Europa

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Primera Parte: Edad de Formación » 1. La guerra que fundó Europa

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La guerra que fundó Europa

Aunque siempre hay cierta arbitrariedad en fijar el comienzo de una edad histórica, creo que el de la civilización europea puede establecerse con cierta precisión en la II Guerra Púnica, librada entre 218 y 201 a. C. Su consecuencia inmediata fue el asentamiento de Roma como potencia indiscutible en el Mediterráneo y el comienzo de su expansión en torno a dicho mar y más allá. Si la guerra hubiera terminado con el triunfo de su rival Cartago y el aniquilamiento de Roma, parece claro que la historia posterior del Mediterráneo y del resto del continente habría sido muy otra. Por su inmensa transcendencia, esta guerra merece atención especial.

El Mediterráneo ha sido en los tres últimos milenios largos escenario de una historia intensísima y dramática, de culturas y civilizaciones, con intercambios y enconadas luchas entre ellas. Para la tradición occidental, su historia comienza con la Guerra de Troya, inmortalizada por Homero; y un momento de brillo excepcional fue la Grecia clásica, fuente de gran parte de la misma civilización europea. Más que propiamente europeas, Grecia y Roma son culturas mediterráneas, expandidas por las partes asiática y africana del mar, mientras que la Europa al norte la ocupaban tribus bárbaras: célticas, germanas y otras. Pero sin el Imperio romano, la civilización europea quizá no habría llegado a existir o sería muy distinta de la que conocemos, pues esta se forjó sobre la cultura llamada clásica —

modélica— o grecolatina, haciendo suyo el legado latino y, a través de él, el griego, proceso que se desarrollaría por medio del cristianismo cuando la Roma imperial pereciera bajo el ataque de los bárbaros.

Así como al norte y sur vivían pueblos con culturas de barbarie, por el este se extendía un rosario de civilizaciones hasta la lejana China, también rodeadas de pueblos más atrasados y amenazantes. Todas ellas tenían carácter continental, en contraste con las desarrolladas en torno al Mediterráneo. Para los latinos, la civilización más conocida era el Imperio parto, formado no mucho tiempo atrás en Persia, enemiga tradicional de Grecia y luego de Roma. Más al este, la mitad norte de India constituía un territorio muy civilizado de antiguo, del que poco se sabía en el oeste, aunque los griegos de Alejandro Magno habían llegado hasta él. En cuanto a la potente civilización china, el desconocimiento en Roma sería casi total hasta cuatro siglos después, bajo el emperador Marco Aurelio. Y América y el Pacífico solo serían conocidos en Europa casi dieciocho siglos después. Para quienes vivían en torno al Mediterráneo, este constituía el centro del mundo, y del resto tenían noticias poco claras.

El Mediterráneo forma dos grandes cuencas (tres, con el mar Negro) separadas por la Península Itálica y Sicilia, que cortan el mar hasta cerca de Túnez. Las dos cuencas son físicamente distintas entre sí, y en el siglo III a. C. lo eran todavía más culturalmente (hoy, la diferencia esencial se da entre el norte y el sur). La cuenca oriental, entre Europa, Asia y África, y semicerrada por la península de Asia Menor o Anatolia, abundaba en ciudades y comercio, y allí habían crecido y muerto grandes civilizaciones, entre ellas la egipcia. Por el tiempo de la II Guerra Púnica predominaba, con mucho, la cultura helenística, heredera de la Grecia clásica y de las conquistas de Alejandro.

La cuenca del oeste, entre Europa y África y casi cerrada por la Península Ibérica, estaba mucho menos urbanizada y no había crecido en ella ninguna civilización comparable a las de la cuenca oriental. De hecho, los enclaves más civilizados eran las pequeñas fundaciones coloniales griegas y fenicias, procedentes de la cuenca oriental, en menor medida los etruscos y latinos. En el extremo oeste, cerca del Estrecho de Gibraltar, los fenicios fundaron Cádiz, la ciudad más antigua de todas las riberas atlánticas; y en la divisoria entre las dos cuencas mediterráneas, en la costa de la actual Túnez, crearon Cartago, una ciudad que iba a adquirir extraordinaria pujanza hasta terminar trágicamente. Por su parte, los griegos colonizaron especialmente Sicilia y el sur de Italia, y fundaron enclaves por la costa mediterránea de la actual Francia y el levante español.

