Europa

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II » La casa

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LA CASA

El sábado por la mañana plancha la ropa en la pequeña mesa del comedor. Le duele la espalda. Nunca antes le había dolido la espalda. Pamuk habla sin parar sobre sus compañeros de la fábrica mientras mira la televisión. El aparato es un Telefunken pequeño. Hace rayas. Es imposible de sintonizar. Ni siquiera papá lo ha logrado. Pamuk ha hecho mucha amistad con el hermano de Ibbet, un muchacho llamado Tobbías, dice, un camarada. Quiere que Heda vaya a conocerlo a la taberna.

—No, gracias —dice ella.

—¿Por qué no? —pregunta Pamuk—. ¿Qué tienes contra nosotros?

—¿Qué nosotros?

—Deberías venir. Harías bien.

Heda empareja un par de calcetines y los coloca sobre un montón.

—¿Por qué? ¿Por qué debería?

—Tienes que divertirte —contesta él—. No haces más que ir a la fábrica y trabajar.

—Si piensas que me voy a divertir en la taberna es que no me conoces.

Pamuk se encoje de hombros. Sonríe.

—Es verdad. No te conozco. Antes sí te conocía. Pero ahora te has vuelto muy seria.

Se levanta. Intenta sintonizar otro canal en el televisor. Pero no hay manera. Vuelve a sentarse y enciende un cigarrillo. Desde que están allí, Pamuk ha contraído el vicio de fumar. Papá lo lamenta. A la madre le parece natural. Ya es un hombre, dice. Enciende un pitillo con la colilla de otro. Aspira el humo con aparatosidad. Como si creyera que todos lo miran. No es un hombre aún. Se siente importante. Pero no es un hombre aún. El revolucionario. El traidor. Pamuk se recuesta en el respaldo del sofá, contra el papel desgarrado. Dice:

—Es un buen chico, Tobbías. Al principio, cuando llegó, trabajó para un diplomático de nuestro país. Cuando todos se fueron, él se quedó sin empleo. Ahora trabaja en la fábrica de plásticos.

—Ten cuidado con el papel —le dice Heda.

A veces desearía tirar del papel de la pared. Arrancarlo. Ver lo que hay debajo. Quizá haya inscripciones. Quizá restos de inquilinos anteriores. Proclamas de la última guerra.

—Cuida de Ibbet desde que tenía diez años —continúa Pamuk—. Él le encontró ese trabajo del que te hablé, en la tienda. A Ibbet le gustaría presentártelo.

La televisión anuncia una serie de medidas del gobierno. Ayudas a agricultores y estudiantes. Nada de Vanÿek. De la desaparición o la muerte de un refugiado. Deberían cambiar ese papel, piensa Heda. Deberían gastar algo de dinero en esa casa si, al fin y al cabo, van a vivir de forma permanente en ella.

—Tobbías necesita conocer a alguna buena chica —dice Pamuk—. Igual que yo he conocido a Ibbet.

—Y qué quieres que le haga —dice Heda.

—Podrías salir con él.

Salir con él. No puede ni pensar en salir con ese chico. No se figura nada más triste que ir con alguien a quien apenas conoce por las calles de una ciudad extranjera. Sin rumbo fijo. Tener que hablar de temas banales. Mirar constantemente el reloj. No. No piensa acompañar a ese chico, el hermano de Ibbet.

—No quiero —dice—. No me apetece. Por favor, Pamuk.

—Está bien —dice Pamuk.

Coge el cigarrillo entre los dedos índice y pulgar, como ha visto hacer en el cine. Se siente importante. Se cree un actor.

—El tabaco de nuestro país no me gustaba —dice—, éste es mejor.

El calor de la plancha, por un momento, hace que Heda sienta alivio. Mucha gente se deprime. Muchos toman el camino más corto y se suicidan. Ha oído que aquí se han suicidado muchas personas de su país. Un hombre retiró los platos de la cena y luego se ahorcó.

Ella no se ahorcará. Conoce otras formas de morir.

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