Europa

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II » Schultz

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La puerta del despacho del señor Schultz se abre y el policía se detiene en el umbral. El señor Schultz aparece tras él. Heda trata de ignorarlos. Se vuelve hacia su máquina de escribir. Introduce un papel. Lo hace girar en el rodillo. Se queda mirando el blanco del papel. Le late el corazón. Escribe algo. Schultz estrecha la mano del policía y se despide. Sonríe. Tiene una hilera de dientes perfectos. Blancos.

—Gracias por su colaboración —dice el policía.

El señor Schultz niega con la cabeza y sonríe fríamente otra vez. Heda nunca lo ha visto sonreír.

Cuando el hombre se ha ido, la hace pasar a su despacho.

—Tal vez se esté preguntando qué hacía la policía aquí.

Heda no contesta.

Schultz permanece de pie.

—Ha desaparecido un hombre —añade después.

Se sienta. Dice:

—Siéntese.

Heda obedece. Lo hace al otro lado de su escritorio, frente a él. Él la mira largamente a los ojos.

—Se trata de uno de los suyos —dice Schultz. La mira aguardando una respuesta. No la hay—. Peter Vanÿek. ¿Lo conoce?

Heda contesta:

—No.

—Hace casi tres semanas que no viene a trabajar. Es el ayudante del capataz.

Schultz la atraviesa con la mirada. Ella no lo desmiente ni lo admite. La sirena de la fábrica se pone a aullar.

—No sabía que se llamara así —dice Heda.

Schultz se relaja. Se arrellana en su sillón.

—Al parecer, la última vez que fue visto, Vanÿek estaba con una mujer en las afueras del pueblo. Cerca del apeadero de Nütsen.

La mira.

—Fue la tarde del doce de octubre —continúa—. ¿Lo recuerda? El día de la asamblea.

Lo recuerda muy bien.

—Recuerdo el día de la asamblea —dice Heda.

—Comprendo —dice Schultz. Se inclina hacia delante en su sillón—. Seguramente, el día de la asamblea usted tomó el autobús y al llegar al pueblo caminó hasta su casa sin cruzarse con nadie, ¿verdad?

Heda continúa callada. No sabe qué decir.

—Eso es lo que le he dicho a la policía. ¿He hecho bien?

No sabe qué quiere de ella el señor Schultz, ni por qué le habla así. El corazón se le acelera. Cruza las manos sobre el regazo, intentando disimular su temblor. Mira al señor Schultz.

—Vamos, diga algo —dice él.

—¿Qué quiere de mí?

Schultz suelta el aire por la nariz y sacude la cabeza.

—Usted es una buena muchacha que no se relaciona con hombres como Peter Vanÿek, ¿no? —Arquea las cejas con cinismo, no espera respuesta. Heda intenta levantarse, pero no se puede mover. Ninguna mujer de su edad muere de un ataque al corazón, se dice. Schultz pregunta—: ¿No va a decir nada? ¿No va a darme las gracias por responder de usted?

Ella dice:

—Gracias.

Él se pone de pie. Ella también.

—¿Puedo irme ya? —le pregunta.

Schultz rodea el escritorio y se detiene frente a Heda. Es mucho más grande que ella.

—No es usted desagradecida. Lo sé —dice.

Intenta sonreír. Acerca su mano al hombro de Heda, un instante, pero la aparta sin llegar a rozarlo.

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