España

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CAPITULO XV

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CAPITULO XV

AL BORDE DEL PORVENIR

¿Qué rumbo tomará la vida de España más allá de las tormentas de la hora presente? Huelgan las profecías, huelgan todavía más los programas, huelga formular leyes llamadas históricas o racionalizar en sueños y deseos transfigurándolos en teoremas de sociología. La vida española seguirá fluyendo, como todos los ríos, con un curso sinuoso resultante de la acción mutua de los impulsos biológicos de la nación y de las pétreas circunstancias. A lo más será posible perfilar unas cuantas observaciones generales con la esperanza, quizá ilusoria, de que se tengan en cuenta en España y fuera de ella cuando llegue el momento de rehacer la Europa hoy en ruinas.

La primera de estas observaciones es de índole negativa. Demos de lado a los prejuicios de partido, a las nociones a medio cocer y a la información parcial o atropellada. Derechas e izquierdas, feudalismo y pueblo, Iglesia y libertad... todo eso está muy bien, y hasta cierto punto responde a una realidad, si bien tan sólo al nivel de los síntomas. Pero penetremos más adentro, hasta las causas. Y por ejemplo, no vayamos a imaginar que cuando se da en España un caso de retraso o de injusticia que pesa sobre cierto sector de la población, los que suelen considerarse como responsables sean, por decirlo así, seres extraños que hayan invadido a nuestro país viniendo de otra nación o de otro planeta, cuando en realidad son miembros integrantes del conjunto juntamente con los que vemos como sus víctimas. En tales casos, conviene ajustar los ojos al conjunto del problema, abarcando a la vez los que vemos como oprimidos y los que vemos como opresores, entretejiéndolos, como de hecho lo están, en un tejido local o nacional común que adolece en su conjunto de cierta enfermedad cuyo síntoma se manifiesta en el malestar del sector cuyas penalidades nos afligen; y por lo tanto importa mucho menos condenar a tal o cual sector de la nación que buscar objetivamente la causa del mal, ya que este mal, que en apariencia sólo aflige a una parte del país, pesa en realidad sobre el conjunto. Cuando de España se trata en particular, precisamente por ser país tan apto para la Guerra Civil, pensemos siempre todos los españoles en la importancia primordial de considerar las cosas nuestras con esta mirada de conjunto que incluya siempre a un lado y a su contrario y que se proponga no la lucha sino la diagnosis y la cura.

A tal fin y en tal espíritu, valdrá reproducir aquí el siguiente párrafo que figuraba en la segunda edición de esta obra, publicada en Madrid en 1934: “El problema de España queda definido en estas páginas como el de la adaptación de su psicología nacional a las condiciones del mundo moderno. Esta labor necesita paz y continuidad, pero también necesita libertad. Ahora bien, surge de este modo un problema práctico: que las instituciones encargadas de asegurar la paz no parecen capaces de respetar la libertad.”

Si aplicamos ahora a esta definición del problema de España la observación más arriba apuntada, venimos obligados a reconocer que estas instituciones, y en particular el Ejército y la Iglesia, que así se oponen a la evolución de España, no son, al fin y al cabo fuerzas extranjeras, sino tan españolas como el resto del país; tenemos asimismo que convenir en que ni el Ejército ni la Iglesia constituyen semejantes obstáculos para la libertad del pueblo ni en Suecia ni en Suiza, ni en Inglaterra ni en los Estados Unidos. Son, por lo tanto, debidas las tendencias antiliberales de estas instituciones no a que la Iglesia española sea iglesia o a que el Ejército español sea ejército sino a que son ambos españoles. Y si así es, se impone otra conclusión: que por fuerza habremos de hallar idéntica tendencia antiliberal en cualquier otra institución española bastante numerosa, bien organizada y poderosa funcionalmente dentro del organismo nacional para imponerse a la nación entera al impulso de las dos pasiones políticas que caracterizan al español: separatismo y dictadura. Y claro está que nos encontramos en seguida con un ejemplo, puesto que ya hemos visto cómo la clase obrera organizada cedió a la dictadura y al separatismo tratando de imponerse a la nación al mando de don Francisco Largo Caballero, Secretario General, más general que secretario, de la U. G. T., el cual don Francisco Largo Caballero representó en la política española de 1934 en adelante un papel que no cabe distinguir del de uno de tantos generales del Ejército que en los siglos XIX y XX llevaron a las fuerzas armadas de la nación al pronunciamiento. De este modo conseguimos ver las cosas de la política de España desde un punto de vista objetivo, y volvemos a descubrir que los dos males que atormentan a nuestro país no son el Ejército y la Iglesia, ni tampoco el marxismo o el anarquismo, ni los latifundios ni la pequeña propiedad: son el separatismo y la dictadura. Todos los individuos españoles, todos los grupos españoles tienden a desgarrarse unos de otros y todos del conjunto, y a reafirmarse a sí mismos en separación para retornar sobre los demás no ya al mismo nivel, sino encima — en dictadores. Así se ve cómo la dictadura y el separatismo no son en realidad sino dos fases del mismo movimiento cuyo impulso motor es el yoismo del español.

