Europa

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II » El pueblo

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Las primeras bombas en caer lo hicieron lejos, en la frontera. El gobierno cesó toda actividad académica. Cerró escuelas, institutos, universidades, como precaución. También se cerraron cines, teatros, cafeterías. Todo el mundo permanecía en su casa. Veían la tele, conversaban, miraban el cielo a través de las rendijas de las persianas cerradas mientras hablaban aún de la guerra como algo romántico, ajeno. Los que aún acudían a sus trabajos sentían envidia de los que se habían visto forzados a parar. Agentes de aduana, policías de tráfico, profesores. Papá también se había visto forzado a cesar las actividades en el pequeño tribunal.

—Ya no se administra justicia. Todo es inútil. No sé qué va a ser de nosotros.

Pamuk miraba al padre con superioridad. Quizá pensaba que era un hombre cobarde. La clandestinidad de las actividades que había llevado a cabo en las escuelas lo hacía sentirse superior.

—No hay berros —decía la madre—. Ni patatas. ¿Por qué no crecen como antes?

—Hace calor —dijo papá—. En verano siempre hace calor. No podemos culpar a nadie por eso.

—Tú podrías haberlo evitado —dijo Pamuk. Apoyó las manos sobre el mantel de hule delante de papá y lo miró con desdén infantil—. Si no fuera por ti, no tendríamos que escondernos.

Heda también empezaba a menospreciarlo. Aunque sin querer.

—Yo también fui joven —dijo papá, sacudiendo la cabeza—. No creáis que no sé lo que es sentir bullir la sangre en las venas.

—Ya no eres joven —dijo Pamuk—. Estás acabado.

Una vaca mugió en el granero. Era la época del destete, quizá echaba de menos a su ternero.

—¡El triunfo del pueblo está cercano! —gritó Pamuk.

De no ser por Pamuk, de no ser por su juventud y su imprudencia y su idiotez, tal vez ella también hubiera llegado a despreciar a papá.

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