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Tercera parte: Edad de Estabilización » 15. Fin del cisma, caída de Constantinopla, Reyes Católicos

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Fin del cisma, caída de Constantinopla,

Reyes Católicos

>El siglo XV resultó ciertamente mucho menos calamitoso que el anterior. Aparte de la eclosión renacentista, la crisis del Papado se resolvió en 1417 con el Concilio de Constanza, y los papas volvieron a Roma; también terminó la Guerra de los Cien Años, en 1453; ese mismo año, en cambio, Constantinopla caía definitivamente en poder islámico, mientras, en sentido contrario, al otro extremo del Mediterráneo se completaba la Reconquista española con la toma de Granada; finalizando el siglo, los portugueses llegaban al sur de África e India, y los españoles a América. Las naciones del oeste europeo destacaron con perfiles más nítidos que nunca antes, y emergió el principado de Moscú como indiscutible centro y fuerza dirigente de la nueva Rusia. El siglo trajo numerosos avances técnicos, el más importante seguramente la imprenta

Tanto el papa de Aviñón (Benedicto XIII) como el de Roma (Gregorio XII) fueron destituidos en el Concilio de Pisa, de 1409, y elegido el cretense, franciscano y profesor de Oxford Alejandro V. Pero ello solo creó tres papas, pues ninguno renunció a su cargo, empeorando el «Cisma de Occidente». Alejandro murió pronto y los cardenales nombraron a Juan XXIII, en 1410. Este se instaló en Roma, mientras en Francia se imponía una Iglesia nacional (galicana) independiente a efectos prácticos. La solución llegó cuatro años después, en el Concilio de Constanza, auspiciado por el emperador Segismundo y por Juan XXIII. El concilio reconoció de modo especial a cinco naciones de la cristiandad católica por orden jerárquico: Italia, por Roma; Alemania, por el Sacro Imperio; Francia como hija primogénita de la Iglesia; España, por su relación con Roma; e Inglaterra, en disputa con España. Acordó asimismo la abdicación de los tres papas para elegir uno nuevo. Gregorio aceptó, pero Juan XXIII se dio a la fuga. Capturado y vuelto a Constanza, el concilio le destituyó, acusándole de asesinato, sodomía, incesto y violación, y lo encarceló hasta que aceptó al nuevo papa. Otro Juan XXIII convocaría en el siglo XX el Concilio Vaticano II.

Benedicto XIII, ya refugiado en el castillo antes templario de Peñíscola, «se mantuvo en sus trece», como Papa legítimo, pero Castilla, Navarra y Aragón le abandonaron y reconocieron a Martín V, designado por el concilio, el cual apareció como la suprema autoridad religiosa (conciliarismo), por encima de los papas, según reclamaban diversos sectores eclesiásticos, principalmente alemanes. Martín volvió a instalar la sede papal en Roma, de donde ya no saldría, y el sucesor de Benedicto, el turolense Clemente VIII, terminó por reconocer a Martín V, dejando la crisis resuelta, ciento ocho años después del traslado a Aviñón y treinta y nueve después del cisma abierto.

No fue, sin embargo, el fin de los problemas. En Bohemia se había asentado un movimiento llamado husita, por su fundador Jan Hus, quemado en la hoguera en 1415. Los husitas seguían las doctrinas del inglés Wiclef, ya citado, occamista extremo que predicaba la pobreza eclesiástica, la libre interpretación de la Biblia, la sumisión de la Iglesia al poder político, etc. Los husitas adquirieron poder bastante para vencer a las tropas imperiales, y fue preciso convocar un nuevo concilio, en Basilea, comenzado en 1432, para volver a la unidad religiosa. El papa Eugenio IV trató de reafirmar su autoridad sobre los conciliaristas impuestos en Constanza y quiso trasladar el concilio a ciudades italianas más controlables, a lo que se negaron en redondo los conciliaristas, que llegaron a destituir al Papa y elegir otro, amenazando con un nuevo cisma. Al final, el Papado ganó el forcejeo, aunque no por completo; los husitas se dividieron y perdieron fuerza, si bien de un modo u otro permanecerían hasta 1471.

