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Quinta parte: Edad de Apogeo » 31. Las aventuras de la razón (ii). Darwin, Nietzsche, Pío IX, Donoso

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Las aventuras de la razón (II)

Darwin, Nietzsche, Pío IX, Donoso

Entre tanto, en 1859 aparecía en Inglaterra la obra de Charles Darwin El origen de las especies, y en 1871 El origen del hombre y la selección ligada al sexo. A la idea, ya existente en los griegos, de que las variadísimas formas de la vida debían tener origen común, aportó Darwin una doctrina precisa, basada en tres ideas: cada especie produce muchos más individuos de los que pueden sobrevivir, lo cual origina una lucha por la vida. Dentro de las especies se da una variabilidad de rasgos heredables, por lo que la naturaleza elegirá los más eficaces para la supervivencia, que se reproducirán mejor. Con ayuda del tiempo, esas variaciones darán lugar a nuevas especies. El hombre, con sus particularidades, es en definitiva un animal más, que debe haber evolucionado a partir de los simios o de una especie común a ambos. El conocimiento de estos mecanismos descartaba la intervención sobrenatural de la divinidad.

La teoría partía de numerosas observaciones, y aunque incompleta hasta que se descubrieron los mecanismos genéticos, era ingeniosa y lógica. No podía demostrar a conciencia sus asertos, pero se presumía científica en cuanto prescindía de la divinidad y de la noción de finalidad: ni Dios intervenía ni la evolución respondía a algún designio finalista, simplemente ocurría por mutaciones al azar entre las que seleccionaba la naturaleza. Sus efectos ideológicos fueron rápidos y enormes. Los anticristianos la saludaron como un golpe decisivo: así como la teoría de Newton permitía explicar el funcionamiento del universo sin necesidad de recurrir a Dios, lo mismo ocurría ahora con la vida y con el hombre. Un sector protestante rechazó el darwinismo, apoyándose en el libro del Génesis, según el cual Dios creó las especies y directamente al hombre. La Iglesia católica aceptó la nueva teoría con más facilidad, manteniendo la intervención directa de Dios en el origen tanto del universo como del hombre.

El darwinismo resultaba demoledor en un plano más profundo: el ser humano ya no era el culmen de la creación, una imagen de la divinidad: se reducía a un suceso más dentro del universo; las cualidades que le distinguían del animal no procedían de una chispa divina, sino de la misma animalidad; y su vida dejaba de tener finalidad o sentido, no más en todo caso que el de tantas especies aparecidas y extinguidas a lo largo de eones. La lucha por la existencia no tenía otra finalidad que sobrevivir, y la supervivencia dependía de infinitos azares biológicos. Perdían todo significado ideas como la expresada por Pico della Mirandola y base de la moral católica, del hombre capacitado por su libertad para elevarse a un plano semidivino o degradarse a la condición animal.

La nueva teoría fue aclamada como nuevo y grandioso triunfo de la razón y la ciencia, aunque rebajase de tal modo el concepto que el ser humano solía tener de sí mismo. Ya había ocurrido en pequeña medida con la teoría heliocéntrica, pero ahora con efecto demoledor. Por otra parte no fundamentaba una conclusión única, sino varias distintas e incluso opuestas, como había ocurrido con el estudio racional de la economía, del que habían surgido interpretaciones antagónicas como el liberalismo, el comunismo o el anarquismo, y aun cada uno con sus variantes. Por ejemplo, el darwinismo podía entenderse como explicación de las guerras, tan detestadas como recurrentes, e interpretables ahora como un mecanismo de selección biológico-social; o bien el concepto de evolución, asimilable al progreso, sugería —más difícilmente— una actitud pacifista y cooperativa, más próxima al cristianismo. Pero en rigor derruía el fundamento de la moral, pues a un animal, y el hombre lo es, no se le atribuye conducta moral. El bien y el mal quedan sustituidos por el éxito y el fracaso.

