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Quinta parte: Edad de Apogeo » 33. La caída de la fe en el hombre

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La caída de la fe en el hombre

En el tránsito del siglo XIX al XX se produjo también una verdadera revolución científica y filosófica. Antes parecía que la física, la ciencia por excelencia, solo tenía que desplegar las ideas de Newton sobre la gravedad como clave de la estabilidad universal, de Carnot y Clausius sobre la energía o termodinámica y de Maxwell sobre el electromagnetismo, para completar un sistema majestuoso de leyes deterministas que explicarían el mundo a partir de conceptos que, salvo las algo misteriosas gravedad y electricidad, resultaban fácilmente intuibles y familiares a los sentidos y a la razón. Había problemas como la incongruencia entre algunos conceptos newtonianos y otros electromagnéticos, o la debilidad de la luz nocturna pese a las infinitas estrellas (paradoja de Olbers), pero nadie dudaba de que se irían resolviendo, y hacia finales del siglo XIX se creía próxima una completa explicación científica del mundo. Como se creía también en el fin de las guerras por su «inutilidad».

Newton había «creado» un universo homogéneo, continuo y estático, que funcionaría como un reloj, por lo que la intervención divina debía limitarse a su puesta en marcha, por así decir. La imagen fundamentó la filosofía de la Ilustración, complaciendo al deísmo y al panteísmo —pues ese universo disponía de rasgos divinos como la infinitud y la eternidad—: un universo determinista, gobernado por la necesidad, aunque alojase en algún punto de él la libertad moral humana, difícil de explicar. El modelo tenía contradicciones, pero no se percibían bien. Fue a principios del siglo XX, cuando la ciencia empezó a explorar lo inmensamente pequeño (física cuántica, comenzada por Planck) y las paradojas de la velocidad de la luz (teorías de la relatividad de Einstein) resultando de ahí una imagen del cosmos inasequible a los sentidos y a los conceptos corrientes de la razón. La nueva física desafiaba los conceptos normales de orden temporal y causalidad; y los de tiempo y espacio, que para Kant eran una especie de constructos mentales, marcos necesarios para los fenómenos, se volvían físicos y analizables, pero perdían su firmeza intuitiva y se alejaban de la razón y la experiencia comunes. Desde que, siglos y milenios atrás, los sacerdotes de diversas culturas observaran el firmamento de modo más o menos sistemático, pensando en su relación con los dioses y en cómo influiría sobre el destino humano, el conocimiento había conducido a un mundo ajeno a la visión intuitiva y sensorial, solo aprehensible y manejable través de unas abstrusas matemáticas.

Para lo que aquí importa, el hecho paradójico es que aquellos grandes triunfos de la todopoderosa razón humana no divinizaban al hombre, lo reducían a la insignificancia, culminando la demoledora visión darwinista. Siempre se había creído que el cosmos se limitaba a los pocos miles de estrellas discernibles a simple vista o con telescopios menores, pero en las primeras tres décadas del siglo se descubriría que ese firmamento solo abarcaba a una fracción de una galaxia, la cual contenía no miles sino cientos de miles de millones de estrellas, algo del todo irrepresentable para la mente; y como esa galaxia existían miles y miles de millones de otras parecidas. Esto debilitaba la posición del hombre inmensamente más que el heliocentrismo de Copérnico. ¿Qué importancia podía tener la Tierra, algo así como una gota de agua perdida en el Océano Pacífico? ¿Y qué significado dar a la frenética agitación de los ínfimos seres humanos sobre la superficie de aquella gota? Ni aun la aparición del hombre, tan tardía, se parecía a la necesidad de una ley natural que volvía tan satisfactorio el mundo newtoniano, sino a una improbabilísima combinación de azares sin finalidad alguna.

Estos descubrimientos se completaron con otro: las galaxias parecían ir separándose unas de otras, de donde terminó deduciéndose que en algún momento toda la masa del universo debió de estar concentrada en un punto sin dimensiones, cuyo «estallido» (Big Bang o Gran Explosión) por una fuerza no explicada, daría lugar al cosmos en expansión, cualquier cosa que ello significase, con un final previsible por el segundo principio de la termodinámica o por una Gran Contracción. El cristianismo hablaba del carácter sagrado de la vida humana, algo difícil de entender a la luz de la ciencia, como asimismo la noción de un Dios que amaba y cuidaba de modo especial a sus criaturas humanas, hechas a su imagen y semejanza. También sonaba grotesca la moral panteísta que quería basarse en las leyes de la naturaleza —de pronto tan extrañas e indiferentes al hombre— como habían querido los estoicos o Spinoza.

