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Cuarta parte Edad de Expansión » 21. Del gran siglo de España al gran siglo de Francia

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Del gran siglo de España al gran siglo de Francia

España tuvo en el XVI su gran siglo en los órdenes político, militar y cultural, alcanzando su apogeo con Felipe II. Convertida en el pensamiento y la espada del catolicismo, hubo de combatir de modo prácticamente simultáneo con Francia, el Imperio otomano, Inglaterra y los protestantes: venció la mayor parte las veces y marcó unos límites a su expansión, que luego permanecieron. No dejaron de ser hechos notables, porque ni era el país más poblado ni el más rico. Francia, su rival más inmediato, triplicaba probablemente su población, y lo mismo, al menos, el Imperio otomano; entre Inglaterra, Holanda y los germanos protestantes podían muy bien duplicarla o más. Asimismo, en una época en que la agricultura era la principal fuente de riqueza, España no estaba favorecida en suelos y clima por comparación con el norte de los Pirineos. Desde luego, no combatía sola: Italia contribuía, aunque no demasiado ni con mucha constancia, y de hecho su defensa frente a los turcos dependía de España. El Sacro Imperio, en sus partes católicas, aportaba más, aunque con el lastre de su ineficiente estructura, de modo que la desproporción seguía siendo muy grande. Además, España debía pechar con los aplastantes problemas derivados de la enormidad y dispersión de su imperio y de una lucha agotadora en muchos frentes, problemas que ningún otro reino soportaba; y en general los afrontó con notable éxito.

Tales cargas eran inevitables por su posición geopolítica y su compromiso católico. En el Mediterráneo debía contender por fuerza con los islámicos y con Francia. El protestantismo fue un factor principal de guerras civiles e internacionales en Europa, como había pronosticado Lutero con orgullo, y combatirlo a distancia libró a España de tenerlo en el interior y correr la suerte de Alemania, Flandes o Francia. Así, la guerra lejana, aunque costosa, evitó al país un largo período de luchas internas y posible desintegración; y mantuvo las Indias a salvo de las potencias rivales. La idea defendida por algunos de que España debió haberse concentrado en el norte de África olvidándose de los problemas europeos es una ilusión. En el interior, el contagio calvinista fue erradicado por la Inquisición al precio de unos cientos de víctimas: muchas menos que las causadas en Inglaterra e Irlanda contra los católicos, por no hablar de las guerras civiles francesas.

Todo ello tenía consecuencias económicas: Carlos I dejó una deuda de 20 millones de ducados. Felipe II cuadruplicó los ingresos mediante la administración más racional y avanzada de Europa, pero hubo de declarar tres suspensiones de pagos (bancarrotas) y al final la deuda ascendía a 80 millones. Las distintas posesiones de la corona debían atender a los gastos solidariamente, pero no era así. Los impuestos de la mayor parte de ellas se aplicaban a las necesidades propias, y era Castilla quien cargaba con más de la mitad de los impuestos. La plata americana subvenía a entre el 12 y el 20 por ciento de los gastos; Aragón no pasaba del 7 por ciento (su población y riqueza eran también muy inferiores a las de Castilla) y entre Flandes e Italia el 20 por ciento. En América, la mayor parte de la fiscalidad quedaba allí, lo que explica que Lima o Méjico llegaran a ser ciudades con universidad, catedral y edificios de los que carecía Madrid.

Estos problemas no impidieron que, en conjunto, el país prosperase, prueba de ello es la elevada presión fiscal que pudo soportar largo tiempo, aun entre mil protestas. Pero hacia finales del siglo la carga se hacía demasiado gravosa. La población sufrió pestes, corrientes también en el resto de Europa (Inglaterra, nueve episodios graves y algo similar Francia); y hasta las regiones europeas más ricas padecían hambrunas recurrentes. Las costas mediterráneas perdían también población, por las incursiones berberiscas y la caza de cautivos. En cambio, el país evitó las guerras más mortíferas, libradas fuera de sus fronteras, y guerras civiles como las de Alemania, Flandes o Gran Bretaña (por la parte de Irlanda). La emigración a América afectó poco: unas 300.000 personas en total. Y cierto número de transpirenaicos se establecieron en España. Con todos estos avatares, la población subió de 5-6 millones a principios del siglo a 7-8 al final.

