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Quinta parte: Edad de Apogeo » 28. Guerras napoleónicas y caída del imperio español

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Guerras napoleónicas y caída del imperio español

Con la Revolución Industrial, económica, y la Revolución Francesa, política, Europa entra en su Edad de Apogeo, con Inglaterra como potencia hegemónica. La superioridad técnica dotó al continente (en primer lugar a Inglaterra) de superioridad militar y económica imbatible por cualquier estado no europeo. Y la Revolución Francesa dará la pauta a movimientos políticos de tipo prometeico que marcarán el siglo XIX y el XX en Europa y gran parte del mundo. Por otra parte, la ciencia avanzará a velocidad nunca vista, dando lugar a visiones inesperadas del mundo y del hombre mismo. La nueva edad durará ciento cincuenta años, hasta el fin de la II Guerra Mundial. La edad anterior, que hemos llamado de Expansión, habría durado aproximadamente el doble, con hegemonía española y luego holandesa-francesa-inglesa en disputa. La fecha del cambio a la nueva edad puede fijarse en 1789, por la Revolución Francesa, pues la industrial no ofrece fechas precisas.

Antes de liquidar la revolución, Napoleón Bonaparte la había extendido por Italia y apresado al papa Pío VI, fallecido al poco en cautiverio. En 1798 atacó el Egipto otomano para enlazar con los indios que resistían a los ingleses, pero Nelson destrozó su armada. Aislado, avanzó hacia Siria, fracasando después de perpetrar matanzas de prisioneros y civiles. Por fin abandonó a sus tropas y volvió ocultamente a Francia, derrocó al Directorio el 18 brumario (9 de noviembre) de 1799, y se hizo nombrar primer cónsul. Autócrata de hecho, reorganizó la Administración y la economía, trató mejor al Papado, haciendo de él un auxiliar político, y ordenó un código civil que recogía parte de las medidas revolucionarias, aboliendo los privilegios, consagrando las libertades, la propiedad privada, la igualdad ante la ley y el orden público.

Una primera paz con Inglaterra le permitió planear un imperio en el norte de América, por lo que exigió a España la devolución de Luisiana, en 1801. La hostilidad con Londres se reanudó, y ante el corte de la comunicación por mar, vendió la enorme región a Usa por un precio irrisorio en 1803. Así Usa volvió a duplicar su territorio.

España, tras fracasar en sus ataques a la revolución, había pasado a aliarse con Francia. Entonces los ingleses paralizaron el tráfico con Hispanoamérica, vencieron a la flota española y volvieron a intentar adueñarse de su imperio. Tomaron la isla de Trinidad, en Venezuela, pero fueron rechazados en Cádiz, Puerto Rico y Tenerife (esta, en 1797, fue la única derrota de Nelson, entre cuyas pérdidas estuvo su brazo derecho).

Ambicioso sin límites, Napoleón se coronó a sí mismo emperador en Notre Dame de París, el 2 de diciembre de 1804, con el papa Pío VII en papel de comparsa. Un acto de máximo simbolismo: la Revolución había tratado de borrar el pasado, ahora Napoleón se erigía en nuevo Carlomagno, con intención de crear un imperio europeo satélite de una Francia engrandecida desde Hamburgo al río Ebro y a Roma, con hermanos o próximos a Napoleón como reyes de países conquistados. Reproducía asimismo el paso de la convulsa república romana al principado de Augusto. El mayor obstáculo a sus planes era el dominio del mar por Inglaterra, que permitía a esta golpear aquí y allá, bloquear el comercio francés y dar estímulo y apoyo financiero a Austria, Prusia y Rusia, enemigas de Francia. Napoleón pensó en invadir Inglaterra, para lo cual debía destruir su superioridad naval. Lo intentó con una flota combinada francoespañola, pero la misma fue derrotada por Nelson en Trafalgar, en octubre de 1805. Francia se resarció del golpe con la resonante victoria de Austerlitz, pocos meses después, sobre los ejércitos austríaco y prusiano. Esa y otras victorias permitieron a Napoleón, en 1806, hacer la paz con el zar Alejandro I para repartir Europa entre los dos.