Pero aun es posible cavar más hondo. La multiplicación de actos y movimientos de dictadura y separatismo por parte de un gran número de individuos y de grupos se integra en una calidad de conjunto que es específica de la estofa del carácter español. Así, pues, la contextura del alma colectiva de España se revela dispersiva y turbulenta. Es como una especie de lava siempre en hervor. Otras naciones fluyen con placidez en un movimiento horizontal, continuo, sedoso, por el llano del tiempo. El río de la vida española va siempre agitado por movimientos verticales que surgen de la roca viva de su lecho, como si sus aguas estuvieran siempre movidas a torbellino por gases volcánicos. El estado normal de las cosas públicas es, pues, de lucha y no de colaboración. Explícase este hecho por una falta de equilibrio entre las tendencias sociales e individuales del alma española. Ya he apuntado en otro lugar que Don Quijote y Hamlet pudieran ser los símbolos de los dos conflictos contrarios que crean en el hombre ya el exceso de lo individual sobre lo social, ya el exceso de lo social sobre lo individual. Hamlet es el centro mismo de su sociedad, y de ello sufre. “Estoy demasiado al sol” dice de sí mismo. Y Ofelia lo define a la perfección:

 

La expectación y rosa del Estado,

Espejo de la moda y molde puro

De la forma, y el observado

Por todos los observadores...

 

en una palabra, el ciudadano modelo a quien el país desea ver marchar delante no tanto como guía independiente sino como iniciador de la marcha que el propio país tácitamente impone.

Pero Hamlet no tiene pasividad suficiente, antes al contrario, tiene excesiva personalidad, para amoldarse a tal papel. Ya al principio deja caer Shakespeare alguna que otra indicación en este sentido. Hamlet distingue entre tradiciones y tradiciones. Cuando el rey bebe al estruendo de tambores y trompetas, explica Hamlet el ruido con estas palabras significativas:

 

Costumbre más para honrada

En su violación que en su observancia.

 

Hamlet es, pues, un hombre de acción a quien oprime la orden que recibe de un fantasma. ¿Por qué un fantasma? Porque era menester que la tradición hablase como lo que es, por boca de un muerto que se sobrevive. El fantasma exige venganza. Es decir, la tradición mal enterrada exige su cumplimiento. Hamlet no cree en la venganza. Hamlet es, pues, un hombre de acción cuya tendencia individual se halla oprimida por una tendencia social más fuerte. La represión de su propio carácter le hace solitario, melancólico e introspectivo.

Don Quijote es un soñador ocioso que vive en una aldea de la Mancha, es decir en medio de un desierto social. Cervantes ha dado a las mil maravillas esta sensación de espacio y de vacío, este aire social rarificado en que vive su héroe, hasta que sorbido fuera de sí por el vacío ambiente, Don Quijote, hombre de pasión sin sociedad que lo encuadre y discipline, vierte su alma hacia fuera en acciones sin fin ni sentido que van a perderse en el desierto circundante. Y así los monólogos de Hamlet vienen a ser como aventuras de pasión al interior de un hombre de acción, espirales girando sobre sí mismas hacia dentro, siempre disminuyendo y arrastrando el alma de Hamlet en un movimiento cada vez más íntimo, cada vez más intenso de ansiedad y de presión, para terminar en la punta acerada del pensamiento del suicidio; mientras que las salidas de Don Quijote son monólogos de acción en torno a un hombre de pasión, girando en espirales cada vez más amplias que van a perderse en las arenas estériles de la inanidad.