Exceptuando algunas ciudades griegas, ricas pero decadentes, solo había por entonces en la cuenca occidental dos ciudades-estado destacadas y en auge, Cartago y Roma. Durante largo tiempo, Cartago había disfrutado de la hegemonía naval y extendido su poder por el norte de África, gran parte de Iberia y de las grandes islas Sicilia, Cerdeña, Córcega y Baleares, desplazando la presencia política y comercial griega y etrusca. El Mediterráneo occidental parecía destinado a convertirse en un mar púnico. Pero Roma emergía en el siglo III a. C. como potencia rival, y la colisión se hizo inevitable.

Un primer conflicto se produjo hacia el año 264, por la hegemonía en Sicilia. Durante veintitrés años se sucedieron campañas, treguas y alternativas de victorias y derrotas, con final triunfo romano: fue la primera de las tres guerras llamadas púnicas (de poeni o fenicios) por los romanos. Cartago perdió el control de la riquísima Sicilia, debió soportar que sus enemigos ocupasen Córcega y Cerdeña violando el acuerdo de paz, y estuvo cerca de perecer cuando se sublevaron sus tropas mercenarias, arrastrando a diversos pueblos sometidos contra la metrópoli. Pese a tan duros golpes, la ciudad demostró suficiente energía para rehacerse económica y militarmente, compensando sus pérdidas con nuevas conquistas y zonas de influencia por Numidia, Mauritania y la Península Ibérica. En 219, el poderío cartaginés se había afianzado de nuevo y controlaba, por ejemplo, casi dos tercios de Iberia, fuente de oro y plata y otros recursos mineros y agrícolas, y de recluta de tropas. Allí fundaron los púnicos una fuerte base militar y urbana, origen de la actual Cartagena, con vistas a proyectos más ambiciosos.

Entonces el general Aníbal decidió reemprender la guerra atacando a Sagunto, próspera ciudad comercial grecoibérica aliada de Roma, pero dentro de la esfera de influencia cartaginesa según el tratado de paz de la guerra anterior. Ello daría lugar a recriminaciones por ambas partes sobre quién había violado la paz y los juramentos a los dioses. Sagunto desgastó a los cartagineses con una resistencia épica (que costó un ojo a Aníbal) hasta quedar reducida a cenizas, y los romanos perdieron prestigio entre los íberos por no haber socorrido a su aliada. A continuación, Aníbal avanzó por tierra con un ejército de 100.000 hombres, cruzó los Pirineos y el sur de las Galias, y en lugar de elegir el camino más fácil optó por eludir al ejército romano que le salía al paso y realizar su célebre y penosísima marcha a través de los Alpes. De aquella marcha, una decisión estratégicamente absurda, salió con sus tropas exhaustas y reducidas a la mitad, según se dice. El error fue compensado, no obstante, al atraerse a algunos enemigos de Roma y con una sucesión de victorias coronadas con la de Cannas en agosto de 216, donde aniquiló, con 50.000 soldados precariamente avituallados, a un gran ejército casi doble del suyo, reclutado con ímprobo esfuerzo por Roma. Aníbal pudo explotar su triunfo, uno de los más brillantes de la historia, marchando enseguida sobre la ciudad enemiga. La distancia, unos 350 kilómetros, exigiría de diez a quince días de marcha, y, como advirtió a Aníbal uno de sus lugartenientes, podrían sorprender a Roma antes de que les llegase la noticia de Cannas. La ciudad disponía de sólidos muros, pero no de tropas para defenderlos y, cuando se conoció la derrota, la confusión y el pánico se adueñaron de la gente. La guerra pudo haber finalizado entonces con la destrucción de la ciudad o su reducción a la impotencia. En aquellos pocos días, la historia pudo haber tomado rumbos muy distintos de los que hoy conocemos.