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El Concilio de Basilea tenía otra dimensión de importancia aún mayor: la oportunidad de superar igualmente el Cisma de Oriente, la separación de la Iglesia griega u ortodoxa, cuatro siglos largos antes. El emperador de la acosada Constantinopla, Juan VIII, pedía ayuda a la cristiandad occidental con ofrecimiento de reconocer la autoridad del Papa y solventar por fin las diferencias religiosas. Esta oportunidad apenas interesaba a los conciliaristas, cuya mayor preocupación era mantenerse lejos de la influencia papal; y en la propia Constantinopla era grande la oposición a la unidad, así como en la Iglesia rusa. De todas formas, la reunificación se oficializó en 1439, pero apenas tuvo consecuencias prácticas en Bizancio ni en Occidente, pues no dio lugar a alguna nueva cruzada contra los turcos. A la aislada Constantinopla le quedaban solo trece años de existencia como ciudad cristiana.

A principios de siglo, la derrota de Bayaceto ante los mongoles de Tamerlán solo había alargado unas décadas la agonía de Bizancio, rodeada por el poderío otomano. Tamerlán no había intentado establecerse en Anatolia, y el poder turco había permanecido, aunque entre guerras civiles y contiendas con venecianos, serbios y otros, hasta que el sultán Mehmet II

elConquistador pudo concentrar sus fuerzas contra la capital del ex imperio bizantino en 1452. La ciudad, con solo 50.000 habitantes, era ya solo una sombra del pasado, cuando por largo tiempo había sido la mayor y más rica ciudad de Europa, con medio millón o más de habitantes. Mehmet empezó por aislar la ciudad cortando su suministro, y cuando juzgó lo bastante debilitados a los defensores la asaltó, tomándola tras un mes y medio de enconados combates. La gran basílica de Santa Sofía, una de las joyas arquitectónicas europeas, fue transformada en mezquita y la ciudad pasó a conocerse popularmente como Estambul entre los turcos, aunque ese nombre no se impondría de manera oficial hasta tan tarde como 1930. La Europa católica había sido incapaz de hacer nada efectivo para impedir el desastre. Irónicamente, Mehmet se tituló emperador romano, como los bizantinos.

La toma de Constantinopla ponía punto final al último resto del gran imperio construido por Roma dieciséis siglos antes, pérdida inmensa para la cristiandad en los planos simbólico, religioso y político, de vastas consecuencias. La primera fue la interrupción del comercio europeo con India y China, de donde llegaban, entre otras cosas, las preciadas especias con que condimentaban sus alimentos las familias pudientes. Ciudades italianas como Venecia o Florencia se apresuraron a reconocer al sultán y retener sus privilegios comerciales, pero lo consiguieron solo en pequeña medida. Y años después, los portugueses trataban de acceder a la fuente de aquellos tráficos rodeando África por vía marítima.

También finalizó la era de las Cruzadas: los llamamientos papales a expulsar a los turcos de Europa toparon con la apatía o falta de entusiasmo de los estados cristianos, debido a la división de intereses entre ellos. Húngaros y polacos habían sido derrotados por los turcos en 1444 en Varna, y la empresa no parecía fácil. El Renacimiento, en cambio, se benefició de la huida de algunos estudiosos e intelectuales griegos, que contribuyeron a saciar la sed de textos clásicos, sobre todo en Italia.

