España

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CAPITULO II

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CAPITULO II

EL PUEBLO

Varia, pero una, la tierra; vario, pero uno, el pueblo. Los estudios antropológicos recientes demuestran la complejidad de la mezcla de tipos físicos que constituyen el pueblo español. Parecen bien establecidas unas zonas de cabezas redondas en la costa cantábrica de Santander a La Coruña, y una zona de cabezas alargadas en la costa sureste, entre Alicante y Almería; y, sin embargo, tipos de cabeza alargada abundan como norma en Castilla, Teruel, Alava y hasta en Orense y Portugal, mientras se encuentran cabezas redondas en Cáceres y en la parte más meridional de la Península, en el distrito de Málaga, así como entre las mujeres del valle del Guadalquivir. Esta mezcla de tipos físicos resulta todavía más evidente cuando se definen los tipos no sólo por la proporción usual entre los dos diámetros generalmente adoptados para distinguir los llamados braquicéfalos o cabezas redondas de los llamados dolicocéfalos o cabezas largas, sino por un número mayor de índices craneales. Por medio de un método a base de índices de tres dimensiones, un antropólogo español contemporáneo ha esbozado un mapa de las regiones raciales españolas, que ilustra admirablemente hasta qué punto se han mezclado en nuestro país los elementos raciales puros. De este esfuerzo para hacer penetrar un poco de orden en el caos de los datos que arroja la observación directa de la naturaleza se desprende la posibilidad de dividir la Península en las regiones siguientes:

1ª Región habitada por tipos de cabeza larga. Puede dividirse en dos zonas:

a) Zona iberoaragonesa, de cráneo largo, alto y estrecho, proporción bastante alta de ojos claros y pelo rubio o rojo (35 por 100).

b) Zona valenciana, que ocupa la costa de Levante, desde el Ebro al cabo de Gata. El rostro es más estrecho que en las zonas precedentes y la proporción de ojos claros y de pelo rojo o rubio es mucho menor.

Estos dos tipos parecen relacionarse con la raza iberoafricana o berebere.

2ª Región habitada por cabezas redondas. Se subdivide en dos:

a) Zona cantábrica (de Santander a Coruña). Cráneo ancho, corto y un poco bajo y, sin embargo, rostro a veces estrecho; nariz aguda y órbitas profundas, pero anchas. Tez viva, pelo rojo o rubio frecuente, ojos avellana claros.

b) Zona extremeña. Raza menos robusta, con rasgos más angulares y ojos más obscuros, aunque no son escasos los azules.

Estas dos zonas parecen relacionarse con orígenes celtas, aunque la segunda se considera por algunas autoridades como liguria.

3ª Región tipo medio, que también se subdivide en dos zonas estrechamente relacionadas:

a) Zona vasca. Cráneo intermediario entre los tipos extremos de las zonas primera y segunda; rostro largo y estrecho, nariz aquilina, órbitas hundidas. Ojos claros en proporción de 40 por 100.

b) Zona castellana. Todavía en el grupo intermedio, pero con tendencia hacia el tipo de cabeza larga. El título de zona castellana no ha de tomarse literalmente, pues esta región contiene provincias que no son castellanas políticamente (como la de León), mientras que no alcanza a Santander (políticamente castellana, pero racialmente en la zona cantábrica), ni a Soria y Logroño, que pertenecen racialmente a la primera variedad aragonesa. El rasgo más importante de esta zona castellana es la ausencia de pelo rubio y ojos claros.

Las siguientes regiones contienen tipos menos acusados:

4ª Región. Tipo manchego, de cráneo alto y estrecho, con frecuencia corto, frente estrecha, mandíbula desarrollada, nariz larga y órbitas anchas. Dícese que representa una raza prehistórica peninsular.

5ª Región andaluza, braquicéfala. Tipo cetrino, que habita las regiones de la Andalucía occidental.

