Europa

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IV » Vanÿek

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Tiene frío. Mucho frío. Hace tanto frío en ese país. Por las mañanas, al ducharse, se frota el cuerpo con los puños cerrados alrededor de la esponja. Al salir, de su boca se desprende vaho.

Cuando llega a la fábrica, Rachel dice:

—Han matado a un trabajador. La policía ha estado aquí.

La han interrogado. A ella y al señor Schultz. Justo el día que empieza la huelga, dice Rachel. Se pasea por el despacho fingiendo una u otra ocupación.

—Ese hombre, al que han matado, ¿lo conocías?

—No sé de quién me hablas —dice Heda.

Así que ha sucedido por fin. El corazón se para un momento. Continúa después.

—Trabajaba en la fábrica —dice Rachel. Se sienta en el borde de la mesa. Sus gruesas piernas se tensan dentro de las medias—. Era de vuestro país.

—Tú llevas aquí más tiempo que yo —dice Heda—. A lo mejor lo conocías tú.

—Pobre hombre —dice sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué? ¿Por qué te da pena? Tal vez lo mereciera.

Ha levantado la voz. La puerta del despacho del señor Schultz está abierta. El señor Schultz está allí, parado en el umbral. Mirándola con su cara de reprobación. Le pide a Heda que entre en su despacho.

—Cierre la puerta —le ordena.

Heda obedece. Permanece de pie. Él no la invita a sentarse como otras veces.

—Estará al corriente de lo que ha sucedido.

Guarda silencio. Tras una pausa, Schultz continúa.

—La huelga comienza hoy a las seis. ¿Ha decidido si va continuar trabajando?

—Sí —dice Heda.

Un ligero temblor sacude el mentón de Schultz.

—Me alegro. Vamos, siéntese.

Heda permanece de pie. No quiere sentarse, le dice a Schultz.

Schultz rodea el escritorio y se sienta en su sillón. Enciende un cigarrillo.

—Han encontrado el cuerpo de Vanÿek. —Levanta los ojos hacia ella. Pregunta—: ¿Conocían usted o su familia a Peter Vanÿek?

—No.

—¿Nunca lo habían visto antes de trabajar aquí?

—No.

—Pero era de su país.

—Somos muchos —contesta Heda agriamente, reprimiendo una arcada—. No todos nos conocemos.

Schultz contiene un gesto de enojo. Su cuello se tensa.

—¿De qué hablaban aquel día en la estación de Nütsen?

—No hablábamos.

—La vi. Vi cómo se abrazaban.

—No nos abrazábamos.

—Vi cómo usted lo apartaba y lo golpeaba después.

Heda se siente desfallecer.

—¿Y usted no hizo nada?

—No me pareció que hubiera nada que yo pudiera hacer.

—¿Puedo irme ya?

—¡No! —Schultz da un puñetazo en la mesa—. Siéntese.

Heda obedece. Se sienta en la silla y se mira las puntas de los pies.

—La policía ya sabe que usted es esa mujer.

Clava sus ojos en Schultz. No puede creer que haya hablado. Él adivina lo que está pensando.

—No me mire así —dice—. No la he delatado yo. Alguien más la vio.

—Yo lo maté.

Schultz se relaja. Se deja caer en su sillón.

—No diga tonterías.

—Ya se lo dije —insiste Heda—. No le mentí.

—Lo recuerdo, sí. Escuche. Todos ustedes frecuentan los mismos lugares. Iglesias, comercios. Alguien tiene que saber algo.

—¿Por qué no me cree? —dice Heda—. Usted lo vio.

Schultz se acoda en la mesa y reúne las puntas de los dedos frente al rostro.

—Porque yo vi a Vanÿek salir corriendo de allí —dice con serenidad—. Los muertos no corren.

Algo físico se descompone en su interior. Ella no mató a Vanÿek. Sólo se muere una vez y él ha muerto ahora y no entonces.

—No lo mató —dice Schultz—, aunque tal vez eso no importe.

A Heda sí le importa. Matar a Vanÿek no había sido lo que imaginó. No había cambiado las cosas. No había cambiado nada. Ya nada lo haría.

Se siente decepcionada. Insignificante. No le importa la prisión. No le importa la deportación. Qué más da aquí o allí. Morir es lo que cuenta.

—No me importa lo que hagan conmigo —le dice a Schultz.

—Pues a mí sí —responde Schultz con tristeza. Aparta un momento los ojos de ella y abre un cajón—. Todos ustedes se reúnen en una cantina que hay en el pueblo.

—Yo no frecuento cantinas.

El gesto de Schultz se reblandece. La luz que penetra por el ventanal a su espalda recorta su perfil.

—Lo digo porque tal vez su hermano sepa algo. Hable con él. Pregúntele.

Heda lo mira con prevención.

—¿Mi hermano?

Schultz ignora su pregunta. Unos segundos más tarde la interroga otra vez.

—¿Ha pensado de nuevo en mi ofrecimiento?

Ella rehúye su examen. No contesta. Schultz se inclina sobre sus papeles y comienza a escribir.

Levanta la cabeza.

—Dígale a Rachel que busque a Knopf. —Vuelve a bajarla—. Márchese ya.

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