Para los otomanos la toma de la ciudad fue motivo de orgullo y autoconfianza, y acicate para seguir acosando a los cristianos: dominaban el este del Adriático y amenazaban de forma inminente a Hungría, al Sacro Imperio y a Italia. En 1480 comenzaron sus incursiones contra la península italiana por Tarento y Brindisi, con destrozos como el de una de las bibliotecas mejores de Europa. Otranto, en el extremo sureste de la península, cayó en sus manos, y cometieron allí mil atrocidades. Cundió el temor de que la misma Roma estuviera próxima a sufrir la suerte de Constantinopla, por lo que se hizo un esfuerzo internacional para expulsar a los turcos, favorecido por la muerte, al año siguiente, de Mehmet II y por los problemas de la sucesión. En todo caso, el Imperio otomano se había convertido en una superpotencia en plena expansión, con un temible ejército muy nutrido de artillería y una marina que en 1490 contaba ya con 200 galeras, muy superior a cuanto pudiera oponerle cualquier país cristiano, y que iba a predominar en el Mediterráneo durante muchas décadas.

Otra consecuencia de gran calado fue el paso del centro de la religión ortodoxa a Moscú. Después de que los mongoles aplastaran en el siglo XIII a Kíef, Moscú creció en potencia, aun si tributaria de la Horda Dorada. En 1380 los moscovitas habían derrotado a los mongoles en Kulikovo, reforzándose aun sin romper el vasallaje a la Horda. El papa Pablo II tentó al gran príncipe de Moscovia, Iván III, con la gloria del recobrar Constantinopla y su herencia, y el emperador Federico III ofreció coronarle rey. Iván replicó que era soberano por la gracia de Dios y no precisaba ningún título otorgado. En realidad no le convino reconquistar Constantinopla: interpretó su caída como castigo divino por su herejía al haberse reconciliado con Roma y defendió la idea de que Moscú sería la tercera y definitiva Roma, centro de la verdadera fe con derechos universales. Tal era el prestigio que la «ciudad eterna» retenía a lo largo del tiempo. La política exterior de Iván consistió en ampliar el territorio moscovita, hasta triplicarlo, en guerras con otros estados rusos como Nóvgorod, así como con Polonia, Lituania o Suecia. Internamente impuso un poder extremadamente autoritario incluso sobre los nobles boyardos y con supeditación del patriarcado ortodoxo a su política, fundando el sistema autocrático y expansivo que caracterizaría en adelante a Rusia.

Terminó asimismo la Guerra de los Cien años en 1453. A principios de siglo, los ingleses insistieron en su tenaz ataque a Escocia y aplastaron una rebelión galesa. Después, aliados con los borgoñones —en cuyas manos cayó París—, se volvieron contra Francia, chocando en 1415, en Azincourt. Los francesas triplicaban o cuadruplicaban a sus contrarios, pero el arco largo inglés volvió a demostrar su letal eficacia frente a la caballería pesada e infantería de sus enemigos, entre quienes hizo una carnicería (los prisioneros fueron matados a hachazos). Francia perdió la flor y nata de sus nobles, dejando al estado a la deriva, e Inglaterra extendió su hegemonía sobre la mitad del país.

Como compensación parcial, las naves castellanas volvieron a destruir en 1419 una armada inglesa y alemana de la Hansa en La Rochela, mismo lugar donde habían aplastado a la escuadra inglesa cuarenta y siete años antes; y ante la piratería inglesa y berberisca, la escuadra castellana prosiguió atacando la costa sur de Inglaterra y las bases islámicas. Castilla se erigía así como primer poder naval en el Occidente europeo.

Trece años después de Azincourt una campesina iletrada, Juana

la Doncella o Juana de Arco, que se sentía inspirada por Dios, despertó el patriotismo francés, logró levantar el sitio de Orleans y codirigió una campaña por el Loira culminada en la batalla de Patay, en 1429, cuando la caballería gala sorprendió y masacró a los arqueros enemigos. Juana quería acabar de expulsar a los ingleses, mientras que el rey, Carlos VII, seguía una política pactista y lenta, que desmoralizaba y daba mal resultado. Finalmente Juana fue capturada por los borgoñones, aliados de los ingleses, condenada a muerte por supuesta herejía y quemada en la hoguera en 1431. Tenía unos diecinueve años.