Pero en aquel momento culminante Aníbal prefirió dar descanso a sus fatigadas tropas, en lugar de imponerles un esfuerzo último para aplastar a la ciudad enemiga. Los propios romanos se asombraron de su flaqueza, y el Senado supo adoptar medidas drásticas para elevar la disciplina y la moral, reclutar nuevas tropas y mantener la alianza con otras ciudades del Lacio. Ciertamente Roma no quedaba en condiciones de batir a Aníbal, pero este tampoco pudo ya asaltar a Roma, y la guerra se estancó en prolongadas acciones y maniobras no decisivas.

Fue un joven militar romano, Publio Cornelio Escipión, quien rompió el empate desembarcando en Hispania, donde los romanos habían sido también derrotados, para destruir allí las bases de abastecimiento y reclutamiento de Aníbal. En 209 expugnó Cartagena y venció a los púnicos en unas pocas campañas magistrales, eliminándolos de Hispania en 206. Al año siguiente Escipión fue elegido cónsul y decidió llevar la guerra al mismo territorio de Cartago, una resolución muy arriesgada. Ante la ofensiva romana, Aníbal no tuvo más remedio que abandonar Italia y acudir a salvar su ciudad. Y cerca de ella fue derrotado por Escipión en la batalla de Zama.

La guerra había terminado diecisiete años después de comenzada. Habían contendido un ejército cartaginés compuesto básicamente de mercenarios contra uno de ciudadanos romanos; y una potencia de vocación marítima contra otra más bien terrestre (aunque después de la I Guerra Púnica Roma había conseguido el dominio del mar). Como conductor militar, Aníbal estaba por encima de los generales romanos, exceptuando a Escipión, que le superó. Como observa Polibio, «A sus veintisiete años Escipión se entregó a empresas que la gente creía desesperadas (…) y, dedicado a ellas, dejó de lado los planes vulgares que le podían venir a la mente a cualquiera y se propuso hacer lo que ni amigos ni enemigos podían sospechar. Y todo con los cálculos más precisos». Escipión gozó también de una ventaja política: durante la guerra contó con el respaldo firme de su patria, mientras que Aníbal hubo de soportar las intrigas y envidias de sus enemigos en el gobierno púnico, que estorbaban sus suministros y decisiones.

También quedó clara la superioridad de la organización militar romana: sus legiones, unidades bien cohesionadas y adaptables, con un número variable de infantes (en torno a 6.000, con grupos de caballería), iban a pasear las águilas romanas por todo el mundo en torno al Mediterráneo y bastante al norte de él. Sin duda la organización legionaria, reformada según dictase la experiencia, iba a ser, junto con unos jefes militares competentes, la clave principal de la prodigiosa y duradera expansión romana: pasarían seis siglos y medio después de la guerra de Aníbal hasta la caída del Imperio Romano de Occidente. La legión expresaría asimismo el espíritu ajeno a sentimentalismos, pragmático y crudamente realista, característico de su civilización.

Aquella contienda, escribió el historiador Tito Livio, «tuvo tantas alternativas y su final fue tan incierto que corrieron mayor peligro los que vencieron». El número de ciudadanos romanos se redujo de 270.000 a la mitad, en parte muertos en combate, en parte por la pérdida de aliados como Capua. La población masculina adulta se recuperó pronto, para estancarse durante largo tiempo en torno a los 220.00. Fue, en suma, «la guerra más memorable de cuantas se llevaron jamás a cabo». No exageraba, aunque le fuera imposible predecir su transcendencia para la historia posterior.