Frente al bloqueo inglés, el emperador ideó un contrabloqueo, obligando al continente a cerrar sus puertos al comercio con Inglaterra. Provocó así graves problemas económicos a su enemiga, pero también enojo en países que deseaban mercancías inglesas. Para forzar a Portugal a sumarse al contrabloqueo, impuso a Madrid una nueva alianza y la invasión de Portugal en 1807; y con ese pretexto ocupó disimuladamente España. El rey español Carlos IV y su hijo, futuro Fernando VII fueron llevados a Francia y obligados a renunciar a sus derechos, instalándose José, hermano de Napoleón, como nuevo rey. Al igual que otros políticos europeos, Bonaparte creía que España, decaída y sin fibra moral, estaba madura para ser sometida y desmembrada, y la cobardía de la casa real se lo corroboraba.

Pero el 2 de mayo de 1808 un motín popular en Madrid encendió la resistencia. Dos meses después el ejército español venció al francés en Bailén, causando conmoción en toda Europa y reanimando la oposición a Bonaparte en otros países. Y surgieron guerrillas que convirtieron a España en un «infierno» para los franceses.

La noticia de la sublevación de Madrid llegó a Londres cuando estaba a punto una expedición, al mando de Arthur Wellesley, futuro duque de Wellington, para insistir en sus ataques a Hispanoamérica. En 1806 y 1807, los ingleses habían vuelto a la carga en Buenos Aires y Montevideo, donde fueron vencidos y expulsados. Por tanto, la expedición se desvió a la península para combatir a los franceses en alianza con la resistencia española. Después de algunos éxitos, el mando recayó en John Moore, cuya tropa acosada por los franceses hubo de reembarcar penosamente por La Coruña. Wellesley volvió a España, pero tras una batalla inconcluyente en Talavera (julio de 1809) prefirió parapetarse en Lisboa detrás de una fuerte línea defensiva, en espera de tiempos mejores. Los franceses aplastaban resistencias como las de Zaragoza o Gerona, en las que de paso se desacreditaban, pero no lograban controlar el país, cuyo ejército, repetidamente derrotado, no se rendía, mientras las guerrillas aguijoneaban sin tregua a los invasores. En 1810, España era el único país continental que resistía, obligando a Napoleón a concentrar en él a 300.000 soldados, muchos más que en el resto de Europa.

En 1812 todo cambiaría. El zar Alejandro, necesitado de productos ingleses, quería romper el bloqueo y ocupar parte de Polonia, y creía que Prusia estaba a punto de alzarse contra Francia. El francés y el ruso se preparaban para atacarse, rompiendo el acuerdo anterior. Alejandro admitió que sufrirían derrotas, pero recordó al embajador francés que España resistía a pesar de ellas. La advertencia se cumpliría. Napoleón invadió Rusia el 24 de junio de 1812 con un ejército multinacional de 650.000 hombres, 450.000 de ellos franceses. Tras la muy sangrienta batalla de Borodinó, entró en Moscú a mediados de septiembre, para encontrarse con la ciudad en llamas y sus tropas privadas de cobijo y suministros ante los próximos fríos. Un mes más tarde ordenó la retirada quizá más desastrosa de la historia, bajo las guerrillas, el frío, el fango y la nieve. A finales de noviembre, de los franceses volvían menos de la décima parte.

Fue el fin. Rusia, Prusia, Austria, Suecia y varios estados alemanes se concertaron contra Francia. Forzado a retirar contingentes de España para formar un nuevo ejército, Napoleón era vencido decisivamente en Leipzig, en octubre de 1813. Wellesley, nombrado jefe también de las tropas españolas y portuguesas, aprovechó la campaña de Rusia para salir de su refugio en Lisboa y emprender ofensivas, esta vez triunfantes.

Napoleón, confinado en la isla de Elba, se evadió en febrero de 1815 y volvió a tomar el poder. Su nueva aventura terminaría en junio en Waterloo, derrotado por fuerzas inglesas, holandesas y alemanas mandadas por Wellington, y prusianas por Blücher.

Las guerras napoleónicas movilizaron ejércitos absolutamente sin precedentes, de cientos de miles y más de un millón de soldados. También en ese aspecto eran guerras revolucionarias. Las bajas mortales militares pudieron ascender a los cinco millones, más otros posibles dos millones de civiles, cifras nunca antes vistas en la historia europea, salvo que se combinaran con grandes epidemias. La derrota francesa se decidió en Rusia, la tenaz acción inglesa también desempeñó un papel crucial, y según el propio emperador, «la maldita guerra de España fue la causa primera de todas las desgracias de Francia. Todas las circunstancias de mis desastres se relacionan con este nudo fatal».