La suerte de los combates fue cambiando a favor de los franceses, cuya buena artillería destrozó en Formigny y Castillon a los arqueros y tropas enemigas. Y mientras el país sufría hambre y peste, expulsaron por fin a los ingleses, menos de Calais. En Inglaterra, la lucha fue seguida por treinta años de guerra civil, conocida como «de las Dos Rosas», que perjudicó al poder nobiliario y facilitó el ascenso social de los comerciantes, así como de una nueva dinastía, los Tudor.

La Guerra de los Cien Años revolucionó la técnica militar, debilitando el papel de la caballería pesada y luego de los arcos largos (la ballesta permanecería) y fortaleciendo el de la artillería y la infantería ligera. Francia reapareció como gran potencia, anexionándose Borgoña, Bretaña y Provenza. Con Carlos VIII, los franceses volvieron a intervenir en Italia, arrebatando pasajeramente Nápoles a los aragoneses.

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Para España, el siglo XV puede caracterizarse como «el de los Trastámara». Intentando salvar a Constantinopla, también a principios de siglo, Enrique III el Doliente, buscó alianza con Tamerlán. Sus embajadas fracasaron porque el jefe mongol falleció enseguida y su imperio se desmoronó. Quedó no obstante uno de los mejores libros de viajes de la época, la

Embajada a Tamorlán, de Ruy González de Clavijo. Por entonces comenzó la conquista de las Islas Canarias y la de Granada, interrumpida a la muerte del rey, en 1406. Seguiría un largo período de desorden y luchas nobiliarias que amenazaban arruinar los logros anteriores.

En la corona de Aragón fue preciso encontrar nuevo rey al fallecer en 1410, sin sucesión, Martín

el Humano. Delegados de los reinos de Aragón y Valencia, y del principado catalán (Mallorca quedó sin voz ni voto) eligieron en Caspe al Trastámara Fernando de Antequera, hermano del Doliente. Este «Compromiso de Caspe» tendría la mayor relevancia en la reunificación de España.

El hijo de Fernando, Alfonso V

el Magnánimo, afianzó el poder de Aragón en Nápoles, Sicilia y Cerdeña, guerreando contra los franceses, el Papado y las principales ciudades italianas. Solo hacia 1442 se salió con la suya. El monarca irritó a los nobles catalanes al autorizar a los campesinos a tratar la supresión de las «costumbres inicuas» o «malos usos». Los señores frustraron su propósito, pero una guerra civil de diez años entre los señores y el pueblo llano, desde 1462, acabaría de arruinar al Principado. Casi simultáneamente estallaba en Galicia la revuelta de los

Irmandiños. Cataluña y Galicia eran las regiones donde el campesinado sufría mayor despotismo de los magnates.

Pero el proceso principal del siglo en España comenzaría con el reinado de los Reyes Católicos, matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, en 1479, que puso fin al desorden anterior. Castilla era mucho más extensa, poblada y rica que Aragón, pero gran parte de la política conjunta, sobre todo la exterior de lucha contra Francia, iba a seguir más bien la tradición aragonesa. Los dos tenían el firme designio de culminar la Reconquista acabando con el reino de Granada y uniendo todos los reinos peninsulares, y lo conseguirían con un esfuerzo tenaz, utilizando tanto la política matrimonial como la guerra y la diplomacia. Solo les iba a fallar Portugal, por la muerte prematura de su hija Isabel de Aragón, casada con el rey portugués Manuel I, y del hijo de ambos, fallecido con dos años.

