Europa

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PAPÁ

Rachel no le dirige la palabra. Ha salido a comer con su marido. Él le ha regalado una pecera para celebrar su embarazo, y Rachel la ha traído con ella después de comer. La ha dejado sobre el archivador. Dentro, un pez pequeño de color indefinido se ha pasado el tiempo nadando en círculos.

A la hora de salir se levanta para ponerse el abrigo, pero una arcada la obliga a sentarse otra vez. La arcada desciende por su estómago. Luego vuelve, repiquetea en sus sienes, se instala en la garganta. Heda consigue retenerla, pero al instante la cabeza le pesa. Se siente desfallecer. Oye el golpe de su cráneo al caer sobre la mesa.

Cuando despierta, está sentada junto a Schultz. Van en su coche. Le duele la cabeza. Le pitan los oídos. Se palpa el vestido: no hay rastro de vómito, está limpio. Aunque no tanto como el coche de Schultz. Todo reluce en él. Los cromados del salpicadero. El parabrisas. Huele a ambientador. Se marea. Él conduce con los ojos fijos en la carretera. Los campos desiertos y helados, los árboles plateados de esqueléticas ramas, todo se sucede tras la ventanilla a gran velocidad.

Cuando repara en que se ha despertado, Schultz carraspea. Aminora la marcha.

—¿Se encuentra mejor? —le pregunta.

Heda asiente.

—He decidido llevarla yo mismo a su casa. El médico de la fábrica se había marchado ya.

Vuelve rápidamente la cabeza para mirarla otra vez.

—¿Seguro que se encuentra mejor?

—Sí —contesta Heda.

—¿Qué le pasa?

—No me pasa nada.

—Está enferma. Debería verla un médico.

Durante los minutos siguientes, miran los dos la carretera. Llegan al pueblo. Las calles están desiertas y la noche, que ya ha terminado de extenderse, hace que todo parezca inofensivo y muerto. Schultz detiene el coche en la calle Sylvester, frente a su portal. Es fácil averiguar dónde vive. Es una empleada más. La observa en silencio un instante y luego dice:

—La ayudaré a subir a su casa y me iré.

—No —dice Heda.

Sale del coche. Él lo rodea para ir a abrirle la puerta, pero ella está ya entrando en el portal. En la escalera, Schultz la retiene. Su silueta se oscurece cuando se acercan a la luz. La empuja contra la pared. Sonríe. Siente sus manos abarcándola por primera vez.

—Vamos —dice apartándola de sí.

Toma su brazo mientras inicia el ascenso de la escalera. Cuando llegan, la puerta de la casa está abierta. Heda se alarma. Algunos vecinos los miran desde dentro de sus casas, asomando sólo la cabeza, con una mezcla de curiosidad y prevención. Pamuk, hecho un ovillo, está sentado en el suelo junto al umbral. No los mira, no levanta los ojos del suelo. Ni siquiera se mueve. Se oye rumor de pasos en el interior de la casa. Heda suelta el brazo de Schultz. Ruega que no sea papá. Sabe que no está bien, que algo superior y justo, imparcial y muerto, la condenará por elegir. Cuando ve la figura de la madre en la penumbra, enmarcada por la casa extraña, llena de sombras, sabe que no podrá seguir viviendo en un mundo sin papá. No podrá.

—Vamos —le dice a Schultz.

Tira de él hacia la calle. Schultz se deja arrastrar. Heda lo agradece. Todo su cuerpo se ha vuelto macizo, no siente huecos ni fluidos dentro de él. No siente la sangre bombear. Dentro del coche, se aprieta contra Schultz. Schultz arranca y las luces de las casas, pequeñas, quedan atrás.

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