Por último, existen dos vastas regiones: la Andalucía oriental y la catalana, cuyo estudio no ha dado otro resultado que el de la extrema complejidad de sus características físicas y, por consiguiente, de la índole profundamente mezclada de sus habitantes. Esta conclusión, aunque en grado menor, se aplica a toda la Península. El estudio físico de la raza española confirma la opinión de que el español procede de una mezcla íntima de varias razas, cuyos tipos más claros parecen ser el íbero, de cabeza alargada, instalado aproximadamente a lo largo del valle del Ebro y de la costa de Levante, y la raza braquicéfala celta, instalada en la costa norte, de Santander al cabo de Finisterre.

* * *

Las opiniones sobre los orígenes del pueblo hispánico son tan numerosas como incompatibles. Humboldt consideraba que los habitantes autóctonos de la Península eran los vascos. Tal opinión llegó a quitar toda autoridad al eminente sabio alemán. Los romanos impusieron la idea de que España había sido poblada por tres razas: los íberos, los celtas y los celtíberos. Lo cual no quita para que autoridades romanas aseguren que poblaron a España cuatro razas: los tartesios, los campsos, los saefos y los cántabros. La riqueza de opiniones históricas sobre las realidades que se ocultan tras estos nombres no es menor que la de los nombres mismos. ¿Deseamos saber lo que eran los íberos? Tácito nos afirma que eran “de tez obscura y pelo rizoso”; Silio Itálico, que su pelo era de oro brillante y su piel blanca como la nieve. Calcurnio Flaco nos asegura que eran altos y rubios. Si preguntamos sobre sus orígenes, nos encontramos con cuatro teorías. Los íberos son africanos; emparentados con los bereberes, y los “tuaregs”, y vinieron a España por el Sur; son indoeuropeos que vinieron a España por el Este; son indoeuropeos que vinieron a España por el Norte; y son atlántidas que vinieron a España por el Oeste.

La opinión contemporánea tiende hacia un grupo de conclusiones que cabe resumir del modo siguiente: Los primeros colonizadores de la Península fueron ligurios. Los íberos, quizá de origen norteafricano, comenzaron a entrar en España y a instalarse en Levante y en el Sur quizá en época anterior al hundimiento geológico que separó a Europa de África. Ya entre 2500 y 1700 antes de Jesucristo, había contactos entre los íberos de España meridional y la Bretaña francesa, las Islas Británicas, Escandinavia y Alemania; más tarde, hacia 1200, comienza la relación entre la España ibérica y la Italia meridional. Los celtas, gente más o menos nórdica, inician su invasión de España por la región nordeste hacia 900 antes de Jesucristo, y un siglo más tarde fundan los fenicios a Cádiz y a Málaga. Hacia 600 antes de Jesucristo, invade una segunda ola de invasión celta las regiones del noroeste y del este. Ello no obstante, las dos razas diferentes que ocupan la Península se mezclaron poco, pues los formidables obstáculos naturales que el país opone al viajero las mantuvieron separadas, de modo que mientras los celtas prosperaban en el noroeste frío y húmedo según el perfil general de la edad de hierro europea, los íberos florecían en los amenos y templados climas del Sur y de Levante, en donde por espacio de dos a tres siglos, sus talentos nativos estimulados por influencias orientales produjeron una brillante civilización.

Dos cosas, no obstante, parecen seguras. La primera es que desde muy antiguo, quizá desde el siglo XII antes de Jesucristo, existía una civilización próspera, activa e ilustrada en el Sur y Sureste de la Península, civilización que ha dejado trazas como los anillos de Cáceres, que pueden verse en el Louvre, y que, mucho antes de que los griegos la descubrieran, había entrado en relaciones con las Islas Británicas y comerciado con sus habitantes. La segunda es que los íberos, vinieran de donde vinieran y fueran quienes fuesen, eran ya conocidos en el pasado precisamente por las características que siempre se han atribuido a los españoles. Un historiador francés ha señalado que mientras bastaron diez años para que César conquistase a las Galias, Roma y Cartago, con jefes como los Escipiones y Aníbales, necesitaron dos siglos para someter a España. El español más notable de aquel período, Viriato, era prototipo de la raza: hombre hijo de sus obras, noble por naturaleza, aunque no por nacimiento, jefe nato, aunque lejos de ser buen organizador, insobornable por el lujo y la riqueza, amante fanático de la libertad, esclavo de su palabra, tenaz más que perseverante.

