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Cuarta parte Edad de Expansión » 25. Revolución Industrial e Ilustración

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Revolución Industrial e Ilustración

Con todos sus conflictos políticos y bélicos, el siglo XVIII registró una acumulación de fenómenos culturales, sociales y económicos, conocida como

Ilustración, Edad de la razón o

Siglo de las luces, que iban a cambiar la fisonomía del continente. Y una de sus manifestaciones más influyentes en el futuro sería la Revolución Industrial

Desde mediados del siglo se sucedieron en Gran Bretaña perfeccionamientos mecánicos e inventos que afectaron al textil, la metalurgia, la minería, los caminos y canales y los medios de transporte. A esa acumulación de avances técnicos suele llamársele Revolución Industrial, que consistió básicamente en la concentración de obreros en centros de producción o fábricas con empleo de máquinas movidas por fuerzas no humanas ni animales, sobre todo el vapor. El empleo de fuerza no humana, como el agua o el viento, el carbón, en molinos, navegación, etc., era muy antiguo, y más reciente la pólvora para armas de fuego y otros usos. Lo nuevo fue la masificación de esas fuerzas, que redundó en una producción multiplicada y abaratada de mercancías, auténtica revolución técnica y económica, con amplia proyección política y social. En toda Europa se habían creado talleres manufactureros, pero las fábricas daban otra dimensión a la concentración y productividad del trabajo.

Un efecto derivado fue el paso de las sociedades agrarias a las industriales. Hasta entonces la economía descansaba fundamentalmente en la agricultura y el artesanado, que ocupaban a la vasta mayoría de la población; pero un proceso rápido en términos históricos disminuyó el peso de la agricultura y la población agraria a favor de la industria y los obreros. Los ingleses, conscientes de que su ventaja de partida les daba preeminencia económica, procuraron evitar la difusión de sus técnicas, pero poco a poco las mismas se extendieron al continente en el siglo XIX: la superioridad inglesa se extendió a otros varios países y abrió la Edad de Apogeo, en que la hegemonía material europea en el mundo llegó a un nivel nunca antes alcanzado por cualquier civilización.

El uso de máquinas parecía ofrecer posibilidades liberadoras sin precedentes para el ser humano. Aristóteles había indicado que la esclavitud desaparecería cuando la lanzadera del tejedor se moviera por sí misma; es decir, acaso nunca. Pero ello empezó a ser posible cuando en 1784 el escocés James Watt patentó la máquina de vapor, y en 1787, el inglés James Cartwright patentó un telar mecánico que hacía exactamente lo que Aristóteles creía remoto. Si entendemos el trabajo como esclavitud, aquellos inventos debían anunciar una edad dorada en la que el dominio de las fuerzas de la naturaleza haría que estas trabajasen para el hombre, superando la maldición bíblica «ganarás el pan con el sudor de tu frente». Matthew Boulton, socio de Watt, lo explicó al rey Jorge III: «Esta fuerza aumentará la civilización más que nada antes o hará en los próximos dos siglos en el mundo; y un día rescatará a todos los obreros del mundo».

Sin embargo la realidad resultó más complicada. El campesino siempre había sufrido una vida estrecha: analfabeto, con escasa capacidad de movimiento y de acceso a la alta cultura, sometido a las exigencias de los grandes propietarios. No obstante, su labor exigía destrezas artesanas y amplios conocimientos prácticos sobre animales, plantas, climatología, etc.; y su vida era variada en sus labores, que además cambiaban según la estación del año. La propia vida al aire libre, aun en la pobreza y falta de higiene, proporcionaba cierta libertad personal; y las fiestas, canciones, ritos religiosos, sabiduría concentrada en refranes, etc., componían una cultura muy compleja y apreciable.

El obrero fabril, por el contrario, apenas necesitaba saber unas pocas operaciones mecánicas, repetidas día tras día y año tras año, en antros ruidosos y contaminados, y viviendo hacinado en barrios suburbiales. Condiciones tan poco atractivas empeoraban con horarios interminables y bajos salarios, que obligaban a trabajar a padres, madres e hijos (lo cual miraban muchos empresarios como un modo de alejar a los trabajadores del ocio, madre de todos los vicios). Algunas labores requerían poca fuerza física, por lo que los niños las hacían igual que los mayores, pero con menor paga, y el trabajo infantil proliferó, para aumentar la productividad. Otro efecto indeseado e inesperado fue la contaminación de ríos y del aire en las zonas más fabriles.