Partiendo de ahí, el por entonces joven pensador Bertrand Russell compuso una oración desesperada al dios devaluado:

Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae despiadada y tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la materia omnipotente rueda por su camino inexorable. Al hombre, condenado hoy a perder los seres que más ama, mañana a cruzar el portal de las sombras, no le queda sino acariciar, antes de que el golpe caiga, los pensamientos elevados que ennoblecen su efímero día; desdeñando los cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus propias manos han construido; sin asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria tiranía que rige su vida externa; desafiando orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún tiempo su saber y su condenación, sostener por sí solo, Atlas cansado e inflexible, el mundo que sus propios ideales han moldeado, a despecho de la marcha aplanadora del poder inconsciente.

¿No resuenan aquí los ecos de la cosmogonía germánica, la invocación a una lucha condenada a la derrota?

Ramiro de Maeztu, creyente, descalificó estas frases, puro nihilismo, como «retórica altisonante y contradictoria», al proponer una resistencia obstinada y sin sentido a fuerzas que sobrepasan absolutamente al ser humano. Para Maeztu, el hecho de que el hombre pueda conocer y transformar en alguna medida el mundo es indicio de una chispa divina que le asemeja al Creador del universo. Opinión consoladora, si bien no del todo lógica. En todo caso, para muchos, el conocimiento resultante de esa «chispa» reducía a cenizas tanto la idea de Dios como el valor del ser humano.

* * *

Si el arte expresa el sentimiento del mundo al margen de la razón, cabe entender una fracción característica del arte del siglo XX como producto subconsciente de las ideologías y del desconcierto causado por la ciencia: el arte llamado moderno, en literatura, pintura o música parece expresar precisamente el sinsentido de la vida; un arte «deshumanizado» en expresión de Ortega, inclinado a lo grotesco, lo desarticulado, lo demoníaco-trivial. La arquitectura y el urbanismo lo reflejan en construcciones colosales —también grandes barriadas— deliberadamente carentes de belleza, ya que la idea de lo bello implica una búsqueda de sentido y armonía que la razón ha demostrado ilusorios. Por supuesto, no solo ha existido ese arte. Han persistido el clasicismo y formas románticas, y las ideologías marxistas y fascistas han impulsado un arte propio de carácter épico, repleto de fe en el Hombre, considerado de formas opuestas; y ha proseguido, si bien debilitado, el arte cristiano, a menudo contagiado del moderno, este más relacionado con cierta concepción liberal-economicista del dinero como criterio valorador y al mismo tiempo trivializante.

Quizá quepa adjudicar uno de los comienzos del arte moderno al famoso mingitorio inmortalizado por Duchamp, titulado burlescamente The fountain, la fuente (¿de la vida?), y evaluado casi unánimemente como uno de los productos artísticos más creativos del siglo XX. El cuadro expresa la esencial animalidad humana en su banalidad, y en esa lógica revela algo. No menos revelador de una actitud es el manifiesto Aktion 1915: «Hacemos como si fuésemos pintores, poetas o cualquier cosa, pero solo somos unos voluptuosos del descaro. Por pura desfachatez estafamos al mundo y enseñamos a los esnobs a lamernos las botas». Cierto que el arte escapa a las intenciones del artista, incluso a su desfachatez, y el arte moderno está lleno de obras sin duda valiosas como exposición de una sociedad o de parte de ella. Pero el manifiesto expresa una actitud destructiva en un mundo trastornado, incapaz de creer en nada. La fe ilustrada en la Razón y el Hombre se desvanecía.

Que la razón haya engendrado ideologías tan diversas nos explica mucho sobre sus limitaciones. Uno de los grabados más famosos y significativos de Goya se titula: El sueño de la razón produce monstruos. Según explicó, el significado sería: «La fantasía abandonada de la razón produce monstruos, pero unida a ella es madre de las artes». Claro que, más allá del propósito del artista, el título permite una interpretación muy distinta: «La razón produce sueños monstruosos», o «la razón, abandonada de la fe, produce monstruos». Pero esto último tampoco sería del todo adecuado, pues la razón exige también fe en sus poderes mesiánicos y liberadores, igual que la exigen sus creaciones (o sueños, que podrían ser monstruosos): «La Humanidad», «el Proletariado», «el Pueblo», «el Progreso», etc. Es bien significativo que la razón, emancipada de la fe cristiana, se convierta ella misma en una fe, basada en la esperanza de que ella ofrezca soluciones unívocas y seguras a los grandes problemas humanos. Una fe mantenida contra muchas evidencias contrarias. En sus formas extremas, el culto a la Razón socavaba no solo la fe tradicional, sino también la esperanza en que la razón se basa.