Pese a su total falta de escrúpulos con la vida humana, Napoleón despertó adhesión ferviente en Francia y en otros países, y su aventura vital ha suscitado verdadera fascinación entre numerosos intelectuales y pueblo común. Fue capaz de derrotar a sucesivas coaliciones de potencias tales como Austria, Rusia, Prusia y otros, y mantener a raya a Inglaterra, lo que, al margen del coste humano, hace de él una figura máxima del tipo de héroe y príncipe definido en el Renacimiento. Como general se parece más a Aníbal que a Escipión, y su atractivo procede de una combinación de ideales sugestivos, ambición visionaria con pocos precedentes históricos, y energía demoníaca en la persecución de ellos; incluso su derrota final lo convertía en una personalidad romántica. Y plantea el problema de la relación entre el líder y la multitud, entre la personalidad destacada y las fuerzas sociales impersonales, entre los fines y los medios, entre la gloria y la sangre…

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Para España, la invasión napoleónica fue una catástrofe radical, que iba a condicionar su historia durante más de un siglo. Desde el final de la Reconquista, y excepto la de Sucesión, ninguna guerra importante se había librado en el interior del país, que se había salvado de contiendas religiosas y civiles y de grandes invasiones mucho mejor que la mayoría de los países europeos. Pero esta costó cientos de miles de muertos, una brutal destrucción de recursos económicos y de un inmenso tesoro histórico-artístico; y pese al heroísmo desplegado, su inanidad diplomática le impidió obtener cualquier ganancia en el Congreso de Viena, que aspiraba a recomponer el continente después de tantas convulsiones, mientras que el representante francés, Talleyrand, logró para la vencida Francia un trato muy favorable. Además, la guerra causó una división política extrema entre los españoles, que abonaría varias guerras civiles, así como la destrucción del Imperio español, que había abierto la Edad de Expansión europea: primer imperio transoceánico del mundo, el europeo más antiguo y por entonces el más extenso

Una vez pasada la breve alianza con España, Inglaterra volvió a su vieja aspiración a dominar Hispanoamérica. Fracasada reiteradamente por la fuerza, encontró mejor método financiando a los independentistas que allí surgían. Un agente de Londres, el venezolano Francisco Miranda, que había servido en el ejército useño y en el francés revolucionario, concibió la idea de unir a toda Hispanoamérica y Brasil en un imperio hereditario bautizado la Gran Colombia, gobernado por un «inca», con instituciones más bien liberales. También pensó en una república. Para difundir la idea creó en Londres, en 1798, la Logia de los Caballeros Racionales, sociedad secreta de inspiración masónica. En 1806 reclutó mercenarios en los barrios bajos de Nueva York y con apoyo inglés intentó sublevar a los venezolanos, pero no encontró ambiente. Dos años después volvió a intentarlo en vano.

La invasión francesa creó también una situación peculiar en Hispanoamérica, donde se formaron juntas que rechazaron al rey impuesto por Francia y mantuvieron fidelidad a Fernando VII, a quien suponían secuestrado por Napoleón. Miranda y otro criollo independentista, Simón Bolívar, trataron de desviar aquellas juntas hacia la secesión, aprovechando la invasión francesa en España. Bolívar había jurado dedicar su vida a «romper las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español».

En 1810 comenzaron las declaraciones de secesión: en Buenos Aires, Chile, Bogotá, Cartagena de Indias, la del cura Manuel Hidalgo en Méjico… Eran movimientos confusos y sin calor popular, pero el momento estaba bien elegido, cuando la metrópoli se hallaba imposibilitada de enviar tropas a América. Por tanto, la resistencia a los independentistas solo podía venir de los propios americanos, como así ocurrió. Incluso cuando España pudo intervenir, cinco años más tarde, la mayoría de sus tropas serían asimismo americanas, dando a la lucha un marcado aire de guerra civil.

La lucha duró catorce años, en tres etapas: hasta 1815, España apenas pudo enviar refuerzos; desde esa fecha, la derrota napoleónica permitió el envío de tropas; y desde 1819, los independentistas fueron ganando posiciones hasta su victoria final en 1824. En la primera etapa, los secesionistas chocaron con las tropas virreinales y las poblaciones, mayoritariamente proespañolas. En Méjico el levantamiento fue fácilmente vencido e Hidalgo ejecutado como traidor. Tomó el relevo otro clérigo, Morelos, que resistió hasta 1815, siendo a su vez fusilado. Buenos Aires quedó de hecho independiente: en 1806 y 1807 sus milicias habían vencido a los ingleses sin ayuda de España y la población sentía confianza en sí misma. La rebelión chilena, dirigida por Bernardo O’Higgins, fue contraatacada por las fuerzas virreinales.