Este es quizá el sentido en que Don Quijote, que de tantas maneras simboliza el alma española, la simboliza más hondamente. Por exceso de yo y defecto de ser social, el español tiende al desierto, al nihilismo arenoso, ya pasivo, que se manifiesta en esterilidad social, ya activo, que va a dar a la destrucción. Las guerras civiles periódicas de España resultan, pues, ser racionalizaciones políticas de accesos de pura destrucción, erupciones de volcánica protesta del yo español contra el ser social y sus creaciones. Y de aquí el “¡Viva la Muerte!” de los fascistas y el “¡Viva la dinamita!” de los mineros asturianos.

Por lo tanto, cuando nos acercamos a España con nuestros planos y nuestros planes, nuestras estadísticas y diagramas y nuestros manuales de Historia, bueno será que recordemos estos hechos naturales que en la vida de una nación corresponden a los índices físicos y químicos que definen metales y metaloides. Nadie se imagina que el mercurio se va a portar como el platino, o el carbón como el azufre. Pero hay mucho pedante insensato dentro y fuera de España que quiere que España se porte como Suecia o como Illinois. A juzgar así las cosas con un criterio de imparcialidad casi física, pudiera muy bien sostenerse que el español es el anti-tipo del alemán. Mientras el alemán se goza en la disciplina y la obediencia, obediencia y disciplina son odiosas para el español. De donde se desprende que la dictadura en España se debe siempre a razones precisamente contrarias a las que la determinan en Alemania. Mientras los países bien equilibrados como la Gran Bretaña o Suiza pueden compararse con muros de granito bien recortados y cimentados, Alemania es Arcilla y España un montón de bloques de granito sin tallar que se aguantan el uno al otro con el menor número posible de puntos de contacto y la mayor molestia mutua posible por centímetro cuadrado de contacto.

¿A qué viene entonces venirle a predicar libertad al español? La libertad le es tan natural al español como el aire que respira. Predíquese libertad al alemán, que no sabe lo que es. Ni se arguya que el “pueblo” no goza en España de libertad, pues en cuanto esto es verdad —y lo es mucho menos en tiempo y en espacio de lo que suele decirse— se debe a la falta de orden sin el cual no es posible que se realice la libertad en la vida práctica, y esta falta de orden se debe a su vez al concepto exagerado de la libertad que reina en el ambiente ultraindividualista del español. Lo que el pueblo español necesita ante todo es aprender a crear orden, es decir a instaurar y fomentar el tejido social de las instituciones.

¿Dónde está aquí la dificultad? Exactamente como en todo lo que concierne al resto de la vida española: en que el alma de nuestro pueblo se polariza en la persona y no en la cosa. Precisamente por eso nacen la dictadura y el separatismo en nuestra vida colectiva, porque dicho se está que al centrar la vida en la persona, se dispersan las fuerzas, polarizándose cada una hacia el corazón de cada cual, y de aquí el separatismo, por el cual se va a la dictadura del corazón más fuerte; mientras que si supiéramos centrar la vida en las cosas, como cada cosa tiene su ley, por fuerza habrían de converger todas las fuerzas en la ley de la cosa, aunándose en vez de dispersarse las energías.

Es menester que el español aprenda a poner el acento en las cosas, desarrollando la cooperación, la continuidad, la técnica, el método, el sentido del crecimiento, de la necesidad del tiempo, para que maduren las cosas de la vida colectiva, la paciencia, todas las virtudes medianas y útiles de la vida diaria. Pero este esfuerzo va en contra de la querencia del carácter español, y por lo tanto no conviene hacerlo todavía más oneroso por medio de medidas políticas y económicas que laboren en su contra. Ante todo es necesario elevar el nivel de vida; y la densidad de población de España. Si Don Quijote no hubiera vivido en el desierto, el vacío ambiente no le hubiera sorbido el seso arrastrándole a aventuras sin sentido para nadie más que para él. Todo español es en esto un Don Quijote. Es menester convertirlo a la vida colectiva que en el fondo detesta 121. Las naciones capitalistas que hasta ahora han venido considerando a España tan sólo como una mina tienen que pensarlo mejor y ver que hasta en su propio interés más egoísta conviene hacer de España también una fábrica. Este será uno de los pasos más importantes hacia la estabilidad de la Península, sin la cual no hay estabilidad europea posible.