Simultáneamente con dichos desafíos, prosiguió la exploración, colonización y evangelización de los inmensos territorios de América, desde Patagonia a Oregón y el tercio sur de la actual Usa. Fueron expulsados los hugonotes que trataban de apoderarse de Florida, repelidos numerosos ataques de corsarios, descubiertos cientos de islas del Pacífico y asentada la colonia de Filipinas. La evangelización abarcó a millones de indígenas y llegó a India y Japón. Y no dejaron de fundarse ciudades, construirse vías de comunicación y obras públicas, así como siete universidades, contando la algo posterior de Filipinas. Las monedas españolas circulaban por todo el mundo

Si se pregunta a un español común (o no español) qué país del mundo tiene un historial marino más destacado, probablemente lo adjudicará a Inglaterra; pero naves españolas cruzaron por primera vez el Atlántico y el Pacífico, dieron la primera vuelta al mundo, descubrieron numerosas tierras, tuvieron más victorias que fracasos frente a turcos, ingleses, holandeses y franceses, establecieron rutas comerciales entre Asia, América y Europa… Las hazañas de otros países fueron posteriores y partiendo de los descubrimientos hispanos. El galeón base de sus flotas, inventado en España en su forma acabada y adoptado por Inglaterra, Holanda y Francia, combinaba capacidad de carga con aptitud bélica por su maniobrabilidad y resistencia, de modo que el poder artillero inglés solo consiguió hundir uno cuando la Gran Armada, y los demás se salvaron, mejor o peor, de las tormentas, al revés que los buques de acompañamiento.

La ventaja española sobre sus adversarios fue ante todo cualitativa y descansaba en cuatro puntos: una amplia red de universidades, la destreza de sus marinos, los tercios y una excelente diplomacia. Sobre las universidades ya existentes se fundaron las de Valencia, Sevilla, Santiago, Granada, Zaragoza y Oviedo, más algunas luego cerradas, como la de Oñate (la de Barcelona databa de mediados del siglo XV); algunas de gran calidad, como la de Alcalá de Henares y sobre todo la de Salamanca. Aparte de sus derivaciones intelectuales y artísticas, la proporción de universitarios, quizá la más alta de Europa, facilitaba personal cualificado para la Administración, la política y la milicia. La habilidad y audacia de los marinos fue también excepcional en un tiempo en que otros países apenas pasaban de la piratería y el tráfico negrero en los grandes océanos.

Los tercios, por su organización y espíritu, eran uno de los mejores ejércitos que hayan existido, con una amplia nómina de capitanes de gran clase, algunos extranjeros españolizados, y una muy larga lista de victorias, no pocas con fuerzas inferiores. En Flandes eran muy minoritarios (entre un diez y un treinta por ciento. Los demás, alemanes, italianos o irlandeses e ingleses pasados a los españoles), pero se les reconocía como la punta de lanza y la élite militar. La diplomacia, el pensamiento y los colegios de los jesuitas, que formaban por toda Europa élites favorables a España, eran otras tantas bazas que ayudan a entender la fuerza y el prestigio de la nación: dentro de la misma Francia se diría de los habitantes del Artois que eran «más españoles que los castellanos», y el Franco Condado, que perdió más de la mitad de sus habitantes en luchas con los calvinistas, exhibía un genuino patriotismo hispanoborgoñón.