Sobre esta primera capa humana, ya en sí de seguro bastante mezclada, vinieron a establecerse otras civilizaciones sucesivas y otras sucesivas inmigraciones, que cubrieron áreas más o menos grandes de la Península y dejaron huellas más o menos profundas en el carácter del pueblo español. Empezaron los fenicios, y luego los griegos que establecieron factorías en las costas de Levante, pero con poca relación con el interior. Cartago ejerció influencia más profunda, y sus mercaderes y militares fundaron dos grandes poblaciones: Cartagena y Barcelona. Pero el Imperio de Cartago sobre la Península no dura arriba de un tercio de siglo, sucediéndole el de Roma, que iba a dejar en España la influencia social y racial más profunda hasta la de los árabes. La romanización de la Península fué muy rápida, una vez vencida la resistencia militar de los habitantes. A fines de la era de Augusto, Roma había conquistado a España por las armas, y España a Roma por las letras. La literatura de la Edad de Plata es española. Los emperadores Antoninos, desde Trajano a Marco Aurelio, son españoles. Esta rapidez de adaptación sugiere un esfuerzo más bien de educación que de colonización por parte de Roma. A los habitantes aborígenes vinieron a mezclarse, romanizándolos, los soldados y ex soldados y los funcionarios de Roma.

Las sucesivas hordas de bárbaros que invadieron el país desde la primera mitad del siglo V no parecen haber ejercido sobre España influencia racial y social comparable con la de Roma. Redujeron a ruinas la civilización romana, y el país a la anarquía, de la cual fué saliendo gradualmente el reino visigótico. Pero la era visigótica no ha contribuido gran cosa a las características sociales y raciales de los españoles. La mayoría de las instituciones de esta era se heredan de la romana o de la ibérica. El único acontecimiento importante que entonces ocurre es la adopción de la religión cristiana por el Estado, primero en su forma ariana y luego en la ortodoxa, gracias al Rey Recaredo (586-601). Pero precisamente por la incompetencia militar del Estado visigótico, pudo el Mediodía de España dedicarse a su tarea usual de crear una cultura y una civilización, y éste es el período en que florece en Sevilla San Isidoro, faro de cultura no sólo para España, sino para toda la cristiandad.

Cayó el reino visigodo a manos del pueblo que, con los romanos, había de ejercer la influencia más profunda sobre los españoles. Los “árabes”, o “moros”, como suele llamárseles con inexactitud verdaderamente imparcial, invaden la Península en 711. Casi instantáneamente la cubren por completo, con excepción de los valles inaccesibles de los Altos Cantábricos y de los Pirineos. De 711 a la toma de Granada, en 1492, vivieron en la mayor intimidad con el pueblo que habían encontrado en la Península, intimidad en sus dos formas de paz y de guerra. La reconquista es, quizá más que una guerra, un período histórico, cuyo verdadero significado sólo puede apreciarse si se considera la España medieval como una frontera entre las civilizaciones islámica y europea 3. Del siglo IX al XI, la civilización de nuestro planeta es islámica. La cristiandad se halla sumida en una noche de incultura, mientras que el Islam reluce de Bagdad a Córdoba con todo el esplendor de su ciencia, su arte, su política, su cultura y su refinamiento. La España del Norte, dividida en diminutos reinos bárbaros, es al poderoso y refinado Califa de Córdoba lo que hoy las tribus marroquíes al Presidente de la República francesa. La España islámica da entonces al mundo sus filósofos, astrónomos, matemáticos, místicos, poetas e historiadores. En una de las Cortes menores de “El Andalus”, la de Almería, había cinco mil telares para tejer toda suerte de tejidos, del brocado a la seda y de la lana al algodón, y el primer ministro de un pequeñísimo Estado (especie de Goethe islámico en un Weimar español) poseía cuatrocientos mil volúmenes en su biblioteca, mientras que la grande y famosa del Monasterio de Ripoll en la cristiana Cataluña se ufanaba de poseer 192. En este período, los reyes castellanos de la España del Norte eran tributarios del Califa de Córdoba, es decir, del monarca de España en materia financiera, política o cultural, y a Córdoba iban sus ministros, y hasta ellos mismos, a solicitar la ayuda del poderoso Califa, a pedir su protección, a rogarle que arbitrase en sus rivalidades y querellas mutuas. Hacia fines del siglo X, Almanzor, dictador napoleónico, surge en el Califato, y en una serie de cincuenta campañas reduce a los reinos cristianos, desde Cataluña a Galicia, a completa sumisión, llevándose numerosos trofeos a Córdoba, en cuya Mezquita cuelga como lámparas las campanas de Santiago de Compostela.

