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Quinta parte: Edad de Apogeo » 34. El siglo de la democracia

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El siglo de la democracia

Al amanecer el siglo XX Europa estaba, por así decir, en el apogeo de su Edad de Apogeo. El Imperio inglés casi triplicaba la superficie europea y el francés casi la igualaba, y otros países multiplicaban en las colonias sus propias extensiones. África se componía en su casi totalidad de colonias o protectorados europeos, Rusia dominaba la mitad norte del continente asiático, y entre Inglaterra, Francia y Holanda más de un tercio del sur, quedando fuera, y solo hasta cierto punto, el Imperio otomano, Tailandia, Persia, repartida en zonas de influencia rusa e inglesa, China, sumida en una crisis profunda, y Japón, que se industrializaba a grandes pasos. Oceanía era también europea, y en América, continente esencialmente europeizado, quedaban restos coloniales como Canadá, algunas islas de las Antillas o las Guayanas. Esa hegemonía reflejaba una supremacía en ciencia, arte, pensamiento, armas e industria, aunque esta última ya encontraba rival en Usa y en menor medida en Japón. Nadie podría imaginar que en solo cuarenta y cinco años Europa iba a encontrarse arruinada, dividida en dos protectorados y en vísperas de perder sus imperios coloniales y su supremacía cultural.

Internamente, el mapa político europeo mostraba las viejas divisiones entre naciones al centro-oeste e imperios en el centro-este; o entre las regiones germánica, latina y eslava. De la primera, Inglaterra y Alemania eran las dos potencias mayores y cada vez más adversarias. De las latinas destacaba Francia en todos los terrenos, muy por encima de Italia, España, Portugal o Rumania. Entre las eslavas, la inmensa Rusia propugnaba un ideal paneslavista. Polonia no existía como nación, repartida entre Alemania, Austria-Hungría y Rusia; otras se integraban en el Imperio austrohúngaro y habían aparecido dos nuevas, Bulgaria y Serbia, formadas, como Rumania y Grecia, sobre los retroceso del antaño poderoso Imperio otomano.

Otra división podía establecerse entre los países más industrializados, ricos y dinámicos del centro-oeste (Inglaterra, Francia y Alemania, en menor medida Austria-Hungría), y el amplio abanico en torno, desde Noruega hasta Finlandia pasando por Irlanda, el sur y el este de Europa, bastante más pobre y menos industrial, con diferencias económicas, sociales y sobre todo culturales entre unos países y otros. En varios de estos existía cierto desgarramiento interno entre la admiración y afán de imitar a los países ricos, más estables internamente —no sin problemas— y más libres, y el temor a perder el espíritu propio. En Rusia acuciaba la tensión entre los paneslavistas, que buscaban inspiración en el «alma rusa», y los occidentalizantes, que no encontraban nada especialmente atractivo en ella. A España, la derrota de 1898 frente a Usa, también le causó una discordia, sin mucho calado intelectual, entre «europeístas» y casticistas o tradicionalistas. Por otra parte, el estilo cultural o espíritu de Alemania, de Francia y de Inglaterra, diferían, aun pudiéndose considerar liberales a los tres.

Una herencia del romanticismo fue lo que Hegel llamo

Volksgeist o espíritu popular. El concepto ha sido muy criticado, por las exageraciones patrioteras y a veces agresividad a que ha conducido, pero su realidad es clara, a menos que declaremos el interés económico el único espíritu real y criterio cultural de los pueblos. Todos los movimientos generales europeos, desde al menos el románico, tomaron caracteres nacionales o populares particulares, que reflejaban el dato poco concretable pero evidente del estilo o «genio» del país. En España, de modo larvado, seguía planteándose la cuestión de si su mediocridad no se debería a haberse afrancesado en el siglo XVIII y anglosajonizado en el XIX, asfixiando con ello el genuino potencial creativo hispano.

Las fronteras europeas habían cambiado notablemente desde las guerras napoleónicas, y más aún desde Utrecht o Westfalia, debido a la desmembración del Sacro Imperio, el hundimiento de la confederación polaco-lituana y de la misma Polonia, y brotaban nuevas naciones. Noruega y Finlandia habían pasado a depender de otros países, el Imperio otomano había perdido más de la mitad de sus posesiones europeas, Rusia había crecido en todas direcciones. Quienes mejor mantenían sus fronteras de siglos atrás eran España, Francia y Portugal. Inglaterra había incluido a Irlanda.