Una de sus derivaciones más importantes consistió en otorgar al racismo una supuesta base científica. Conductas racistas se dan probablemente en todas las culturas, pero en Europa se habían acentuado por su ventaja técnica y material sobre el resto del mundo, y también en el arte y el pensamiento. Hume lo había explicado y en Francia Joseph de Gobineau lo teorizó en los años cincuenta: la raza blanca demostraba su superioridad por sus creaciones culturales, y dentro de ella la parte rubia o aria alcanzaba el máximo nivel. La mezcla de razas causaría degeneración, y los únicos que se conservaban puros eran los germanos (ya lo había creído observar Tácito). Gobineau alababa los antiquísimos textos védicos de India, que pregonaban la superioridad de los «de cabello y barba amarillos» y la aversión a los de piel oscura. A su vez, las aristocracias eran superiores a la gente común, por tener un mayor componente ario. Ese enfoque autorizaba a interpretar la Revolución Francesa como una revuelta de los inferiores contra los superiores descendientes de los francos. Claro que también podía verse al revés, como una nueva invasión de los bárbaros, dada su actitud demoledora hacia el pasado, tanto hacia sus valores como hacia sus monumentos y recuerdos concretos.

El racismo era también muy intenso en Inglaterra y Usa. Rhodes, uno de los imperialistas ingleses más conspicuos y autor del gran plan de dominio «de El Cairo a El Cabo», estaba convencido de la superioridad de la raza anglosajona sobre las demás, por lo que «cuanta mayor parte del mundo colonicemos, mejor para la humanidad». La derrota de España en la guerra del 98 con Usa fue interpretada como efecto de la superioridad anglosajona sobre los decadentes latinos. Etc. El darwinismo daría lugar en muchos países a programas de esterilización y eugenésicos. Cabe ver también en el racismo cierta analogía con la doctrina protestante de los predestinados a la salvación.

A su vez, Marx saludó las tesis de Darwin con fervor, ponderándolas como «la base para nuestras tesis a partir de la historia natural»: la lucha de clases manifestaría en el plano social la lucha biológica por la vida. Engels explicó en el elogio fúnebre al coautor del Manifiesto Comunista: «Igual que Darwin ha descubierto las leyes del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx ha descubierto las leyes del desarrollo de la historia humana». Parece que la admiración de Marx por Darwin no fue recíproca, pues el inglés no dejó de ser un investigador burgués, de querencia liberal. La religión y sus contradicciones siempre le preocuparon y angustiaron, y finalmente se declaró agnóstico, admitiendo la incapacidad de la mente humana para penetrar el misterio último del universo. Algo que Marx habría calificado de cobardía e inconsecuencia.

También el liberalismo sacaba partido del darwinismo: la economía, como ciencia de los recursos escasos, reflejaba en el plano social la constante biológica que hacía perecer a los menos aptos. Así, la observación más elemental mostraba cómo en la sociedad humana prosperaban los más hábiles y se arruinaban los menos diestros o afortunados en una pugna sin fin por la riqueza y el poder. La economía, base de la evolución social, reflejaba a su manera la lucha por la vida.

La marca darwiniana resalta asimismo en Friedrich Nietzsche, uno de los filósofos más significativos del siglo. Nietzsche entendió que las tesis de Darwin demolían los principios de la moralidad y la especulación metafísica, dejando solo como motor de la vida el instinto de supervivencia, manifiesto en el hombre como voluntad de poder. Esa voluntad constituía la moral misma, que dictaba la necesidad biológica del imperio de los fuertes sobre los débiles e incapaces, pudiendo incluso «ayudar a perecer» a los últimos. La historia solo podía entenderse racionalmente como ejercicio de la voluntad de poder, descartando la inane moralina cristiana. Nietzsche recogía una tradición muy antigua, ya expuesta por algún sofista griego e impresa en la religión germánica con su gusto por la lucha y su pesimismo de fondo; pero ahora con base científica. La evolución debía desembocar en el superhombre, capaz de crear sus propios valores a partir de su voluntad de poder. Una visión de la vida radicalmente opuesta a la cristiana «religión de la compasión», sobre todo en su versión católica; y Nietzsche condenó sin ambages el cristianismo como insano, contrario a las leyes de la vida, debilitador de la fuerza y el poder, propio de esclavos e ineptos, como ya se decía en la Roma antigua. Las ideas de Nietzsche tienen algo de desarrollo extremo, bajo inspiración cientifista, del nominalismo de Occam, que disociaba el bien y el mal de la razón, atribuyéndolos a la libre voluntad divina, inaccesible en definitiva al entendimiento humano, dejando a su vez la guía de la conducta a la voluntad del individuo. Esta inaccesibilidad lleva a prescindir de Dios a efectos prácticos y finalmente teóricos.

