvieron largo tiempo la supremacía. Las ciudades italianas, sobre todo Venecia, actuaban de modo ambiguo, tan pronto en alianza con potencias cristianas como pactando con los otomanos, para aplacarlos o por beneficios comerciales. Una Santa Liga movida por el Papado, con barcos venecianos, españoles, genoveses y otros, dirigidos por el genovés Andrea Doria, fracasó ante una fuerza inferior turca en Préveza, el mismo lugar de la batalla de Accio entre Octavio y Marco Antonio. En 1541 los aliados sufrieron un tremendo desastre en Argel, la acción naval más catastrófica en la historia de España. Otro desastre ocurrió en los Gelves (isla de Yerba, en Túnez), en 1560. Claro que también los turcos sufrieron numerosos reveses, y los buques españoles cumplieron bien la muy difícil misión de atender a los frentes mediterráneo y atlántico, defender sus castigadas costas y explorar el mundo en las expediciones marinas más audaces de la historia.

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Para entonces, el protestantismo había generado numerosas algaradas. Antaño otras rebeliones llamadas heréticas habían sido disueltas o aplastadas por el Papado y los reyes, pero ahora no fue así. Lutero expresaba una tensión subyacente entre el mundo germánico y el latino, y no es de extrañar que sus doctrinas cundiesen principalmente en el primero. Mucha gente se sugestionaba con la libertad de interpretar personalmente la Biblia y prescindir de un clero tachado en bloque de escandaloso. Lo último sirvió de buen pretexto a los magnates alemanes protectores de Lutero para incrementar sus rentas apropiándose los bienes eclesiásticos. La expansión protestante tuvo poco de pacífica: miles de monjes y «papistas» reacios a la nueva forma de entender la fe fueron torturados y asesinados. Una ventaja para los rebeldes radicaba en la dispersión de esfuerzos del emperador Carlos, por tener que afrontar a los turcos y a Francia. Los españoles en particular, enfrentados a muerte con los turcos, entendían el protestantismo como una traición gravísima a la cristiandad.

En 1532 los nobles luteranos unieron fuerzas en la Liga de Esmalcalda, afirmando su poder por gran parte del país; pero, en 1547, por el arrojo de las tropas hispanas, sufrieron en Mühlberg una derrota que pudo ser decisiva: los jefes rebeldes fueron capturados y la Liga disuelta. No obstante, el efecto se perdió cuando el príncipe Mauricio de Sajonia, protegido de Carlos, se pasó al bando contrario y apeló al rey francés Enrique II, para que atacase al imperio, como así fue, mientras los turcos asaltaban Trípoli. Mauricio intentó incluso capturar al emperador, que hubo de huir malamente. Dado que ninguno de los bandos lograba imponerse, se llegó a la Paz de Augsburgo, en 1555, por la que los príncipes luteranos podían imponer su religión a las poblaciones en las que gobernaban (cuius regio eius religio). Así el mal vertebrado Sacro Imperio se debilitaba más aún, y el peso de la lucha recaía aún más sobre España.

Los católicos se defendieron del empuje protestante no solo con las armas, también con el pensamiento. La obra más sustancial fue la de Ignacio de Loyola, que elaboró unos Ejercicios espirituales orientados a sentir los mandatos de Dios y entender la vida como práctica religiosa. En 1534 fundó la Compañía de Jesús u Orden Jesuita, concebida de modo similar a la de los dominicos cuatro siglos antes: frailes austeros, de espíritu flexible y destreza intelectual para contender con las ideas protestantes. La compañía extremaba el voto de obediencia y el servicio incondicional a Roma con ánimo abnegado, casi aniquilador del ego. Los jesuitas se extendieron con rapidez por el mundo, crearon centros de enseñanza a todos los niveles, y por su combatividad intelectual constituyeron algo así como un ejército espiritual contra el protestantismo.