¿Por qué tanta gente aceptó trabajar en tales condiciones? Por necesidad: se completó la privatización del agro mediante cercamientos o

enclosures, que dejaban a miles de labriegos en la indigencia; unos métodos agrícolas más científicos aumentaban la productividad a costa de expulsar mano de obra; finalmente, los productos baratos de la industria arruinaban a los artesanos, dejándoles sin otra opción que buscar trabajo en las fábricas. De ahí también resistencias, huelgas y rebeliones, formación de sindicatos y destrucción de máquinas (los luditas).

Y a pesar de todo, la ampliación de la esperanza de vida al nacer, primero en la isla y después en el continente, choca con el panorama descrito. La causa yace, por un lado, en que el mismo hacinamiento suburbial facilitaba la atención médica, más difícil en la dispersión del agro; y por otro en los adelantos de la medicina. Un transcendental descubrimiento a finales del siglo, la vacuna de la viruela por el médico inglés Edward Jenner, abrió paso al control de epidemias antes mortíferas.

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¿Por qué nació la Revolución Industrial en Inglaterra y no en otro lugar? En la España del siglo XVI parece que Blasco de Garay había inventado una máquina de vapor para propulsar barcos, y a principios del XVII otro prolífico inventor, Jerónimo de Ayanz, había presentado un ingenio a vapor para extraer el agua de las minas. Sin embargo ninguno de esos inventos, ni otros en diversos países, cambió nada sustancial. La diferencia está en que los inventos británicos coincidieron con un maduro sistema financiero de préstamos a bajo interés (el 5 por ciento) y una ya densa red de comunicación de ideas y noticias, que permitieron convertir los inventos en negocios. Inglaterra disfrutaba, además, de una masa de capitales producto de comercios varios, y de una economía unitaria, mientras que en el continente numerosas tarifas y peajes estorbaban el tráfico. Disponía asimismo de carbón y hierro utilizables sin altos costes de transporte, así como del intenso espíritu de lucro y de dominio de la naturaleza expresado por Francis Bacon, con grupos como la Sociedad Lunar, dedicada a discutir y difundir nuevas técnicas, entre otras cosas. Por eso, los inventos caían en terreno fértil, si bien dependían del imprevisible ingenio y dedicación de unos pocos hombres. Otra explicación refiere la primacía inglesa a efectos de la Gloriosa Revolución pero varios países europeos —y Japón—se industrializaron sin algo parecido a dicha

revolución.

También se ha debatido por qué la industrialización se limitó a varios países de Europa (y a Usa) en el siglo XIX. Se ha atribuido la causa al protestantismo, pero suena dudoso. El anglicanismo era solo protestante a medias y el primer país continental en adoptar la industria fue la católica Bélgica (la calvinista Holanda se retrasó considerablemente), el Ruhr, en gran medida católico, luego Francia, más tarde el norte de Italia, etc. Aunque tuvo que ver seguramente con el espíritu de la Ilustración.

Y cabe preguntarse por qué a España llegó tardíamente. La causa, aparte de cierta aversión a las novedades, ya señalada, se encuentra en la invasión napoleónica de principios del XIX, que rompió la evolución anterior y dejó el germen de desórdenes y desgarramiento social que volvieron a empujar al país a los niveles más profundos de su decadencia, por contraste con el apogeo del resto de Europa Occidental.

Debe notarse igualmente que en la Edad de Expansión, a punto de dar lugar a la de Apogeo, Europa no superaba en poder técnico y demográfico a otras civilizaciones; no obstante lo cual unas pocas naciones europeas, más bien pequeñas y no muy pobladas, en frecuente liza entre sí y con el Islam, exploraron la Tierra. Con buques precarios surcaron los mayores océanos, rodearon el planeta, descubrieron islas, continentes, culturas antes ignorantes del resto del mundo, evangelizaron, crearon rutas comerciales, conquistaron territorios y aplicaron a todo ello curiosidad científica. Ninguna razón técnica habría impedido a chinos o japoneses llegar a la costa opuesta del Pacífico o entrar en el comercio del Índico, o explorar Siberia. Los islámicos, que dominaron el norte de África y el sur de Asia entre el Atlántico y el Pacífico, habrían podido implantarse en América como lo hicieron en el entorno del Índico. Mas no fue así.