El darwinismo, por tanto, parecía fundamentar científicamente, con plena certeza, la religión prometeica en sus modalidades liberal, marxista, nietzscheana u otras. Sin embargo su consecuencia ideológica mayor venía a ser el nihilismo: la vida, en general, y la humana en particular, carece de sentido, por tanto de valor. Esto podría causar desesperación, pero una salida posible era la liberación de toda constricción moral o religiosa: cada uno conduciría su vida de acuerdo con los valores que prefiriese: recogía la aspiración renacentista a construir la propia fortuna, pero sin el apoyo cristiano que entonces se daba por hecho. Ahora cada uno podía dar a su vida el sentido que prefiriera: lucha de clases, lucha de razas, pacifismo, búsqueda del placer o del poder… La idea no científica y difícilmente asible del Bien y el Mal quedaba sustituida una vez más por la del Éxito y el Fracaso. El Hombre como dios, libre de constricciones morales y religiosas, adquiría una libertad y poder absolutos, no solo sobre el mundo, dominable por la ciencia y la técnica, sino sobre sí mismo, según una voluntad no obstante parecida al capricho, que giraría en el vacío. Macbeth estaría en lo justo.

También cabía enfocar el darwinismo de otro modo, aunque no solía hacerse: la finalidad o designio, excluido por el método científico y por oculto que se halle, queda implicado en el hecho mismo de la selección, pues en otro caso las mutaciones producirían monstruos sin cesar. La selección supone también un agente seleccionador, en este caso «la naturaleza», dotada de ciertas cualidades divinas desde Spinoza. Decir «naturaleza» suena más científico que decir «Dios», pero es un concepto tan poco claro como el de divinidad. O el de «pueblo». O el de «razón». O el de «hombre». De la naturaleza conocemos algunos aspectos e ignoramos otros, y de hecho, la idea que se hacían de ella en los siglos XVIII y XIX iba a cambiar sustancialmente en el XX. Además, en el fondo del evolucionismo late el poderoso instinto de supervivencia, común a toda la vida, pero ¿de dónde salía ese instinto? En fin, era difícil salir de la tautología al explicar la supervivencia del más apto o del más fuerte: si salía adelante o triunfaba era por ser el más apto, y si era el más apto se debía a que triunfaba.

Y la casi feroz exigencia de sentido en la psique humana, que daba lugar a tantas especulaciones y mitos desde el origen de la sociedad, ¿podía ser un simple error gratuito de nuestra mente, ajeno al resto de la naturaleza que marchaba sin finalidad alguna? ¿No exigía la razón que sentido y finalidad fueran asimismo «naturales» y no absurdos de origen no natural? ¿O habría en el hombre algo no natural, entonces?

Era preciso también estudiar racionalmente el propio cristianismo y la causa de su influencia a lo largo de casi dos milenios. De siempre se había aceptado la ineptitud de la razón ante ideas como la vida después de la muerte, la virginidad de María, la acción del Espíritu Santo, la divinidad de un hombre, sus milagros, su muerte como Dios por otros hombres, la resurrección, el carácter trinitario de la divinidad, etc. Todas ellas exigían fe, con la razón reducida a auxiliar parcial. Pero la razón podía desacralizarlas y convertirlas en objeto de chanzas por sus incoherencias, como habían hecho varios enciclopedistas. Además, ¿en qué sentido era Europa cristiana? No podía decirse que la historia europea se adaptase especialmente bien a los preceptos de Cristo, quizá porque fuera imposible, aunque cabía argüir que la religión había obrado como freno al desencadenamiento de los más peligrosos instintos humanos y como estímulo cultural.

Naturalmente, Jesús era un hombre, no un dios, y en Alemania se emprendieron estudios científicos sobre su vida, circunstancias históricas y versiones contradictorias de los Evangelios. Dentro de la moda racista, se le presentó como un ario de Galilea, zona de mezclas raciales, y no como semita. Su doctrina debía interpretarse como ruptura radical con el judaísmo, lo que explicaría su expansión por Europa, «aria» en mayor o menor proporción. El pensador francés Ernest Renan, en su Vida de Jesús, encontró admirable al ario Jesús: «Hacerse amar al punto de que no haya dejado de ser amado desde su muerte, he aquí su obra maestra». Jesús no habría fundado una religión con sus dogmas, que corresponderían más bien a San Pablo, sino un espíritu nuevo para la humanidad. Se puso de moda hablar del cristianismo céltico y germánico, negándole origen semítico, pese a que la insistencia cristiana en la igualdad ante Dios, la mansedumbre, la compasión, la paz, etc., casaban mal con las religiones arias. Otros puntos de vista igualaban cristianismo y judaísmo como religión judeocristiana.