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Sin embargo, hacia finales de siglo las cosas iban cambiando. Las fuerzas contrarias en Europa crecían en cantidad y en calidad, las marinas holandesa e inglesa marchaban hacia su apogeo y los tercios no lograban ya resolver rápidamente los conflictos, sino que se desgastaban en campañas y asedios interminables. No podía hablarse de decadencia, menos aún cultural, pero habían pasado los tiempos de Pavía, San Quintín, Lepanto, contraarmada, Azores y similares. España daba indicios de fatiga y buscaba la paz. La situación era propicia, porque sus enemigos estaban también al límite de sus fuerzas. Los turcos, preocupados por su frontera con Persia, habían dejado de ser un peligro inminente después fracasar su intento de dominar Marruecos, aunque la piratería y las incursiones sobre la costa española no cesaban. En 1598 llegó la paz con Francia, seis años después con Inglaterra y en 1609 la tregua de doce años con Holanda. Este mismo año fueron expulsados los moriscos, una auténtica quinta columna de turcos y piratas berberiscos. También favoreció la paz el asesinato, en 1610, del belicoso Enrique IV de Francia, de procedencia hugonote, que se había hecho católico porque, según la frase que se le atribuye, «París bien vale una misa».

Así llegó, a principios del siglo XVII la

Pax Hispanica, éxito aparente de Felipe III, que debía estabilizar al oeste europeo. Mas nada de ello ocurriría. Holanda aprovechó la tregua para rehacer su maltrecha economía, y en las discordias entre los partidarios de la paz y de la guerra triunfaron los últimos. En Francia, tras una etapa pacífica, el cardenal Richelieu, personaje inteligente, corrupto y maquiavélico, se convirtió en 1624 en valido de Luis XIII. Aspiraba a hundir el poder hispano-imperial, para lo que, siendo católico, se alió con los protestantes, como Francisco I había hecho con los turcos.

Entre tanto, en 1618 los calvinistas checos defenestraron en Praga a tres políticos católicos y reclutaron un ejército contra el emperador. Dos años después fueron derrotados por los hispanoimperiales en la batalla de la Montaña Blanca. Pareció el final del conflicto, pero en realidad acababa de comenzar una de las guerras más destructivas de la historia, la llamada «de los Treinta Años».

Francia aún no estaba preparada para contender con España, por lo que procedió a pagar y utilizar a otras potencias, como Dinamarca u Holanda, más tarde Suecia. En 1625 reemprendía la guerra Dinamarca, generosamente subvencionada por Richelieu, pero cuatro años después vencían los católicos. Richelieu afianzó el absolutismo de Luis XIII metiendo en cintura a los nobles y acabando con el poder hugonote, que había construido un estado dentro del Estado. A su turno, Holanda combinaba la piratería con el ataque a Portugal en Brasil, mientras la lucha en Flandes, donde trataban de coger al ejército español en tenaza con los franceses, proseguía con ventaja alternativa. Y el Parlamento inglés, muy deseoso de guerra, se combinó con los holandeses para saquear Cádiz, en 1625: sufrieron un costoso fracaso que enfrió el ardor bélico del Parlamento, por lo que Inglaterra aceptó la paz en 1630.

En la década de los treinta Suecia entró en liza, con dinero francés. El país había adoptado pronto el luteranismo, prevalecía en el Báltico y aspiraba a dominar las costas alemana y polaca. Pero tras ganar importantes batallas con apoyo de los protestantes germanos, los suecos fueron vencidos en Nördlingen, en 1634, gracias sobre todo a los tercios españoles, por lo que debieron abandonar de momento sus pretensiones, y los príncipes protestantes aceptaron la paz al año siguiente. De nuevo pudo haber terminado la contienda, que estaba arrasando Alemania.