Más complicada resultó la situación en Venezuela, donde en 1811 se proclamó la república independiente y Miranda llegó a Caracas con Bolívar. Hubo alzamientos proespañoles, incluido uno de esclavos negros. Miranda y Bolívar fueron rechazados. Miranda esperaba en La Guaira un barco inglés para escapar, y Bolívar, para salvar la piel, lo entregó a los españoles después de apresarlo mientras dormía (el desdichado gritaba: «¡Bochinche! ¡Bochinche! ¡Esta gente no es capaz sino de bochinche!»). Miranda fue trasladado a una prisión de Cádiz, donde fallecería cuatro años después, y Bolívar recibió un pasaporte y la gratitud ingenua del defensor del orden, Monteverde, que solo disponía de 230 soldados, pero fuerte apoyo popular. Sin embargo Bolívar volvió a la carga, y para combatir el débil fervor independentista del pueblo y abrir un foso entre los españoles y los demás, decretó en 1813 una guerra de exterminio. Todos los españoles, aun si permanecían neutrales, serían pasados por las armas, salvo que se unieran a la rebelión. Para ahorrar munición, las víctimas serían a menudo acuchilladas.

Bolívar entró de nuevo en Caracas, en octubre, y proclamó la segunda república. La contienda tomó un tinte racial al rebelarse contra ella «los pardos», mestizos y mulatos llaneros, acaudillados por el asturiano José Boves, que devolvió a Bolívar su consigna de «guerra a muerte» y lo obligó a huir a Jamaica en 1814. Ese año terminaba la guerra en España; la rebelión de Morelos y la de Chile periclitaban, pero se asentaba la de Buenos Aires al mando de José de San Martín, militar del ejército español que formó un ejército en regla. En el resto de América solo quedaban dos o tres núcleos insurgentes.

En 1815 España envió por fin una expedición que terminó con los últimos reductos de Venezuela. Dos años más tarde, el tenaz Bolívar reiniciaba la acción, para ser de nuevo acorralado. En tal aprieto, recibió la ayuda de unos miles de soldados y oficiales ingleses. Entre tanto, San Martín había cruzado los Andes y vencido a los proespañoles, mientras O’Higgins imponía un despotismo militar ante las querellas entre los rebeldes, y un audaz marino de la armada británica, Cochrane, luchaba a sus órdenes contra España. El Cono Sur estaba, pues, independizado. Bolívar cruzó a su vez los Andes y derrotó a los proespañoles en Boyacá, gracias a los ingleses, según admitió.

Aprovechando estas guerras, Usa invadió las dos Floridas so pretexto de castigar a los indios seminolas, que acogían a esclavos useños. Después de ocupadas, ofreció comprarlas en 1819, y Fernando VII aceptó, imposibilitado de defenderlas. A continuación, los seminolas fueron exterminados. La Doctrina de Monroe, emitida en 1823, entrañaba la decisión useña de predominar en toda América.

En 1820 se preparó en España una nueva expedición, más numerosa, pero el coronel Riego, masón como los jefes independentistas, la saboteó sublevándose en Andalucía. Este golpe decidió prácticamente la contienda. El general Pablo Morillo, que defendía a España en Venezuela, recibió la orden de pactar con Bolívar, una actitud derrotista. En Méjico, el general Itúrbide, absolutista y contrario a los rebeldes, se pasó a ellos en 1821, disgustado por el sesgo liberal que tomaba el gobierno en España; algo después se proclamó emperador. En julio de 1822, San Martín y Bolívar confluyeron en Guayaquil. Bolívar definió a San Martín y a sí mismo como los hombres más grandes de Suramérica. Finalmente, los independentistas se impusieron en la batalla de Ayacucho, un desenlace que se sospechó preparado por connivencias masónicas. La independencia quedó entonces consumada.

A España le quedaban las islas de Cuba y Puerto Rico, así como las Filipinas y otros archipiélagos del Pacífico, pero la pérdida de su imperio y de la flota y el agotamiento por la guerra napoleónica la habían reducido a potencia de segundo o tercer orden en Europa.

