Europa

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EL FUNERAL

El funeral de papá fue multitudinario. La huelga había acabado, todos los obreros de la fábrica de Schultz estaban allí. Era su manera de manifestarse en contra de él. De manifestar su rechazo por el resultado, por las medidas tomadas contra ellos. De levantarse y de mostrar, con el último resto de sus fuerzas, que todavía eran hombres.

La fábrica se abrió para celebrar el funeral, el señor Schultz lo quiso así. Schultz asistió como uno más. Miró a la multitud de hombres y mujeres de su país, entre los que se encontraba Heda, con temor. Con desconfianza y, a la vez, con la severidad de un patrón. Heda, entre la madre y Pamuk, lo observó desde lejos, en la distancia, como se observa al enemigo. Lo odió. Odió a Schultz por ser un habitante más de este país. Odió a Schultz por ser el dueño de la fábrica, por despedir a Pamuk, por dar trabajo a papá, un empleo anónimo y pobre, de maestro. Su padre, que ninguna culpa tenía de lo que otros hombres quisieran proclamar, gritar, como no la había tenido entonces, en su país. Papá sólo era un hombre hecho de carne y piel suave, de voz juvenil. El autor idealista que había escrito La ofensa y La especulación, que había huido de la gente en lo convulso de los tiempos, que se había retirado, y que quería vivir y no morir.

Acabado el sermón del sacerdote, Schultz pronunció unas palabras. Habían instalado un micrófono en la plaza central de la fábrica, delante del almacén, donde ella solía sentarse a leer los libros de papá. Donde Schultz la besó por primera vez. Schultz habló de valentía. Del bien y del mal. De comer. Y de algo parecido a aquello que una vez le había oído decir a papá, sobre la Humanidad, acerca de la criatura que camina sobre cien piernas, como la bestia vieja y humana que era.

No la conmovió. Habría debido conmoverla escuchar a Schultz hablar así de papá. Pero no lo hizo. Cuando todo terminó, abandonaron la fábrica la madre, Pamuk y ella, seguidas por el señor Schultz, su propia hermana y su madre.

Algún tiempo después, las cosas se solucionaron mágicamente. En el país cesaron las huelgas. Acusaron a Knopf de la muerte de Vanÿek. Todo volvió a la normalidad. La muerte tenía ese poder. Ella ya no era la misma, la Heda que había muerto y vuelto a la vida, muerto y vuelto a la vida, una y otra vez. Ahora había muerto para siempre. Pero daba igual. En la casa de la calle Sylvester, Schultz y ella acompañaron a la madre a la cama, y le llevaron caldo y té. Pamuk los siguió con la mirada torva y los dejó hacer, porque no halló, posiblemente, más oposición a la que aferrarse dentro de sí.

Heda permaneció en el salón mirando los trozos de papel desgarrado desprendidos de la pared. Sintió deseo de arrancarlos y ver qué había debajo. Quizá encontrase los restos de otra civilización. De otras vidas. Proclamas de una guerra anterior. En la tele anunciaban el comienzo de las hostilidades en un país vecino al suyo, el buen tiempo, y el despertar de la primavera, que se preveía, para este año, estable y duradera.

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