Habiendo gastado gruesas sumas para nada, Richelieu resolvió actuar directamente. Calculó bien los puntos flacos del poder español: escasez de hombres, dispersión de sus dominios, comunicaciones largas y vulnerables: Francia, con abundantes reservas humanas, podía operar por seguras y cortas líneas interiores, tomar a los hispanos entre dos fuegos en Flandes, ayudarse con los luteranos suecos y alemanes y buscar alianza con Inglaterra. No obstante, sufrió nuevas derrotas y los españoles estuvieron a punto, una vez más, de marchar sobre París. Agotado el dinero, Richelieu decretó nuevos impuestos que, eludidos por las clases altas, causaron rebeliones entre los agobiados campesinos, a quienes masacró. Richelieu se sintió hundido, pero Luis XIII contraatacó por la frontera española, y en los cinco años siguientes no hubo decisión.

La lucha contra Richelieu la protagonizó en España el conde duque de Olivares, valido de Felipe IV. Hombre diestro e inteligente, llevaría las múltiples guerras con notable habilidad. Bien consciente de las debilidades de la Monarquía Hispánica ante los nuevos desafíos, había diseñado en 1626 la Unión de Armas, para hacer que todos los dominios del rey, desde las Indias a Nápoles, colaborasen equitativamente con hombres y dinero, aligerando la carga de Castilla. Se trataba de una reforma administrativa, política y moral, que debiera proporcionar una reserva de 140.000 soldados. La propuesta fue mal acogida por las oligarquías de Aragón y Portugal, porque vulneraba antiguos fueros y privilegios feudales, y no les ofrecía cargos adecuados a sus aspiraciones, y no hubo forma de ponerla en práctica.

Mientras, los calvinistas holandeses, aguijoneando al Imperio portugués, ocupaban Pernambuco, en Brasil, en 1630, provocando descontento entre parte de la oligarquía portuguesa por su unión con España, lograda por Felipe II. En 1637 recuperaron Breda, que les habían tomado los españoles en un asedio famoso, inmortalizado por Velázquez, y se lanzaron sobre Amberes; pero ante esa ciudad fueron batidos. No obstante, el decenio concluía con la batalla naval de las Dunas, al sureste de la costa inglesa: una numerosa flota holandesa vencía a la española inferior en número. Suele considerarse el fin de España como primera potencia naval.

Los años cuarenta resultaron fatales para España al repercutir dentro del país las tensiones externas. En 1639 Richelieu atacó el Rosellón, y fue repelido. Los oligarcas catalanes crearon descontento por los problemas ocasionados por los soldados y provocaron una rebelión popular en 1640, al grito de «Viva el rey de España y muera el mal gobierno». La revuelta tomó rasgos antiseñoriales contra los «derechos de abuso y maltrato», que persistían pese a la sentencia de Guadalupe en tiempos de Fernando el Católico, y la

Generalitat declaró una república catalana bajo soberanía de Luis XIII. A finales del mismo año, Portugal se separaba con la complicidad de los duques de Medina Sidonia, que intentaron a su vez la secesión de Andalucía en connivencia con una armada franco-holandesa. Advertido a tiempo el gobierno, la conjura andaluza fracasó, pero en Cataluña, donde las tropas francesas de ocupación causaron gran malestar, la secesión duró doce años, hasta ser expulsadas. La aventura de la oligarquía catalana costaría a España la pérdida del Rosellón, y los «malos usos» continuaron en Cataluña.

En 1642 murió Richelieu, pero otro cardenal, Mazarino, continuó su política. En mayo de 1643 los tercios fueron vencidos en Rocroi, victoria costosa para Francia pero de máxima repercusión moral. Los tercios retuvieron bastante eficacia, pero Rocroi marcó en tierra lo que la batalla de las Dunas en el mar. En 1648 la Paz de Westfalia puso fin a la Guerra de los Treinta Años. Suecia dominaba el Báltico a costa de Dinamarca y Alemania; Holanda afianzó su independencia, aunque perdiendo peso ante Francia. La sacrificada Alemania había sufrido una devastación incalculable: solo los suecos arrasaron 1.500 poblaciones, y el hambre, las epidemias y la guerra acabaron —se dice— con la mitad de la población masculina y un tercio de la total.