Pero la civilización islámica entra entonces en un período de decadencia. El Califato de Córdoba cae en manos débiles y se va descomponiendo en reinos menores, mientras la civilización cristiana cobra súbito auge en toda Europa bajo la inspiración de príncipes de altos méritos y santidad (Roberto el Piadoso, de Francia, San Enrique de Alemania, San Esteban de Hungría, y, algo más tarde, Fernando I de Castilla-León). Siete años después de la muerte de Almanzor (1009), Sancho García, conde de Castilla, entra en Córdoba a la cabeza de sus caballeros. La rueda de la fortuna ha girado en redondo. El Andalus se desintegra en numerosos reinos vasallos del reino norteño, que es ya ahora el monarca de España. El cuerpo, España, es el mismo, pero en el curso del siglo XI, el espíritu que lo animaba había cambiado del Islam a la cristiandad. El Norte produjo su héroe representativo en el Cid, como el Sur lo había producido en Almanzor, y casi exactamente un siglo más tarde. Pero así como Almanzor ya no era precisamente el Califato, sino, en realidad, el principio de su descomposición, así el Cid no era todavía precisamente el rey de España, sino su precursor y heraldo. El Cid obra por su cuenta, simboliza el período en el cual los Estados norteños no son todavía lo bastante fuertes ni están todavía lo bastante unidos, mientras que los Estados del Sur todavía son capaces de cierta resistencia. En este momento de transición, los cristianos adoptan una política compleja que comprende la protección, la explotación, el vasallaje y, de cuando en vez, la guerra con los reyes moros.

Esta lucha, sin embargo, no lo es tanto entre naciones y pueblos como entre religiones y civilizaciones. El Sr. Menéndez Pidal ha demostrado que ni el Norte era exclusivamente cristiano ni el Sur puramente islámico. El Andalus contenía:

a) Musulmanes de origen oriental, muchos de los cuales habían contraído matrimonio con mujeres cristianas;

b) Musulmanes de origen español (gótico o hispanorromano), en grupo mucho más numeroso que el primero, convertido al Islam, y muchos de los cuales se habían casado también con mujeres del Norte;

c) Una proporción considerable de cristianos (mozárabes) que vivían entre los moros, pero con su fe cristiana, sus leyes visigodas y sus obispos y condes cristianos;

d) Señores cristianos aislados que habían logrado conservar cierta independencia en pleno Islam.

El Andalus era bilingüe. Hablaba árabe y romance, con línea divisoria entre estas dos lenguas, no marcada por la religión, sino por la cultura. Se hablaba árabe en las zonas altas de la sociedad; romance en las clases populares. Es sabido que había musulmanes en España que no conocían más lengua que el romance.