Otro paso y no pequeño sería mitigar el separatismo de los diferentes organismos y cuerpos del Estado. En este terreno quizá convenga ver la solución en un refuerzo y en una generalización de la Universidad española. Sacerdotes, oficiales, ingenieros y funcionarios facultativos deben pasar todos por la Universidad juntamente con las profesiones liberales, a fin de adquirir una actitud nacional común antes de dispersarse en las respectivas escuelas de aplicación que hoy hacen de ellos tribus marroquíes. Sería menester completar este sistema organizando la instrucción de los adultos, sobre todo los de la clase obrera y agrícola, a fin de llevar por lo menos a los dirigentes de las clases trabajadoras a un sentido más realista y menos dogmático de las cosas. Por último, la cinematografía y la radiodifusión podrían transfigurar completamente al país si con mano constante e intención desinteresada se utilizasen por el poder público para hacer penetrar en la masa del pueblo el sentido vivo de la vida colectiva así como la experiencia acumulada por la Historia nacional y humana; mientras que las artes, la música y el teatro atenderían a la educación estética de un pueblo que no le cede a ninguno de la tierra en la excelencia de sus dotes de sensibilidad artística.

* * *

¿Bajo qué sistema político? ¿Y quién lo sabe? ¿Somos acaso los dueños de los acontecimientos? Lo más que podemos hacer es intentar restablecer relaciones condicionales: si se hace esto, ocurrirá lo otro. Si España regresa a la extrema izquierda de su viaje a la extrema derecha, seguirá oscilando desenfrenadamente el péndulo, y no tardará en volver a la extrema derecha de la extrema izquierda. Los destinos de España, y por lo tanto los de Europa, de que es parte íntegra, y los de América, en cuyos vastos territorios de habla española repercuten las vibraciones de España como en una caja de resonancia, seguirán expuestos a los azares de la violencia política. Es curiosa la semejanza del paisaje político español con el belga. Como en Bélgica, se compone de una derecha católica clerical, de un centro liberal y de una izquierda socialista. (Para que nada falte, tienen los belgas un problema flamenco que, como nuestros problemas vasco y catalán, oscila entre el regionalismo y el separatismo.) Es evidente que para España como para Bélgica no hay más Gobierno posible que una coalición más o menos amplia con su centro de gravedad en la zona media política del país, que es la liberal. Importa poco que esta zona media tenga en el Parlamento mayoría o minoría. Siempre le corresponde en buena lógica y en buena práctica el papel presidencial, no por mayoría, sino por situación, ya que la zona media liberal, tanto española como belga, es la única que puede considerarse como “fronteriza” con las dos extremas y a la vez, por la misma índole de su filosofía política, sinceramente abierta a todo lo que una y otra zona extrema tengan de asimilable a la política inmediata en cada momento; mientras que las dos zonas extremas, no sólo por extremas sino por su filosofía política dogmática y cerrada, sólo pueden provocar vigorosa oposición por parte del extremo opuesto y la ruptura de la zona media liberal en dos mitades respectivamente absorbidas por las extremas, camino por donde se va fatalmente a la guerra civil.

No faltan hoy dirigentes obreros que estiman posible como consecuencia de la Guerra Civil una evolución de los diversos movimientos obreros españoles que los haga converger hacia una especie de socialismo español, intermedio entre el marxismo y el anarcosindicalismo. Pero también es posible que el marxismo, precisamente por su carácter dogmático, siga atrayendo a mucha masa española acostumbrada al dogmatismo por una educación católica secular. El marxismo, al fin y al cabo doctrina de origen judaico como el catolicismo, es la doctrina moderna que más se parece a la religión católica no en el qué, desde luego, pero sí en el cómo de sus creencias. El marxista razona con suma frecuencia como el católico. Valga como ejemplo este botón de muestra: se defiende el distinguido teólogo marxista don Luis Araquistain contra el hipotético reproche de que al publicar sus artículos contra don Juan Negrín diera armas a los enemigos de la República, y después de rechazar el reproche con argumentación, como suya, atinada e inteligente, añade: “Pero el reproche es, además, típicamente antimarxista y por eso tampoco me interesa nada.” Ejemplo admirable de fe del carbonero.