Pero la gran vencedora fue la Francia absolutista de Luis XIV, que ocupaba Alsacia y Lorena, cortaba el Camino Español de Milán a Flandes, se adueñaba también del Rosellón y parte de la Cerdaña, y reducía a España a la impotencia, al paso que, tras desangrar al Sacro Imperio, le imponía una inefectividad mayor que nunca, con sus 350 miniestados soberanos que anulaban cualquier potestad real del emperador. Quedaba Austria como su parte más extensa, consistente y católica.

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En la Europa Oriental, el Imperio otomano, que venía ampliándose hacia el centro de Europa y por el norte del mar Negro, y en el Mediterráneo a costa de Venecia, intentó por segunda vez tomar Viena en 1683. El peligro movió una amplia colaboración, en hombres o en dinero, de la mayoría de los países europeos, menos Francia, siempre leal a su alianza con la Sublime Puerta. El asalto turco terminó en una tremenda derrota, debida sobre todo a los polacos mandados por el rey Juan Sobieski. La derrota marcó el comienzo de los retrocesos turcos en Europa, siendo expulsados al sur del Danubio.

Más al este, la Confederación polaco-lituana llegó a ocupar Moscú a principios del siglo XVII, para desde entonces entrar en decadencia. A mediados de siglo, Rusia le arrebataba buena parte de Ucrania, y peor todavía fue la invasión sueca de 1655 a 1660, conocida en Polonia con el significativo nombre de «El Diluvio», por la mortandad y daños ocasionados. No obstante, el país fue capaz todavía de desempeñar un papel esencial en la lucha contra los turcos y derrotarlos en Viena, como queda dicho, y en otras ocasiones.

Por su parte, Rusia superó lentamente la «Época de los Tumultos» a finales de XVI y principios del XVII, plagada de hambrunas, guerras civiles y derrotas frente a suecos y polaco-lituanos. Una nueva dinastía, la de los Románof sucedió a los Ruríkovich, y Rusia volvió a la ofensiva en todas direcciones. A lo largo del siglo XVII su expansión por Siberia llegó al Pacífico, utilizando sobre todo a los cosacos. Por otra parte, la extrema opresión de los siervos, reducidos prácticamente a esclavitud, provocaba huidas de campesinos y revueltas, siempre vencidas. En 1682 fue coronado Pedro I, llamado

el Grande. Hasta entonces, y a pesar de algunas influencias occidentales, Rusia era vista en el resto de Europa como un país semibárbaro, con débil desarrollo urbano, intelectual, literario, técnico o científico, y con mínimo peso en los asuntos europeos. Pedro resolvió occidentalizar al país con medidas autocráticas, inaugurando una nueva época en la historia de Rusia, que influiría cada vez más en el resto de Europa.

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No acabaron en Westfalia las desdichas de España. El mismo año, Oliver Cromwell, un talentoso y fanático puritano, acababa de ganar en Inglaterra una doble guerra civil de seis años encabezando al Parlamento contra el rey Carlos I, a quien hizo decapitar. Posteriormente disolvió el Parlamento. Al ser minoritaria su religión en Inglaterra, defendió la libertad de cultos, excepto para los católicos, a quienes persiguió. En 1649 invadió Irlanda, repartió entre los suyos las tierras de los católicos y demolió su naciente industria textil, las iglesias y las escuelas, perpetró matanzas y vendió como esclavos a miles de prisioneros. El rito católico fue prohibido y sus clérigos ejecutados apenas descubiertos. Se han calculado las pérdidas irlandesas entre un 15 y un 20 por ciento de la población. En 1650, Cromwell derrotó a los escoceses que exigían la monarquía, y más tarde a los holandeses. Enemigo acérrimo de España, atacó por sorpresa a Cádiz y destruyó dos veces parte de la flota de Indias. Aliado con los franceses, venció a los españoles en Dunquerque, en 1658, y ese mismo año falleció. Dos años después, los monárquicos, restaurados, cortaron la cabeza a su cadáver y la expusieron en un poste.