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Las rebeliones fueron dirigidas por criollos, esto es, blancos de origen español con ideas de la Ilustración francesa (Rousseau especialmente); en general, los indios, mulatos y negros apoyaron a España. La mayoría de las batallas fueron poco cruentas, y el mayor número de víctimas se produjo seguramente en matanzas de civiles y prisioneros, estimuladas por Bolívar. Todavía en 1822, el general Sucre masacró a la desafecta población colombiana de Pasto («ciudad infame y criminal que será reducida a cenizas») dejando 400 muertos, mujeres y niños incluidos. Hubo también matanzas de indios proespañoles, y las revueltas de Hidalgo y Morelos cometieron atrocidades. En general, los españoles observaron una conducta más moderada, sin excluir actos brutales, los principales cometidos por los llaneros de Boves.

Rasgo significativo fue el odio frenético a España cultivado por los independentistas. Bolívar afirmaba a un inglés: «El objetivo de España es aniquilar al Nuevo Mundo y hacer desaparecer a sus habitantes para que no quede ningún vestigio de civilización (…). Y Europa no encuentre aquí más que un desierto (…). Perversas miras de una nación inhumana y decrépita». El imperio constituía «la tiranía más cruel jamás infligida a la humanidad», que había «convertido la región más hermosa del mundo en un vasto y odioso imperio de crueldad y saqueo». Llamó a «destruir en Venezuela la raza maldita de los españoles (…). Ni uno solo debe quedar vivo». Panegiristas de Bolívar siguen tomando esa guerra a muerte por «su mayor timbre de gloria». Otro líder, Santander, ordenó asesinar a treinta y seis oficiales españoles previamente indultados por Bolívar: «Me complace particularmente matar a todos los godos» (españoles), explicó. Un presente que le recordó el indulto fue también fusilado sobre el terreno. Campo Elías, lugarteniente de Bolívar y nacido en España, declaró: «La raza maldita de los españoles debe desaparecer. Después de matarlos a todos, me degollaría yo mismo, para no dejar vestigio de esa raza». Era la herencia de Las Casas y de la Ilustración francesa. Dado que todos ellos eran españoles de «raza», el asunto resulta grotesco.

No menos grotesca era la pretensión de heredar la América precolonial. El poeta José Joaquín Olmedo, llamado por los suyos nada menos que «el Homero americano», califica a los españoles, sus progenitores, de «estúpidos, viciosos, feroces, por fin supersticiosos», y caracteriza a los independentistas como herederos legítimos de los incas. Los criollos solían explotar a los indios, los cuales no se llamaron a engaño, y rara vez apoyaron a sus sedicentes libertadores. Una vez independientes, los criollos de Méjico les arrebataron las amplias tierras que les había garantizado la corona, y en Argentina, como en Usa, los exterminaron deliberadamente, lo que nunca se había hecho antes. El chileno Francisco Bilbao, autor de nada menos que El Evangelio americano, que sirvió de texto escolar, resumió: «El progreso de América consiste en desespañolizarse». El argentino Domingo Sarmiento y otros lamentaban no haber sido colonizada América por daneses o belgas, con lo cual ellos mismos no habrían llegado a existir. Se celebraba la pronta dispersión del idioma en dialectos y lenguas nuevas, al modo del latín. Con ironía involuntaria, Bolívar declamó en su discurso de Angostura en 1819: «Uncido el pueblo americano (por España) al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir ni saber, ni poder, ni virtud».

Aquellas retóricas no dejarían de tener costes. El plan megalómano de unir al continente hispano en una «Gran Colombia» naufragó entre numerosas nuevas naciones poco fraternas entre sí, más una ristra de luchas civiles y golpes de Estado (algo no disímil ocurriría en la ex metrópoli). Bolívar escribirá: «No confío en el sentido moral de mis compatriotas», y a Santander: «No es sangre lo que fluye por nuestras venas, sino vicio mezclado con miedo y horror». Auguró «un tropel de tiranos» para los países liberados. Sarmiento, «el educador de Argentina», partidario de extinguir a indios y gauchos, lamentaría a los treinta años de independencia: «Vése tanta inconsciencia en las instituciones de los nuevos estados, tanto desorden, tan poca seguridad individual, tan limitado en unos y tan nulo en otros el progreso intelectual, material y moral de los pueblos, que los europeos (…) miran a la raza española condenada a consumirse en luchas intestinas, a mancharse con todo género de delitos y a ofrecer un país despoblado y exhausto como fácil presa a una nueva colonización europea».