Sea de ello lo que fuere, siempre queda que sólo hay esperanza para España en una línea política equidistante de la derecha católica y de la izquierda socialista, ya que esta conclusión se asienta sobre la roca viva de los hechos: sólo un Gobierno de centro podrá jamás atraer bastante opinión de la derecha y de la izquierda para gobernar con base suficiente de consentimiento público y para impedir la concentración de poderes de oposición bastantes para provocar una guerra civil. En línea general, la izquierda tendrá que ceder a la derecha en materia religiosa y la derecha a la izquierda en materia económica. “Tendrá” no indica desde luego aquí obligación moral, sino concatenación causal; tendrá, porque, si no, no habrá España estable.

El caso de España es uno de los que ha de poner a prueba el sentido político de los dirigentes del mundo que viene. Si se empeñan en imponer a España las instituciones políticas nacidas y crecidas en otros países de terruño psicológico distinto vamos al fracaso seguro. El sufragio directo y universal es ejemplo concreto. Todo lo concerniente a elecciones, cuerpos representativos y ejecutivos, y en general la maquinaria del Estado, debe construirse ante todo con la vista puesta en el orden y la continuidad. Sin orden y continuidad, todo lo demás que se imagina como deseable no puede lograrse. Hay por lo tanto que subordinarlo todo al orden y a la continuidad. En este sentido, la Constitución del 31 fué un trágico disparate que, como ya hemos visto, llevó a España al desastre sacudiéndola de extrema derecha a extrema izquierda por el juego combinado del sufragio directo, de una ley electoral absurda y de la carencia de Senado. Contra esto es sobre todo contra lo que habrá que defender a España en el porvenir. Puro prejuicio dogmático y libresco opuso una barrera infranqueable al sentido común que pedía armonizar el indiscutible derecho del pueblo a autorizar con su consentimiento las instituciones públicas y por otra parte el derecho de la nación en su conjunto, a darse instituciones objetivamente adecuadas al fin de gobernar. Es evidente que si se organizan estas instituciones sin las garantías necesarias para que el orden y la continuidad que se buscan sirvan de trinchera al privilegio y a la reacción para impedir el progreso hacia una democracia económica y política sincera, instituciones, orden y continuidad, todo se lo llevará la trampa. Los hombres de Estado a quienes toque dirigir los años creadores que se avecinan habrán de concentrar su esfuerzo en salvaguardar lo esencial de la democracia, sin malgastarlo en los pequeños detalles de la maquinaria política que todavía defienden los beatos de la Santa Iglesia Democrática con singular tenacidad a pesar de que tales detalles han fracasado ya en casi todos los países del mundo. Respeto a la persona humana, libertad de pensamiento y gobierno con aquiescencia de los gobernados son los tres puntos sobre los cuales no cabe ceder. Todo lo demás es maquinaria, y por lo tanto habrá de adaptarse al metal humano de que se dispone. Por ejemplo, en lo que concierne a España, es muy posible que en lugar de los sistemas hasta ahora probados, convenga un régimen representativo-parlamentario parecido al adoptado por la Unión Soviética hasta 1936 (más la libertad de prensa, desconocida en Rusia, pero indispensable a una democracia), ya que desde luego el sufragio universal directo, método primitivo adoptado por los anglosajones no sirve para un país tan individualista como el nuestro.

No parece posible resolver el problema de España sin conceder a las regiones autónomas la mayor libertad política compatible con la unidad fundamental de la nación. Don Manuel Azaña ha demostrado luminosamente por qué no se presta España a la solución federal que preconizan vascos y catalanes 122.