La elaboración más profunda del sentimiento del mundo y de la vida es la religión, racionalizada simbólicamente en los mitos: «Alguien» ha creado al mundo y al hombre y su destino, «alguien» que por haberlos creado es muy diferente y superior a ambos, tal como una silla es muy diferente e inferior al carpintero. Esto es muy racional y lógico, y no exige una fe muy ferviente. Lo que sí exige fe es más bien la idea de que ese «alguien» sea bueno y ame a sus criaturas, habida cuenta de la cantidad de mal existente en su creación. La razón encuentra irracional la creencia en Dios, por ser racionalmente indemostrable, aunque pueda admitirlo como posibilidad sin consecuencias prácticas; y socava los mitos al interpretarlos literalmente. Según el psicoanalista Paul Diel, Freud estaba equivocado en sus elaboraciones sexualistas, pero tuvo el mérito de descubrir el lenguaje simbólico de las instancias psíquicas extraconscientes, traducibles en principio al lenguaje consciente. Sea de ello lo que fuere, la fe, y por tanto una u otra forma de religiosidad, parece presentarse como una exigencia radical de la psique.

Una explicación del fenómeno podría ser esta: el hombre es impulsado por sus deseos, a menudo contradictorios o irrealizables, que el yo puede gobernar por la razón, pero solo parcialmente. Por su naturaleza, los deseos están tensionados hacia el futuro (el hombre como ser «futurizo» en expresión de Julián Marías), pero el futuro es por naturaleza inseguro. No solo unos deseos se cumplen y otros no, sino que a menudo lo que le ocurre al individuo es algo totalmente imprevisto y ajeno a sus proyectos; y su habilidad para prever o calcular las consecuencias de sus actos es también muy limitada. Esa incertidumbre impone al hombre una forma de fe, por así decir permanente. Pese a todo sí existe una certeza, pero no muy consoladora: al final del futuro personal está la muerte amenazando convertir la vida anterior en un absurdo, o por lo menos en un enigma. Y ese hecho inevitable impone la desesperación o una fe más profunda.

Como venimos viendo en la historia europea, tan apegada desde el principio al ejercicio de la razón, uno de los problemas de esta es que si originase una sola solución incontrovertible a los problemas humanos, la libertad quedaría abolida; y que en la realidad nunca origina una sola solución, sino varias y contradictorias. Pocas veces, si alguna, se habrá usado la razón con más apasionada intensidad que en la Grecia clásica, por parte de Platón, de Aristóteles, de los sofistas… y sin embargo aquel esfuerzo heroico y magnífico había llevado a conclusiones diversas e inconciliables. Y lo mismo en Europa. Esa es una de las causas por las que la Razón exige fe, como cualquier creencia religiosa. Y cada razonante deposita la fe en sus propias conclusiones, que cree asistidas por la diosa Razón. No se niega la religión, sino que se pasa de una a otra. La fe en el Dios cristiano parecía sustituible y mejorable por la fe en el Hombre, pero al final esta se mostraba incapaz de reemplazar a aquella para proporcionar «equilibrio y sentido a la vida»: con una fe caía la otra.

Por todo ello la fe y la razón se exigen mutuamente, pese a ser parcialmente incompatibles. La persistencia en el culto al Hombre y la Razón a pesar de las advertencias de la razón común y de la experiencia histórica, genera lo que podríamos llamar «pensamiento histérico», hoy tan común. Esa forma de pensamiento deriva de las ideologías utópicas. Los utópicos, enamorados de deseos vanidosos e irreales, creen que quien impide lo que ellos suponen su derecho y su felicidad son algunas personas o grupos discrepantes, contra quienes dirigen un odio irracional. Y no se conforman con expresarse, intentan acallar la discrepancia, como si así pudieran ocultar lo evidente. La experiencia del siglo XX y el actual viene siendo pródiga en tales actitudes.

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