Esta pintoresca constitución de El Andalus explica el proceso que sigue la reconquista a partir de la segunda mitad del siglo XI. Por bajo de la diferencia religiosa, el pueblo era, poco más o menos, el mismo en el Norte que en el Sur. La tendencia hacia el Sur, que empieza con la reconquista, se debe mucho menos a la sensación de extranjerismo que los habitantes del Andalus pudieran producir sobre los del Norte que a una tradición que sentía España como una entidad y que, por consiguiente, incitaba a los Estados más poderosos de la Península a reconstituir en su torno la unidad hispánica. Esta tradición procedía de los períodos romano y visigótico a través del reino de León, y luego del de Castilla. En 1276, fecha en que muere Jaime de Aragón, toda la Península se halla bajo el poderío directo o indirecto de príncipes castellanos. Los Estados de Jaime limitan al Sur con los de Alfonso el Sabio. Fernando III (San Fernando), padre de Alfonso el Sabio, había reducido las posesiones moras al único reino de Granada, del que había hecho su tributario.

Aunque la actitud del pueblo español para con moros y judíos había de cambiar considerablemente más tarde, hasta llegar a las expulsiones en masa de fechas posteriores, no cabe duda de que en sus cuatrocientos años de cordial intimidad en paz y en guerra se mezclaron íntimamente con los dos pueblos orientales que tanto tiempo se alojaron en su territorio. No sólo el moro, sino también el judío, llegó a ser factor importante en la constitución biológica y psicológica del pueblo español. Las características típicamente orientales del pueblo español, si bien pueden ser preexistentes a este período, han tenido que vigorizarse profundamente en estos cuatrocientos años de familiaridad con dos razas típicamente orientales.

Quizá convenga apuntar aquí que la Península española, considerada como lugar y ambiente, parece poseer cierto espíritu oriental propio. Si se admite que el ambiente ejerce efectos modeladores sobre razas y pueblos, habrá que admitir también que puede haber lugares cuyo espíritu propio se halle de por sí a tono con ciertas razas o pueblos. España parece ser un ambiente especialmente favorable para pueblos orientales. La Península, en efecto, es como una caja de resonancia para razas orientales, que suele dar en su seno sus armonías más profundas. Así, España eleva a su nivel más alto de excelencia nada menos que tres pueblos de Oriente: el árabe, el judío y el gitano. A España debe la civilización árabe su máxima brillantez; judíos españoles fueron las mayores luminarias de la civilización hebrea desde los tiempos bíblicos; y en cuanto al gitano, la superioridad del tipo español sobre cualquier otro tipo de esta raza singular no ha menester pruebas librescas, ya que bastará la observación de los ejemplares vivientes que se encuentran en Andalucía.

Tales son las influencias raciales, históricas y locales que en el curso de los tiempos han ido modelando al pueblo español como lo hallamos a las puertas de la historia moderna al principio del siglo XVI.

* * *

La observación directa de este pueblo lleva a una conclusión idéntica a la que encontramos al final de nuestra ojeada sobre la tierra que habita: variedad externa e íntima unidad. Existen en España varios tipos bien definidos:

El gallego en el Noroeste de la Península, agudo, inteligente, trabajador, ahorrador, físicamente fuerte, da a España sus abogados, políticos, cargadores de muelle, policías y segadores. Habitante de una tierra suave y gris, es el gallego de disposición soñadora, poético e imaginativo, supersticioso, dado a creer en apariciones y a sentir la presencia del mundo sobrenatural. Su mentalidad y su vida se hallan admirablemente descritas y expresadas en la obra del más ilustre de los hombres de letras de Galicia, D. Ramón María del Valle Inclán.