Aunque la revolución useña fue una de las inspiraciones de aquellos movimientos, difícilmente podía haber más diferencias entre una y otros. Usa progresaría de modo consistente, confiada en sus propias fuerzas, hasta convertirse a finales de siglo en la primera potencia económica mundial. Los países hispanoamericanos —y la propia España—, en constante autodenigración, incapaces de acumular experiencia, bajo el «tropel de tiranos» vaticinado por Bolívar, no cesaron de sufrir bandazos, violencia política y corrupción envueltos en retórica pomposa, hasta achacar a Usa todos sus males. Hubo puntos más positivos, como la difusión de ideas democráticas, aboliciones de la esclavitud, o la ampliación de la enseñanza en varios países; se recuperó más tarde cierto sentido de la propia historia y origen, y el asolamiento moral y político no llegó a tanto como preveía Sarmiento. Pero los elementos negativos, tan fuertes hasta hoy, guardan acaso relación con el modo de independizarse.

Han dado pie a mucha discusión los factores y agentes externos en la caída del Imperio hispanoamericano. Salvador de Madariaga, en El auge y el ocaso del Imperio español en América, menciona «tres cofradías, los judíos, los jesuitas y los francmasones» como enemigos principales de España, los dos primeros por haber sido expulsados del país y los terceros por una cuestión de principios. No obstante, los factores judío y jesuita parecen secundarios, y no así la política inglesa y la masonería. En las intrigas de Miranda, en las declaraciones de independencia, en la actividad de Bolívar, en la marcha de San Martín a Buenos Aires, en varias acciones bélicas, siempre hallamos en segundo plano al gobierno y a personajes británicos, y en menor medida useños. Y no puede ser casual la nutrida presencia masónica entre los dirigentes, así como en Riego y otros políticos españoles. En el ejército español proliferaron las logias, que pesarían notablemente en la historia hispana del siglo XIX. Eran un legado, francés en unos casos, inglés en otros, de la Guerra de Independencia.

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El Imperio español había diferido en muchos aspectos de los construidos por otros países europeos. Si cabe hablar de un modelo fenicio o púnico, y un modelo romano, el español recuerda más al romano, mientras que el holandés, el inglés, el francés o el portugués, tienden al fenicio: enclaves comerciales, plantaciones o minas.

Las colonias inglesas, holandesas, en especial, eran concebidas ante todo como fuentes de ingresos, y los aborígenes como mano de obra y consumidores de productos de la metrópoli. En el Imperio español, el comercio, aun siendo importante, no fue el eje principal, a veces exclusivo, como lo fue para Holanda, Inglaterra o Francia.

Suele darse importancia excesiva a las remesas de oro —escasas— y sobre todo plata de América. Sin embargo, las mismas estaban sobradamente compensadas por los elementos de civilización aportados por la metrópoli: obras públicas y comunicaciones, escuelas y universidades, técnicas, diversidad alimentaria; ciudades como Méjico, Cartagena de Indias, Quito, Lima, Cuzco, Arequipa, etc., con élites cultas e inquietas, superaban bien a las modestas ciudades de Usa. Según observó el científico alemán Alexander von Humboldt: «Cada virreinato se gobierna, no como un patrimonio de la corona sino como una provincia particular y lejana de la metrópoli. En las colonias españolas se encuentran todas las instituciones cuyo conjunto constituye un gobierno europeo (…). La mayor parte de aquellas provincias (a las cuales no dan los españoles el nombre de colonias, sino de reinos) no envían caudal alguno neto a la tesorería general».

Solo en el siglo XVIII, por efecto de la Ilustración, se imitó el sistema inglés y francés: se extendieron las plantaciones especializadas, desaplicando diversas leyes de Indias y desalojando a indios y blancos de las tierras de realengo o de las reservadas a los indígenas. Los desalojados, obligados a trabajar en condiciones peores, protestaron a Madrid, pero aquí se protegía a los plantadores y grandes compañías. Un informe de dos marinos científicos, Antonio de Ulloa y Jorge Juan, daba cuenta de abusos, pésima situación de los indios despojados, baja moralidad del clero y enemistad entre criollos y europeos. El descontento propició una revuelta de criollos en Venezuela y otra de indios en Perú, hechos inéditos en los dos siglos anteriores. Aun con eso, el Imperio español ha sido uno de los más pacíficos de la historia, tradición rota desde la independencia.

