Europa

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III » Tobbías

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Una mujer que vende lotería a los viajeros pasa por su lado y le extiende la tira de boletos. Nadie le compra. En el primer pueblo, el autobús se detiene y un chico y el vendedor de periódicos suben en él. Pide un periódico al hombre y le entrega una moneda. Lo ojea. No dice nada de un asesinato. De Vanÿek. Habla de la huelga. De la guerra en su país. Lo vuelve a cerrar y mira por la ventilla al exterior. Solares, campos llenos de escombros, de maquinaria agrícola. Ha pasado mucho tiempo. Si nada ha aparecido en los diarios ni en la televisión es porque no lo mató. No vendrán a buscarla. No la encarcelarán. Finalmente no morirá. Ya no hay nada que la haga temer. Salvo, claro, las noticias sobre las tropas de ocupación en su país. Eso y estar viva, tal vez.

El chico que ha subido junto con el vendedor de periódicos atraviesa la barrera de gente que permanece de pie en el centro del autobús. Se aproxima a la parte trasera. Es joven. Va bien vestido, con traje y corbata. El traje no es un traje nuevo. Se ve que está muy usado, pero le sienta bien. Es un compatriota. Lo ha visto mover los labios y dar las gracias en la lengua de su país. Heda lo observa mientras avanza por el pasillo hacia ella. Tiene el pelo rojizo, muy peinado. No es la moda de aquí, pero sí es la manera en que se peinan los hombres en su país. También lleva los zapatos lustrados. Cuando alcanza su altura, Heda baja los ojos. Le avergüenza que un hombre de su país advierta que lo estaba mirando. Pero es demasiado tarde. Él la ha visto ya, sonríe. No es un hombre, no es más que un muchacho. A Heda le arden las mejillas. El chico pasa de largo y ocupa uno de los asientos de detrás.

Rachel está enferma desde el martes, tiene gripe. Así que está sola. A Heda le toca hacer el trabajo de las dos, pero no le importa. Por primera vez en mucho tiempo está contenta. Por la mañana, riega el rododendro, enciende la calefacción. Hace frío en la oficina. Conecta la radio y desenfunda la máquina de escribir, que está tan fría como todo lo demás.

A las once menos veinte viene la mujer de la limpieza. Se ha demorado en el despacho del señor Schultz, dice. Él ha pasado la noche allí y estaba todo desordenado, dice, qué hombre más trabajador. Pasa la bayeta por su mesa, metódicamente, por la máquina de escribir, por cada tecla, realizando su trabajo con pulcritud mientras Heda la observa. Se pregunta de dónde será. Es baja, gruesa, de pelo negro encrespado. Tiene un acento indefinible, quizá sea portuguesa. Pasa la bayeta por la radio. Por los papeles amontonados sobre el archivador. Por la mesa vacía de Rachel. Y se va.

Tiene trabajo. Hay que enviar varias cartas a una serie de proveedores del norte a quienes aún no se ha pagado. Ha de mecanografiarlas, variando el nombre del remitente y la dirección. Y después ha de archivar las tres copias, una en los archivos de Rachel y otra en los archivos del señor Schultz. La tercera ha de dejarla sobre el escritorio del señor Schultz. Le duelen los dedos.

El señor Schultz vuelve a la oficina un poco antes de la hora de comer. Justo cuando ella se dispone a salir con su bocadillo en el bolso, en busca de un poco de intimidad detrás del almacén. La llama a su despacho. Cuando ella entra, él está examinando unos papeles. No la mira. Ni siquiera la mira cuando comienza a hablar.

—He sabido que su padre era un escritor famoso.

—¿No lo sabía? —pregunta asombrada.

El hombre levanta los ojos.

—No. Y también que fue profesor en la universidad.

—Pero usted nos trajo aquí —dice Heda—. ¿Cómo es posible que no lo sepa?

—Yo no los traje aquí —recalca el señor Schultz—. El hombre que lo hizo es cuñado de mi madre. No conocía a su padre.

Heda siente un ramalazo de rencor. Aun así, se siente superior. El director de una fábrica no es un hombre de letras. Es un simple gestor, un ignorante. Nota cómo se le ensanchan las aletas de la nariz.

—Es normal que no lo conociera —dice—. Mi padre es un intelectual.

El señor Schultz se pone de pie. Tiene la frente arrugada, el cuello tan ancho como la cara. La corbata está tan apretada alrededor de su nuez que parece que le impidiera respirar. Sin embargo, hay algo noble, aunque intolerable, en su arrogancia.

—No sea tan despectiva —le dice—. ¿Quién se cree que es?

Camina hasta la ventana, desde donde puede verse el gran patio de acceso a la fábrica. Su fábrica. Está contemplando sus dominios, Heda lo sabe. Erguido sobre sus robustas piernas, como un caudillo ante un gran tesoro de la Antigüedad.

—Yo sé quién soy —dice Heda.

Sin volverse, el señor Schultz dice:

—Hace unas semanas la vi con Vanÿek en las afueras del pueblo. Cerca de la estación de Nütsen. Yo volvía de la fábrica, igual que usted. —Se da la vuelta, lentamente, hasta volver a fijar la vista en ella—. No sé qué hacían juntos, pero le sugiero que no se exhiba en público con hombres como él.

Heda se lo queda mirando. Quieta. No sabe qué decir.

—No se preocupe. Ya le dije que no diré nada —continúa Schultz—. Me alegra que se haya ido, no hacía más que complicarlo todo por aquí. Era un agitador y probablemente está mejor donde esté.

—Está muerto —dice Heda.

No sabe por qué lo ha dicho. Le tiemblan las manos y las oculta tras la espalda. El señor Schultz aparta la silla de la mesa y se sienta.

—No diga tonterías.

Vuelve a examinar los papeles que hay encima de su mesa y, sin mirarla, añade:

—Dígale a su padre que venga a verme mañana. Quizá tenga algo para él, si es cierto lo que he oído.

—Claro que es cierto —dice Heda—. Todo es cierto.

—Bueno. Váyase.

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