Los Reyes Católicos innovaron en la organización del Estado, y no es exagerado decir que crearon el primero de los llamados modernos. Hasta entonces, el Estado, como en el resto del continente, había sido muy sumario, compuesto por el rey y oligarquías nobiliarias, con peso de potentados comerciales, cortes o parlamentos, e instituciones municipales y cargos ocasionales, sin ejército ni policía permanentes. Los Católicos crearon un Estado más racionalizado, sistemático y objetivo, con un cuerpo de policía, la

Santa Hermandad, un embrión de ejército permanente y una marina real, «la escuadra de galeras de España»: antes, las armadas se formaban contratando barcos de particulares. Medidas luego imitadas en otros estados. Los reyes reafirmaron su poder frente a la díscola nobleza, organizaron un sistema de consejos (de Estado, Hacienda, Aragón, Castilla, Órdenes Militares, Santa Hermandad, Inquisición), esbozo de los ministerios posteriores, escogiendo a los consejeros más por valía (universitarios a menudo) que por linaje; y mejoraron la justicia con las audiencias reales, tribunales supremos que alejaban la ley de la arbitrariedad oligárquica. Fernando también suavizó algo la situación de los campesinos catalanes mediante la sentencia arbitral de Guadalupe.

No menos efectividad que las reformas políticas tuvo la religiosa acometida por el cardenal Cisneros con respaldo regio. En toda Europa se elevaban desde tiempo atrás clamores reformistas, aunque divergentes: unos querían debilitar a la Iglesia jerárquica, otros fortalecerla. Todos denunciaban la ignorancia y corrupción frecuentes en el clero, alto y bajo, por afán de dinero y relajo del celibato. Cisneros trataba de combatir las corrupciones y robustecer la tradición. No obstante, la reforma fue aplicada con flexibilidad en casos especiales, y así el Cardenal Mendoza, uno de los personajes más inteligentes e ilustrados de la época, gran apoyo de Colón, tuvo al menos dos amantes sucesivas, y sus hijos con una de ellas fueron reconocidos como legítimos por la reina Isabel, en virtud de los extraordinarios servicios del cardenal a la corona. La reforma perseguía también elevar el nivel cultural tanto de los clérigos como del pueblo. A este último efecto, el cardenal propició la traducción a lengua vulgar del Nuevo Testamento y otras partes de la Biblia, y de obras de teología; y fundó la Universidad de Alcalá, donde se compuso la Biblia Políglota en hebreo, griego y latín, una obra nunca antes acometida y de vasto alcance, pues se la consideraba la palabra de Dios. El Estado asumía ciertas atribuciones religiosas, pero muy alejadas del cesaropapismo bizantino y ruso, o de los posteriores intentos franceses o ingleses de crear iglesias nacionales contra Roma (galicanismo y anglicanismo). Esta reforma tendría máxima repercusión histórica, pues iba a ser, pocos decenios después, el cimiento de la lucha contra la expansión protestante, en la que España llevaría la parte principal y más ardua.

Con la toma de Granada y la posterior reincorporación de Navarra por Fernando, los Reyes Católicos culminaron la Reconquista iniciada oscuramente casi ocho siglos antes en montañas recónditas de Asturias. El largo contacto entre España y Al Ándalus había originado forzosamente préstamos culturales mutuos, y a menudo se habla de un país «de tres culturas», con la hebraica; pero se trata de una distorsión ideológica. Entre hispanos y moros prevaleció siempre la hostilidad, por la realista convicción de que el triunfo de unos significaba la ruina política, económica, lingüística y cultural de los otros. Se adoptaron recíprocamente algunas costumbres, formas de vestir, vocablos, rasgos en la arquitectura, etc., pero lo llamativo no son esas influencias, sino su escasez para una relación tan larga. La ocasional tolerancia fue impuesta por circunstancias, y ajena a cualquier simpatía o noción de igualdad de derechos. A su vez, cristianos y moros veían en los judíos una minoría extraña, perseguida o tolerada según las circunstancias.

La Guerra de Granada comenzó a raíz de temerarias incursiones de los musulmanes en 1482 y terminaría diez años después. El éxito repercutió en toda Europa, como compensación por los avances del poderío turco, que ya amenazaban muy seriamente el centro del continente y el Mediterráneo. España iba a desempeñar asimismo un papel esencial en la contención de la expansión turca por el Mediterráneo.

