Europa

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II » La fábrica

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A las doce y media enfunda la máquina de escribir. Es la hora de comer. Rachel y ella dejan la oficina y caminan hasta el comedor. Existen dos en la fábrica. Uno grande, para los obreros. Otro, más pequeño, para el personal administrativo, lejos del ruido y la suciedad. Pero Heda casi nunca come allí. Prefiere comprarse un bocadillo y comérselo detrás del almacén. Le gusta estar allí. Rodear la fábrica por detrás del lavadero y atravesar el patio. Hace frío, le sienta bien. Un grupo de obreros fuma frente a la puerta del taller y le tira piedras a un perro. No le gustan los obreros. La mayoría se van fuera de la fábrica después de comer, a los bares. Juegan a las cartas y beben. Casi todos son de su país. Entiende perfectamente sus impertinencias, no necesita escucharlos para saber de qué se ríen. Son obscenos. Ignorantes. Podrían permanecer toda la vida allí. Ése, o cualquier otro lugar. Les da igual. Cuando la descubren en el banco, mueven la cabeza en dirección a ella y se ríen, y luego vuelven a hostigar al perro y se van. Comprueba que Vanÿek no está. Ya nunca estará. No va a volver. Está muerto.

El cielo gris plomo está muy cerca del suelo. Es pesado, parece ir a cernirse sobre la fábrica. Saca el libro que le ha dejado papá. Ya lo ha leído, no busca nada en concreto. Lo vuelve a leer. Lee el cuento del ermitaño. Le gusta. Es lúgubre y terrible. Como lo son las palabras que dedica a hablar de la Humanidad. La Humanidad y un ermitaño. La metáfora le pareció tosca la primera vez. Sin embargo, cada vez que lo relee encuentra que lo comprende menos. Se hace indescifrable. Nada es lo que parece y siente deseos de dejarlo. Pero no lo hace. Lo abre y lo lee constantemente. Una y otra vez. Ha pensado en contarle a su padre lo de Vanÿek. Pero ¿él qué podría hacer? No. Su padre no volvería a mirarla igual. Ella dejaría de ser la que había sido hasta entonces para convertirse en la que es. Definitivamente.

La oficina puede verse desde allí. Pequeña. Angustiosa. Casi sin luz. Rachel no ha regresado aún de comer. El libro se vuelve indescifrable. Habla del alma y de centros penitenciarios. De un tren. Como ese tren que la llevaba el lunes de regreso al campus. El vagón vacío que los soldados sacaron de la vía para hacer una hoguera con él. Tiene que discutirlo con papá. ¿Qué sentido tiene escribir cosas así? Qué sentido si uno ha de seguir viviendo. Si ha de seguir viviendo todo el mundo. Le dirá a papá que el libro que le ha dejado es demasiado duro. Que la revuelve, la atemoriza. Hace que se le pare el corazón. Su padre le dirá que no sea tonta. Un libro no puede parar el corazón. Le hablará del remoto rumor del mar, el mar de su país. De la vida. De andar sobre cien piernas, como debería hacer la Humanidad. La nostálgica bestia humana que fuimos una vez.

Recuerda lo que dijo aquella vez uno de sus profesores en la facultad. La raíz del problema de su país, dijo, era étnica. La raíz del problema de su país, dijo, era la decadencia de un sistema. La raíz, recuerda, era el problema de Europa.

¿Para qué había estudiado todas aquellas cosas?, piensa. Medidas. Accidentes. Cotas. ¿De qué le habían servido entonces? ¿De qué le servían ahora?

Unos gritos a su espalda llaman su atención. Abandona el banco y se dirige al almacén. Dentro, el señor Schultz está golpeando a un obrero que se halla tendido en el suelo.

—¡Déjelo! —le grita Heda.

El señor Schultz dirige hacia ella una mirada feroz. Parece sorprendido.

—¿Qué hace aquí? —pregunta—. ¡Váyase!

De una patada voltea al obrero. Lo sujeta por las solapas del mono y lo zarandea hasta ponerlo de pie.

—No quiero volver a verte por mi fábrica, ¿me oyes? ¡Márchate!

No es más que un chico de su país. Lo sabe por su miedo. Por los ojos entrecerrados apuntando al suelo. Odio y miedo.

—Déjelo —le dice a Schultz—. No le pegue más.

El chico sale corriendo. Schultz ya no le presta atención. Se vuelve hacia Heda con brusquedad, apretando las mandíbulas. Es más alto y más fuerte que el obrero. Y que Vanÿek.

—No tiene derecho… —le dice a Heda—. ¿Quién se cree que es?

—¿Y usted?

—Vuelva a su trabajo.

Obedece. Está asustada. Le late muy deprisa el corazón, pero no le hace caso.

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