Europa

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III » La fábrica

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El lunes, como siempre, toma el autobús. En la parada de Tobbías pega el rostro al ventanal. Está frío. Tobbías está ahí y sube con otras personas. Heda se oculta tras el pasajero de al lado. Tobbías avanza por el pasillo, con su traje deslucido. Su pelo engominado. Pasa de largo. Heda ve cómo se interna en la parte de atrás.

El resto del viaje lo hace incómoda. Sabe que Tobbías no la ha visto. Pero aun así. Es como si alguien más importante que él la observase y la juzgase. Por un instante, piensa en Dios. Por un instante, se siente ridícula.

Un poco antes de que el autobús llegue a la fábrica, Heda se pone de pie. Avanza a lo largo del pasillo sin levantar los ojos del suelo. Le da vergüenza mirarlo. Hay más gente que quiere bajar, la empujan. Fuera está lloviendo y hace más frío aún. Desde la marquesina, recorre las ventanillas de la parte de atrás del autobús. Él está con la cabeza inclinada sobre un libro. Levanta la mirada y la ve. Sonríe.

El señor Schultz ha mandado colocar un pequeño abeto en la oficina. De momento, no está decorado. Rachel le pregunta si quiere ayudarla, el señor Schultz ha encargado bolas de cristal, tiras de espumillón, todo lo necesario para adornarlo.

—¿Vosotros creéis en Dios? —le pregunta con una bola brillante en cada mano.

Le resulta imposible explicarle a Rachel que sí, que su pueblo cree en el mismo Dios que el de ella. Que ella también fue bautizada, y que también celebró su primera comunión. Que tal vez ahora ya no tengan la misma fe, desde luego. Que incluso algunos, como ella, la hayan abandonado del todo, porque ya no les es posible creer en nada que no sea inmediato, material. No después de la guerra. No después del tren. No después de Vanÿek y de su vida aquí. Ya no. Sería muy complicado explicárselo. Ni siquiera lo hablan entre ellos. Son cosas que no se pueden decir.

A la una, el señor Schultz sale de su oficina y le pide a Rachel que haga pasar al hombre que vendrá a verlo a continuación. Se detiene un momento junto al escritorio de Heda, pero ella no deja de mecanografiar. Luego, el señor Schultz vuelve a entrar en su despacho.

Un poco antes de la una, Heda se levanta. No se siente bien. No se trata de que su padre tenga hoy la primera clase particular con el señor Schultz, no es que no quiera estar allí cuando llegue papá. Es que no quiere ver la expresión del señor Schultz. Ni cómo Rachel lo trata como si fuese un paria. Un expatriado.

Se marcha, le dice a Rachel. Algo que ha comido ha debido de sentarle mal. Le duele la cabeza y no puede respirar. La Navidad la pone así, le dice.

Rachel se alarma y contesta que informará enseguida al señor Schultz. Heda se pone el abrigo y se va.

En la pasarela, el señor Schultz la alcanza.

—No es necesario que su padre venga si no quiere venir. Yo no obligo a nadie —le dice.

—Haga lo que quiera.

Heda se lleva la mano a la frente. Él frunce el ceño, la mira detenidamente.

—¿Qué tiene? —dice.

—Nada.

—Si no se encuentra bien, quédese en casa. Y no vuelva hasta que se sienta mejor.

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