El problema es soluble, pero en contra de lo que suele creerse, la dificultad no está en los castellanos tanto como en ciertos catalanes y en ciertos vascos. La fórmula que permitiría expresar la solución pudiera ser: “con tal de que vascos y catalanes reconozcan como una obligación de honor histórico la continuación de la historia de España, y hasta la culminación de esta obra que consiste en crear una España íntegra y libre, no puede haber límite alguno a su autonomía”. En una palabra, unidad primero, libertad después. Toda la libertad dentro de la unidad. Este es un punto sobre el cual no vale que vascos y catalanes arguyan como si lo que tuvieran enfrente es Castilla. Lo que tienen enfrente es España. Los Españoles ponemos a los vascos y a los catalanes una primera pregunta: ¿reconocen o no reconocen su obligación histórica como españoles? Hay vascos como el señor Aguirre y catalanes como el señor Pi i Sunyer sobre cuya respuesta no ha lugar a duda. Pero hay otros catalanes y sobre todo hay otros vascos sobre los cuales convendría suspender el juicio por falta de pruebas — o quizá por sobra. Hay algún que otro vasco que durante el destierro ha jugado a la republiquita que tenía sus embajaditas y su gobiernito, que hacía sus tratadículos más o menos ridículos con otros gobiernículos. A este tipo de marroquí disfrazado de europeo hay que declarar que si Cataluña y Euzkadi no dominan la tendencia al separatismo que a todos nos aflige, es segura una guerra civil en la que desde luego estaría unida toda España, que entonces contaría al menos para fundamentar su propaganda en los países anglosajones con el nombre inatacable de Lincoln.

Y aun queda por decir con la franqueza que procede entre compatriotas que en los nacionalismos vasco y catalán hay mucho de rezagado en estos días de aviación. Son en gran parte movimientos regresivos que van a husmear hasta la Edad Media para estimularse y vigorizarse. La segunda guerra mundial tiene que abocar a una era de grandes familias de naciones. No es este el momento para dividir una nación ya hecha sino para integrarla en una nación mayor. No es el momento para multiplicar las republiquitas sino para federar los continentes.

* * *

Ante el mundo que viene tendrá, pues, que situarse España como una unidad lo más armónica posible a fin de hacer frente a problemas de relación internacional que, aun situados en un ambiente nuevo, datan de antiguo. Ni qué decir tiene que el más importante de estos problemas ha de ser el de las relaciones de España con el mundo de habla inglesa. A pesar de las frases hechas diplomáticas, constan tres siglos de Historia como prueba maciza de que, interpretados a la luz de la vieja política del viva quien venza, los intereses españoles y anglosajones en el mundo no armonizan. Pero si se interpretan a la luz de una filosofía política nueva, no sólo más honda y real, sino además obligada por las circunstancias del mundo moderno, esta armonización es posible y aun inevitable. Los progresos de la ciencia aplicada a las comunicaciones físicas y mentales han hecho patente la unidad orgánica del mundo civilizado y de Europa en particular. Desde este punto de vista, que es muy español, por ser la extensión al mundo entero del concepto de cristiandad que animó en nuestros reyes, estadistas y filósofos de la gran época de España, es evidente que España viene a integrarse a la vez en el organismo vivo de Europa y en el organismo vivo de una Atlántida, concha política de dos valvas, hispánica la una, ánglica la otra.

Ahora bien, desde este punto de vista es nuestro primer deber el de reconocer honradamente que en el verano de 1940 Inglaterra salvó al mundo. Al derrumbarse Francia a fines de junio de 1940, todos, amigos y enemigos, estaban convencidos de que Inglaterra se rendiría o negociaría antes de fin de año — y cuenta que con Hitler negociar es rendirse a plazos. Inglaterra luchó sola. Pero luchó. Y en los siglos venideros, el verano de 1940 contará en la Historia como una de sus fechas culminantes, y se dirá de los ingleses de 1940 lo que su Primer Ministro dijo de los aviadores ingleses que entonces vencieron al alemán: “Nunca se debió tanto por tantos a tan pocos”.

Este primer deber de todos los hombres bien nacidos pesa con más peso histórico sobre los españoles que sobre los nacionales de ningún otro país. El hombre que lucha, aunque luche por una causa pura, lo hace con todo su ser, tanto el puro como el impuro, y hasta con los instintos criminales de su sangre ancestral reprimidos por siglos de cultura. Inglaterra, al luchar por una causa de las más nobles que ha conocido la Historia, por fuerza ha de luchar con todo su ser, presente y pasado, y traer a su auxilio recuerdos históricos de toda suerte. No hay nadie para quien esta circunstancia inevitable signifique mayor abnegación que para los españoles que piensan, como todos los españoles libres y bien informados, que en esta guerra Inglaterra y los Estados Unidos habrán salvado a la humanidad de una nueva era negra.

