Europa

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IV » Knopf

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Debe ir a buscar un remedio a la farmacia. No recuerda dónde está. Nadie se ha puesto enfermo en casa desde que llegaron allí. ¿Qué harán si muere papá? ¿A quién avisarán? No han dejado a nadie atrás. No queda nadie de la familia en el país. Los abuelos murieron de viejos en sus camas cuando Pamuk y ella eran pequeños. Recuerda los rezos, los susurros, los lamentos. Recuerda el cementerio en la parte alta de la ciudad, antes de que todos la abandonaran para ir a vivir al pueblo donde su padre administraba justicia. Antes de que la bombardearan con fuego de mortero. No ha quedado nadie. Ni un hermano de papá que murió antes de nacer él. Ni una hermana de la madre que quedó embarazada a los dieciséis años y que se marchó a vivir a Australia y nunca volvió. Nadie. Nadie que los recuerde. Nadie que los conozca tan bien como para desear que regresen. Pobre papá. El mundo se olvidará de

La ofensa y

La especulación. Con la nueva forma de gobierno, en su país ni siquiera permitirán su lectura a los estudiantes en la universidad. Sacarán sus libros de las bibliotecas. No habrá un muchacho curioso que rebusque su nombre entre las fichas, el mismo que pedaleaba enloquecidamente por el campus con la bicicleta del preboste, quizás ahora sea un profesor. Nadie volverá a pronunciar el nombre de papá, porque aquí nadie los conoce, adonde han ido a vivir no existen. El sol que se filtraba por las rendijas de madera de la casa del pueblo y que hacía brillar el polvo en las estanterías. Todo. El pueblo. Las gallinas. La ciudad. Todo desaparecerá.

La farmacia está en un edificio bajo de ladrillo, entre una sucursal del Banco de Comercio y un consultorio médico, en la parte próspera del pueblo. Hace la cola de cinco o seis personas y entrega la nota al farmacéutico. Él la lee sin mirar a Heda y desaparece un momento en la trastienda. Regresa con un paquete envuelto en papel de estraza. Lleva el nombre de papá escrito en él. Es la letra del señor Schultz. La conoce. Reconocería su letra picuda en cualquier lugar. La ha visto mil veces en los documentos que tiene que mecanografiar para él. Siente una especie de emoción. No le gusta. Se siente ridícula cuando recuerda cómo era estar emocionada. Cómo era antes de venir aquí. Antes de la guerra. Antes de que la vida dejara de ser lo que era. Cuando recuerda que la halagaba tener un padre escritor. El orgullo de las altas calificaciones al final del trimestre. El gozo de bailar. Todo le hace sentir ridícula ahora. Un ramalazo de vergüenza le recorre la columna y siente deseos de desaparecer.

Firma el resguardo que le tiende el farmacéutico y coge el paquete. En la puerta, se da de bruces con Knopf.

—Mira a quién tenemos aquí —dice Knopf, cerrándole el paso—. La puta del patrón.

—Apártate —le dice Heda, rehuyéndolo.

Intenta pasar de largo. Él se lo impide y la empuja contra la puerta. Dentro de la farmacia, el farmacéutico mira un momento y vuelve luego la cabeza.

—¿Qué quieres? —pregunta ella.

Knopf la empuja otra vez. La campana suspendida sobre el dintel tintinea y el farmacéutico mira de nuevo hacia ellos.

Knopf se ríe. Es su gesto más habitual.

—Puta traidora —murmura.

La suelta y Heda sale al exterior. En la calle echa a correr. Sin rumbo fijo. Siente el corazón en la garganta. El mercado de abastos escupe hombres con delantales de rayas empujando carretones de madera y mujeres con grandes bolsas de papel. Mira todo sin comprender qué hace allí. Aún lleva en la mano el medicamento de papá. Mira la letra de Schultz y desea no haberla visto nunca. No haber venido nunca allí.

Luego se muerde los labios con rabia. Se echa a llorar.

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