Las osadas exploraciones y conquistas transoceánicas europeas plantearon retos técnicos, políticos, religiosos y organizativos, la respuesta a los cuales moldeó la civilización y sentó bases para ulteriores avances; y a la vez reflejaron los movimientos espirituales e intelectuales sucedidos desde la época carolingia en oleadas a un tiempo acumulativas y rupturistas. Todas las civilizaciones han tenido etapas de mayor inquietud y brillo intelectual, técnico, artístico, etc., con altibajos. Lo propio de Europa, en los siglos que siguieron a su Edad de Supervivencia, fue un continuo ascenso en medio de contradicciones y contiendas internas; y la Revolución Industrial, como las políticas, tiene su suelo en esa larga evolución previa. También intervino una dosis de azar: vista en perspectiva, la Revolución Industrial viene a resultar de todo este proceso. Una de sus consecuencias fue un cambio en la estructura civilizatoria de Europa, cuya triple diferenciación latina, germana y eslava se complicó por la nueva separación entre la Europa industrializada, formada por el eje centrooccidental de Inglaterra, Bélgica, Francia y Alemania, y el resto, más retrasado en ese aspecto.

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Aparte de la Revolución industrial, los disturbios e inestabilidad del XVIII marcharon a la par con una prosperidad creciente y una extrema inquietud intelectual. Nunca habían circulado tantos libros ni existido tantas sociedades informales como cafés, clubs en Inglaterra o salones en Francia (regentados por damas de la aristocracia), sedes de tertulias y debates sobre mil temas. Se promovían concursos literarios, de ciencia y ensayo sobre asuntos políticos y sociales. Las «repúblicas de las letras» discutían y difundían valores racionalistas e igualitaristas. Las publicaciones periódicas, incluso diarias, aparecieron en Inglaterra y fueron imitadas fuera, para consumo de unas élites ávidas de conocimientos, forjando una «opinión pública», excluyente del «populacho», la

canaille. Estas élites se sentían agentes de la razón o, más ampliamente, del «hombre», y a disgusto con el Estado, la sociedad y la religión, y con su propio escaso poder. Si el impulso racionalizador había dado alas a la monarquía absoluta y al despotismo ilustrado, también originó una corriente contraria al absolutismo y a las ideas tradicionales y religiosas. Estas eran tachadas de supersticiones y tinieblas que los ilustrados venían a disipar con las luces de la razón, facultad humana capaz de explicar el mundo y la sociedad y mejorar a la humanidad.

Progreso fue un concepto clave.

El movimiento, con sus mayores focos creativos en Gran Bretaña, Alemania y Francia, abarcó desde Portugal a Rusia y desde Italia a Escandinavia, como otrora —excepto en Rusia— los monasterios, el románico, el gótico, el humanismo o el barroco. Francia marcó la pauta —no tanto en Inglaterra, que a su vez le influyó— con sus modas e instituciones culturales, y el francés como lengua de las clases altas en Prusia, Rusia y otros países. La empresa más típica de la Ilustración francesa fue la magna obra de la

Enciclopédie, que debía concentrar todos los conocimientos de la época y ponerlos al alcance de la gente común (un lejano precedente se encuentra en las

Etimologías de San Isidoro). La Enciclopedia, de sesgo anticristiano, prestigió internacionalmente a sus autores, tomados como maestros poco discutibles en sus materias. No obstante, según avanzaba el siglo aparecerían reacciones antifrancesas en Alemania, estimulantes de una literatura nacional que produjo a Goethe, el mayor genio literario germano. También en música, el arte más directamente ligado al sentimiento, en la que destacaban habitualmente los italianos, se va forjando la supremacía alemana con las cumbres de Bach y Mozart, y a finales de siglo ya despuntaba Beethoven.

Propio de la Ilustración fue un arte neoclásico, que rechazaba los retorcimientos y apasionamiento barrocos. Como el Renacimiento, buscaba inspiración en Grecia y Roma, con construcciones racionalistas, «lógicas», excluyendo lo meramente ornamental. Proliferó el desnudo idealizado, como interés y admiración del ser humano por sí mismo. Sus críticos encontrarán ese arte frío, árido y poco emotivo, y ya desde la segunda mitad del siglo surgieron corrientes opuestas, prerrománticas. Así el movimiento alemán

Sturm und Drang («tempestad e impulso», o pasión); o la literatura sentimental en Inglaterra, con la virtud recompensada tras arduas pruebas.