El área de expansión y hegemonía de interés para Roma se limitaba en principio al Mediterráneo occidental, donde ocupó las posesiones cartaginesas, el sureste de las Galias y se impuso a las ciudades griegas del sur de Italia y Sicilia. La conquista de Hispania se demostraría especialmente ardua. Los lusitanos, al mando de Viriato, un líder extraordinariamente hábil, vencieron a los romanos entre 147 y 139, y la ciudad celtíbera de Numancia resistió diez años antes de caer, en 133, tras haber infligido humillantes derrotas a las legiones. Poco antes Cartago había sido arrasada hasta los cimientos: pese a haber sido sometida a duras condiciones, la ciudad estaba recobrando su prosperidad. Por ello, el Senado impulsó una III Guerra Púnica (149-146) para destruirla por completo, de modo que nunca volviera a rivalizar con Roma; y así quedó afianzado el dominio romano sobre aquella mitad del Mediterráneo.

No parece que Roma tuviera por entonces ambiciones sobre el Mediterráneo oriental, pero este sufría permanente inestabilidad, plagada de querellas entre los estados helenísticos y ligas de ciudades griegas. Alguno de esos estados, como Macedonia, suponía un peligro potencial para Roma, mientras que otros acudían a esta en busca de apoyo o protección. El resultado fue una sucesión de campañas simultáneamente con las guerras en Hispania y la de Cartago, al final de las cuales, hacia 133, Roma se había hecho con el dominio o el control de aquella parte del Mediterráneo. En 216 había estado al borde del abismo tras la batalla de Cannas, y en ochenta años, mediante una sucesión de guerras al este y al oeste, se había convertido en la potencia absolutamente hegemónica o dominante en ambos Mediterráneos. Luego se expandiría en todas las direcciones desde Hispania a Mesopotamia, desde la frontera de Escocia hasta el Atlas y Egipto y penetrando en la Germania. Nunca más se repetiría el dominio de las dos orillas del Mediterráneo por una sola potencia o civilización.

Si Aníbal hubiera vencido, y muy cerca estuvo, quizá Cartago no habría emulado el impulso romano hacia el este, pero sin duda habría impuesto su civilización oriental-africana en el Mediterráneo occidental. El Imperio romano no habría llegado a nacer y el destino cultural y político de Europa habría sido distinto. Ciertamente, aquella magna contienda no es una más en la historia, tiene verdadero carácter fundacional: con ella nació la civilización europea, y nació como civilización mediterránea.

* * *

Los romanos entendían que sus prodigiosas victorias no se explicaban solo por factores racionales, tales como el genio de Escipión o la organización legionaria o la capacidad económica. Después de todo, los mejores planes fracasan a veces, otras una intuición momentánea lleva al triunfo, y los cambios de fortuna escapan a los cálculos de la razón. Desde siempre los hombres han intuido la intervención de fuerzas misteriosas por encima del cálculo racional, fuerzas divinas; y para los romanos la causa última de sus éxitos radicaba en la protección de los dioses tutelares de la ciudad, a quienes oraban y sacrificaban y cuyos mandatos morales procuraban seguir. Expone Polibio:

La mayor diferencia positiva de la constitución romana es, a mi juicio, la convicción religiosa. Pues me parece que la religión ha sostenido a Roma a pesar de ser objeto de burla por los demás pueblos. Entre los romanos la religión está presente con tal dramatismo en la vida privada y en la pública, que no es posible estarlo más. Esto sorprenderá a muchos, pero creo que lo han hecho pensando en la gente común. Si fuera posible formar una ciudad solo con personas inteligentes, (la religión) no sería precisa. Pero la masa es cambiante y llena de pasiones injustas, de furias irracionales y de rabias violentas. El único remedio es contenerla con el miedo a lo desconocido y ficciones de ese género. Así, a mi juicio, los antiguos no inculcaron por azar en la multitud las imaginaciones de los dioses y las narraciones del Hades.