Otra arma contra el protestantismo fue la Inquisición española, creada para perseguir a los falsos conversos judíos. La Inquisición ha sido objeto de una leyenda absolutamente tenebrosa por la propaganda protestante y francesa. Sus pormenorizados archivos, empero, no han sido investigados en serio hasta recientemente, y arrojan una imagen muy distinta. Fue una institución muy popular en España, que impidió la masiva quema de brujas realizada en otros países europeos, en especial protestantes, y contribuyó a evitar en el país los choques armados que acompañaban a la expansión luterana. El número de sus víctimas pudo alcanzar los dos millares durante los tres siglos que permaneció en vigor, una cifra enormemente distanciada de las decenas y cientos de miles que se le han atribuido, y que corresponden, más bien a la quema de brujas y asesinato de católicos. La Inquisición practicó la tortura, pero, contra otra leyenda, en medida mucho menor de lo corriente por entonces en los tribunales europeos. Las instrucciones para instruir los procesos eran cuidadosas, y probablemente fue el tribunal más garantista de la época. También es común, y perfectamente falso, el cargo de que paralizó la actividad intelectual en España: el período de máxima intensidad de la Inquisición corresponde también con el de mayor brillo intelectual del país, que no se repetiría. Una nueva historia en vías de revisión a fondo.

Un serio revés para España fue la defección, en 1534, de Enrique VIII de Inglaterra, aliado suyo hasta su divorcio de Catalina de Aragón y su ruptura con Roma (había ayudado en la batalla de San Quintín contra Francia). Enrique, como Francisco de Francia, fue un típico monarca renacentista, cultivado y protector de las artes, aunque en un estilo próximo al teorizado por Maquiavelo. Hombre resuelto, creó una iglesia nacional (anglicana) a medio camino entre catolicismo y protestantismo, encabezada por él mismo; expropió los bienes eclesiásticos y los repartió entre los nobles amigos, creando así una oligarquía afecta, y persiguió sangrientamente a los católicos, siguiendo el modelo del protestantismo alemán. Tras un breve período de reacción católica subió al poder Isabel I, que aplicaría una política todavía más antiespañola, con lo que España se veía forzada a contender no solo con la Sublime Puerta o imperio turco, sino, simultáneamente, con Francia, Inglaterra y un protestantismo en pleno y belicoso empuje.

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La segunda mitad del siglo XVI vio en Europa Occidental el asentamiento de la doctrina católica, la contención de la amenaza turca en el Mediterráneo y centro del continente, el auge de la subversión protestante, sobre todo en los Países Bajos, el agravamiento de la rivalidad entre España e Inglaterra y la entrada de Francia en un período de treinta y seis años de guerras civiles (guerras de religión).

El esfuerzo por contrarrestar al protestantismo culminó en el Concilio de Trento, convocado en 1545 con intención de recobrar la unidad cristiana, y concluido dieciocho años después. Los protestantes rehusaron asistir, pues no reconocían autoridad a papas ni concilios. Trento reformó la Iglesia: para combatir la ignorancia del clero, los sacerdotes debían seguir largos estudios en los seminarios; y para evitar la corrupción, se prohibió la venta de indulgencias, los obispos se nombrarían atendiendo a una moralidad comprobada, debían residir en sus diócesis y no acumular cargos, y el celibato eclesiástico se reafirmó. Los párrocos debían predicar domingos y festivos, catequizar a los niños y llevar un registro de nacimientos, bodas y defunciones; se elaboró un catecismo para formar mejor a los fieles y fue oficializada la versión latina de la Biblia o Vulgata, traducida por San Jerónimo en el siglo V; quedó establecido un rito unificado de la misa, en latín, y se dio impulso a la música y arte sacro.

Frente al protestantismo, se defendió la tradición eclesial posterior a la Biblia como fuente de revelación, dando autoridad a los papas y al magisterio de la Iglesia, en su calidad de Cuerpo de Cristo. La tradición de siglos de culto a la Virgen María quedó reconocida, rechazando la acusación protestante de haberla convertido en cuarta persona de la Trinidad. También se ratificó la veneración a los santos y las reliquias, los siete sacramentos, el purgatorio y la jerarquía eclesiástica.

