Europa

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La música de baile saldrá por el pequeño altavoz del transistor. Mientras Heda se balancee frente a la ventana, él la mirará. No habrá dejado de mirarla desde que llegó. No importará que la haya visto cada día. No importará que tenga los labios agrietados. Que no se peine. Que vaya sin maquillar. No apartará los ojos de ella cuando llegue. Él, probablemente, habrá pagado a la dueña de la pensión antes de subir. El hombre poderoso. El que la habrá comprado. El que pagará su salario y el de toda la familia. El hombre al que un día matará.

El cristal de la ventana, opacado en negro, le devolverá la silueta turbia de su propio cuerpo. Un cuerpo juvenil. Un cuerpo que él observará desde lejos, con prevención. Quizá con miedo.

Con deseo.

Eso la enardecerá las primeras veces. El deseo contenido en el temblor de su mentón. En las puntas de sus dedos aferrando la llave de la habitación. Su cárcel. La de los dos. El deseo traspasando sus pestañas, atravesando sus párpados, haciéndole mover los labios como si pronunciara una oración. A veces lo habrá visto mordérselos. Morder esos labios con los que no se atreverá a besarla la primera vez.

—Tal vez esa extraña forma que tienes de odiarme sea amor —lo oirá decir.

Sabrá que la está mirando. La mirará mientras ella mueve los hombros frente al cristal oscurecido, al ritmo de la melodía bailable. Aunque no podrá verlo, sentirá su deseo en la piel de los tobillos. En los muslos. En la espalda. En los pliegues de la nuca. En las comisuras de la boca.

Será en esos momentos cuando más desee matarlo.

—No. No es amor.

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