Por ello, Polibio tachaba de temerarios a quienes creían posible o conveniente suprimir la religión, despreciada por la gente instruida como un rosario de ficciones absurdas, pero apreciada como instrumento útil para asustar al pueblo y mantenerlo en calma.

Polibio ensalza otra conducta ligada a la religiosidad: la honradez de los cargos públicos. El soborno estaba penado con la muerte, mientras que en Cartago era público y aceptado, y las ciudades griegas se habían hecho famosas por la corrupción de sus magistrados: al respecto, los latinos acuñaron la expresión

graeca fides, nulla fides.

Como ocurría en otras culturas, la religión estaba ligada íntimamente al Estado, a la protección de la ciudad; y todas las acciones, políticas, guerreras, etc., debían contar con el beneplácito divino, obtenido a través de ritos presididos por los sacerdotes. Los cónsules ejercían también funciones religiosas, y los éxitos políticos y guerreros, que no excluían una minuciosa racionalidad, se atribuían en definitiva a la protección divina. La politeísta religión latina estaba dispuesta a integrar a los dioses y ritos de otros pueblos conquistados, siempre que no contrariasen al interés del Estado.

Con todo, la abundancia de divinidades mayores, menores, públicas y domésticas no excluía una jerarquía, la «tríada capitolina», con Júpiter, el dios máximo y protector; Juno, su esposa-hermana, defensora del hogar y el matrimonio; y Minerva, diosa de la sabiduría y de la guerra. Según el investigador francés G. Dumézil, la tríada superior caracterizaba a las religiones indoeuropeas, apreciable en la griega (Zeus, Poseidón y Hades), en la celta, la hindú o la germánica. Algunos autores han querido ver ahí un precedente de la Trinidad cristiana. La tríada se relacionaría también con la división del orden social en tres ámbitos: el del sacerdocio, el del guerrero y el de los productores (campesinos, comerciantes, artesanos). División rígida en el sistema de castas hindú, pero perceptible asimismo en las demás culturas del mismo origen, incluso en la civilización europea hasta la Revolución Francesa. Sin embargo, divisiones semejantes existen en culturas no indoeuropeas.

En estas religiones los dioses son inmortales, pero no eternos, pues tienen un principio a partir de fuerzas más oscuras e indefinibles, como el amor, la guerra, «el cielo y la tierra», surgidas sucesivamente del Caos, de algo así como una situación confusa e indiferenciada previa al mundo ordenado. No eran, por tanto, los creadores del mundo, sino más bien los fundadores y mantenedores de su orden, así como del orden social.

Por lo que respecta a los humanos, eran religiones melancólicas. La humanidad habría decaído desde una Edad de Oro, en que los hombres, semejantes a los dioses, vivían en armonía con la naturaleza, sin fatigas ni sufrimientos, y morían plácidamente, como durmiendo. Le habría sucedido una Edad de Plata y de Bronce caracterizadas por gentes cada vez más degradadas y violentas, obligadas a trabajar la tierra y ganadas por la

hybris (desmesura, orgullo), dadas a despreciar a los dioses. Finalmente la Edad de Hierro, la de los humanos de la época, estaría plagada por la codicia, la violencia, la mentira y la deslealtad. Hay, pues, una evolución descendente del ser humano, caracterizada por una creciente

hybris e impiedad con sus consecuencias nefastas. Otros mitos exponen la creación del hombre por un titán hijo de la tierra, Prometeo, que regala a sus criaturas el fuego (la técnica) y les enseña a despreciar a los dioses, los cuales le encadenan a una roca, símbolo de las apetencias meramente materiales, mientras le roe el hígado un águila, símbolo del castigo por la traición al espíritu.[2]

Si el destino de las personas en vida resultaba expuesto a muchos males, tampoco era brillante el que le esperaba en el más allá, cuando sus almas bajaran al Hades o Averno, donde recibirían premio o castigo, en regiones del Hades como los Campos Elíseos para los buenos y el Tártaro para los malvados. Pero la expectativa no dejaba de ser lóbrega. En la