El siglo se abría con algunas guerras coloniales, destacando por su mortandad la de los

Boers (granjeros) en Suráfrica y la de Filipinas. En la primera, los ingleses, atraídos por las riquezas mineras de la zona, provocaron la guerra contra los holandeses calvinistas allí mayoritarios. Ante la resistencia de estos, destruyeron sistemáticamente las granjas y encerraron a las familias de los resistentes, mujeres, niños y ancianos, en campos de concentración en los que murió por desnutrición y enfermedades hasta un 25 por ciento de los internados, sobre todo niños. También un número de negros fue internado, con una tasa de mortalidad asimismo muy elevada. La guerra de Filipinas, mantenida por Usa contra los independentistas, fue una sucesión de matanzas y quema de aldeas, en la que perecerían entre 200.000 y 1.000.000 de civiles filipinos, según estimaciones. En 1902 terminarían ambas guerras con victoria inglesa y useña respectivamente.

El escritor inglés Hilaire Belloc describió en un par de versos satíricos la superioridad y prepotencia europea: «

Whatever happens, we have got/ the Maxim gun, and they have not»

. (Pase lo que pase, tenemos / la ametralladora Maxim, y ellos no). La primera ametralladora, Gatling, fue usada en Usa contra los indios, y la Maxim, más semejante a las actuales, contra indígenas rebeldes en África y otros países colonizados. Ante los ataques en masa y con armas primitivas, las ametralladoras causaban estragos. Se pensó que serían poco útiles en guerras europeas, pero pronto se cambiaría de opinión.

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Las ciudades crecían con gran rapidez, Londres, la más populosa del mundo, tenía 6,5 millones de habitantes en 1900, París se acercaba a los 4, Berlín y Viena avanzaban hacia los 2, Moscú y San Petersburgo pasaban ampliamente del millón. Los años entre 1870 y 1914 han sido conocidos como

La belle époque. Abundan las descripciones de la dulzura de la vida en aquel tiempo de relativa paz europea. El escritor judeo-austríaco Stefan Zweig la expone así en

El mundo de ayer:

Describiría del modo más conciso la época en que me eduqué como la edad dorada de la seguridad. En nuestra casi milenaria monarquía austríaca todo parecía establecido sólidamente para durar, y el mismo Estado parecía la garantía suprema de esa duración. Los derechos a sus ciudadanos eran confirmados por el Parlamento, representación libremente elegida del pueblo (…). Esta sensación de seguridad era el bien más digno de ambicionarse para millones de hombres, el ideal de la vida en común. La vida solo parecía digna de vivirse si se basaba en esta seguridad y círculos cada vez más amplios reclamaban su parte en aquel tesoro. Al principio solo los pudientes disfrutaban de esta ventaja, pero poco a poco se adueñaron de ella grandes masas (…). En su idealismo liberal, el siglo XIX estaba convencido de hallarse en el camino más recto a infalible del

mejor de los mundos. Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, carestías y revueltas (…). Esta fe en el

progreso ininterrumpido e irresistible tenía la fuerza de una religión. Se creía en el

progreso más que en la Biblia y su evangelio parecía incontrovertiblemente comprobado por los milagros, renovados a diario, de la ciencia y de la técnica.

Sensación parecida tenían millones de personas en los países ricos. Victor Hugo y muchos otros profetizaban la definitiva paz mundial para el siglo XX. Desde luego, grandes masas de personas vivían pobremente en los suburbios de las grandes ciudades, y el largo período de la Gran Depresión, de 1873 a 1896, afectó especialmente a Inglaterra, haciéndole perder puestos en la competencia con Alemania. No obstante, los movimientos reivindicativos, huelgas y acciones diversas, iban perdiendo contenido revolucionario ante las mejoras paulatinas en las condiciones de vida. Claro que la

Belle époque fue también un tiempo de atentados anarquistas, que acabaron con la vida del zar Alejandro II, la princesa Sissi, el presidente francés Sadi Carnot, los primeros ministros españoles Cánovas y Canalejas, el rey Humberto I de Italia, el presidente useño McKinley, el rey de Portugal Carlos I y su heredero, entre otras muchas acciones que no consiguieron su objetivo. Pero se trataba de algo como molestas picaduras de avispas en un ambiente de alegres meriendas campestres.