En un plano más profundo, los protestantes sostenían que el pecado original corrompía de tal modo la naturaleza humana, que las buenas acciones nada valdrían frente a la maldad esencial de las personas, por lo que su salvación dependería solo de la gracia divina. Trento dictó, en contrario, que el pecado original dañaba la naturaleza humana, pero no la sumía en total depravación, de modo que el hombre, por estar dotado de libre albedrío, podía acoger o rechazar la gracia, sus obras tenían valor, y él tenía cierto poder sobre su propia vida y salvación. El concilio, dirigido en gran parte por teólogos españoles, constituyó un magno esfuerzo reorientador y reorganizador tras la ofensiva luterana, y modeló la Iglesia prácticamente hasta hoy, por lo que puede catalogársele como el más decisivo de la Iglesia después del primero de Nicea, en 325.

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En 1541 Juan Calvino, seguidor francés de Lutero con algunas ideas propias, asentó en Ginebra un férreo poder político-religioso. Calvino extremó la doctrina de Lutero sobre la predestinación. Cristo no habría expiado los pecados de la humanidad, sino solo los de los elegidos por él gratuitamente para la salvación. Un indicio de pertenecer al número de los salvados sería el éxito en los negocios y una vida frugal, tanto que prohibió bajo penas severas cualquier expansión más o menos frívola, desde el baile o el teatro hasta el juego, la bebida o los cantos no religiosos. Todos los aspectos de la vida tomaban carácter directamente religioso. Calvino creó un centro de formación de auténticos misioneros muy militantes, fomentando movimientos subversores del orden tradicional, conocidos como hugonotes en Francia, puritanos en Inglaterra y Países Bajos, o presbiterianos en Escocia: miles de personas entregadas al proselitismo, con destreza agitadora y empleo a fondo de la imprenta. La propaganda moderna surgió de ellos, y en alta medida como propaganda antiespañola.

Los efectos del calvinismo iban a sentirse bien pronto en Flandes, como se llamaba en España al conjunto de Holanda y Bélgica. Se trataba de la región quizá más próspera de Europa, y su ciudad principal, Amberes, era el mayor centro financiero y comercial del continente, una vez la hegemonía turca había estrechado el comercio mediterráneo. La colonia de comerciantes hispanos era la más nutrida y allí iba el 60 por ciento de la lana española y muchos productos de América, y de allí recibía España maderas, tejidos, armas, cereales, etc. El poder español interesaba en Flandes por el comercio y como protección ante Francia, pero el mutuo interés económico y político no bastó para mantener la paz. Las exigencias fiscales del imperio y España irritaban a los nobles y potentados flamencos, muy reacios a soltar dinero; y Francia, después de sus derrotas en San Quintín y Gravelinas, estaba en la ruina y sumida en los comienzos de sus guerras de religión, por lo que dejaba de ser un enemigo potente, haciendo mermar el interés de la protección española. Además, una larga guerra entre Suecia y Dinamarca cerraba vías de tráfico, y la inflación achacada al aflujo de plata americana menguaba las rentas de los magnates.

En 1568, año de la fundación de Manila y reinando ya en España Felipe II, comenzaba allí una rebelión contra España. Aprovechando una crisis, los calvinistas habían agitado a la población hambrienta, saqueado monasterios e iglesias, destruido imágenes y matado a clérigos. Una indignada reacción proespañola hizo llevar al duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, que impuso orden con severidad. Sin embargo fue solo el comienzo de una contienda que con altibajos iba a durar ochenta años. Flandes se hallaba lejos de España, al lado de una Inglaterra que colaboraba con los rebeldes, y de los protestantismos alemán y francés en plena expansión; aunque el imperio estaba también al lado y colaboraría contra los rebeldes. Para empeorar las cosas, a finales de aquel año comenzaba en Granada una rebelión de los moriscos, doblemente peligrosa por la cercanía del poder naval turco, y que tardó en ser vencida.

