Europa

Europa


IV » La huelga

Página 43 de 62

L

A

H

U

E

L

G

A

El viernes por la tarde, en la cantina, todos hablan de la muerte de Vanÿek. No lo merecía. Era joven, tenía sólo cuarenta y dos años. No merecía morir, dicen todos. Un pobre expatriado. Un refugiado, como ellos. Aunque nadie lo quisiera, aunque nadie supiera lo que era en realidad, todos están ahora a favor de él.

—Era del pueblo de Piotr —dice Jean—. Piotr lo ayudó a instalarse aquí.

—Así es —dice Piotr desde la barra.

Piotr sacude la cabeza mientras pasa concienzudamente el trapo por encima del mostrador.

—Nunca me lo crucé allí en mi pueblo. Aquí tampoco solíamos vernos. Pero era de los nuestros.

Han encontrado el cadáver cerca de la fábrica de plásticos, en un callejón. Llevaba muerto poco menos de un mes. El frío lo había conservado intacto. Una mujer que iba a recoger cartones vio un bulto rodeado de basura entre unos cubos. Se acercó a ver qué era. Quizá pudiese serle de utilidad. Era un cadáver. Alguien lo había acuchillado y lo había abandonado allí. Aún estaban investigando cómo ocurrió.

Heda, sentada en la cabecera de la mesa, entre su hermano y Tobbías, intenta pensar en algo que no sea la muerte de Vanÿek. Al principio, piensa en Schultz. Pero aparta de sí ese pensamiento y piensa en su hermano. Piensa en la muerte. Piensa en la prisión. En la deportación.

Ahora, en la televisión hablan de la huelga en la fábrica de papel. La del señor Schultz. Van a parar las máquinas hasta que Schultz iguale sus condiciones salariales a las del resto de los trabajadores del país. Al oírlo, todos aplauden, se levantan y vitorean. Se olvidan de Vanÿek y de su cadáver. Aún de pie, abrazándose unos a otros, la televisión les devuelve imágenes de ellos mismos a la entrada de la fábrica. Los muestra portando pancartas, gritando proclamas, lanzando piedras contra las verjas cerradas. Contra los coches que traspasan el piquete. Todos gritan fuera de sí. Ahora, la pantalla es ocupada por la imagen de Schultz. Está siendo interrogado por un periodista, en la parte de atrás del almacén, en el mismo lugar donde lo vio golpeando a aquel obrero. Su rostro revela preocupación. Está perdiendo dinero. Habla de producción. De medidas económicas. De reajustes salariales. De justicia. Dice que piensa hacer bien las cosas. Él es un hombre justo. El ruido de las sirenas apaga un poco su voz.

Heda se pone en pie y corre al lavabo. Vomita la comida. Después, aunque no le queda nada en el estómago, sigue vomitando. Se mira en el espejo. Ya no es una muchacha. El espejo le devuelve la imagen de una mujer con la cara macilenta, arrugada. Mayor. Como la madre.

Salen a la calle. Los niños empujan sus carritos llenos de gorros de lana, de neumáticos y pistolas de agua. Hay un desfile constante de coches que despiden humo blanco y caliente por sus tubos de escape, brillos metálicos de sus parachoques. Hay ropa tendida. Olor a salchichas. Hay un acorde en el aire que vibra con un rumor de torre de alta tensión. De presagio. De maldición. Heda siente que se le revuelve el estómago otra vez. Tobbías la mira. Sonríe mientras la toma por la cintura y la aprieta con fuerza contra sí. Le habla de amor.

Ir a la siguiente página

Report Page