En Alemania, el canciller Bismarck inauguró una de las instituciones que se haría más característica del siglo XX: la seguridad social, asegurando pensiones de vejez y de enfermedad a los trabajadores. Sistemas de ayudas a los pobres habían existido desde al menos el emperador Trajano, y tradicionalmente la Iglesia, así como las iglesias protestantes, cumplían la labor de atender a los enfermos y ancianos sin recursos. Lo nuevo era que el Estado se ocuparía de la mayor parte de estas tareas, por vía de impuestos. Pese a que Bismarck era un político conservador, fue acusado por los liberales de poner en práctica una medida socialista.

Según la ortodoxia liberal, en un sistema bien organizado, sin intervencionismo estatal, cada uno se ocupaba de sus propios intereses, lo que garantizaba que al final ganase lo que le correspondía. Los viejos debían mantenerse con sus ahorros, y los incapacitados ser atendidos por la caridad o instituciones ad hoc, sostenidas con donativos voluntarios; en cambio la intervención del Estado arrebataba despóticamente parte de las ganancias de unos para dárselas a otros, lo cual, aparte de injusto, fomentaba la vagancia y el parasitismo y desanimaba a los más emprendedores e inteligentes, de quienes dependía el progreso. Los salarios debían salir del acuerdo individual entre obrero y empresario, sin coacción sindical. El punto de vista democrático y el socialista diferían: un obrero tenía pocas posibilidades de ahorrar y no podía tratar de tú a tú con el propietario, que tenía toda la fuerza en tal circunstancia, por lo que debía negociar colectivamente. Además, los obreros no eran vagos, sino que realizaban las tareas más duras. Y no eran meros instrumentos de producción, sino personas con necesidades varias, que en los períodos de crisis, similares a las sequías de otros tiempos, caían en la miseria y la desesperación. Tampoco podían fiar en la simpatía o caridad de los ricos, pues, aparte de resultar humillante, no había la menor seguridad de que a los ricos les interesase desprenderse de parte de su dinero para ayudar a los pobres en los tiempos malos. Por tanto, era justo que el Estado, que debía representar a todos y no solo a los empresarios, supliese la dudosa buena voluntad de estos.

No es difícil ver la racionalidad de las dos argumentaciones. Una vez más, la razón no llegaba a conclusiones únicas y creaba en cambio una tensión que en la práctica se traducía en unas relaciones a un tiempo conflictivas y productivas en equilibrio cambiante. Pero cada línea de razón tendía a ir hasta el final, de modo que en una sociedad liberal las desigualdades aumentaban, y así lo indicaba la concentración del gran capital en grupos reducidos de grandes empresas. El punto de vista socialista, llevado a sus últimas consecuencias, haría del Estado el empresario total que velase por la igualdad y seguridad de todo el

pueblo. Esto último llegaría a ocurrir en Rusia mediante una revolución, pero a partir del marxismo se iba abriendo paso la corriente socialdemócrata, que procuraba reformas no revolucionarias, pero en dirección parecida, hacia un Estado tutor.

El programa socialdemócrata ya fue entrevisto por Alexis de Tocqueville, uno de los pensadores políticos más importantes del siglo XIX, en su estudio

La democracia en América: un poder «inmenso y tutelar que se encarga de que los ciudadanos sean felices (…), similar a la autoridad paterna si, como ella, buscara preparar a los hombres para la edad viril; pero que solo persigue fijarlos irrevocablemente a la infancia; que gocen con tal de que no piensen sino en gozar (…). Una servidumbre reglamentada, benigna y apacible». Como las gentes desean ser protegidas y guiadas, y al mismo tiempo ser libres, «tratan de satisfacer los dos instintos: quieren un poder único, tutelar, omnipotente, pero elegido por los ciudadanos. Se consuelan de su tutelaje pensando que ellos mismos eligen a sus tutores». Aunque la socialdemocracia es quizá quien mejor ha expuesto este programa, puede decirse que el mismo nace, como opción no única, de las ideologías que cifran en la economía el fundamento y sentido de la sociedad.

