Europa

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III » El jerbo

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EL JERBO

El libro yace abierto sobre la cama. Habla de un ermitaño. El ermitaño se había enemistado con los hombres. Como ellos, sabía hablar. Sabía mover los labios y emitir sonidos articulados carentes de sentido. Como los hombres, recogía frutos del suelo que se llevaba a la boca. Las estelas recorrían el cielo incluso allí, en la agreste floresta donde se había retirado, y él los observaba como se observa la tormenta en la distancia, lápida líquida que se deja caer monstruosamente sobre las cabezas vivas de los otros. Qué paz. Qué tranquilidad. Poder respirar ese aire no mordido por labios humanos, ávidos y lampantes, era un don de Dios. Qué descanso sentirse perdonado por Él. Dispensado por Él. De luchar, de vivir. No horadar ni escupir.

En la mesa del ermitaño había un cuaderno de dibujo y un jerbo. El jerbo había perdido una pata. Cada mañana, le pedía que dibujase para él. El ermitaño le dijo:

—No sé dibujar.

—¿Que no sabes dibujar? ¿Y qué? Ahí está ese cuaderno. Y puedes andar, ¿no?

El jerbo parecía con derecho a recriminarle esta y más cosas, así que se acercó a la ventana y dibujó.

Unos pájaros. Unos conejos al sol. El cuerno de una ocre montaña que dividía el paisaje y que quebraba el horizonte.

Dibujó intentando que nada tuviese una gran coherencia. Como sentarse afuera y oler. Un olor, qué historia podía contener un olor. Pero su dibujo adquirió fuerza. Tanta que un pájaro cayó muerto de una rama y el sol se ocultó.

—No sabes dibujar —dijo el jerbo—. Vas a tener que practicar mucho.

—Está bien.

El ermitaño cerró el cuaderno y puso de comer al jerbo que, pese a todo, se escabulló en cuanto pudo con la promesa de que vendría de nuevo al día siguiente.

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