Europa

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EUROPA

Él dormirá. Heda acariciará sus cabellos. Entonces, él abrirá los ojos y la observará. Sin sonreír. Sin hablar o moverse. Su boca no se habrá desprendido aún del rictus del sueño. Parecerá una raya dibujada en la arena. Curvada hacia abajo en los extremos. La arena. La playa. El mar. La monótona cadencia de una grúa al final del pueblo, horadando la tierra. Profanándola. A Heda le dolerá el abdomen y se le habrán dormido las piernas. Él moverá una mano por debajo de la sábana y la acariciará. Ella se apartará. Tendrá frío. Tendrá ganas de orinar. Hará lo que debe hacer. Pero aún es pronto, pensará, le faltarán las fuerzas. Tantas cosas por vivir, por llevar a cabo, por acometer juntos. Todo habría estado sólo comenzando. Habrían podido llegar a cada rincón de la tierra, a cada ciudad, a cada habitación, al corazón mismo que palpita dentro de las cosas. Tan lejos.

A través de la ventana, se oirá un avión. Un claxon. Un perro ladrando en un portal. Cambiará de postura en la cama y le dará la espalda a él. Le dolerá el abdomen otra vez. Hará dos horas que le dolerá. Le dolerá ya antes de haber llegado, mientras camine en dirección a la pensión, atravesando el silencio de la población en domingo. Le dolerá mientras hagan el amor, mientras lo abrace con furia, como si fuera el causante de su angustia, de su sueño, de todos los males del mundo.

—¿Quieres agua? —le preguntará él.

—No —contestará.

Él se levantará y caminará hacia el fondo de la habitación. Entornará la puerta del baño tras de sí. Orinará contra la superficie de loza. Accionará la cisterna y abrirá el grifo. Beberá agua, saldrá. Se sentará en la cama junto a Heda. Estará despeinado. Se inclinará a recoger sus ropas del suelo y se pondrá el slip, los pantalones; el jean aún desabrochado dejará al descubierto una franja de piel. Heda se cubrirá la cara con las manos. Pero no podrá llorar. Mirará sus hombros, la curva de la nuca bajo un pliegue de la piel, el tosco tejido de la lana de su jersey. Resultará extraño y a la vez agradable. Se imaginará ese cuerpo dentro de unos años. Hará dos días era el cuerpo de él. A partir de hoy, no.

Mientras se ponga los zapatos, él le dirá:

—¿Te encuentras bien?

Ella se doblará por la cintura y ahogará un quejido.

—Sí.

—Estás pálida.

Él le apartará el pelo de la cara. Ella deseará abrazarlo. Deseará abrazarlo, y que él la abrace también y que sea como estar con Dios. Pero no tendrá energía. Sentirá ganas de vomitar.

Sonará un portazo en la habitación de al lado. Heda se levantará. En el aire habrá una nota, un acorde grave y extraño que recordará a un enjambre de abejas. Caminará hasta la ventana y apartará la cortina; mirará hacia el exterior. A lo lejos, en el horizonte, se verá el resplandor rojizo del crepúsculo. Deseará volver a la cama pero no lo hará. Permanecerá allí, de pie, junto al ventanal, mirándolo. Intentando guardar su imagen para siempre.

—¿Qué te pasa? —dirá él.

Fruncirá los labios e irá hacia ella. Volteará sus hombros hasta tener la cara de Heda frente a sí. Luego abrirá los labios y la besará. Una parte de Heda querrá quedarse con él. Amarlo y reconfortarlo.

—Todo se arreglará —dirá él—. Seremos felices. Ya lo verás.

—Vete de una vez —le dirá Heda—. No debes hacerlos esperar.

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