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La tendencia liberal predominante en el siglo XIX tendía a arrinconar la presencia religiosa al ámbito estrictamente privado. En esa dirección marchaba el laicismo en Francia, a veces con uso violento del poder («¡El clericalismo, he ahí el enemigo!»), eliminación de la enseñanza religiosa, secularización de los cementerios, retirada de crucifijos, expulsión de órdenes religiosas, etc.; en España los bienes eclesiásticos habían sido expropiados o expoliados, se habían organizado matanzas de frailes, y las órdenes religiosas masculinas habían sido prohibidas, aunque desde el concordato de 1851 la situación había mejorado; el movimiento nacionalista italiano era abiertamente anticlerical; en Alemania, el canciller Bismarck había emprendido la Kulturkampf, «lucha por la cultura», directamente contra la Iglesia católica, vista como un peligro de «polaquización» y debilitación de la germanidad. En Suiza ocurrió algo semejante, con expulsión de los jesuitas y prohibición de elegir a clérigos.

A todo ello reaccionó el papa Pío IX en su largo pontificado (1846-1878). Renovó el rechazo a la masonería y al deísmo, y en su bula Quanta cura, y un listado (Syllabus) de ochenta «errores modernos», condenó el modernismo en la Iglesia, entendido como caballo de Troya del liberalismo contra el dogma. Las tesis denunciadas como errores partían de una razón ajena a la fe como único árbitro de lo verdadero y lo falso, dando a cada individuo el derecho a pensar y expresar cualquier idea y a practicar cualquier religión, sin restricción de ninguna autoridad civil o religiosa. De ahí la separación de la Iglesia y el Estado, el matrimonio civil disoluble mediante el divorcio, etc. Aquellas libertades parecían el arma más decisiva contra la Iglesia, al separarla radicalmente del poder político, subordinar la moral a la política y negar la historia anterior, en la que la Iglesia había desempeñado un papel tan intenso. Frente a esas interpretaciones, el Papa defendió el libre albedrío de la persona como base de la responsabilidad y de una moral objetiva, no sometida a la conveniencia u opinión de cada individuo.

Pío IX, por tanto, defendía la doctrina tradicional de la Iglesia, que a su juicio no podía ser desestimada como una serie de opiniones cualesquiera, muchas de ellas perfectamente irracionales y contradictorias. Proclamó también el dogma de la Inmaculada Concepción de María, y la infalibilidad papal en materia de fe y de costumbres, siempre que se pronunciara ex cathedra, algo que muy raras veces sucedía. Y contra la difundida tesis de que la Iglesia propiciaba el oscurantismo y aplastaba la ciencia, sostuvo lo contrario y llamó a los —por otra parte numerosos— científicos católicos a intensificar sus trabajos. Según él, no podía haber contradicción entre la ciencia y el dogma católico, solo insuficiencia de la investigación.

En 1869 se abrió el Concilio Vaticano I, cortado por la Guerra Franco-Prusiana y la ocupación de Roma por los nacionalistas italianos. Con todo, reafirmó la doctrina de Trento y la confesionalidad de los estados. Dios era un ser personal, pura transcendencia independiente de la naturaleza y creador libre. La Revelación comunica la existencia de Dios y la razón está capacitada para demostrarla: la fe cristiana es por ello razonable y razonante. El agnosticismo sería una carencia o inconsecuencia. En la vieja cuestión sobre la primacía del pontífice o de los concilios, ratificaba la primera: las resoluciones conciliares solo serían obligatorias para la Iglesia una vez las confirmara el Papa.

