España

España


CAPITULO I

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CAPITULO I

LA TIERRA

El hecho esencial sobre la tierra española es su inaccesibilidad. España es un castillo. La Península Ibérica se eleva a una altitud media mayor que la de ninguna otra nación europea, menos Suiza, y, si se tiene en cuenta que Suiza tiene a sus plantas un pedestal de altitudes, mientras que España surge del nivel del mar, la altitud media de España (unos 700 metros) resulta más impresionante que la altitud media de Suiza (unos 1.100 metros). El Mont-Blanc se eleva en el centro de Europa, lejos del mar; la Península Ibérica presenta picos comparables, aunque no tan altos, como el Mont-Blanc, en sus cuatro costas: al Norte, la Cordillera Cantábrica; en el Oeste, la Sierra de la Estrella; al Sur, la Cordillera Bética, y al Este, el nudo de montañas detrás de Valencia. Salvo el valle del Guadalquivir, que en ascensión gradual penetra hasta el corazón del laberinto peninsular, todo el territorio se halla rodeado de tan altas murallas, que sólo quedan entre ellas y el océano estrechas bandas de tierra interceptadas por torrentes, valles cortos que de pronto amurallan abruptas riberas (como la del Tajo), o pasos angostos, que los ríos atraviesan desde sus valles interiores, para llegar al mar (como el caso del Ebro). Así, encerrada tras de las murallas de sus cordilleras costeras y de los altos Pirineos, la Península se extiende como una vasta meseta cortada en varios compartimientos por cordilleras interiores y depresiones profundas.

La ciudadela de este castillo es la Meseta Central, formación arcaica que cubre más de dos tercios del territorio a una altitud media de 700 metros, y generalmente considerada como el núcleo geológico y el elemento más antiguo de la Península. Esta meseta da al país sus rasgos típicos: elevación, desnudez, espacio. Así, ligeramente inclinada en dirección Suroeste, apoyada en la Cordillera Cantábrica al Norte, y en la Ibérica al Nordeste, limitada al Oeste por la depresión que la separa de las llanuras atlánticas que forman a Portugal, y al Sureste por los muros a cuyo pie circula el Guadalquivir, la Meseta es una verdadera ciudadela rodeada de murallas, fosos y agua. El valle del Guadalquivir, que la limita al Sur, explica a Andalucía. Más allá de su borde occidental se extiende el Duero en las llanuras que explican a Portugal. Al norte de la Cordillera Cantábrica, Galicia, Asturias y Santander viven como países atlánticos con las espaldas apoyadas sobre los bordes de la Meseta. De la depresión vasca a la cadena costera de Cataluña fluye el Ebro en un foso profundo que forma cuña entre los Pirineos y la Cordillera Ibérica, especie de triángulo que contiene las tierras de la antigua Corona de Aragón; Valencia queda inscrita entre el mar y los muros formidables que limitan con la Meseta a Levante, mientras Murcia, sobre la vertiente nordeste de la Cordillera Bética, comunica con Castilla a través de las estepas de la Mancha, inmortalizadas por Don Quijote. Pero ni la misma Meseta puede considerarse como tierra meramente plana. Una sierra de altas montañas, perpendiculares a la Cordillera Ibérica, la corta del nordeste al suroeste en dos porciones: Castilla la Vieja, tierra del Duero; Castilla la Nueva (con la Mancha), tierra del Tajo, que la sierra de Toledo separa a su vez del valle del Guadiana. Se piensa en nuestros días que la Meseta Central ha experimentado en épocas relativamente recientes un movimiento ascensional que contribuye a aumentar su aislamiento de las partes restantes de la Península.

Esta ojeada geográfica revela al punto el carácter centrífugo del territorio peninsular. Madrid, la capital, comunica con el Norte por tres puertos, todos de altitudes superiores a 1.500 metros. Las líneas principales de ferrocarriles que llegan a Madrid por el Norte tienen que subir a alturas de 1.200 a 1.300 metros en sus primeros 100 kilómetros a partir de la capital. Las ciudades de la costa norte, Bilbao, Santander, Gijón, La Coruña, son tan sólo accesibles por ferrocarril a costa de líneas que forman verdaderos rosarios de túneles enrollados en nudos inextricables por entre los valles que oculta la Cordillera Cantábrica. El ferrocarril de Málaga atraviesa la Cordillera Andaluza al modo de un alpinista que se aventura por picos inexplorados, siempre al borde de precipicios; y aun hoy Madrid no ha conseguido su unión ferroviaria directa con Valencia (su puerto más cercano a vuelo de pájaro) por la casi invencible oposición de los obstáculos naturales. El territorio Noroeste, los cuatro valles atlánticos, el valle del Ebro y los territorios del Sureste son mutuamente inaccesibles y se orientan en direcciones distintas; además, la Meseta se halla separada de las llanuras portuguesas por un súbito desnivel. La inaccesibilidad general de la Península se prolonga, pues, hacia el interior, de modo que muros y almenas dividen dentro de sí mismos los territorios que muros y almenas separan de otros países.