Por lo que respecta al Mediterráneo, después de muchas alternativas la contienda se decidió en Lepanto en 1571, tres años después del comienzo de la rebelión de Flandes. Una flota hispano-italiana mandada por Juan de Austria y en la que el golpe decisivo correspondió a Álvaro de Bazán, ayudado por Juan Andrea Doria, destrozó a la armada turca, que perdió casi todas sus galeras, y sobre todo sus marinos más avezados, de 20.000 a 30.000 hombres, contra unos 8.000 cristianos. Podría encontrársele cierto paralelismo con otra batalla crucial, la de Salamina, librada veinte siglos antes no muy lejos de allí, que salvó a Grecia del dominio persa. Venecia esterilizó en parte la victoria al volver a pactar con los turcos, pero el peligro de estos en el mar dejó de ser lo que había sido. De haber vencido los turcos, la inseguridad de Italia y España habría alcanzado niveles críticos.

Tanto Francia como Inglaterra y los protestantes apoyaban a los otomanos, y España, si hubiera perdido en Lepanto, habría debido afrontar, en pésimas condiciones, ofensivas de ese triple origen, además de las turcas y berberiscas. De hecho, la victoria de Lepanto consternó a Londres, París y los rebeldes flamencos, que trataban de hacer frente común con la Sublime Puerta. Todos dieron ánimos a los derrotados, les prometieron ayuda material y les incitaron a nuevas campañas contra «los idólatras españoles», como decía el embajador inglés.

Por lo que respecta a Francia, su anterior belicosidad quedó en gran parte frenada por las guerras de religión, comenzadas en 1562 y que con intervalos breves durarían hasta finales del siglo. Quince años antes, la monarquía francesa había vuelto ineficaz la batalla de Mühlberg contra los luteranos, ayudando a estos a reponerse; pero muy pronto se vio acosada en la misma Francia por los hugonotes, una minoría pequeña y muy agresiva, que practicaba la vida en extremo sobria y dedicada al trabajo preconizada por Calvino. Los hugonotes, siguiendo el principio cuius regio eius religio, trataron dos veces de secuestrar al rey y a su familia, para imponer su doctrina desde el poder. Las luchas se hicieron feroces. Los calvinistas, como Lutero, exhibían una violencia brutal en sus llamamientos a obrar «por las armas, el fuego, el pillaje y el asesinato» y no vacilaron en traer a protestantes alemanes, que asolaron regiones francesas con matanzas y saqueos; o en ofrecer a Inglaterra trozos del país a cambio de ayuda. La reacción católica no fue menos dura en la Noche de San Bartolomé, en París, en agosto de 1572, cuando fueron asesinados varios miles de hugonotes.

Para Madrid, la perspectiva de una Francia protestante constituía una pesadilla. Por ello, Felipe II apoyó vigorosamente a los católicos franceses, y a él se debería en parte muy importante la permanencia del catolicismo en Francia, que no por ello dejaría de recobrar su anterior agresividad contra España. También en Flandes la larguísima guerra terminaría en tablas, con Holanda calvinista y Bélgica católica.

Otro serio problema para Felipe II fue la política de Isabel de Inglaterra, que se lucraba con la piratería contra barcos españoles y protegía a los protestantes en Flandes y Francia. Por ello, España organizó la Gran Armada, que debía transportar a los tercios de Flandes a suelo inglés. La armada fracasó en 1588: después de encontronazos de poca envergadura con barcos ingleses, los vientos la empujaron lejos de su objetivo, obligándola a rodear las Islas Británicas, donde las tormentas la destrozaron en gran parte. Isabel, eufórica, ordenó al año siguiente una magna contraarmada angloholandesa con propósito de tomar Lisboa e imponerse en Portugal (que por unos sesenta años estuvo unida a España), tomar las Azores y capturar allí a la flota de Indias. Esta contraarmada resultó en el mayor desastre de la historia naval inglesa, solo comparable al sufrido en Cartagena de Indias casi dos siglos después, y dejó en la ruina las arcas isabelinas.

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