Es, pues, necesario abordar el problema de las relaciones angloespañolas teniendo en cuenta que no conviene para el porvenir del mundo debilitar a Inglaterra. Y así nos encontramos ya al principio de nuestro análisis con que los intereses de España y los de Inglaterra, vistos a la luz de la unidad mundial, armonizan.

Ahora bien, aun potente y aun heroica, Inglaterra ya no basta. Sin los Estados Unidos, sucumbiría, y con ella el mundo. El problema del día siguiente a la victoria consiste en cómo construir un sistema bastante fuerte para resistir a los futuros ataques del pueblo alemán. La experiencia del pasado no permite sobre este particular el menor optimismo. El pueblo alemán, a pesar o quizá a causa de sus admirables cualidades, es una amenaza permanente contra el mundo. Su combinación sin igual de capacidad técnica, de obediencia gregaria y de arrogancia racial es un rasgo permanente de la psicología y de la Historia de Europa con el que hay que contar en todo momento. Las medidas defensivas contra esta amenaza tienen que ser de doble filo: por un lado avance idealista hacia una política mundial más alta, y más honda, que la del imperialismo y del poder; por el otro, táctica realista para consolidar el occidente con “fortificaciones políticas”, y en particular una que asegure a la Gran Bretaña y a sus aliados la posesión sin disputa del Atlántico y una alianza permanente y efectiva de los continentes americano y africano.

Para esta política es España una nación clave. Los tres aspectos principales de España en los asuntos mundiales son: su posición estratégica; su comunidad de cultura con la América hispánica; y su esfera africana.

La Península Ibérica ocupa quizá la posición más estratégica del mundo, sobre todo en lo que concierne al Imperio Británico. Los que ven en el Imperio Británico no sólo una serie de manchas del mismo color en un mapamundi, sino también un organismo con la Gran Bretaña como cerebro y corazón, las líneas de marina mercante como venas y arterias, los cables como nervios, se dan cuenta de que España es como un cuerpo extraño o un tumor sobre la tráquea de este organismo. La política vieja de la Gran Bretaña consistió en debilitar este cuerpo extraño. La política nueva tiene que ser concebir un organismo más amplio en el que ya no sea España cuerpo extraño sino al contrario cuerpo fecundador.

Así queda planteado inevitablemente el problema de Gibraltar. Con una España hostil, Gibraltar es para Inglaterra una posición precaria, causa de tantos quebraderos de cabeza como ventajas. Si la segunda guerra mundial hubiera estallado con una España oficialmente tan hostil a Inglaterra como la del régimen falangista, pero a la vez tan rica y fuerte como lo era en 1931 o aun en 1936, la situación de Gibraltar, que fué difícil durante toda la guerra, hubiera llegado a ser quizá desastrosa. Estudiado el problema desapasionadamente aun desde el punto de vista de los intereses británicos, parece imponerse la conclusión de que una España amiga y aliada sería para Inglaterra una posición estratégica mucho más fuerte que el Peñón.

Ya me doy cuenta de que hay algún que otro español que dice que España no quiere Gibraltar 123. El pensamiento es libre, y cada cual lo manifiesta por su cuenta y riesgo. Para mí el problema de Gibraltar no es tanto cosa que los españoles definen sino cosa que define a los españoles. Que España quiere Gibraltar no puede ni discutirse. No sería España si no lo quisiera.

Las consecuencias de la ocupación de Gibraltar por Inglaterra son más hondas y sutiles de lo que una mera discusión política podría sugerir. Ha sido uno de los factores que más han socavado la fe nacional y la unidad histórica de España, y por lo tanto que han hecho de España un centro de agitación y desorden perjudicial para toda Europa. Entre otras consecuencias ha impedido la federación con Portugal, evidente desarrollo natural biológico de la historia de la Península. Ha perjudicado hasta a Inglaterra, privándola de su aliado natural, la federación de los pueblos peninsulares. Y aun hay más: al seguir ocupando un trozo de territorio que pertenece por derecho natural a otra nación europea, Inglaterra contribuye a perpetuar la era del viva quien venza en las relaciones internacionales, socavando así su propia autoridad moral como nación dirigente de la nueva era de unidad orgánica y de salud internacional.