A pesar de que la hostilidad al cristianismo se armaba con las potentes armas de la ciencia, y de que en todo los países predominaba el hostigamiento político, la Iglesia católica conservaba la mayoría de sus feudos populares, crecía en los protestantes y mantenía y extendía su actividad misionera por otros continentes. En Francia, el fenómeno de Lourdes propició un resurgimiento religioso. En la misma Inglaterra se iban levantando las restricciones contra los católicos, aunque dentro de la línea de reducirlos a la privacidad; algunos clérigos e intelectuales anglicanos («movimiento de Oxford») propugnaban el acercamiento a Roma, y dos de sus figuras más destacadas, John Newman y Henry Manning se convirtieron al catolicismo. Quizá una de las causas estribaba en que la Iglesia proponía unas certezas vitales, por extrañas que a veces fueren, mientras que la sensación de no tener nada preciso a qué atenerse, de que todo era opinable, creaba una profunda angustia en muchos seres humanos.

Precisamente en ese sentido va la crítica de Donoso Cortés, en la línea de De Maistre y otros. Originariamente liberal ardiente, Donoso evolucionó en sentido contrario en su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo. Le sirve de punto de partida el anarquista Proudhon, cuya «guerra a Dios» no le impide percibir cómo en las cuestiones políticas termina tropezándose con la teología. Siendo masón, el anarquista interpretaba al Gran Arquitecto al margen de toda consideración metafísica, como un símbolo del «equilibrio universal» y de la justicia. Puesto que, en la estela de Rousseau, considera la propiedad un robo, su oposición al liberalismo es radical, y si bien comparte con los liberales cierto culto al individuo, lo extrema hasta declarar a este soberano absoluto sobre sí mismo, y a toda forma de gobierno una tiranía inadmisible (también contra Marx). Proudhon representa el endiosamiento del Hombre, no como humanidad sino como individuo, llevando a sus últimas consecuencias la idea protestante del libre examen y su consecuente independencia moral, en una tradición todavía más antigua dentro de la cristiandad europea.

Donoso trató de comparar los principios esenciales de las tres doctrinas, que en resumen trataban del mal y la oposición a él. En suma, el liberalismo achacaba el mal a las instituciones políticas y el socialismo (incluido el anarquismo) a la más profunda organización social. El catolicismo, en cambio, ve el principio del mal en la propia naturaleza humana, por lo cual carga el esfuerzo en su mejoramiento moral. De acuerdo con su crítica, las revoluciones y cambios políticos liberales no solo producirían graves trastornos, sino que en el fondo resultarían fútiles. Tanto más cuanto que la tolerancia liberal no sería otra cosa que indiferencia hacia las verdades más vitales, reducidas a opiniones discutibles, en el fondo sin importancia. Indiferencia productora de escepticismo y ateísmo, que allanaría el camino a la revolución social. El socialismo, en cambio, tendría una gran ventaja sobre el liberalismo «porque se van derechas a todos los grandes problemas y a todas las grandes cuestiones y proponen siempre una solución perentoria y decisiva». El liberalismo excluiría cualquier fe, excepto quizás en la economía, pero en el socialismo la fe era muy fuerte, solo que, a juicio de Donoso, una fe satánica. El liberalismo «no domina sino cuando la sociedad desfallece (…) y no sabe si irse con Barrabás o con Jesús». Al contrario que el catolicismo, sería «impotente para el bien, porque carece de toda afirmación dogmática». Y al revés que el socialismo, también sería incapaz para el mal «porque le causa horror toda negación intrépida y absoluta», es decir, la negación de la divinidad. La pretensión socialista de convertir la tierra en paraíso «haría brotar sangre hasta de las rocas, y la tierra se convertiría en un infierno». El liberalismo, por su naturaleza ambigua, no se sabe de qué parte estará el día de la «tremenda batalla» entre catolicismo y socialismo.

Según Donoso, por el catolicismo «entró el orden en el hombre, y por el hombre en las sociedades humanas (…). El dogma católico fue el criterio de las ciencias, la moral católica el criterio de las acciones, y la caridad el criterio de los afectos. La conciencia humana, salida de su estado caótico, vio claro en las tinieblas interiores, como en las tinieblas exteriores». Pero si bien las revoluciones liberales y democráticas distaban de dar frutos muy satisfactorios, los adversarios de Donoso podían objetarle el escaso desarrollo científico y pobreza de pensamiento de la católica España desde hacía mucho tiempo, en comparación con los avances en países protestantes y liberales. Un problema de no fácil solución.

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