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De tal orografía se desprende, como es natural, gran variedad. En cuanto a clima, sin embargo, puede clasificarse la Península en dos regiones: la seca y la húmeda. La frontera entre estas dos regiones parte de la costa catalana por la orilla norte del Ebro y se dirige al Oeste hasta el punto en que se encuentran las Cordilleras Ibérica y Cantábrica, donde, girando hacia el Sur, sigue la frontera portuguesa, aunque entrando en territorio español en las altiplanicies que se extienden al norte y sur del Tajo, dejando, en cambio, en terreno seco buena parte del sur de Portugal. Esta línea divide la Península en dos zonas: al Norte y al Oeste, un país de clima húmedo, suave y templado; al Sur y al Este, un país de clima extremo, seco y duro. De los 586.614 kilómetros cuadrados de la Península, 263.522 pertenecen a la región húmeda y templada del Norte y Oeste, y 323.092 a la región seca y extremada del Sureste. Portugal participa de ambos climas, aunque en proporciones desiguales, pues en su gran mayoría pertenece al clima templado. Si se excluye el territorio portugués, resultan 179.720 kilómetros cuadrados de clima templado y húmedo y 317.034 de clima seco. La España templada y húmeda representa, por lo tanto, el 36 por 100, o sea un poco más del tercio de la Península. Conviene, no obstante, interpretar cuidadosamente estas cifras. Una fuerte proporción de la España templada y húmeda está constituida por regiones muy altas e inhabitables, y aunque los valles húmedos, en sus inextricables laberintos, son generalmente ricos y muy poblados, su mismo aislamiento geográfico disminuye la influencia que pudieran tener de otro modo en cuanto a la formación del espíritu y carácter del país en su conjunto. Ambas Españas, la templada y la extrema, constituyen a España; pero no cabe duda de que la extrema es la más importante. Elevada, desnuda y espaciosa, esta España imprime en el espíritu un sentido profundo de fuerza primitiva. Ya en el verano, cuando recibe sobre su manto frailuno la fogosa caricia de un sol cruel; ya en el otoño, cuando profundas nubes moradas arrastran sus sombras misteriosas en el silencio de sus ilimitadas llanuras; ya en el claro invierno, durante el cual parece como si la luz solar prestase sus fríos reflejos a los agudos cuchillos de los vientos serranos, o ya en la fugitiva primavera, la Meseta castellana es un país de grandeza y majestad, digno compañero de las grandes escenas naturales —mares y cielos— y de los grandes estados del espíritu — poesía y contemplación.

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Al Norte y al Sur, al Este y al Oeste de la Meseta Central, y en contraste con sus vastas monotonías, presenta España al viajero todas las variedades posibles de paisajes. Portugal es una Normandía soleada. Noruega no tiene “fjords” más pintorescos que Galicia, ni Suiza picos más impresionantes que los de las montañas nevadas de Asturias y Santander; el escocés que se adentra por el industrioso valle del Nervión puede imaginarse viajando hacia Glasgow por el concurrido Clyde; los arbolados bosques de Navarra compiten con los de la Floresta Negra; el valle del Ebro, con sus alternativas de acantilados rojizos, quebrados y secos, y de fértiles oasis, es quizá puramente español, pero la Cataluña baja es un país mediterráneo, que podría ser lo mismo italiano que griego; Valencia y Murcia, cuyos ríos van secos para que florezcan sus vegas, son todavía moras y ponen de cuando en cuando en el paisaje un toque de Palestina (la palmera y el pozo bíblico); Andalucía es también quizá puramente española, aunque bien pudiera ser un sueño de Persia o de las páginas de Las mil y una noches. Y, sin embargo, toda esta variedad se halla, por decirlo así, envuelta en una atmósfera de unidad. Desde la dulce y ensoñadora Galicia a la clara y seca Murcia, donde brilla un sol ardiente; desde los picos nevados de Asturias a las polvorientas palmeras de Alicante; desde los valles estrechos y puritanos de la gris Guipúzcoa a las vegas floridas de la Andalucía oriental, el mismo aire, el mismo ambiente parece emanar de la naturaleza. España es una bajo las Españas, y éste es el primer misterio que habrá que resolver. ¿Qué calidad es ésta que unifica todas estas calidades? ¿Qué impresión más profunda la que cubre y colorea las demás impresiones? Una especie de vigor estático, primitivo e inexpresado. Un vigor pasivo, nunca quizá mejor observado que en la vegetación silvestre que cubre las tierras secas e incultas y, sobre todo, los territorios quebrados que el viajero más emprendedor descubre para su goce en los nudos menos accesibles de las montañas españolas. El suelo que pisa es acaso esa arena gruesa que procede del granito casi todo el año seco, a veces recocido por el sol, otras contractado por las heladas del luminoso invierno. Pero esta tierra, arena gruesa, se mantiene pegada a la ladera y alimenta en su sequedad plantas vigorosas y primitivas, matas que parecen de alambre, con florecillas que ningún rocío viene a refrescar, florecillas de infinitas variedades y de fuerte aroma, que, una vez conocidas, hacen de cualquier otro paseo en cualquier otro país cosa sin atractivo alguno para el sentido del olfato, el más cercano a la imaginación. Dicen los botánicos que de las 10.000 flores conocidas en Europa, más de la mitad sólo se encuentran en España; los navegantes, que el aroma de España se percibe desde alta mar antes de que se vean sus costas. Tal es la fertilidad primitiva de la Península, fertilidad que viene a ser el signo, el símbolo de la calidad que andamos buscando para explicar lo uno en lo vario de nuestra tierra. Su fuerza tranquila, su vitalidad permanente es el origen de esta impresión que el viajero encuentra por doquier en la Península y que es la esencia española bajo sus formas catalana, aragonesa, castellana o andaluza. Ruda, primitiva, seca, pero rica en aroma, espontánea en vegetación silvestre, en gracia sin apresto, la Península es de por sí, y aparte del pueblo que la habita, una gran potencia y una gran presencia.

 

 

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