El proceso de reconquista española fue único en la historia europea y mundial, ya que ningún gran país islamizado había vuelto o volvería al cristianismo. Con sus repoblaciones, peligros y luchas a menudo agónicas, había creado un tipo humano arriscado, audaz, sólidamente católico, sobrio, apto para mandar y obedecer y con destreza organizadora. El acervo psicológico creado por tan larga lucha se combinaría con el personalismo, afán de gloria y de riqueza propios del espíritu renacentista, y esas cualidades iban a demostrarse ampliamente durante un siglo y medio.

Al final de la Reconquista, España emergía como una de las mayores potencias europeas, según iba a comprobarse en el enfrentamiento con Francia por Nápoles, donde los franceses llevarían la peor parte. España vivía una época de pujanza en todos los órdenes, pero aun así, Francia triplicaba al menos su población, con un agro más productivo, por lo que los Reyes Católicos buscaron asegurar la posición hispana mediante alianzas matrimoniales con Inglaterra y el Sacro Imperio, rodeando al país vecino. La política francesa durante siglos trataría precisamente de romper ese cerco.

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Al terminar el siglo se habían definido más las diferencias entre las tres Europas formadas en la Edad de Supervivencia: la de los imperios orientales, la de los imperios centrales y la de las naciones occidentales. Uno de sus rasgos era la persistencia de la servidumbre campesina, residual en la parte occidental, más numerosa en la central y reforzada en la oriental. Las naciones y el Sacro Imperio eran también las zonas más prósperas y urbanizadas; por el momento permanecían católicas, aunque dejarían de serlo parte de ellas durante el siglo siguiente. Las naciones despegaban como los núcleos más dinámicos del continente cultural, política y militarmente.

En la parte oriental, la Rusia ortodoxa iba erigiéndose en gran potencia con excepcional fuerza expansiva. Al oeste de Rusia, polacos y lituanos afirmaron su alianza en una confederación después de haber derrotado a los caballeros teutónicos en Grunwald (1410), golpe del que ya no se repondría la orden. Los lituanos se cristianizaron pronto y el Imperio polaco-lituano se convirtió en una gran potencia extendida desde el mar Báltico a las proximidades del Negro, abarcando a gran parte del antiguo reino de Kíef y, bajo la dinastía Jagellón, a Hungría y Bohemia, formando una fuerte barrera frente a Rusia y a los otomanos.

La Europa Central continuó integrada en el Sacro Imperio Romano-Germánico, concebido para unir a la cristiandad según el ideal de un

Corpus christianum regido por el emperador para los asuntos terrenos, en armonía con el pontífice para los espirituales, aunque esa armonía pocas veces marchase bien. En realidad, el Imperio constituía un mosaico de territorios cuasi independientes, dominados por familias nobiliarias pugnaces entre sí: construcción poco funcional y en crisis casi permanente, pese a lo cual subsistiría muchos siglos. Con todo, el trono imperial no dejaba de tener prestigio por su pretensión de heredar de algún modo a la antigua Roma, con sus propósitos universalistas: se lo consideraba un honor supremo y por él solían competir monarcas y potentados de diversos países. Su parte más dinámica y prácticamente soberana fueron las prósperas ciudades comerciales italianas y alemanas, varias de estas últimas federadas en la Liga Hanseática, incursas en frecuentes luchas comerciales. En todas ellas se produjo un notable florecimiento artístico. En 1365 se había regulado el nombramiento de emperador a partir de siete príncipes electores, sin injerencia papal y dentro de una dinastía. Extinguida la Hohenstaufen en 1268, pasaron a primer plano los Habsburgo, una rama de los cuales incidiría profundamente en los destinos de España.