Odisea, Aquiles afirma preferir ser un siervo en casa de un pobre entre los vivos a reinar entre los muertos. El emperador Adriano recoge el tema en su poema

Animula vagula blandula, «huésped y compañera del cuerpo, que irás a lugares lívidos, helados, desnudos». La religión grecorromana exigía de los hombres una conducta justa pero poco esperanzada aunque tratasen de acomodarla a los mandatos divinos, percibidos de modo contradictorio. Y prometía una vida de sombras en el más allá. Pese a sufrir una penosa Edad de Hierro, o por ello mismo, el hombre debía suplicar siempre el auxilio de los dioses, garantes en definitiva del orden y felicidad posibles.

Polibio revela un declive del politeísmo, al menos entre la gente intelectualizada del helenismo. La fe en los dioses había sido socavada por la poca esperanza propiciada y por el racionalismo. Hasta la II Guerra Púnica, la religiosidad romana chocaba a los ojos escépticos de los filósofos y personas cultivadas de Grecia. Pero a partir de entonces muchos rasgos iban a cambiar en la propia Roma, entre ellas la actitud religiosa.

* * *

Políticamente, y contando con la imprecisión de las informaciones sobre Cartago, esta y Roma se asemejaban: dos ciudades-estado expansivas, de vocación imperial; habían sido fundadas casi simultáneamente hacia el siglo VIII a. C.; Cartago por una legendaria reina Dido, y Roma por unos no menos legendarios Rómulo y Remo; aunque las leyendas suelen tener un fondo de realidad (investigaciones recientes retrasan al siglo VIII la fundación de Roma, antes atribuida al VII). Con el tiempo, los confusos recuerdos de aquellos orígenes y la conveniencia de dotarse de prestigio histórico, hicieron que Roma retrotrajese su nacimiento al héroe troyano Eneas, uno de los pocos que habían logrado huir de la ciudad en llamas. Luego, Eneas había arribado a Cartago y enamorado a la reina Dido, a la que había abandonado debido a la orden de los dioses de fundar un gran pueblo en el Lacio, y Dido se había suicidado. Es el tema de la

Eneida de Virgilio, epopeya algo rebuscada y sin la menor base histórica, pues la guerra de Troya precedió en unos cuatro siglos a la fundación de Cartago. Con tal leyenda se quería resaltar el lado trágico de la relación entre ambos pueblos rivales. En cuanto a Roma, durante sus primeros siglos había ido fortaleciéndose en lucha contra sus vecinos etruscos, samnitas, volscos y celtas, hasta predominar en la región del Lacio y zonas próximas. Cartago había sustituido a sus fundadores fenicios, extendiéndose por Hispania, Sicilia y las grandes islas de la zona en empresas comerciales y de conquista.

Las dos ciudades habían evolucionado de modo similar. Habían abandonado tiempo atrás la monarquía e instaurado repúblicas muy oligárquicas. Para evitar el despotismo, el poder ejecutivo máximo lo ejercían simultáneamente dos personas (cónsules en Roma, sufetas en Cartago) y solo durante un año. La decisión y la autoridad estables las mantenía una institución que agrupaba a las familias más poderosas, el Senado en Roma y un Consejo de ciento cuatro miembros en Cartago; en ambas existía también una asamblea de composición más popular con ciertos poderes.

La ciudadanía romana se componía de una capa superior, los

patricios, aristocracia latifundista de lejana estirpe, y los

plebeyos, estratificados a su vez en potentados o

nobles, de estatus similar al de los patricios;

caballeros, de fortuna intermedia obtenida del campo o del comercio u otras profesiones; pequeños campesinos con sus tierras que les permitían sostenerse; y una masa considerable de

clientes, personas con escasos recursos y dependientes económicamente de los patricios o los nobles. Quizá la estratificación social en Cartago no difería demasiado, salvo porque su aristocracia derivaba más directamente del comercio y el dinero, y los pobres serían más, y menos afectos al poder: de ahí su necesidad de recurrir a tropas mercenarias.