La Ilustración sería inexplicable sin los anteriores movimientos y su acopio de conocimientos e invenciones, pero había en ella algo realmente nuevo: frente a la nobleza tradicional o «de espada» rivalizaba la «nobleza de toga», altos funcionarios nobles no por origen, sino por capacidad administrativa o por compra de cargos. Y aumentaron las profesiones liberales, en particular abogados y médicos. Sobre todo, las ideas circulaban con más fluidez que nunca, el cristianismo fue criticado o relegado, y disminuyó, sin desaparecer, el papel orientador moral e intelectual del clero, sustituido en parte creciente por los intelectuales, Voltaire el más famoso.

Cuatro pensadores, uno inglés, Locke, perteneciente al siglo anterior, otro escocés pero de cultura inglesa, Adam Smith, y los franceses Montesquieu y Rousseau, fueron los representantes más prestigiosos de una ideología llamada más tarde liberal y en el caso de Rousseau democrática. Los cuatro elaboraron teorías racionalistas de la sociedad partiendo —excepto Montesquieu— del supuesto elaborado por Hobbes sobre un primitivo «estado de naturaleza» del que surgiría la sociedad por medio de un «contrato social». Sin embargo, de los mismos mimbres salieron cestos distintos. Como se recordará, para Hobbes el hombre en estado de naturaleza, gobernado por sus deseos e instintos, «es lobo para el hombre», en perpetua querella con sus semejantes. Por ello el contrato social crea un Estado absoluto (

Leviatán) con todo el poder concentrado en el soberano, única alternativa a la guerra de todos contra todos. Locke, al contrario, estima pacífico, razonable y con derechos al individuo en estado de naturaleza; el contrato social no crea, pues, un poder omnímodo, sino la sociedad civil, en que el Estado garantiza los derechos de los individuos a la vida, la propiedad, la libertad y la búsqueda de la felicidad; derechos anteriores a la sociedad y que expresan una ley natural instituida por Dios. Rousseau, más aún que Locke, considera a los hombres buenos por naturaleza, pero corrompidos por la sociedad. La sociedad civil, basada en la propiedad privada y la desigualdad, no los eleva, como afirmaba Locke, sino que los pervierte, aunque haga brotar ideas de justicia y ética, incumplibles en tales circunstancias.

De acuerdo con sus concepciones, Locke sostuvo que la soberanía reside en el pueblo y se expresa en el Parlamento, debiendo separarse los poderes legislativo y ejecutivo. El Estado debe aplicar la ley con espíritu tolerante, atendiendo a la diversidad de intereses y opiniones. La tolerancia es uno de sus puntos doctrinales de mayor efecto posterior: testigo y sufridor de persecuciones entre grupos protestantes en Inglaterra, Locke concluyó que para evitar tales perturbaciones debía cultivarse la tolerancia, excepto con los católicos, que debían ser prohibidos como enemigos del Estado. La condición para la tolerancia consistiría en la relegación de las doctrinas religiosas a la conciencia privada, lo cual implica una revolución del mayor alcance: hasta entonces la religión no solo había sido un asunto público, sino el núcleo irradiador de las culturas, justificador del poder y de la política, y seña de identidad clave de las personas y sociedades. Ahora la religión se reducía a opiniones particulares que no debían tener proyección en el gobierno y la menos posible en la vida social. Lo que planteaba otro tipo de problemas.

Hay similitudes entre Locke y autores de la Escuela de Salamanca. Locke concreta un sistema funcional de reparto del poder diseñado para conciliar la soberanía popular (restringida a los propietarios) con la disparidad de intereses sociales, y frenar la inclinación absolutista. El sistema funcionaría casi mecánicamente, por un equilibrio de intereses entre partidos. Los pensadores hispanos no creían en un sistema que por sí solo evitase las inclinaciones tiránicas, las cuales debían combatirse con principios morales, leyes ad hoc y vigilancia; en último extremo mediante el tiranicidio, método poco práctico. Pero el sistema de Locke no explica la evolución anterior, resuelta en el mito del «estado de naturaleza» y el consiguiente contrato, constructos racionalistas pero ajenos a la experiencia histórica. Para los de Salamanca no hay estado de naturaleza ni contrato fundacional, el hombre es naturalmente sociable y las distintas formas de organización política son válidas mientras no vulneren la ley natural y se conviertan en tiranía.

Según Rousseau, el hombre dejó la feliz situación de naturaleza cuando alguien declaró suya una porción de terreno y los simples lo aceptaron, en lugar de oponerle que los frutos de la tierra pertenecen a todos y la tierra misma a nadie. Aquella mítica declaración de propiedad habría inaugurado el proceso de crímenes, guerras, horrores y desgracias propios de la civilización, cuyo contrato social está hecho a conveniencia de los propietarios. De ahí la urgencia de un nuevo contrato basado en «la voluntad general», interesada en el bien común y a la que debían someterse los individuos para mantener su igualdad y libertad. La democracia derivada no sería representativa, sino asamblearia, directa, pensada para ciudades estado e imposible en naciones grandes.