La solución es evidente: Inglaterra y España deben contratar una alianza permanente llegando hasta federar su política extranjera sobre la base del bien común. Esta alianza devolvería Gibraltar a España, pero en cambio, a base de reciprocidad, daría a Inglaterra el uso no sólo de Gibraltar sino de todos los puertos e islas de España en caso de agresión contra la mancomunidad internacional libre de que sería Inglaterra el centro.

España es la madre patria de las naciones americanas, a pesar del mal humor que la frase suele producir entre hispanoamericanos cuando la manejan y manosean los mentecatos. Lo que en España ocurre tiene siempre gran resonancia en Hispano-América. Una España retrógrada, al servicio de las fuerzas del mal, sería ganzúa para tales fuerzas en el continente americano. Basta una ojeada al mapa para demostrar los grandes efectos que sobre el continente americano tendría una unión política permanente entre Inglaterra y España. Es natural imaginar que llevaría como de la mano a un fuerte sistema atlántico apoyado en el cuadrilátero Gran Bretaña-Estados Unidos-Hispanoamérica-España-Portugal. Esta Atlántida absorbería fácilmente a Francia y al continente africano, y constituiría en la política y en la estrategia planetaria una ciudadela inexpugnable.

Sólo hace falta que las dos grandes potencias anglosajonas renuncien a su política tradicional en estas materias. España y los pueblos de habla española difieren por su temperamento de los anglosajones (aunque mucho menos de lo que aseguran espíritu rezagados que traban prejuicios históricos pueriles). Pero bajo estas diferencias ambos pueblos tienen de común un vigoroso individualismo que los une, mientras que las diferencias mismas no van más allá de lo necesario para crear dentro de la mancomunidad ciertas tensiones estimulantes. Así como la Gran Bretaña debe mucho de su éxito en la Historia al equilibrio de las tensiones entre celtíberos y teutones dentro de su población, así la nueva Atlántida adquiriría un nuevo equilibrio de dotes y calidades en la tensión entre sus grupos ibéricos y anglosajones.

Los intereses inmediatos también se equilibran y no opondrían grandes obstáculos a esta política. Los anglosajones buscan en Suramérica ante todo intereses de carácter económico, financiero y comercial; los españoles tan sólo intereses de carácter moral, cultural y de sangre. Mientras que los hispano-americanos aspiran ante todo a poblar sus vastos territorios, lo que pueden hacer en las mejores condiciones posibles mediante una colaboración de sangre española y de capital anglosajón. Una España próspera y pacífica presentaría muy pronto suficiente exceso de población para suministrar hombres a Suramérica, con beneficio de todos, ya que España reforzaría así su esfera cultural, Hispano-América su población blanca, y los anglosajones verían aumentar sus intercambios. Todo ello además beneficiaría a la Atlántida, pues la inmigración española es para Suramérica una necesidad demográfica. Cuando falta, los países del Pacífico absorben inmigrantes asiáticos y en las Antillas, casi blancas en tiempo español, aumenta la gente de color. Ahora bien, sin la menor sombra de prejuicio, es sin duda preferible que en la América de habla española no se complique ya más de lo que lo está, la paleta humana.

Finalmente queda el África. Basta el incidente de Tánger (1941) para demostrar que el problema no es académico. Aquí también, mientras sigamos aferrados a la política de poder, no hay azúcar diplomático que baste para cubrir la píldora: los intereses de España y los de Inglaterra no armonizan. Ahí está el mapa. Pero la solución surge al instante en cuanto Inglaterra y España se ven a sí mismas como miembros del mismo cuerpo político europeo. Ni tampoco convendría que olvidasen, como hoy tienden a hacerlo, y Francia con ellas, la existencia de Marruecos con fines propios.

En suma, el problema de las relaciones exteriores de España es soluble en el mismo ambiente que ya queda descrito como indispensable para resolver el de su vida interior. Es menester que en lo interior individuos, cuerpos, partidos y regiones se sientan a sí mismos como miembros vivos del cuerpo político nacional. Es menester que en lo exterior España y las naciones que más directamente influyen sobre su vida se sientan a sí mismas como miembros vivos de un cuerpo político universal. La paz de España, como la de Europa y del mundo, depende del grado en que penetre en la conciencia de españoles y extranjeros esta verdad espiritual.

 

 

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