Europa

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I » Pamuk

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Eran las tres de la mañana. Un soldado entró en su cuarto y le puso una mano en la boca. Era Pamuk.

—Cállate —le ordenó—. No quiero que se despierten madre y papá.

Heda apartó la mano de su hermano y le preguntó:

—¿Qué has hecho?

—Chsss. He dicho que bajes la voz.

Hablaba con la misma fiereza que los demás soldados, tanto los de casa como los del invasor. Daba miedo también. Heda trató de incorporarse, pero él le puso una mano en el hombro y la empujó contra la almohada.

—En la capital se han alzado —dijo con un brillo maléfico en los ojos—. Han intentado tomar la estación de radio.

Soltó a Heda y caminó por la habitación. A grandes zancadas, clavando los tacones de sus robustas botas de militar. Heda lo recordó saltando vallas, con el labio partido. Con las rodillas desolladas. Con los mocos resbalándole por el mentón.

—También lo han intentado con el edificio del tribunal —dijo Pamuk. Después de un momento, rió—. Pero los detendremos. ¡Los detendremos!

Sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la guerrera y siguió hablando, sin mirarla. Los dedos le temblaban. Cuando intentó coger un cigarrillo, el paquete se le cayó.

Entonces, en lugar de agacharse y recogerlo, se dejó caer sobre la cama junto a Heda. Hundió la cabeza entre los hombros, y empezó a sacudirle un rítmico vaivén. Se puso a llorar.

Heda le tocó la espalda.

—¿Qué ha sucedido? Dímelo.

—Le he delatado, Heda —dijo sollozando Pamuk.

Heda apartó la mano de él. Pamuk la miró con odio, pero luego se arrojó en su regazo e intentó abrazarla. Forcejearon. No podía parar de sollozar. Pronto, hubo ruidos en la casa. Al cabo, papá entró en la habitación. Pamuk lo miró presa del pánico. Se levantó de la cama y retrocedió como ante una aparición. Cuando entró la madre se derrumbó de nuevo, hundiendo la cara entre las manos. Ella lo atrajo hacia sí, lo acunó. Se sentaron en la cama de Heda y lo estuvo acunando como cuando era un bebé hasta que Pamuk dejó de llorar.

Amaneció. La madre aún acariciaba el pelo rubio de su hijo, que se había quedado dormido en su regazo. Papá se sentó en una silla y, con las manos unidas frente al rostro, rezó. Pero rezaba con los ojos abiertos. Secos.

—Duerme —le dijo a Heda, mirando al vacío—. Mañana, a lo sumo pasado mañana, tendremos que marcharnos de aquí.

Pero a Heda se le había pasado el sueño.

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