El asturiano, vecino del gallego, tiene en la tradición fama de serle allegado y pariente todavía más íntimo, ya que dice el proverbio: “Gallegos y asturianos, primos hermanos”. Y, sin embargo, hay entre ellos no pocas diferencias. Menos reservado y más inteligente, al menos más conscientemente inteligente, el asturiano tiene menos cautela y es más vivaz que el gallego. Aunque tan bien dotado del sentido de la poesía como el gallego, posee el asturiano, no obstante, un humorismo que socava la fe, a veces ingenua, de su vecino. Estos dones naturales se expresan en una poesía popular, que es quizá de las mejores de la Península, con ser ésta tan rica en poesía. Asturias ha dado a España algunos de sus hombres de Estado más grandes. Su espíritu se halla representado dignamente en la literatura contemporánea por Ramón Pérez de Ayala, poeta y novelista.

Si a lo largo de la costa norteña dejamos de lado a Santander, puramente castellano de espíritu, llegamos al país vasco, laberinto de estrechos valles, verdes como conviene a una tierra generosamente regada por cielos con frecuencia grises. Los vascos son hombres de montaña, pescadores y campesinos; fuertes, sanos y sencillos. En fecha reciente, su espíritu de empresa ha florecido a punto de hacer del país vasco uno de los centros del capitalismo moderno español. Es el vasco dado a aferrarse a su opinión, como suele suceder con las personas que no poseen muchas opiniones y tienen que administrarlas con cuidado. Serio, leal, intransigente y estrecho, el vasco ha dado a España bastante que hacer como el punto de apoyo del catolicismo clerical. Loyola era vasco. Hay, no obstante, vascos de diferentes maneras de pensar, como lo demuestra el gran nombre de Unamuno, cuyas obras son quizá las mejores para adentrarse a la comprensión de esta variedad singular del pueblo de España.

Al otro extremo, al final mediterráneo de los Pirineos, ocupan los catalanes una posición simétrica a la de los vascos en su final atlántico. Dejaremos la reseña de su carácter y psicología para un capítulo especial. En diagonal, al sur de vascos y catalanes, se extiende el valle del Ebro, que puede considerarse como la definición geográfica del reino de Aragón. Los aragoneses son quizá los más primitivos y genuinos representantes del carácter español: espontáneos, francos, inclinados a opiniones extremas, intransigentes, tercos, más ricos en intuición que en intelecto consciente, independientes, fieros e individualistas. Goya era aragonés, y en su genio se representa el genio de Aragón mejor que en ninguna obra literaria existente.

Al sur de la desembocadura del Ebro, el reino de Valencia, ligado lingüísticamente con Cataluña, puede interpretarse como una combinación del espíritu catalán y del aragonés. Mediterráneo y exclusivo, como el de Cataluña, es espontáneo y primitivo como el de Aragón, más campesino que burgués. Las pasiones del valenciano son más fuertes, y se exaltan más fácilmente que en el caso de su vecino del Norte. Su amor al placer de la vida no es tan agudo, ni es tampoco tan inclinado al ahorro y al confort como el catalán. Tan dotado como el catalán de tendencias artísticas, o quizá más, el valenciano las manifiesta en color más que en elocuencia. Los exponentes de este espíritu valenciano en la España contemporánea son dos artistas que han alcanzado fama universal: Blasco Ibáñez, el novelista, y Sorolla, el pintor. La Barraca, de Blasco Ibáñez, es una descripción admirable de la vida y del carácter de Valencia.

Si los vascos aportan al carácter español más fuerza que gracia, los andaluces le traen más gracia que fuerza. El andaluz es más rico, sin duda alguna, en dones estéticos, que manifiesta liberalmente en su vida diaria. Flores y coplas son sus constantes compañeras, y una sabiduría innata su principal virtud. El genio de Andalucía se halla felizmente expresado en la obra de dos autores sevillanos: los hermanos Alvarez Quintero.

En medio de todas estas variedades del espíritu hispánico, surge en la Meseta Central el tipo, por decirlo, así, normal del país, que es Castilla. El espíritu castellano se expresa para siempre y definitivamente en la obra del más grande de los castellanos y de los españoles: Cervantes. Don Quijote y Sancho son manchegos, pero las diferencias entre la Mancha y Castilla no son fáciles de discernir, sobre todo en la hondura psicológica a que penetra el gran castellano. Castilla, además, da al pueblo peninsular el mejor ejemplo específico de su carácter en general, ese carácter que constituye la unidad bajo su variedad y une en un solo tipo a todos los tipos españoles por una especie de anillo espiritual.