Una segunda diferencia fue la mayor labor evangelizadora de la historia, que haría del ámbito cultural hispanoamericano el más extenso y poblado del mundo católico. Las demás potencias colonizadoras prestaron mucha menos atención a la cristianización, unos por contrarios a ella, otros por una noción de superioridad racial o religiosa, o simplemente porque su interés era meramente práctico.

Relacionada con la anterior, también se diferenció el trato al indígena, legalizado desde el testamento de Isabel la Católica a la recopilación de la Leyes de Indias, ya mencionada. Los indios, súbditos de la corona, no podían ser esclavizados y retuvieron territorios para vivir de acuerdo con sus tradiciones. Muchos fueron sometidos a las encomiendas, institución más o menos feudal, diseñada para instruirlos y bautizarlos, pero que daban lugar a abusos. Se produjeron matanzas ocasionales y sobreexplotación, sobre todo al principio, pero tales hechos duraron poco, aunque la explotación, como vimos, aumentó con las grandes compañías y plantaciones.

En cuanto a la esclavitud, el comercio negrero desde África era de tal brutalidad que se estima que uno de cada tres esclavos perecía en el viaje. Algunos ilustrados, como Voltaire, Montesquieu o Hume defendieron aquel tráfico; otros, como Diderot o Adam Smith lo condenaron. Los españoles apenas participaron en ese comercio, pero lo aprovecharon, pese a que los papas lo condenaron reiteradamente. Se ha estimado que las colonias españolas del Caribe recibieron 1,6 millones de esclavos a lo largo de tres siglos, y en la misma zona 3,8 millones las colonias inglesas, francesas, holandesas y danesas, más pequeñas. Usa tenía 4 millones cuando la Guerra de Secesión. No obstante, un esclavo vivía mejor en las zonas españolas, donde podía manumitirse con cierta facilidad (en 1817 había en Cuba 114.000 negros libres). Las colonias inglesas no permitían la manumisión o le imponían un precio prohibitivo. En las partes españolas los esclavos podían contraer matrimonio entre sí, recibir los demás sacramentos y descansar domingos y festivos. En las de otros países se prohibía bautizarlos, las parejas y sus hijos podían ser separados y vendidos, y los códigos autorizaban al amo a ejercer «fuerza ilimitada» sobre ellos, sin excluir la mutilación o el asesinato. El código francés era más benigno. No obstante, en el siglo XVIII surgió en Inglaterra y Usa una corriente religiosa de oposición al esclavismo, considerado un grave pecado, que logró su abolición en el siglo siguiente. La Francia revolucionaria también lo abolió, aunque Napoleón volvió a autorizarlo. Y España fue uno de los últimos países en prohibirla.

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El odio de los independentistas a España tenía mucho de impostado, y reproducía el de los protestantes y franceses, que había originado la leyenda negra. El odio de estos tenía más lógica, porque España había sido el obstáculo principal a su expansión, de ahí que la presentasen como baluarte del oscurantismo y la opresión más sanguinaria, opuesta a las luces ilustradas, etc. Pero en realidad, durante el siglo XVIII España se había sumado a la Ilustración en la estela de Francia (el «afrancesamiento»), si bien distó de alcanzar los niveles especulativos y científicos de los tres o cuatro países punteros. El filósofo Julián Marías ha observado que, al menos, la Ilustración española evitó las exageraciones y extremismos que abocarían a la Revolución Francesa. En sus mejores tiempos, España había creado un espíritu original y fructífero, decaído luego, y daba la sensación de no sentirse muy cómoda en el traje francés. ¿Se debía la mediocridad cultural en que cae el país a un insuficiente afrancesamiento o, por el contrario, al abandono de la tradición anterior y servilismo hacia las nuevas corrientes transpirenaicas? ¿Estaba agotado el espíritu que había creado el Siglo de Oro hispano, o podría retoñar de algún modo? Este dilema se ha concretado en tendencias tradicionalistas y casticistas por un lado, y «afrancesadas», «europeístas» o «modernizadoras» por otro. En el siglo XIX la influencia inglesa sustituiría a la francesa, con secuelas aún menos brillantes.

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