Rousseau no explica cómo individuos buenos crean sociedades malas, o cómo ha prosperado de tal modo la propiedad y la injusticia siendo el hombre bueno y libre por naturaleza… a menos que se le considere también algo necio, fallo que tal vez pensaba corregir el pensador. La idea de la voluntad general es lo bastante volátil para que se la atribuyeran luego partidos e ideologías enfrentados, derivando a estados totalitarios como el de Hobbes, pese a partir de opuestas concepciones sobre el hombre. La enorme influencia de Rousseau proviene tal vez de la insatisfacción constituyente del ser humano, que hallaría una vía de escape en la localización de un culpable (la «sociedad injusta», más tarde la «burguesía», etc.) y en la esperanza de un cambio radicalmente satisfactorio que, por asentarse en la «razón», sería también seguro y beneficioso.

Montesquieu, católico, no trató la naturaleza de la libertad política, sino que, dándola por supuesta, estudió normas para salvaguardarla. Tampoco especuló sobre los orígenes de la sociedad, sino que partió de un estudio empírico y comparativo, no siempre objetivo, sobre las sociedades conocidas. Distinguió tres formas de poder, legislativo, ejecutivo y judicial, y definió la división entre ellas como garantía de la libertad. Esa división subvertía la tradicional entre los tres estamentos, clero, nobleza y gente común, representados en los Estados Generales y que formaban tres cuerpos nacionales separados: ahora debían formar un solo cuerpo con tres poderes comunes. Y sustituyó la división aristotélica de monarquía-aristocracia-democracia por la de monarquía-república-despotismo. La primera apelaría al honor, la segunda —que puede ser democrática o aristocrática— a la virtud, y el tercero al miedo. Monarquía y república proporcionan libertad, no así el despotismo, marcado por la concentración de poderes.

Debe decirse que los derechos señalados por unos y otros existían de siempre, pues los reyes y los oligarcas, por su propio interés, debían respetar la vida, la propiedad, la libertad y procurar la felicidad de sus súbditos, salvo causas de interés mayor del Estado; y así lo expresaban a menudo. La novedad consistía, en primer lugar, en que aquellos derechos se exponían claramente como tales, por lo que el respeto a ellos ya no dependería de la benevolencia supuesta a los monarcas; y en que por ese mismo hecho la legitimidad de los reyes y las oligarquías tradicionales quedaba en entredicho.

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Foco de máxima atención para muchos ilustrados fue la economía, sobre la que se tendía a fundamentar la política y la sociedad en general. Ese interés había originado escuelas como el mercantilismo o la fisiocracia. El mercantilismo, prevalente en Europa, atribuía la riqueza de un país a la eficiencia del Estado, que intervenía directamente racionalizando actividades, construyendo infraestructuras, protegiendo a grandes compañías, estableciendo algunos monopolios estatales y leyes excluyentes de la competencia de otros países. La fisiocracia negaba importancia al papel del Estado, preconizaba el «dejar hacer», y atribuía la verdadera riqueza a la agricultura, menospreciando las manufacturas y el comercio. Una teorización más elaborada fue la de Adam Smith en su estudio

La riqueza de las naciones, considerado el fundamento económico del liberalismo. Smith atribuyó la riqueza al deseo de ganancia de los particulares mediatizado por la competencia entre ellos, la división del trabajo, que asegurarían la máxima productividad y el comercio en régimen de libre mercado. No sería cierto que en el comercio unos ganen lo que otros pierden, como sostenían otras escuelas, sino que todos se beneficiarían al obtener lo que desearan.

Según Smith, el mercado no cae en la anarquía que cabría esperar de la concurrencia de millones de transacciones e intereses diversos, sino, que, por el contrario, se autorregula. Y si algo lo perturba y vuelve ineficiente es la intervención del Estado con restricciones, proteccionismos, etc. El comercio debía ser libre, sin monopolios, y el Estado debía limitar su acción a emplear su monopolio de la violencia para obligar al cumplimiento de los contratos y la libre competencia. Cada concurrente al mercado opera por su propio interés, no por virtudes morales, y sin embargo una «mano invisible» haría del resultado un bien moral, pues beneficiaría a la generalidad o al mayor número, ofreciendo mercancías cada vez más baratas y abundantes, y aumentando la riqueza general. De este modo se alcanzaría el máximo bienestar y felicidad de las personas. El mismo principio se aplicaba a las normas morales, limitadas al interés particular matizado por una natural simpatía hacia el prójimo; pero que, pese a su aparente estrechez, producía efectos provechosos para todos o la mayoría.