Aquí también vemos en los hombres lo que vimos en la tierra. El sentido de unidad bajo la variedad procede de una impresión de fuerza primitiva, de vitalidad permanente, de vigor sintético. Es de observar este hecho cuando se trata con el pueblo. Se observará que el pueblo, es decir, las clases populares, Norte o Sur, Este u Oeste, posee cualidades de sabiduría, de corazón, de modales, que el visitante extranjero suele asociar tan sólo con los niveles elevados y cultos de la sociedad.

El criterio usual en esta materia por esos mundos, el analfabetismo, falla en España. El analfabeto español habla, canta y se conduce como ser muy superior al analfabeto extranjero, y aun a los cultos extranjeros con frecuencia. Una compostura, una tranquila seguridad de sí, que cubre el respeto, pero que no rebaja la servilidad, un rápido sentido de la dignidad, nada susceptible, porque libre de todo complejo de inferioridad, da al punto la impresión de que el pueblo posee una noción natural y espontánea de la igualdad, que a su vez nace de un profundo sentido de la fraternidad, no como pasión sentimental, sino como hecho.

Este sentido de la igualdad inherente en todos los hombres procede probablemente de un fondo religioso que puede tomar o no forma dogmática definida. Es más: suele suceder que este fondo religioso se manifieste de una manera más vigorosa en personas que no se dan cuenta de su existencia. Y, sin embargo, es religioso en cuanto contempla, no la agitación de los órdenes social, político y económico, sino el orden universal y permanente de la vida. Conscientemente o no, el español ve sobre un fondo de eternidad, y su orientación vital es más religiosa que filosófica. Por eso los dos polos de su psicología son el individuo y el universo; el sujeto y el Todo; y por eso la vida consiste para él en la absorción del universo por el individuo, la asimilación del todo por el sujeto.

El individuo, pues, es para el español el criterio de todas las cosas. Individuo voluntariamente desnudo de todo lo que no sean tendencias esenciales. Instintivamente seguro en el ambiente de lo esencial, el español tiende a evadirse de las cosas menos altas o menos hondas en la escala de las cosas, de todo aquello que es meramente necesario o útil o recomendable. El español, por lo tanto, siente poco la presión social o el criterio intelectual. Es espontáneo, sintético, siempre enteramente presente en todo aquello en que interviene. Rehúye la abstracción tanto como el inglés, y está tan libre de inhibiciones como el francés. Ni es ciudadano de un Estado igualitario como el francés, ni socio de una sociedad nacional como el inglés, ni súbdito de un imperio como el italiano o el alemán de hoy. Es un hombre.

Este individualista es, naturalmente, egotista. Su persona es el canal por el que la corriente de la vida ha de pasar, que quiera que no, y así todo en él se polariza, según su propia línea individual. El español, pues, siente el patriotismo como el amor, en forma de pasión que absorbe el objeto (La patria, la amada), y lo asimila, es decir, lo hace suyo. No pertenece a su país: es su país el que le pertenece. Y como su perspectiva es concreta e individualista, su patriotismo toma con frecuencia una intensidad en proporción inversa al área de las regiones a que se refiere: mucho más patriota, pues, de su aldea que de su provincia, de su provincia que de su región, de su región que de su patria.

Por otra parte, el instinto de conservación de la propia libertad, tan fuerte en él, le hace rehuir todas las formas de cooperación social, ya que tienden a esclavizar al individuo y a reducirlo gradualmente al papel de pieza de maquinaria. Su instinto anticooperativo refuerza en él su tendencia a morar en uno u otro de los dos polos de su psicología —el hombre, el universo—, dejando en barbecho las zonas medias, en que precisamente se hallan y viven las colectividades social y política.