La derrota en Dunquerque redondeó la decadencia militar hispana y abocó al Tratado de los Pirineos en 1659, que aumentó las pérdidas de Westfalia. No obstante, Luis XIV evitó ensañarse porque aspiraba a dominar a la monarquía española, para lo cual se casó con María Teresa, hija de Felipe IV. Esa ambición motivaría una nueva guerra europea cuarenta años después. Como otro efecto de aquella paz, las Antillas padecieron un enjambre de filibusteros ingleses, franceses y holandeses, que llegaron a saquear Cartagena de Indias en 1697.

En medio siglo, España había bajado desde la

Pax Hispanica, que parecía consolidar su supremacía continental, a un rango secundario en el concierto europeo. Francisco de Quevedo retrató la frustración en su célebre soneto elegíaco: «

Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes, ya desmoronados (…). Vencida de la edad sentí mi espada / y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuera recuerdo de la muerte».

Por sus guerras y el enorme daño de algunas de ellas, el siglo XVII ha sido llamado «de hierro». Sin alcanzar la gravedad de la Peste Negra, también las epidemias estancaron o mermaron la población en muchos países. Sus víctimas en Alemania se calculan en 6 millones, Italia en hasta 1,7, y España 1,2. Francia, Inglaterra y Escocia también sufrieron gruesas pérdidas (la peste de 1655-56 mató a 100.000 londinenses).

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Hacia 1661, Luis XIV podía jactarse de dominar las políticas europeas. Las reformas de su ministro Colbert lograron triplicar los ingresos estatales sin arruinar al país, y al final de su reinado, en 1715, dejaba una Francia capaz de enfrentarse a coaliciones de varias naciones mientras construía un imperio colonial en Norteamérica (Luisiana, Quebec), con enclaves en India y África.

La hegemonía francesa nacía de su abundancia en hombres y recursos, puestos en orden por las reformas desde Richelieu. El conflicto entre el impulso absolutista de la monarquía y la tradición levantisca de una casta nobiliaria dispuesta a aliarse con países extranjeros quedó resuelto en la Guerra de la Fronda, concluida en 1653 con victoria absolutista (el rebelde Condé, autor de la victoria francesa en Rocroi, pasó por un tiempo al servicio de España). El centralismo afectó a la religión por dos vías: la autoridad papal se redujo a casi nada por un fuerte galicanismo, aun sin llegar a la ruptura anglicana; y la persecución a los hugonotes, vistos como un persistente peligro interno, hizo huir del país a unos 200.000 hacia finales de la década de los ochenta.

Cabe comparar estas reformas con las de los Reyes Católicos que cimentaron el auge hispano acabando con las banderías de los nobles, imponiendo la autoridad regia y logrando, por medios no muy disímiles de los de Luis XIV, la unidad religiosa y una mayor identificación del poder eclesiástico con el político. De ahí la fortaleza del Estado y la casi ausencia de contiendas civiles (las revueltas comuneras, de la germanías o la guerra de Cataluña —esta más bien un conflicto con Francia— tuvieron poca monta al lado de las sufridas por los países del entorno). Las reformas hispanas fueron menos extremas que las francesas, su economía menos dirigista, la autoridad del Papado más respetada y la monarquía no pasó de autoritaria, lejos del absolutismo de Luis XIV.

El diferente espíritu del apogeo español y el francés lo revelan bastante dos edificios de funciones similares y profundamente simbólicos: El Escorial y Versalles. El propio Felipe II orientó a sus arquitectos pidiéndoles una construcción sencilla, severa, noble sin arrogancia y majestuosa sin ostentación. Versalles, tres veces más vasto, es a un tiempo noble y arrogante, majestuoso y ostentoso, decorado sin apenas espacios vacíos. El Escorial fue concebido como palacio, basílica, biblioteca, centro de estudios, monasterio, pinacoteca y panteón, con la iglesia como centro. Versalles es palacio y corte, y esta función supedita estrictamente a las demás, con un minuciosísimo protocolo de cierto tono oriental. Las torres del Escorial, armoniosamente conjuntadas, sugieren elevación y religiosidad, y sus muros exteriores recuerdan una fortaleza. Nada más lejos de Versalles, cuya armonía se basa en las proporciones de un edificio sin torres, que exhibe poderío y suntuosidad, dejando la religión en segundo plano. También hay simbolismo no deliberado en el paisaje, entre los feraces y verdes llanos franceses y las estribaciones de la sierra de Madrid, sugestivas de un modo muy distinto.