Adam Smith criticaba el mercantilismo por servir, en su opinión, solo al interés de los reyes y provocar guerras. El resultado del mercantilismo no podía ser otro que la privación de libertades a los súbditos, el déficit fiscal, la quiebra del crédito público, la inflación y, con ella, la pobreza de los pueblos. La crítica no deja de sorprender, teniendo en cuenta el aumento de la prosperidad en Europa bajo aquel régimen. La floreciente economía francesa por ejemplo, mostraba que el interés del monarca y el del país no se oponían necesariamente, como Smith aseveraba.

El autor escocés mostró alguna inconsecuencia cuando —ocasionalmente— trató de medir el valor objetivo de las mercancías por el trabajo, en lugar del valor subjetivo defendido por los escolásticos españoles y algunos italianos antes, y más acorde con la teoría del mercado: el valor de un producto no vendría determinado por el trabajo que haya costado producirlo, sino por la utilidad o el placer subjetivo que hallan en él los compradores. La idea del valor trabajo fundamentaría otras escuelas económicas, en particular la marxista.

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El modelo del intelectual ilustrado por excelencia fue Voltaire, admirador de Inglaterra y discípulo de Locke, poco original pero extraordinario divulgador con inmensa influencia en las cortes europeas. Defendió la tolerancia, salvo para la Iglesia, a la que recomendaba aplastar (

Écrasez l’infâme!) y nunca pronunció la frase «detesto lo que dice, pero daría la vida por su derecho a decirlo». Sus punzantes sátiras contra clérigos, nobles, militares y reyes le ganaron algún encierro en la Bastilla y destierro a Inglaterra, pero en conjunto recibió mayor tolerancia de la que preconizaba, pudo moverse con bastante tranquilidad y amasó una de las grandes fortunas de su tiempo.

Tenía a la religión por negocio de «imbéciles y bribones». A los judíos, «horda de ladrones y usureros», solo les faltaba el canibalismo para ser «el pueblo más abominable de la Tierra». Las Cruzadas nacieron del afán de lucro, y la Iglesia solo había fomentado el oscurantismo, la crueldad y la miseria. Jesús había sido «un jefe de partido, un mendigo ansioso de formar una secta», y la religión cristiana «es, sin discusión, la más ridícula, absurda y sanguinaria que haya infectado el mundo». Compartía los sarcasmos de enciclopedistas como Diderot: «Ese Dios que hace morir a Dios para apaciguar a Dios es una frase excelente (…). Nada lo pone (al cristianismo) más en ridículo (…). Una doncella (…) recibe la visita de un muchacho que llevaba un pájaro, queda embarazada y se pregunta uno de quien es el niño. ¡Vaya pregunta! Del pájaro». Etc. Voltaire tachaba de fanatismo las protestas y enojos que provocaban sus invectivas.

Aunque escribió un ensayo contra Mahoma, más bien como disfraz de su ataque a la Iglesia, contrastó «la ineficacia de la revelación judeocristiana» con «el dinamismo islámico», al que elogió como doctrina «sabia, severa, casta, humana, tolerante, indulgente»; calificó a Mahoma de poeta y lo equiparó a Alejandro Magno. En su obra más conocida,

Candide, los protagonistas concluyen sus desgracias tomando ejemplo de un sabio campesino turco que les invita a «cultivar su jardín» y mantener un trabajo que les libre de «tres grandes males: el tedio, el vicio y la necesidad». También cultivó el mito del «buen salvaje» para poner en solfa por irracionales las costumbres e ideas que le disgustaban en Francia y Europa.

Quizá sea el filósofo prusiano Immanuel Kant quien mejor haya expuesto la optimista percepción que los ilustrados tenían de sí mismos. La Ilustración sería «la salida del hombre de su minoría de edad», minoría causada por la renuncia, inducida por las autoridades eclesiásticas y políticas, a usar la propia razón, y sustentada por la cobardía y pereza de los individuos: «Uno mismo es culpable de esa minoría de edad cuando esta no viene de un defecto del entendimiento, sino de la falta de decisión y ánimo para usarlo con independencia, sin la conducción de otro.

Sapere aude! (¡Atrévete a saber!)».

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