Estas zonas medias son las que, naturalmente, gobiernan los principios éticos y políticos. Pero el español, por mucho interés que sienta para con estos principios, gobierna su vida con un principio de dirección individual, que actúa en él precisamente en virtud del carácter pasivo de su íntima actitud para la vida. En lo colectivo, y sobre todo en lo político, el español tiende a juzgar los acontecimientos con criterio dramático, singularmente libre de toda consideración práctica y de toda preconcepción intelectual. De aquí resulta que en España la libertad, la justicia, el librecambio, los conceptos políticos, económicos y sociales pesan mucho menos que el Pérez o el Martínez que ha de encarnarlos. En este criterio dramático del español se observará su sentido del hombre. Su sentido del universo se manifiesta en su tendencia a fundar instituciones políticas sobre la base más amplia y universal posible, es decir, sobre la base religiosa. Así, su patriotismo, considerado como mera manifestación de la conciencia de grupo, se ve debilitado por ambos extremos: por el extremo individual, porque el individuo tiende a absorber a la nación y a no dejarse absorber por ella; por el extremo universal, porque el español, que ensancha sus perspectivas más allá de las fronteras de España, tiende a pensar como ciudadano del mundo. Esta oscilación entre los dos extremos, el hombre y el universo, es el ritmo que domina la historia de España.

* * *

Bien se echa de ver cómo estas premisas psicológicas explican los dos rasgos constantes de la vida política de España, que pueden simbolizarse en estas dos palabras: dictadura y separatismo. El individuo, movido por impulsos “verticales” más fuertes que los “horizontales”, es decir por fuerzas naturales que surgen directamente en su ser más que por fuerzas sociales transmitidas por la tradición o absorbidas del ambiente, tiende a afirmar su personalidad y (como una botella demasiado llena de su propio contenido) se niega a aceptar influencias. De aquí la dictadura, tendencia muy española, que se observa no sólo en el hombre público, estadista, general, cardenal o rey a la cabeza del Estado, sino en todos y cada uno de los hombres a la cabeza de lo que sea, región, ciudad, pueblo, aldea, casa de comercio, taberna o familia.

El dictador repugna a todo separatismo en los demás, ya que el separatismo limita el área de su propia dictadura. Pero todo dictador es en sí separatista. Ya que se separa de los demás en cuanto concierne a las funciones colectivas de estudio, discusión, transacción y acuerdo. El fuerte diseño individual y “vertical” del español, la flaqueza de sus tendencias horizontales, las que entretejen el tejido social, explican el separatismo de los españoles y la extremada facilidad con que regiones, ciudades, partidos políticos, clases, cuerpos del Estado, se resquebrajan al menor choque, y al separarse unos de otros rompen la unidad del conjunto. A buen seguro que siempre se darán, o se hallarán, causas tópicas que determinen estas resquebrajaduras en la fábrica colectiva del país; pero la facilidad con que se producen y su hondura se deben a la calidad de la fábrica y no a las circunstancias que sobre ella actúan. Nada más característico del alma española que esta calidad quebradiza de su sustancia, y que hallamos por cierto de manifiesto en los Estados Desunidos de Hispano-América (fruto de la dictadura y del separatismo) en contraste con los Estados Unidos de Anglo-América.

Separatismo y dictadura son, no obstante, tan sólo pasiones del español; no son su sentido. Aunque parezca mentira, a pesar de estas pasiones que de cuando en vez le dominan, es el español hombre de buen sentido, y cuando en él se mantiene, de genio creador y realista más que común. Pero para mantenerse en el plan del buen sentido, necesita el español una pasión elevada bastante fuerte para alzarle hasta un concepto vívido de la unidad muy por encima del nivel dispersivo a que le arrastra su ser separatista y dictatorial. Tal fué la fe que un día alcanzó en los siglos XVI y XVII, dando a España una fuerza y una unidad que no ha conocido desde entonces y quizá no vuelva a conocer jamás.

 

 

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