Por su parte, el sucesor de Pío IX, León XIII, expuso en 1891, con la encíclica

Rerum Novarum, una doctrina católica frente al liberalismo y al socialismo. Condenaba al socialismo por estar basado en el odio y querer abolir el derecho natural a la propiedad privada; apoyaba a los sindicatos, pero no las regulaciones estatales, que aumentarían la injusticia. Denunciaba la actitud achacada al liberalismo económico, de tasar al obrero como simple instrumento de producción. El trabajo tenía dimensión moral como mandato divino, al margen de su retribución, de modo que la labor de una madre de familia tendría el valor máximo pese a no estar remunerada. En el mundo laboral, el obrero debía percibir una paga «justa», que le permitiera sostener con dignidad a su familia, pues el producto de la empresa provenía de la cooperación entre trabajadores y empresarios, y debía distribuirse con equidad. Estas concepciones marcaban una orientación filosófica, pero en la práctica resultaba muy difícil definir lo que sería un salario justo; no obstante suponía cierta barrera a los abusos patronales.

La Iglesia no debía asociarse a ningún régimen o partido (incluida la democracia cristiana, nacida en 1919), si bien rechazaba a aquellos que persiguieran o coartaran la libertad de la Iglesia. La confesionalidad del Estado, siguiendo siglos de historia, parecía un bien, y el laicismo un mal, y mala también una libertad de pensamiento o de conciencia que pusiera en el mismo plano cualquier tipo de ideas, desvalorizándolas todas y corroyendo el cimiento moral del catolicismo. Dentro de esa orientación básica, León XIII siguió una línea diplomática flexible, buscando mejorar las relaciones con los regímenes existentes, incluso con el agresivamente laicista francés, y tendió puentes con protestantes y ortodoxos con vistas a una reunificación del cristianismo.

* * *

Obviamente, la democracia no tiene por qué ir en la dirección anunciada por Tocqueville, pero esta es una de sus tendencias posibles. A lo largo del siglo XX, la palabra «democracia» se convertiría en santo y seña y criterio de legitimidad de cualquier régimen, de modo que la empleaban las ideologías más diversas. Tanto el liberalismo como el marxismo revolucionario o el socialdemócrata o, algo después el fascismo, se proclamaban democracias, aunque por ello entendiera cada una algo diferente; también el cristianismo se declaró compatible con ella. La diversidad de interpretaciones era posible porque la significación del término, «poder del pueblo», usado en ese sentido desde Aristóteles, no responde ni puede responder a una realidad. El poder siempre se ejerce sobre el pueblo y por parte de una oligarquía o grupo de políticos profesionales. El pueblo o conjunto de la sociedad no tiene objeto sobre el que imponer su poder. La división aristotélica entre monarquía, aristocracia y democracia es demasiado esquemática. Un monarca no puede gobernar sin el concurso de una oligarquía que lo instrumente. Y un régimen difícilmente será estable si no cuenta con la aceptación, explícita o tácita, de una gran parte del pueblo. Ello permite afirmar que, como decía Polibio del Estado romano, todo régimen estable tiene rasgos monárquicos, oligárquicos y democráticos. Dicho de otro modo, las oligarquías requieren un «monarca», alguien a su cabeza que imponga orden entre las diversas facciones. Y un pueblo en rebeldía haría ese poder insostenible a la larga.

Desde que las sociedades europeas tomaron forma durante las edades de Supervivencia y Asentamiento, las monarquías nobiliarias habían demostrado una extraordinaria capacidad para superar desórdenes, luchas y desastres. A los ojos de casi todo el mundo, también del pueblo llano, campesino mayoritariamente, la división social y el poder respondían a un orden natural de origen divino. El cristianismo predicaba una igualdad de los humanos potencialmente subversiva, pero la limitaba al plano espiritual y casi nadie pensaba extender esa igualdad a los planos político o económico; aunque la idea estaba latente y surgía en movimientos ocasionales de rebeldía. Lutero había sido bien explícito ante las revueltas campesinas, y la misma doctrina aceptaban los católicos. Con el paso del tiempo, la mayor complejidad social y crecimiento de las ciudades, el pensamiento extendía ideas igualitarias, incluso la democracia, hasta cuajar en las revoluciones francesa y useña, con sus diferencias.