En un plano cultural amplio, las diferencias aumentaban. Roma, próxima al mar, pero interior, de lengua indoeuropea, economía predominantemente agraria y, al principio, de escasa aptitud marinera. Cartago, en la esquina noreste del Magreb, actual Túnez, ciudad marítima con un gran puerto y economía comercial y lengua semítica, fundada por la fenicia Tiro. Las religiones también diferían, de origen indoeuropeo una, semítico la otra; los cartagineses mantenían los sacrificios humanos, abandonados por los romanos (aunque tras la derrota de Cannas el pánico les llevó a realizar algunos).

Roma y Cartago se hallaban en el mismo entorno mediterráneo, aunque hay marcada diferencia física entre la orilla norte, europea, y la sur, africana. La primera es mucho más recortada, con tres grandes penínsulas y abundantes islas, sobre todo en la cuenca oriental, en contraste con la parte africana, casi rectilínea, sin penínsulas ni apenas islas. También varía el clima, seco y en gran parte desértico en África, más templado y húmedo en el lado opuesto. No obstante, estas diferencias no señalarían una barrera cultural drástica hasta muchos siglos después, con las invasiones islámicas, persistente hasta hoy. Por el contrario, durante muy largo tiempo el mar sirvió de confluencia de civilizaciones, mientras que la mayor parte del continente europeo vivía en la barbarie. Egipto influyó en un área bastante amplia en la cuenca oriental, dominando en algunas épocas gran parte del inmediato litoral asiático. Desde ese litoral, Fenicia fundó ciudades y factorías por el Magreb e Iberia. La cultura griega abarcó tanto la costa europea como la asiática y finalmente Egipto, aparte de penetrar profundamente en Asia; y la ciudad culturalmente más importante del mundo helenístico sería la africana Alejandría. También en la cuenca occidental, donde contendieron Cartago y Roma, tenía gran peso el helenismo. El Mediterráneo fue por tanto, durante milenios, un foco y escenario de influencias y choques de culturas que solo forzando las cosas cabría distinguir como europeas, africanas o asiáticas. Con el triunfo de Roma aquel gran escenario se unificó políticamente y la interrelación cultural se intensificó.

El nuevo poder, que en tan poco tiempo había dominado ambas orillas, despertó pasmo y temor generales. El historiador griego Polibio, que admiraba a Roma, describió su régimen como una combinación armoniosa de democracia, aristocracia y monarquía:

Las tres clases de gobierno dominaban la Constitución y las tres se ordenaban, administraban y repartían tan equitativamente, con tal acierto, que nadie, ni los nativos, habrían podido decir con certeza si el régimen era del todo aristocrático, democrático o monárquico. Pues atendiendo a la potestad consular se asemejaba a una constitución plenamente monárquica, atendiendo a la del Senado, aristocrática, y considerando la del pueblo, creeríamos hallarnos del todo en una democracia.

La política romana después de la monarquía procuraba evitar la tiranía, equilibrando y limitando los poderes: los dos cónsules tenían poder ejecutivo (

potestas) pero limitado a un año, sin poder repetir inmediatamente, podían vetarse decisiones mutuamente y ser encausados si transgredían la ley. Para casos de seria amenaza externa o interna se admitía una dictadura limitada a medio año. El poder estable, con fuerte autoridad (

auctoritas) lo ejercía un Senado compuesto de ciudadanos ricos (patricios) que dirigía la política exterior, administraba el erario, ratificaba los acuerdos políticos y aconsejaba forzosamente a los demás magistrados. Existía además una asamblea popular con ciertos poderes legislativos que defendía a la plebe frente a los eventuales atropellos del patriciado. Esta aversión al despotismo y la búsqueda de medios institucionales de evitarlo iba a constituir también un rasgo profundo del pensamiento político europeo.

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