Los acuerdos de Westfalia debían garantizar «una paz cristiana y universal y una amistad sincera, auténtica y perpetua», procurando cada país «el beneficio, el honor y la ventaja» de los demás. Tal retórica, obviamente hueca, no impidió nuevas guerras, la más grave la de «los Nueve Años», comenzada en 1688 entre Francia y una coalición de Holanda, Inglaterra, el imperio, Suecia y España, con campañas asimismo en las colonias. La guerra terminó de forma inconcluyente, preludio de otra más vasta con motivo de la sucesión a la corona española.

El año inicial de aquel conflicto tuvo lugar en Inglaterra la «Revolución Gloriosa», que derrocó al católico Jacobo II y determinó la exclusión definitiva del catolicismo y una mayor tolerancia entre las diversas doctrinas protestantes, que se habían perseguido entre sí. Tal

revolución se impuso sin dificultad en Inglaterra, aunque debió aplastar con sangre disidencias en Escocia e Irlanda. Con ella triunfaba definitivamente, asimismo, el Parlamento, que redujo drásticamente las atribuciones del rey, a quien puso prácticamente a sus órdenes. Así, la orientación política inglesa, que había parecido marchar hacia el absolutismo, se orientaba por fin en dirección contraria a la de Francia, donde el poder regio sí se hacía verdaderamente más absoluto.

Como hemos venido viendo, la ancestral tensión entre el poder monárquico y el de la oligarquía de los potentados, generalmente nobles, con frecuencia mezclados con grandes comerciantes, originaba dos empujes contrarios, complicados con la formación de los parlamentos a partir de las Cortes de León: o prevalecía uno o el otro, y por lo general lo hacían alternativamente. Aunque parece más democrático el poder oligárquico, el pueblo llano solía preferir al monárquico. Por otra parte, claro está, el monarca no contendía él solo, pues este siempre se apoyaba en un sector mayor o menor de la oligarquía, y las experiencias de desorden y opresión nobiliaria solían favorecer su causa. ¿Por qué en Inglaterra el éxito del Parlamento no dio lugar a una situación anárquica, como la daría en Polonia-Lituania el

Sejm, una institución formalmente similar, que limitaba fuertemente al rey; o a una semiimpotencia del monarca como la del Sacro Imperio? Quizá quepa encontrar la razón en una solidaridad oligárquica más fuerte y estable en Inglaterra, donde el dominio aristocrático mostraría a menudo un despotismo sin escrúpulos sobre el pueblo bajo, al que llegaba a despojar y sumir en la miseria.

Por lo que respecta a España, representaba una tercera posición entre el absolutismo y el parlamentarismo. Durante las guerras de religión, el francés Enrique III profirió tremendas amenazas sobre su propia capital por haberle negado sumisión: «París, cabeza del reino, necesitas una sangría para curarte (…). Dentro de unos días ya no se verán tus casas ni tus murallas, sino tan solo el lugar donde has estado». El concepto político que permitía tales intimidaciones era impensable en España. También impensables conductas como las del gobierno inglés, que había dejado morir a millares, por enfermedad, heridas y hambre, a los excombatientes contra la Gran Armada de Felipe II, o expulsado por las armas a decenas de miles de campesinos que habían vivido desde tiempos antiguos en las tierras comunales.

Aparte de las teorías de la Escuela de Salamanca, quizá la concepción política prevalente en España quede expuesta por la

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