Pero si todo régimen estable debe ser a la vez monárquico, oligárquico y democrático, ¿cómo definir el sistema de ese último nombre, extendido por Europa ya en parte en el siglo XIX y sobre todo en el XX? Se trata, por una parte, de un método de selección de las oligarquías, que ya no se establece por herencia sino por votaciones, en las que el dinero y la habilidad para convencer —incluso manipular— a grandes masas tiene el peso mayor; y en las que el consentimiento popular, expresado en elecciones regulares por sufragio universal, es más activo. Estas votaciones implican la herencia liberal de las libertades políticas y la separación de poderes, pues sin ellas no puede haber elecciones reales. Nada de ello ocurre en las democracias «populares» ni en los plebiscitos fascistas, por lo que sus pretensiones de democracia así definida son falsas. Otra cosa es que esos regímenes pueden alcanzar gran popularidad por un tiempo. Por tanto, hasta ahora no se ha inventado otro tipo de democracia que la llamada liberal, pese a que liberalismo y democracia sean conceptos diferentes y en parte opuestos. Con el principio de igualdad ante la ley, el sufragio masculino fue aplicándose ya en algunos países durante el siglo XIX, y en el XX se amplió progresivamente a las mujeres.

Teóricamente, los oligarcas elegidos representan «al pueblo» o al menos a sus electores, lo cual tampoco es demasiado cierto, por dos razones: porque los votantes han votado a una misma persona o partido por razones diversas y a menudo equivocadas; y porque los votados tienen sus propias ideas sobre los problemas políticos, distintas de las de muchos de sus electores. En la interinfluencia entre votantes y votados la segunda suele pesar sobre los primeros más que la inversa. Por otra parte, sugería Churchill, el votante medio tiene ideas primarias y a menudo pintorescas sobre los problemas políticos, económicos, etc., por lo que es fácilmente manipulable por los profesionales del poder, de modo que el peligro de que la política se convierta en un torneo de demagogias es real y no infrecuente. Una tercera constatación que desmiente la representación popular es que, como hemos observado reiteradamente, el pueblo no es nada homogéneo en intereses e ideas, y los partidos llegan a gobernar con los votos de una minoría del censo electoral. Si la mayoría de los votantes entienden poco de los problemas generales, las oligarquías o partidos pueden, en gran parte por eso mismo, operar como auténticas mafias o disgregar el país, como no rara vez ha ocurrido. Permanece, por fin, el grave peligro anunciado por Tocqueville.

Una falsa crítica condena a la democracia por dar el mismo valor al voto de una persona instruida, digamos un ingeniero, que a un peón de albañil de escasa cultura, a quien se supone más proclive a la demagogia. La realidad constatable muestra que las personas instruidas pueden tener ideas tan disparatadas como las no instruidas, y que en general los demagogos no son precisamente analfabetos.

Frente a estas dificultades y posibilidades degenerativas, la democracia ofrece ventajas importantes. En toda forma de poder existen partidos, que en los sistemas no democráticos operan como camarillas o grupos de presión opacos en torno al poder; en las democracias los partidos son abiertos y su actuación expuesta a la luz del público, lo que disminuye sus posibilidades golpistas; al aceptar la regla de las mayorías, las luchas por el poder pueden resolverse con escasa o nula violencia; al limitar el ejercicio del poder a unos pocos años, una elección desdichada puede ser corregida, lo que da al sistema una capacidad evolutiva superior a otros.

La democracia ha funcionado bastante bien en algunos países, y mal en otros. La causa de ello no es evidente. Por su propia dinámica, la democracia puede socavar los principios morales convirtiendo en «verdad» aquello que en tales o cuales circunstancias haya votado la mayoría, haciendo peligrar la estabilidad social. Probablemente lo que permite que las elecciones periódicas no caigan en excesivas demagogias es la aceptación, implícita o explícita, de valores por encima de modas ocasionales. Uno de esos valores es el patriotismo, que sitúa el interés nacional por encima del de partido. Otro es una convicción mayoritaria de que los valores invocados de libertad, igualdad o fraternidad no pueden absolutizarse sin empujar a la guerra civil, pues la desigualdad es connatural a la sociedad humana, que sin ella se convertiría en una especie de rebaño; la libertad es relativa e impone responsabilidades; y la fraternidad cae fácilmente en el exclusivismo contra quienes sostienen otros intereses.

Todos estos problemas y opciones se harían visibles en Europa durante casi la mitad del siglo XX, marcado por una crisis galopante del demoliberalismo a partir de la I Guerra Mundial. Salir de esa crisis en el tercio occidental del continente se lograría al coste de una guerra devastadora, y su extensión al conjunto, en los años noventa, no mejoraría mucho las perspectivas, tras un periodo breve de euforia.

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