En la Europa de las naciones, Dinamarca, Suecia y Noruega, en conflicto con la Hansa, habían formado a finales del siglo XIV la Unión de Kalmar. La unión fue poco efectiva en Suecia, que descolló a lo largo del siglo XV como nación aparte y capaz de dominar la cuenca del Báltico. Pero las naciones de mayor peso al final de la Edad de Asentamiento eran las cuatro más occidentales: Inglaterra y Francia, debilitadas tras la Guerra de los Cien Años, más España y Portugal. Francia era la más poblada, y tras haber expulsado a los ingleses había absorbido la Borgoña interior. El estado borgoñón incluía los Países Bajos, pasando estos últimos al Sacro Imperio, gobernado por los Habsburgo, lo cual había de repercutir sobre España.

Inglaterra había dominado Gales y en menor medida Irlanda, retenía Calais y mantenía sus designios, de momento frustrados, de adueñarse de Escocia. Sus fracasos en Francia y guerras internas no le impidieron continuar como centro intelectual de primer orden con las universidades de Oxford y Cambridge, siendo ya Londres una de las grandes ciudades europeas, de unos 50.000 habitantes. Escocia obligó a saber letras a cuantos administraban justicia y se dotó de universidades. La enseñanza sería en adelante un punto fuerte de la productiva cultura escocesa.

Portugal vivía un momento glorioso. En 1415 había conquistado Ceuta e iniciado su expansión por el Atlántico. Al año siguiente, el infante Enrique

el Navegante fundó en Sagres, al extremo suroeste del país, una escuela de navegación y confección de mapas. En 1427 los portugueses descubrieron las Islas Azores, se lanzaron a explorar la costa africana y en 1488 Bartolomé Díaz había llegado al extremo sur del continente, el Cabo de las Tormentas, rebautizado luego como de Buena Esperanza.

En cuanto a España, 1492 vino sellado, además de por la toma de Granada, por la publicación de la

Gramática castellana, de Antonio de Nebrija, típico humanista (astrónomo, historiador y poeta, además de filólogo). La importancia del hecho radica en ser probablemente la primera gramática de una lengua vulgar, indicio de grandes ambiciones también imperiales según su expresión «la lengua es compañera del imperio», como había sido el latín. Y aquel año presenció asimismo un hecho transcendental que abría paso a una nueva era, no solamente en la historia de Europa, sino también de la humanidad: el descubrimiento de América.

También en 1492 fueron expulsados los judíos de España. Para el cristianismo popular, los judíos habían cambiado de pueblo elegido por Dios a pueblo deicida, y sobre esa base circulaban leyendas de crímenes rituales judaicos. La mayoría de los judíos eran pobres, pero parte de ellos se enriquecían como prestamistas, siendo calificados de usureros y avaros; o se encargaban del cobro de impuestos, lo cual los hacía odiosos para la población. En Inglaterra, Francia y otros lugares habían sido expulsados, y con la Peste Negra, y por influjo francés a través de Navarra, un antisemitismo sanguinario de extendió por la península. El Renacimiento también fue acompañado de un notorio antisemitismo.

En Castilla los judíos habían gozado de más protección y derechos que en el resto de Europa, y al mismo tiempo se procuraba convertirlos al cristianismo, con resultados medianos. En 1413 el papa Benedicto XIII auspició en Tortosa un debate entre rabinos y teólogos cristianos. Los rabinos afirmaban que Jesús no era el Mesías, porque este debía ser un líder político que restaurase el reino de Jerusalén, y entretanto la gente no lo precisaba, pues le bastaba con cumplir la Ley. Las discusiones duraron meses y muchos judíos se bautizaron. Los rabinos lo interpretaron como prueba del peligro de contacto con los gentiles, y acusaban también a los judíos ricos de despertar la cólera de los cristianos con su ostentación, y de ser los primeros en renegar a la hora de la prueba. La misma crítica hacían conversos como Alonso de Palencia: «Extraordinariamente enriquecidos por oficios muy particulares, se muestran por ello soberbios, y con arrogancia insolente intentan apoderarse de los cargos públicos después de haberse hecho admitir, a precio de oro y contra todas las reglas, en las órdenes de caballería, y se constituyen en bando», incluso con fuerza armada, «y no temen celebrar, con la mayor audacia y a su antojo, las ceremonias judaicas».

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