Europa

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Quinta parte: Edad de Apogeo » 30. Las aventuras de la razón (i). Liberalismo y marxismo en el siglo liberal

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¿Cómo era que una riqueza sin precedentes no beneficiaba por igual al conjunto de la sociedad, sino a una burguesía parasitaria, que proletarizaba a más y más sectores de la población, exprimiéndoles para arrebatarles la plusvalía y condenándoles a una pobreza creciente? En el liberalismo todo sería falso, empezando por sus libertades, que solo velarían la realidad de una dictadura que hacía leyes en beneficio del capital y las imponía por la fuerza del Estado.

En dos palabras: para los liberales, la propiedad privada era la base misma de la civilización; para Marx y Engels era el obstáculo que mantenía una opresión secular. Algo más: el liberalismo tendía al agnosticismo, dejando la religión a la plebe inculta. Pero el marxismo declaraba a la religión enemiga radical del progreso humano, por lo que, consecuentemente se declaraba ateo militante. El liberalismo se apoyaba en un concepto moral que consideraba nacido de la razón, mientras que el marxismo entendía la moral como una construcción ideológica más, nacida de los intereses del sistema. El proletariado crearía su propia moral, de acuerdo con sus intereses.

Por tanto, el proletariado tenía un «interés histórico» en derrocar a sus explotadores para adueñarse colectivamente de las fuerzas productivas y ponerlas al servicio de toda la sociedad, eliminando por primera vez en la historia la explotación del hombre por el hombre. El gran cambio exigiría una revolución proletaria casi seguramente violenta, pues no cabía esperar que los capitalistas se dejasen desplazar sin usar sus poderosos medios de fuerza: en ese esquema, el uso del terror, el «terror plebeyo», encontraba su explicación y justificación. La lucha debía ser a la vez legal e ilegal, aprovechando las ventajas que la «demagogia» liberal pudiera ofrecer. Una vez derribado y expropiado el capital, persistiría la pequeña propiedad, así como ideologías y costumbres heredadas del pasado e intentos burgueses de utilizarlas para recobrar el poder, por lo que sería necesario un período más o menos largo de dictadura proletaria, donde subsistiría un Estado al servicio del pueblo, con vistas a construir el comunismo, donde las clases sociales, la religión y el Estado desaparecerían por innecesarios.

Aun expuesto aquí el programa marxista de forma parcial y esquemática, creo que basta para percibir su atractivo sobre mucha gente: sobre intelectuales por su aparente coherencia racional, y sobre considerables masas por el descontento con las condiciones de vida populares, a menudo míseras, y por la promesa implicada. La mística del «pueblo», cultivada por algunas versiones liberales, se traspasaba ahora a una parte de él, al proletariado; con el mismo problema de la falta de homogeneidad interna, excepto en el interés anticapitalista que querían atribuir los marxistas a todos los obreros. El programa de Marx arrastraría a masas en Alemania y otros países industriales, mucho menos en Inglaterra, donde la reivindicación obrerista se ceñía más a asuntos salariales y reformas parciales, con menor extremismo.

El marxismo era también en principio antinacionalista, pues interpretaba las naciones como invenciones de las burguesías para garantizarse mercados: los obreros no tendrían patria, por lo que el partido comunista se fundó como I Internacional en 1864. Dentro de ella estallaron las luchas por el poder con los anarquistas de Bakunin, que rompieron la organización. Una II Internacional, sin anarquistas, se fundó en 1889. La mayor fuerza del marxismo durante largo tiempo fue en el Partido Socialdemócrata alemán, pero también se extendió por Francia, España, Italia, Rusia y otros países.

Bakunin acusaba a Marx de montar una organización ultracentralista, una dictadura que no sería del proletariado sino sobre el proletariado, y más opresiva que los poderes

burgueses. Bakunin juzgaba el poder mismo, junto con la ignorancia, las cadenas más pesadas que aherrojaban a la humanidad, de modo que los preparativos revolucionarios debían hacer hincapié en la instrucción —a su modo— de las masas, hasta derribar el poder burgués sin sustituirlo por otro. Lamentablemente, sus prédicas convencían a pocos, por lo que propugnó sociedades secretas manejadas por otras más secretas, de individuos totalmente devotos a la causa y sin escrúpulos para emplear el terrorismo y manipular a la gente para obligarla a luchar. Inauguró una época de asesinatos de personajes públicos, con mayor duración en Rusia y España. El anarquismo daba menos importancia a la economía y más al poder y a la religión como factores de perversión del hombre, en la línea de Rousseau, y cuya destrucción emanciparía de modo automático a la sociedad.

En el análisis meramente económico, aunque con consecuencias ideológicas, Marx trató de encontrar una medida del valor de los productos más allá de la utilidad o interés subjetivo por los mismos. Creyó encontrarla, partiendo de una idea no desarrollada por Adam Smith, en el tiempo de trabajo contenido en las mercancías. La solución se demostró contradictoria, pues el tiempo de trabajo dedicado a una misma mercancía variaba según la época, la técnica empleada y la destreza del operario. Además, el trabajo debía incluir no solo las horas de trabajo físico del obrero, sino también aspectos no físicos como la idea creadora de la mercancía, la iniciativa empresarial, la organización del trabajo, etc., elementos diseñados por Marx.

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